La Deuda [Jacquot Placek - Rikkert Vranken Moos]

Cualquier contrato mercantil está compuesto por al menos dos partes que llegan voluntariamente a un acuerdo y por el que se intercambian una serie de bienes, servicios o, en algunos casos, pagarés. Se podría decir que las bases de este concepto son más bien sencillas, pero lo cierto es que es un tema en el que la teoría se complica excesivamente con la práctica y en el que se debe tener cierto dominio si uno no quiere terminar mal parado. Sobre esto, sin embargo, sabía bastante el que es uno de los protagonistas del presente relato, Jacquot Placek. Nacido en la ciudad de Pilsen en el año de mil seiscientos ocho, sus vivencias se alargaban por un periodo de tiempo desmesuradamente superior a lo que cualquier persona normal pudiera siquiera soñar a vivir. Pero tampoco sería correcto achacar sus largos años a una longeva vida. Sea como fuere, no me precipitaré y dejaré que el lector descubra poco a poco los secretos del checo.

Como ya podríamos suponer, Jacquot se dedicaba al comercio y, aunque sus actividades eran un poco extrañas y marginales, la verdad es que contaba con un marcado sentido del deber para con sus compromisos y esperaba, a su vez, que el resto tuviera el mismo respeto hacia los mismos. En éstos y de alguna manera, nuestro joven hombre podría hallarse en una situación de desventaja, pues en la amplia mayoría, por no decir la casi totalidad, él siempre era quien debía otorgar la mercancía en un primer lugar y, a posteriori, esperar una o dos décadas de media antes de poder cobrar el pago correspondiente. Él siempre buscaba por cualquier medio recibir lo que le debían, pero, en algunos casos, ni aún así era capaz de lograrlo, por lo que resultaba una primordial necesidad el no dejar impune dichos incumplimientos o, al final, nadie le tomaría en serio. Y, llegados a este punto, es como enlazamos esta escueta introducción con la escena que nos interesa en este preciso instante.

Situémonos. Año mil ochocientos, en algún lugar a las afueras de París y frente a los amplios jardines de una espléndida residencia, minutos antes del ocaso. La anaranjada luz teñía el panorama, haciendo parecer que la tierra se hallase fundida en lava y que las hojas de los árboles estuviesen a punto de echarse a prender en llamar. Y, en medio de la escena, el muchacho de cabello castaño y ojos azules avanzaba sin pausa, pero sin la menor prisa, acercándose lentamente a la residencia, protegido por la penosa visibilidad que garantizaba ese contraste de claroscuros y por un sencillo conjuro protector que le posibilitaba un pase seguro hasta los muros de dicha construcción. Portaba unos pantalones de un impoluto blanco marfil, a juego con el chaleco y el pañuelo anudado al cuello que ocultaba el resto de la camisa y sobre los que llevaba una chaqueta corta de un tono azul de Prusia. Sus botas, hasta casi la rodilla, eran negras y su cabeza se hallaba desprotegida, habiendo rehusado el uso de cualquier sombrero. Y así fue cómo se presentó en la vivienda de Rikkert Vranken Moos, uno de los tantos deudores con los que se había encontrado en su vida y que ya hacía mucho tiempo que debía haber muerto. Jacquot había investigado sobre él y se había terminado enterando de que, como era de esperar, había prosperado y ahora vivía en aquel lugar, cerca del corazón de Francia y uno de los epicentros del mundo. Con razón de saber más de cómo le iba a aquel hombre -o, más concretamente, de cómo podría esperar recibir su pago- había dejado su refugio, escondido en la Selva de Bohemia, y había alquilado un carruaje para dirigirse a la capital gala. Al día siguiente de llegar, había decidido cumplir con el cometido de su viaje.

Llegando a la pared más cercana y obviando la puerta, cerró sus párpados y dejó que su mente se fundiese con su derredor con el fin de explorar algunos de los misterios que éste pudiera esconder. Cuando hubo reconocido lo suficiente, colocó las yemas de sus dedos en el lienzo y expiró una vez para lograr la concentración necesaria antes de presionar con fuerza la piedra y susurrar unas, para la mayoría, incomprensibles palabras:

-  Phsátz Khapaj Matrý, ho khamćjút Rukýs-es fja – pronunció con solemnidad justo antes de que el último final de ambas extremidades superiores se introdujese con facilidad en la piedra, atravesándola como si no fuera más que mantequilla, y, agarrándose firmemente, comenzó a escalar.

Al fin, hubo de llegar a su destino, justo cuando los últimos rayos de sol abandonaban la faz del paisaje. Jacquot se sujetó al alféizar de una de las ventanas en el segundo piso y volvió a articular otros de aquellos extraños fonemas fijando su mirada directamente en el linde del marco que tenía frente a él. Un seco sonido evidenció la ruptura del cierre que impedía que nadie entrase en la habitación y, a continuación, el suave chirrido de las bisagras girando acompañó a la apertura de la puerta. Nuestro joven hombre se afianzó al saliente y terminó acomodándose justo en el quicio, sentándose en él y de cara al interior. Su mirada se dirigía directamente al lecho, donde un bulto entre las sábanas parecía evidenciar que no se había equivocado. Con una sonrisa prendida en sus labios, tan sólo se ocupó de esperar a que el vampiro despertase de su sueño.