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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Heirik av Holstein Jue Mar 20, 2014 3:08 pm


Si la luz fuese suficiente luz y no un pusilánime manojo de proyectiles que se doblegaban ante la desgracia, el asolamiento del bruno mar de soledad que periódicamente acudía a avasallarla, no existiría la noche. Pero la luz no era suficientemente luz y, por lo tanto, no había fuerza capaz que impidiese que la soberana tiniebla se presentase sin falta a su terrible encuentro, con una tranquilidad sustentada en la seguridad de saberse, de antemano, vencedora del encuentro. Llegaba a la tierra y la cubría paulatinamente con su gélido abrazo, buscando al adalid del día para con daga de plata degollarle una vez más y empañar con su sangre la pulcritud del cielo. Entonces resultaba que la muerte se volvía un espectáculo, el cual los humanos gustaban de admirar sin ser conscientes de su profunda tragedia.

Y en un yermo labrantío a las afueras de París, un joven se hallaba sentado observando con sobrecogimiento la representación. Por supuesto, éste no era otro que Heirik av Holstein, uno de los protagonistas del relato que me dispongo a iniciar sin mayor preámbulo, ya que no es el momento de aburrir al lector con una presentación que no viene a cuento. Allí, dejaba caer su cabeza hacia su espalda y, así, teñía sus iris cerúleos con el reflejo ambarino de la bóveda celeste, tal como en ésta las albas nubes se veían privadas de su pureza para ser manchadas por una gama de bermellones. Sus labios se mostraban entreabiertos a causa del asombro que le invadía, siendo el único ser racional sobre la faz de aquel mundo que tuviera conocimiento del fatal evento que se repetía diariamente, y en sus pupilas quedaba grabado cada instante, sucediéndose el siguiente al anterior a un paso tan lánguido como raudo. Los terrones y los pedruscos se le clavaban en la carne, pero él no prestaba atención a tales nimiedades, demasiado absorto como para llegar a sentir molestia o, incluso, dolor.

En determinado momento, el cual le resultó tardío por muy prematuro que éste fuese, se puso en pie de un salto sin dejar de mirar por un sólo instante la actuación. Alzó sus palmas al cielo y gritó con toda la fuerza contenida en sus pulmones. A continuación rió hasta que el alegre sonido se tornó en una invocación.

- Loplǫgr bera mér dreyr!

Su orden se extendió hacia la lejanía hasta perderse en la altitud en la que debía ser oída. Y esperó; esperó y esperó. Y los diez segundos que el conglomerado de oscura niebla y truenos tardó en hacerse presente sobre él, a él se le hicieron dos eternidades. La reducida tormenta entonces comenzó y el alzó el rostro abriendo la boca de par en par y mostrando su poca amarillenta dentadura a Freyr que acudía a su llamada. Las gotas se precipitaban en el vacío que les cedía el aire para acabar cayendo justamente sobre él y en la veintena de pasos a su rededor. Pero cuando quisieron llegar a su lengua, la jovial expresión de Heinrik desapareció. Paladeó el líquido y lo encontró mucho más insípido de lo que había esperado. Abrió los párpados de golpe, primero con sorpresa, luego encarando al cielo con obvio reproche en su mirar.

- Sólo agua – se dijo a sí mismo en su lengua natal - ¡Es sólo agua! - clamó a las alturas. Y, sin mayor esperar, se lanzó a correr hacia cualquier parte.

Sus piernas daban zancadas y la furiosa nube la seguía allá donde fuese. Mantenía su rostro hacia el cielo para seguir probando aquel brebaje que resultaba seguir no siendo lo que él buscaba, tan sólo observando el frente lo justo y necesario para no tropezar, con una carga de conciencia que, de todas formas, pronto olvidaba. Sus pasos le llevaron a abandonar los campos de labranza y se adentró en los bosques cuyo linde era aledaño a ellos. Las copas de los árboles empezaron a entorpecer parcialmente el paso de la lluvia y eso se reflejó en el disgusto del brujo, siempre con la misma decepcionante composición. Heirik corrió, corrió y corrió hasta que, al fin, la noche se cernió sobre él.

Había fracasado, por lo que se dejó vencer abatido por su propio peso y cayó el suelo. Y, aunque lo que encontrara a sus pies fuese un agua estancada y sucia, no se levantó. Tan sólo miró al oscuro panorama que se alzaba ante él, aun sin ser consciente de que, además de derrotado, se hallaba solo y perdido. Sólo entonces la tormenta paró.


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Mensaje por Loreena Mckennitt Dom Mar 23, 2014 10:19 pm




—Iugh… Lodo y sapos
—se quejó Loreena mientras daba pequeños saltos entre la tierra húmeda del pantano.

Agradecía no llevar puesto uno de esos vestidos que tanto detestaba y que usaba por mera obligación; las botas le quedaban algo grandes y dificultaban su paso entre la resbaladiza y oscura tierra. No entendía cómo demonios había llegado a ese lugar, la noche había caído sobre el solitario paraje y ella estaba perdida y empezaba a sentir que la desesperación oprimía su pecho. Fulminó a la pantera con la mirada y antes de que pudiera escapar le dio un manotazo que hizo gruñir al animal. Vittorio se quejó en su forma felina; él mismo había sido el culpable de que llegaran a la zona más pantanosa del bosque. Era obvio que sabía cómo regresar a la ciudad y cuidaría de la bruja pero ésta en su terquedad, sólo quería irse. Tanto lodo, sapos e insectos la estaban sacando de sus casillas.

Estaba fastidiada y molesta. No quería saber de duendes, ni de hadas ni de nada hasta que sus curiosos ojos se posaron en las pequeñas luces que iluminaban un camino entre la arboleda del pantano. Sus labios se curvaron dejando mostrar una sonrisa infantil. Lo que en su momento era un paseo molesto se había convertido en un divertido juego de cacería, una cacería inocente a la que asistía Loreena desde muy niña cuando habitaba las gráciles tierras irlandesas. El hogar de los antiguos druidas y el lugar predilecto para que las criaturas elementales habitaran y se convirtieran en las protagonistas de magníficas historias.

Era un verdadero don poder estar en presencia de aquellos seres, que atraían a la pelirroja a un juego sin fin. Siempre había sido capaz de verlos, como si sus ojos hubieran recibido la bendición de los dioses para ser capaz de tener contacto con otros planos de existencia. Vittorio, atento, siguió los pasos de Loreena, no la cuidaba de los duendecillos que se ocultaban entre las raíces de los árboles sino de otros peligros que podían hallarse en el corazón del bosque. Un lugar tan atractivo como peligroso.

La bruja había olvidado de un momento a otro todo lo que la hizo rabiar, se concentró en los fugaces puntos de luz que danzaban a su alrededor y que la animaban a seguirles. Eran encantadores para ella y gustaba estar en compañía de aquellos seres. Atrás, el felino también era alentado a unirse a la pequeña fiesta pagana que se daba en algún lugar del extenso paraje boscoso. La noche parecía ser más alegre a pesar del manto oscuro que arrojaba al momento en que se apoderaba de los rincones del mundo en donde el sol ya se había alejado y perdía su reinado.

A medida que avanzaba una melodía parecía llegar de los rincones del pantano y se repetía en su mente una y otra vez. Sin darse cuenta empezaba a tararear aquella canción hasta que sus labios empezaban a gesticular aquellas palabras que animaban el recorrido. Su cuerpo parecía ser poseído por una danza que lo obligaba a moverse por sí solo. Las gotas de lluvia se colaban entre las copas de los árboles convirtiéndose en un fino rocío que apenas humedecía un tanto más al suelo. Loreena esquivaba los charcos de agua con agilidad mientras cantaba el himno de los duendes que vivían en aquel oscuro lodazal.

—Dvelur í dölum… Dís forvitin, Yggdrasils frá aski Hnigin —entonó Loreena al aire con un ritmo melodioso de su voz, sintiendo como unas cuantas gotas de agua caían sobre su rostro hasta desaparecer.

Aquella canción hubiera continuado de no ser por lo que sus orbes captaron en un par de segundos. Las luces se ocultaron entre los troncos y las rocas cubiertas por el musgo. Vittorio se puso a la defensiva abriendo sus fauces al momento en que observaba al hombre tirado en el suelo; Loreena se quedó estática por un momento hasta que logró reaccionar. Le hizo un pequeño ademán al felino para que se estuviera tranquilo y se acercó a la figura masculina que se hallaba al frente.

—¿Estás bien? —Interrogó la chica acercándose con cautela al hombre—.Sé que no debo meterme en donde no me llaman pero, tomar una siesta a mitad del bosque y en el suelo pantanoso no es nada sano. Hay alimañas por doquier.

¿Por qué decir una cosa así en un momento como ese? Ni idea. Simplemente fue lo primero que se le vino en mente y dejó escapar. Pudo sentir el bufido de la pantera a sus espaldas, reprochándole por el comentario pero, a Loreena le causó gracia. Observó el paraje que los rodeaba y luego echó un vistazo al muchacho, no era alguien del cual tuviera que temer. Encogió sus hombros y se acercó para ofrecerle su mano y ayudarlo a levantar, quizás estaba más perdido que ella.


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Mensaje por Heirik av Holstein Vie Abr 25, 2014 3:39 am

Se encontraba solo. La nube se había extinguido, engullida por el asfixiante abrazo que la oscuridad y no había ningún otro humano -o bípedo racional- del que Heirik pudiese percatarse. Esto ya era una característica ya presente en las horas precedentes, pero dado que con anterioridad se trataba de una cuestión perseguida y entonces no, comenzó a preocuparse. No había nadie y la única presencia que llegaba a sentir era la de los árboles, cuyos troncos se dilataban y contraían al ritmo de una respiración imaginaria y cuyas raíces se revolvían sin fuerzas bajo el agua estancada. Eso agitó al príncipe, sin llegar a darse cuenta de que su propia mano era la que provocaba las ondas.

No se movió, dejando que su cuerpo reposase sobre aquel mugriento y húmedo lecho que, en cualquier caso, no estaba más empapado que él. Su pensamiento se perdió al igual que él, bien en la negrura del cielo que se contagiaba a esas hojas que apenas lograban recortarse a contraluz sobre el escaso resplandor de la bóveda celeste, bien en los rincones de ese difícil intelecto. Quién pudiera llegar a comprenderlo, quién pudiera averiguar qué se cocía en el interior de su cráneo y, además, encontrar sentido alguno a sus omnipresentes desvaríos. Yo, demasiado apegado a la lógica de nuestro mundo, no me hallo capacitado para ello.

En algún momento de esa joven noche, algo logró distraerle de su consciente letargo. Con lentitud giró la cabeza, como si la pena llenara ésta y la hiciera pesar más de lo debido. Buscó con sus pupilas ya acostumbradas a la sombra el origen de la turbación y aún le costó unos cuantos segundos localizarlo. Concretamente hasta que una voz delató dicha posición.

Heirik no contestó inmediatamente, tal sólo se dedicó a intentar analizar a esa mujer, joven a juzgar por su voz, sin mucho éxito en su empresa. No fue su pregunta, sino la información que le dio lo que le hizo reaccionar. Rechazando sin pretenderlo su mano, alzó su espalda del barro para levantarse de un brinco. Su expresión delataba lo asustado que se encontraba.

- ¡Alimañas! – exclamó buscando a su alrededor tales criaturas. Pero no las encontró – Alimañas; alimañas – siguió tratando de afinar la vista, sin lograr avance alguno en su objetivo. Frunció pues el ceño y buscó las pupilas de la fémina - ¿Alimañas? No las encuentro, ¿dónde están? ¿Se esconden de mí? - con rapidez, el sueco comenzó a razonar, a su manera. Y, de pronto, quedó mudo, por mucho que no fuera más que por el par de segundos que le llevó reunir el aire necesario para lanzar un agudo grito - ¡Ahí! ¡Ahí está! - señaló a la pantera, de la cual no se había percatado hasta entonces. Sin mayor preámbulo, Heirik les dio la espalda para acercarse al árbol más cercano y asirse a la corteza con sus dedos. Se impulsó y se agarró con fuerza para escalar. La rugosa textura se clavó en su piel para desgarrarla superficialmente en algunos puntos, pero, al fin, logró su objetivo y pudo sentarse en la primera rama que pudiera soportar su peso. Quizás estuviera loco, pero, definitivamente, tenía total dominio sobre sus capacidades físicas.


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