AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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El ave Fénix renace. [Privado]
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El ave Fénix renace. [Privado]
"Aprendí que no se puede dar marcha atrás, que la esencia de la vida es ir hacia adelante. La vida, en realidad, es una calle de sentido único."
Si hay algo que Sébastien aprendió, a base de fuerza, para sobrevivir, fue a engañar y mentir.
Ahorró todo lo que pudo en Burdeos, trabajando, trabajando decentemente e indecentemente. Lo indecente solo quedaría para el, pero eso demostraba hasta que punto estaba dispuesto a llegar para recuperar lo que una vez fue suyo, o al menos conseguir algo similar. Había trazado el comienzo del plan, y todo se había puesto en marcha. Llegó a Paris, junto con la primavera, y fue directo a su antigua residencia. ¿Seguiría en pie? ¿Estaría todo intacto?
Al llegar a la puerta de hierro del edificio un escalofrío recorrió su cuerpo, una cantidad considerable de recuerdos se agolpaban en su cabeza. Se había quedado casi inmóvil, pero pronto todo paso, pues había aprendido a evadirse y centrarse en como salir a delante. Empujo la puerta, pesada, oxidada, chirriante, y se adentro al portal. El aspecto de este claramente había empeorado, ni rastro de los espejos y candelabros, solamente el frió mármol seguía intacto. Subió las escaleras intentando de nuevo evitar que los recuerdos entrasen en su mente, lo que hizo que sin darse cuenta llegase a su piso, a su puerta, a su pasado.
La puerta mostraba clara señales de haber sido forzada, pero ahora estaba cerrada, tapada con un par de listones de madera vieja, mal clavados a los marcos de la puerta. Sébastien se acerco al hueco de la escalera, vigilando que no hubiese nadie, y al instante se acerco a la puerta y con decisión tiro de los listones de madera, liberando la puerta y abriéndola con un pequeño pero decisivo golpe. Antes de entrar y mirar el interior respiró hondo y profundo para concentrarse en lo que tenía que hacer para no perder tiempo. De un paso entró. Cristales rotos, las estancias vacías, a penas quedaban dos lámparas de cristal y las estructuras de las camas… y… el armario, aquel armario empotrado que le salvo la vida.
Empujo la puerta tras de si y corrió hacia la habitación del armario, para buscar en el doble fondo de este. Afortunadamente las escrituras del piso seguían allí escondidas, junto con unas cuantas joyas de su difunta madre, y un pequeño saco con monedas…
Ahorró todo lo que pudo en Burdeos, trabajando, trabajando decentemente e indecentemente. Lo indecente solo quedaría para el, pero eso demostraba hasta que punto estaba dispuesto a llegar para recuperar lo que una vez fue suyo, o al menos conseguir algo similar. Había trazado el comienzo del plan, y todo se había puesto en marcha. Llegó a Paris, junto con la primavera, y fue directo a su antigua residencia. ¿Seguiría en pie? ¿Estaría todo intacto?
Al llegar a la puerta de hierro del edificio un escalofrío recorrió su cuerpo, una cantidad considerable de recuerdos se agolpaban en su cabeza. Se había quedado casi inmóvil, pero pronto todo paso, pues había aprendido a evadirse y centrarse en como salir a delante. Empujo la puerta, pesada, oxidada, chirriante, y se adentro al portal. El aspecto de este claramente había empeorado, ni rastro de los espejos y candelabros, solamente el frió mármol seguía intacto. Subió las escaleras intentando de nuevo evitar que los recuerdos entrasen en su mente, lo que hizo que sin darse cuenta llegase a su piso, a su puerta, a su pasado.
La puerta mostraba clara señales de haber sido forzada, pero ahora estaba cerrada, tapada con un par de listones de madera vieja, mal clavados a los marcos de la puerta. Sébastien se acerco al hueco de la escalera, vigilando que no hubiese nadie, y al instante se acerco a la puerta y con decisión tiro de los listones de madera, liberando la puerta y abriéndola con un pequeño pero decisivo golpe. Antes de entrar y mirar el interior respiró hondo y profundo para concentrarse en lo que tenía que hacer para no perder tiempo. De un paso entró. Cristales rotos, las estancias vacías, a penas quedaban dos lámparas de cristal y las estructuras de las camas… y… el armario, aquel armario empotrado que le salvo la vida.
Empujo la puerta tras de si y corrió hacia la habitación del armario, para buscar en el doble fondo de este. Afortunadamente las escrituras del piso seguían allí escondidas, junto con unas cuantas joyas de su difunta madre, y un pequeño saco con monedas…
***
La campanilla de la entrada de la casa sonó de manera firme dos veces. Sebastián había comprado ropa nueva, la necesaria para un par de días, agotando así parte de lo encontrado en su antigua casa.
En apenas dos minutos una sirvienta abrió la gran puerta de madera blanca. -¿Que deseáis? . Pregunto como su papel obligaba. -Soy Monsieur Rambaud, hijo de los Condes de Rambaud. ¿Vive aquí Madame Dunne?- Dijo Sébastien con un pequeño matiz de soberbia.
Al instante la sirvienta realizo una pequeña reverencia, levantando un poco de su delantal, y le dio paso al hall de la fastuosa casa. -Si deseáis, sígame por favor.
Sébastien siguió con paso firme a la doncella, la cual giraba la cabeza disimuladamente para observar a ese visitante… ese hijo de condes… Unas grandes escaleras precedían al hall, fastuosos oleos enmarcados en roble con laminas de oro, candelabros con cristales, alfombras persas, luz clara e intensa. Condujo a Sébastien hacia un salón donde los tonos beige y dorados predominaban, ofreciendo al llegar un lugar para que Sébastien se sentara.
-Madame Dunne, estará con vos en unos instantes.
Sentado en el saloncito se quedo pensando en que recibimiento le daría, actualmente ser noble no estaba muy bien visto o tener relación con ellos… Cierto es que Sébastien ya no lo era, pero eso Madame Dunne no lo sabía. El seguiría aparentando ser lo mismo que fue siempre…
En apenas dos minutos una sirvienta abrió la gran puerta de madera blanca. -¿Que deseáis? . Pregunto como su papel obligaba. -Soy Monsieur Rambaud, hijo de los Condes de Rambaud. ¿Vive aquí Madame Dunne?- Dijo Sébastien con un pequeño matiz de soberbia.
Al instante la sirvienta realizo una pequeña reverencia, levantando un poco de su delantal, y le dio paso al hall de la fastuosa casa. -Si deseáis, sígame por favor.
Sébastien siguió con paso firme a la doncella, la cual giraba la cabeza disimuladamente para observar a ese visitante… ese hijo de condes… Unas grandes escaleras precedían al hall, fastuosos oleos enmarcados en roble con laminas de oro, candelabros con cristales, alfombras persas, luz clara e intensa. Condujo a Sébastien hacia un salón donde los tonos beige y dorados predominaban, ofreciendo al llegar un lugar para que Sébastien se sentara.
-Madame Dunne, estará con vos en unos instantes.
Sentado en el saloncito se quedo pensando en que recibimiento le daría, actualmente ser noble no estaba muy bien visto o tener relación con ellos… Cierto es que Sébastien ya no lo era, pero eso Madame Dunne no lo sabía. El seguiría aparentando ser lo mismo que fue siempre…
Jean-Sébastien Rambaud- Humano Clase Baja
- Mensajes : 5
Fecha de inscripción : 16/02/2014
Localización : Las calles de París
Re: El ave Fénix renace. [Privado]
Si hay algo que el tiempo no es capaz de hacer a las personas, es darles la capacidad de olvidar, de mejorar por sí mismos aspectos de sus vidas con los que no están del todo de acuerdo. Y si no, que se lo dijeran a aquella chiquilla de cabellos oscuros y mirada clara como el más grande de los océanos. Ella había visto pasar por su vida cientos de caras conocidas -y otras no tanto- que nunca habían logrado "sacarla" de aquel oscuro abismo en que estaba hundida. Y muchos días habían pasado desde que cayese de cabeza en ese lugar. Dormida, parecía más tranquila de lo que nunca llegaba a estar despierta. Hasta que los rayos de Sol comenzaba a entrar por la ventana. Los amaneceres en la casa Dunne siempre consistían en lo mismo, y es que cuando Bethany abría los ojos, la mansión se convertía en un pequeño caos hasta que alguien consiguiese calmarla. ¿Por qué? Pues porque era incapaz de estar sola ni diez minutos seguidos, y menos cuando al despertarse se encontraba la otra mitad de la cama vacía. Sin la presencia de su adorado marido, la histeria se apoderaba de ella con la misma rapidez en que una mecha se prende y estalla, y era imposible evitar que comenzase a delirar por toda la mansión gritando a pleno pulmón.
En aquellos momentos, todos se convertían en culpables de su desgracia, y eso hacía que los mirase con un odio acumulado que ni ella misma sabía cómo había llegado hasta allí. Simplemente, de repente, los odiaba y era incapaz de remediarlo. ¡¿Por qué eran todos tan malas personas?! ¡Oh, que horrible calamidad! Corría por la casa perseguida por demonios, y por sirvientes... ¿O quizá eran lo mismo? No lo sabía. No sabía nada. Lo único que tenía claro era que debía seguir corriendo. Debía seguir corriendo. Tenía que esconderse de aquellos monstruos que querían llevársela de vuelta a la oscuridad, a la tristeza, al pozo de lágrimas. La ira se abría paso en su pequeño corazón sin tener ningún motivo coherente. Se sentía agobiada, arrastrada por una energía que hacía mucho que no la asaltaba y no sabía manejar. Como de costumbre. Recorrió cada habitación, cada escondite, buscando sentirse segura. Pero sólo encontró desesperación. Al menos, hasta que la puerta abierta del sótano le dio una posible escapatoria: desde ahí podría salir al exterior. Podría ver un Sol que hacía mucho que no le daba calor. O eso pensó, ilusa, hasta darse cuenta de la trampa que aquellos malnacidos le habían tendido. La asaltaron en la oscuridad, y la llevaron de regreso a su cuarto, tras obligarla a tomarse aquella medicación que tanto la disgustaba.
Los gritos y pataleos recorrieron toda la casa hasta sus cimientos, alertando a cada uno de los habitantes de la misma, que observaron con cierta lástima cómo su señora era encerrada nuevamente en aquel cuarto del que casi nunca podía salir. ¡Como si a ella le interesasen sus sentimientos! Si tanta pena les daba, ¿por qué la obligaban a estar allí? Pateó la puerta cerrada hasta la saciedad, para luego caer rendida, de rodillas, sobre el suelo. Las lágrimas no tardaron mucho en llegar, así como tampoco se demoró la melancolía que siempre solía acompañarla. Cuando en su cabeza ya no quedaba rastro de aquella ira contenida, camuflada por las nubes y nubes de pensamientos confusos que aquellas terribles pastillas dejaban en su cabeza, se centró en armar un puzzle que no recordaba haber comprado nunca. ¿Quizá se tratase del último regalo de su marido? Quien sabe. Tampoco recordaba haberle visto a él... Cuando volvió a dar cuenta de lo sola que estaba, se echó a llorar en un rincón preguntándose por qué incluso los puzzles estaban en su contra. Y fue entonces cuando la puerta se abrió, dejando pasar a una sirvienta que la observó un tanto desconcertaba. No recordaba haberla visto nunca. Cuando se acercó, Bethany retrocedió, demostrándole a la mujer -que llevaba más de cinco años trabajando para ella-, que en aquellos momentos todo era hostil para aquella chiquilla que la miraba como extrañada. Con voz suave anunció a un visitante cuyo nombre le resultaba vagamente conocido. Pero no lo suficiente para mostrarse confiada al respecto.
- ¿Quién? - El hecho de que nunca fuese nadie a visitarla tampoco es que ayudase demasiado a reconocer a quienes se dignaban a entrar por los portones de su solitaria mansión. Tenía los ojos hinchados, y la expresión desolada, pero aún así, mostró su curiosidad aceptando recibir al invitado... Cuando llegó a la sala y lo vio, su corazón, hasta entonces sumergido bajo un mar de lágrimas que nunca habían sido llamadas, dio un vuelco inesperado. Observó sus cabellos rubios y una sonrisa impecable se instaló en su semblante aún empapado por el llanto de antes. Corrió hacia él y se le abalanzó, abrazándolo de forma más que exagerada. - ¡Jean! ¡Jean! ¿Eres mi Jean? ¿O solo eres un demonio que le ha robado el rostro? ¡Porque si eres lo primero no podría estar más contenta...! Y si es lo segundo... ¡También! Rodeada de demonios desconocidos, ¡prefiero ver a alguno que conozca! -La mirada de la sirvienta, perpleja, se centró sobre el desconocido que para su señora parecía no serlo, tratando de decidir si era o no de confianza. Después de todo, las órdenes del señor Dunne eran claras: no permitir entrar a nadie que pudiese empeorar el estado de su esposa, ni juzgarla por ello. - ¡Largo! ¡Largo! ¡Maldita bruja impostora! Déjame con mi Jean a solas o los demonios también se te comerán a ti... -Y la mujer se marchó, cerrando la puerta tras de sí.
En aquellos momentos, todos se convertían en culpables de su desgracia, y eso hacía que los mirase con un odio acumulado que ni ella misma sabía cómo había llegado hasta allí. Simplemente, de repente, los odiaba y era incapaz de remediarlo. ¡¿Por qué eran todos tan malas personas?! ¡Oh, que horrible calamidad! Corría por la casa perseguida por demonios, y por sirvientes... ¿O quizá eran lo mismo? No lo sabía. No sabía nada. Lo único que tenía claro era que debía seguir corriendo. Debía seguir corriendo. Tenía que esconderse de aquellos monstruos que querían llevársela de vuelta a la oscuridad, a la tristeza, al pozo de lágrimas. La ira se abría paso en su pequeño corazón sin tener ningún motivo coherente. Se sentía agobiada, arrastrada por una energía que hacía mucho que no la asaltaba y no sabía manejar. Como de costumbre. Recorrió cada habitación, cada escondite, buscando sentirse segura. Pero sólo encontró desesperación. Al menos, hasta que la puerta abierta del sótano le dio una posible escapatoria: desde ahí podría salir al exterior. Podría ver un Sol que hacía mucho que no le daba calor. O eso pensó, ilusa, hasta darse cuenta de la trampa que aquellos malnacidos le habían tendido. La asaltaron en la oscuridad, y la llevaron de regreso a su cuarto, tras obligarla a tomarse aquella medicación que tanto la disgustaba.
Los gritos y pataleos recorrieron toda la casa hasta sus cimientos, alertando a cada uno de los habitantes de la misma, que observaron con cierta lástima cómo su señora era encerrada nuevamente en aquel cuarto del que casi nunca podía salir. ¡Como si a ella le interesasen sus sentimientos! Si tanta pena les daba, ¿por qué la obligaban a estar allí? Pateó la puerta cerrada hasta la saciedad, para luego caer rendida, de rodillas, sobre el suelo. Las lágrimas no tardaron mucho en llegar, así como tampoco se demoró la melancolía que siempre solía acompañarla. Cuando en su cabeza ya no quedaba rastro de aquella ira contenida, camuflada por las nubes y nubes de pensamientos confusos que aquellas terribles pastillas dejaban en su cabeza, se centró en armar un puzzle que no recordaba haber comprado nunca. ¿Quizá se tratase del último regalo de su marido? Quien sabe. Tampoco recordaba haberle visto a él... Cuando volvió a dar cuenta de lo sola que estaba, se echó a llorar en un rincón preguntándose por qué incluso los puzzles estaban en su contra. Y fue entonces cuando la puerta se abrió, dejando pasar a una sirvienta que la observó un tanto desconcertaba. No recordaba haberla visto nunca. Cuando se acercó, Bethany retrocedió, demostrándole a la mujer -que llevaba más de cinco años trabajando para ella-, que en aquellos momentos todo era hostil para aquella chiquilla que la miraba como extrañada. Con voz suave anunció a un visitante cuyo nombre le resultaba vagamente conocido. Pero no lo suficiente para mostrarse confiada al respecto.
- ¿Quién? - El hecho de que nunca fuese nadie a visitarla tampoco es que ayudase demasiado a reconocer a quienes se dignaban a entrar por los portones de su solitaria mansión. Tenía los ojos hinchados, y la expresión desolada, pero aún así, mostró su curiosidad aceptando recibir al invitado... Cuando llegó a la sala y lo vio, su corazón, hasta entonces sumergido bajo un mar de lágrimas que nunca habían sido llamadas, dio un vuelco inesperado. Observó sus cabellos rubios y una sonrisa impecable se instaló en su semblante aún empapado por el llanto de antes. Corrió hacia él y se le abalanzó, abrazándolo de forma más que exagerada. - ¡Jean! ¡Jean! ¿Eres mi Jean? ¿O solo eres un demonio que le ha robado el rostro? ¡Porque si eres lo primero no podría estar más contenta...! Y si es lo segundo... ¡También! Rodeada de demonios desconocidos, ¡prefiero ver a alguno que conozca! -La mirada de la sirvienta, perpleja, se centró sobre el desconocido que para su señora parecía no serlo, tratando de decidir si era o no de confianza. Después de todo, las órdenes del señor Dunne eran claras: no permitir entrar a nadie que pudiese empeorar el estado de su esposa, ni juzgarla por ello. - ¡Largo! ¡Largo! ¡Maldita bruja impostora! Déjame con mi Jean a solas o los demonios también se te comerán a ti... -Y la mujer se marchó, cerrando la puerta tras de sí.
Bethany S. Dunne- Hechicero Clase Alta
- Mensajes : 118
Fecha de inscripción : 27/09/2013
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