La venganza de Pentesilea [PRIVADO para DAÉL DE VRIES]

por **Gerard J. Von Saher** Dom Mar 02, 2014 4:37 pm

La sangre. Las vísceras. La agonía. Los jadeos. Los gemidos. Los gritos. Los suspiros. Los rezos. Los llantos. El silencio. La oscuridad. Todos esos elementos conformaban el lienzo de aquella cruda batalla. Uno a uno, yo y mi lanza íbamos rematando a los pocos que aun convulsionaban, vivos y luchando contra la muerte. Hasta que el filo les atravesaba el cuello y me escupían a borbotones la escasa sangre que sus magullados cuerpos contenían. Ellos me miraban con los ojos vacíos, sin brillo alguno, cansados, tristes y con el miedo escrito en ellos. ¿Qué temían realmente? ¿A dónde irían? ¿Qué sería de sus almas? ¿Cómo podía eso preocuparles?

Los primeros cuervos habían empezado ya a destripar la carne fresca de los caídos mientras yo continuaba mi labor, cruzando el campo por encima de los cadáveres amontonados, clavando mi lanza sin dilación en cada cuerpo que mis pies encontraban. Hasta que, pasadas unas horas, todos los rostros ensangrentados me parecieron iguales. Con los mismos rasgos, con los mismos ojos, con las mismas bocas, con las mismas súplicas en sus labios. Todos, excepto uno.

Me acuclillé junto al guerrero, acariciando curioso las plumas rojas que adornaban su casco facial y que mantenía en el misterio su identidad. ¿Por qué sería él el único que se ocultaba? ¿Tan cobarde era? Reí sin quererlo, ahogando mis carcajadas con una poco disimulada tos, lo que pareció despertar a aquél junto al que me hallaba todavía, contemplando su yelmo y su armadura, mucho más delgada que la del resto de combatientes. Él se removió con dificultades, girando su rostro hacia mí, abriendo sus ojos de par en par, o eso me pareció, puesto que el yelmo a penas me dejaba adivinar nada de su rostro. Quería verle. Quería saber quién era él y que él viera quién era yo: su verdugo, y él mi presa.

Así que dejé a un lado mi lanza salpicada por tanta sangre derramada y llevé mis manos a su yelmo, extrayéndoselo de la cabeza pese a su nefasta resistencia, retrocediendo unos centímetros en cuanto vi sus facciones delicadas y su piel de porcelana. ¿Una mujer? ¿Qué hacía allí una mujer?

Anonadado ante su bella imagen, ni cuenta me di de cómo ella tomaba una daga escondida en su armadura para clavármela al costado, haciéndome escupir sangre sobre su rostro mientras mis ojos seguían fijamente clavados en los suyos, casi embrujado.