La justicia de los marginados {Libre}

por **Stephan Bibrowski** Vie Mar 07, 2014 10:54 am

"Hay en Paris un nombrado lugar
Corte de los Milagros; allí vais a estar.
Donde el cojo huyó.
Donde el ciego vio.
Pero el muerto no.
Si algún día lo veis ya nos lo contareis"

El pueblo gitano ardía. Con rabia. Con furia. Todos se abalanzaban como moscas al primer sitio que encontraban donde pudiera verse de cerca la macabra escena que estaba a punto de revelarse ante sus ojos. Con desnuda indiferencia -por fuera, sólo por fuera- Stephan también había acudido allí para contemplarlo, cubierto con su habitual capucha que cubría casi todo su rostro, aún cuando allí no lo necesitaba realmente. Ellos eran su pueblo, al fin y al cabo. Lo habían aceptado tal como era; sin preguntas, ni reproches, ni crueldades. Los protegía y amaba como si los lazos que los unían fueran de sangre. Tal vez incluso más fuertes. El pueblo gitano era la fusión de los olvidados. Todos se reconocían entre todos. Seres perdidos. Seres que jamás encontrarían su lugar. Se protegían unos a otros, aquella unión de almas descarriadas. Si no eran ellos, ¿quién más lo haría?

Algunos alzaban los puños, destilando odio. Otros sólo esperaban. Stephan era de los segundos. Sólo esperaba. A que la trampilla se abriera y la cuerda cediese ante el peso del futuro cadáver. No conocía al condenado, pero sabía lo que era; un delator. Un traidor. ¿Qué más podía necesitar saber de él? Su tumba había sido cavada.

Gruñó cuando el cadáver dejó de lanzar patadas al aire. Un gruñido que no significaba nada, sin embargo. ¿Qué podía significar, si él no conocía al culpado? "La ley de la Corte de los Milagros es férrea y no perdona", le recorrió un pensamiento por su mente. Frunció el ceño cuando el resto de gitanos hicieron paso para volver a su rutina. El espectáculo había acabado. Ya no había nada más que ver.

Stephan, sin embargo, se quedó allí un rato más, contemplando el cadáver que habían descolgado y dejado en un rincón, cual deshecho. La enorme figura del Homme Lion
encapuchada casi parecía ser la Muerte misma que venía a reclamar lo que ahora era suyo por derecho. Una Muerte felina. Una Muerte con cara de león.

por **Doreen Jussieu** Lun Mar 17, 2014 9:09 am

Después de la revolución, Doreen tuvo que presenciar una gran cantidad de muertes, entre ellas la de personas ahorcadas. Gente que había estado a mitad de todo el alboroto por ser una orden o por mera convicción. Dado que ella había sido alguien muy directo a Darcy, debía ver quienes eran parte de mucho dolor, debía presenciar con valor cómo se le iba la vida a aquellas personas, el problema era claro. ¡Ella no tenía la fuerza para ver eso! A raíz de aquella tarde, la joven vivió más inquieta, intranquila, y con algunas pesadillas al respecto, sólo que las ocultaba perfectamente dado que el dolor de su corazón era más grande.

Hubo un tiempo en que la rubia creyó que todo había terminado. Que el miedo se había eliminado. Lo cierto es que lejos estaba aquello de ocurrir. Una noche, mientras descansaba después de un día largo en el orfanato, se despertó gritando con tanta fuerza que casi la mitad de su servidumbre se encontró en su habitación buscando calmarla. Claro, las mujeres, ya que los hombres permanecieron en la sala esperando noticias.

A la mañana siguiente Doreen contrató a un especialista que le ayudara a superar su miedo, y si, progresó, el problema es que su última tarea, la más difícil de todas, pero que según daba mejor resultado se relacionaba con presenciar de nuevo una escena de esa magnitud. La rubia se negó durante dos semanas, pero con tal de superar sus propios miedos y eliminar algunos demonios, decidió que era momento de hacerlo, de encontrarse en ese lugar y presenciar la muerte de un posible inocente, o quien sabe, quizás tan culpable como algunos asesinos que ella había conocido.

Se mordió los labios, las uñas, incluso esas últimas se las clavó en la palma de su mano ocasionando que le sangrara. Todo por culpa del miedo y el nervio. Cuando todo terminó, se quedó observando aquella gran tarima, no miró al cuerpo por respeto, pero si aquel lugar, se preguntó cuantas muertes se habían realizado ahí, cuantas personas habían sido verdaderamente culpables y cuantas inocentes. Al cabo de unos minutos parpadeó, reaccionó y observó que en la plaza sólo se encontraba ella y otra figura más. Se sonrojó un poco al voltear en dirección al desconocido.

— ¿Acaso usted conocía a la persona? — Intentó no ser imprudente, pero su necesidad de darle el pésame a alguien incrementaba. Era cómo querer creer que alguien sentía un poco de amor o importancia por aquel que había dejado esa vida, ese mundo, ese lugar.

por **Stephan Bibrowski** Dom Abr 06, 2014 12:49 pm

Sus ojos se detuvieron un instante más en el frío cadáver y luego se dispuso a volver al circo. Él tampoco se iba a molestar en arrastrar el pesado cuerpo para darle un entierro digno. ¿Lo convertía eso en un descorazonado? No, sólo en una persona más que miraba y pasaba. ”Persona, sí”, pensó con un deje de cinismo. Un adjetivo que ni él mismo se atrevía a emplear para referirse a sí mismo. ¿Era una persona, era una bestia, era un animal? ¿Qué era Stephan Bibrowski? ”Sólo soy lo que soy”. Era la respuesta que le daba a los que antes le habían hecho tal cuestión, y, en realidad, sólo era una manera de desviar de su mente la idea de que ni siquiera él sabía qué era. ”Un devorador de niños”, pensó con ironía macabra. ¿No era así como lo presentaban en el circo? ¡Pasen y vean! ¡Pasen y vean al Hombre León; pero cuidado, no os acerquéis demasiado, o se comerá a vuestros hijos. Y él hacía su papel, sin más, hasta cuando no estaba encerrado entre esos barrotes de hierro.

Suspiró.

Después del ahorcamiento, la vida en la Corte de los Milagros siguió su curso como si nada; los carruajes volvieron a ponerse en marcha, los saltimbanquis continuaron con su función callejera, y los perros y los gatos se acercaban olisqueando hacia el cuerpo inerte, a ver si había algo en su flácida carne que pudiese resultarles apetitoso.

Stephan Bibrowski también se dispuso a hacer su camino, pero antes de que se pudiera poner en marcha, la voz cristalina y templada de una mujer -no, mujer no, casi muchacha- hizo que se detuviese en su camino, escasos centímetros del pobre diablo ajusticiado. Él la contempló por el rabillo del ojo, pues no se atrevía a cruzarse cara a cara con la curiosa desconocida. Y mucho menos era capaz de echarse la capa hacia atrás para observar mejor a la interlocutora. Ya había escarmentado tiempo ha, que no había rostro ni boca que no se desencajase al tener frente a frente al Hombre León. Por lo que pudo adivinar de su pequeño escrutinio, la muchacha era joven, rubia y bonita. Y, sin duda, desentonaba con el ambiente lúgubre de la Corte, lo cual le hizo preguntarse al joven polaco qué hacía una mujer como aquella en medio de aquel meadero de perros, pero no había despertado tanto su curiosidad como para preguntárselo él mismo.

-La verdad es que no. Sólo era un miserable más de los que rondan por París. Quiso ser más que nadie, y así acabó -se encogió de hombros. Su tono de voz había descubierto lo que sus palabras no habían querido ocultar en ningún momento; que le daba igual el destino del colgado, y si había estado allí era porque estaba de paso. Escupió al suelo, en un gesto grotesco y maleducado, que pareció poner la guinda a sus últimas declaraciones y, con un poco de suerte, espantar a la dama de su compañía. No tenía ganas de charla ni compañía.

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