AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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You've gone incognito. However, you aren't invisible. - Privado.
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You've gone incognito. However, you aren't invisible. - Privado.
Las mujeres son como los caballos:
hay que hablarles antes de ponerles las bridas.
hay que hablarles antes de ponerles las bridas.
—Mi intención no es faltarle el respeto… —el director del diario es un idiota tan grande que ni siquiera nota la ironía, —pero vuelvo a recordarle que mi labor dentro de esta publicación es la de escribir los obituarios, no soy una reportera y nunca lo he sido. Considero entonces que otra persona sería más adecuada para esta tarea, alguien como… —la mujer detiene sus palabras y su idea se queda a medias, no conoce el nombre de sus compañeros de trabajo por lo que le es imposible lanzar a los leones a otro. No le queda más remedio que aceptar la labor que ese subnormal le ha otorgado. Ese es el problema de tener que trabajar con hijos del nepotismo. El regordete treinteañero parece regocijarse con el hecho de ser un inútil que sólo está ahí por poseer un apellido que le fue otorgado al nacer y que no venía acompañado de alguna cuota de inteligencia. Sonríe mostrando sus amarillos dientes y aquello a la polaca le molesta aún más, no es el color ni el fétido aroma que expele cada vez que abre su bocota, si no que es el hecho de que luzca tan feliz, tan complacido por algo que no debería ser motivo de orgullo. Es la felicidad, la falsa felicidad, lo que siempre le molesta a Sabine y que la hace querer caminar con rapidez hasta encontrar algún lugar donde poder descargar la ira que comienza a acumularse en ese cuerpo que parece tan frágil. El problema radica siempre en que el modo de liberarse es uno que trae consecuencias tan profundas que terminarán por marcarla y no permitirle volver atrás.
La mansión de Michael Corvinus se eleva justo frente a sus ojos. Se asemeja a un animal salvaje que observa desde las sombras a quien será su próxima presa. Ha elegido el atardecer para llegar principalmente porque le han dicho que antes de esa hora es imposible encontrarlo en casa y ella, pese a seguir negándose a la idea de continuar con aquella misión que tanto le incomoda, prefiere terminar con todo eso de una vez y no alargar más la tortura. Todo lo que conoce de él es que es un empresario con mucho dinero –lo que es obvio al observar el modo en que vive- y quien tuvo un importante escándalo hace algún tiempo; información que conoce gracias a la breve investigación que realizó antes de subirse al carruaje. Sus compañeras de trabajo soltaban risitas y algunos adjetivos que le interesarían si ella pudiera soportar algunos minutos escuchando a esas mujeres que están ahí como mera decoración y no como un real aporte, son un número menor comparado con los hombres y también una real molestia para quien espera conseguir hacerse un nombre por su trabajo. Luego de atravesar una serie de “controles”, quien la recibe la observa de pies a cabeza y su mirada desaprobadora es algo a lo que está acostumbrada, pero aún así le molesta aunque insista en querer disimularlo. —Tengo una reunión agendada con Monsieur Corvinus —nada en él le parece respetable pero de todos modos usa esa palabra porque no está ahí por su propia voluntad, lo hace por a nombre de ese periódico que no le agrada pero que es la única llave que tiene para salir del cautiverio en el que está desde que llegó a vivir con su tía.
Michael Corvinus debe ser un hombre de esos que ha visto tantas veces yaciendo en los callejones de Paris. Seguros de si mismos hasta que el filo de una daga les cercena la garganta, con el pecho inflado por el orgullo hasta que llega quien les arrebata la cartera y también la vida. Sabine los conoce bien, es quien tiene que esconder todos sus pecados cuando abandonan este mundo y quienes quedan pretenden hacerlos ver como si hubiesen sido el mejor hombre de todos, una gran pérdida para la humanidad. Mentiras. Todo está basado en las mentiras que escribe y que está segura que deberá escribir también ahora. —El señor Corvinus la recibirá de inmediato. —
La mansión de Michael Corvinus se eleva justo frente a sus ojos. Se asemeja a un animal salvaje que observa desde las sombras a quien será su próxima presa. Ha elegido el atardecer para llegar principalmente porque le han dicho que antes de esa hora es imposible encontrarlo en casa y ella, pese a seguir negándose a la idea de continuar con aquella misión que tanto le incomoda, prefiere terminar con todo eso de una vez y no alargar más la tortura. Todo lo que conoce de él es que es un empresario con mucho dinero –lo que es obvio al observar el modo en que vive- y quien tuvo un importante escándalo hace algún tiempo; información que conoce gracias a la breve investigación que realizó antes de subirse al carruaje. Sus compañeras de trabajo soltaban risitas y algunos adjetivos que le interesarían si ella pudiera soportar algunos minutos escuchando a esas mujeres que están ahí como mera decoración y no como un real aporte, son un número menor comparado con los hombres y también una real molestia para quien espera conseguir hacerse un nombre por su trabajo. Luego de atravesar una serie de “controles”, quien la recibe la observa de pies a cabeza y su mirada desaprobadora es algo a lo que está acostumbrada, pero aún así le molesta aunque insista en querer disimularlo. —Tengo una reunión agendada con Monsieur Corvinus —nada en él le parece respetable pero de todos modos usa esa palabra porque no está ahí por su propia voluntad, lo hace por a nombre de ese periódico que no le agrada pero que es la única llave que tiene para salir del cautiverio en el que está desde que llegó a vivir con su tía.
Michael Corvinus debe ser un hombre de esos que ha visto tantas veces yaciendo en los callejones de Paris. Seguros de si mismos hasta que el filo de una daga les cercena la garganta, con el pecho inflado por el orgullo hasta que llega quien les arrebata la cartera y también la vida. Sabine los conoce bien, es quien tiene que esconder todos sus pecados cuando abandonan este mundo y quienes quedan pretenden hacerlos ver como si hubiesen sido el mejor hombre de todos, una gran pérdida para la humanidad. Mentiras. Todo está basado en las mentiras que escribe y que está segura que deberá escribir también ahora. —El señor Corvinus la recibirá de inmediato. —
Sabine Scheftel- Humano Clase Alta
- Mensajes : 41
Fecha de inscripción : 26/02/2013
Re: You've gone incognito. However, you aren't invisible. - Privado.
—No podemos, Michael. Aquí no…
—Claro que podemos —replicó él, jadeante y obstinado, y volvió a ahogar las palabras de la mujer colocando su boca contra de ella, paseando su lengua por toda la húmeda cavidad que tenía a su merced, hasta el más recóndito sitio.
—Pueden escucharnos… —insistió ella cuando pudo liberarse, apenas por unos segundos, de los desesperados y lujuriosos besos de su amante.
—¿Ese viejo? Está más sordo que mi abuela —se burló, refiriéndose al más antiguo y leal de sus criados, el gentil, pero sobre todo discreto señor Hubert. Era su mayordomo y esperaba afuera del despacho de su patrón, junto a la puerta, inmóvil, haciéndose de oídos sordos con los ruidos provenientes del interior de la habitación, con sus ojos cansados por la edad y el trabajo, pero alerta, como un viejo San Bernardo.
Michael Corvinus tenía contra la pared de su oficina a una de sus tantas amantes, la joven y bella Lady Archambeault. Era la esposa de uno de sus socios, él mismo los había presentado en una de las tantas fiestas a las que ambos solían acudir para codearse con la crème de la crème, hacerse de fama y de todavía más fortuna, y, apenas dos noches después, Michael la había metido a su cama. No había significado un gran problema, pues la mujer, a pesar de que insistía en comportarse como una recatada y pudorosa mujer de sociedad, en el fondo era más ramera que todas las prostitutas con las que Michael se había liado. Se le resistía todo el tiempo, aún conservaba la capacidad de sonrojarse, cada vez que él le susurraba propuestas indecorosas al oído, pero después de unos cuantos besos apasionados y la promesa de una increíble noche placentera, tan placentera como según sus propias palabras, su marido era incapaz de proveerle, era capaz de abrirse de piernas para cualquiera, especialmente para Michael, que sabía bien cómo complacer a una mujer. Ella lo sabía, por eso además de considerarlo sumamente atractivo, le resultaba tan irresistible.
—No te resistas más, Dafnée —pidió Michael, no creyéndose del todo lo difícil que se estaba poniendo ella. Ya la había follado en más de tres ocasiones, y antes de eso ella no era precisamente una virgen. Empezaba a creer que lo tomaba como un juego previo, algo que ella encontraba sumamente erótico, así que, una vez más, fue parte de él—. ¿Qué no te das cuenta de cómo me pones? No irás a marcharte y dejarme así, ¿cierto? No puedes ser tan malvada. No te dejaré ir —sentenció con una voz ronca y acelerada por la excitación, al mismo tiempo que levantaba la falda de la mujer, hacía a un lado las enaguas y hundía su mano derecha en la húmeda entrepierna, lo que le provocó soltar un pequeño gruñido.
Estaba dispuesto a follársela allí mismo, de pie, a medio vestir, contra la pared. Era de las que gritaban, lo hacía como una loca cuando comenzaba a penetrarla, y ella estaba consciente de ello, quizá por eso es que insistía tanto en que parara, aunque para él eso no era una opción. A Michael poco le importaba que su mayordomo pudiera escucharlos, que se diera cuenta de su depravación, después de todo no era ningún secreto para sus criados lo que ocurría a puertas cerradas cada noche en la mansión Corvinus. Y todos estaban advertidos, sabían que en su paga iba incluido un bono extra por su discreción.
Michael se despojó del cinturón para poder soltar el botón de su pantalón y abrir su cremallera, pero justo cuando había hundido su mano en sus pantalones, dispuesto a sacar su viril instrumento para dar paso a la acción, alguien tocó a la puerta. Era Hubert, que entendiendo la situación, prefirió no entrar y hablar a través de la puerta.
—Señor, la señorita Scheftel ha llegado —anunció, y esperó. Michael resopló al escucharlo, furioso por la impertinente interrupción.
—No he hecho ninguna cita con ninguna… —replicó malhumorado, pero antes de poder terminar la oración se dio cuenta de que el viejo estaba en lo correcto—. Wie lästig! So ein Mist* —bufó entre dientes con un alemán impecable y pronunció una serie de palabrotas que resultaron incomprensibles para Dafnée, que para ese entonces ya se había comenzado a acomodar la ropa.
—¿Qué crees que haces? —preguntó él sin comprender con tono autoritario.
—¿Qué parece que hago? Me voy, Michael, es obvio que no es el mejor momento. Atiende a la señorita —antes de salir, lo besó en los labios y tocó su trasero. Sin dejar de sonreír, abrió la puerta, le guiñó un ojo esperando que comprendiera que eso no se había terminado allí, y abandonó el despacho. Cuando llegó a la sala de estar se cruzó con la tal señorita Scheftel, pero apenas y la miró. Se dio cuenta de que no había razón para sentirse celosa o amenazada por alguien a quien consideró tan poca cosa. Estaba convencida de que Michael era incapaz de poner sus ojos en semejante... “cosa”.
Corvinus tardó un momento en recuperarse de la abrupta interrupción. Abrochó sus pantalones y se colocó el cinturón, pero cuando dio la indicación –de muy mala gana- a su mayordomo pasa hacer pasar a Sabine, seguía sintiendo el pulso un tanto acelerado, la sangre caliente. Se acercó a la chimenea y permaneció allí de espaldas, con una mano en la cintura y los ojos fijos en el fuego que crepitaba frente a él, mientras intentaba recuperar del todo la compostura. Cuando escuchó que la puerta se abría a sus espaldas, no se giró. Había aceptado el atender a Sabine no porque realmente le interesara lo que ella tenía para tratar con él, sino porque en el periódico para el que trabajaba habían sido tan insistentes con concretar una cita, tan obstinados como sólo él era capaz de ser cuando se trataba de salirse con la suya, que con tal de quitárselos de encima, había accedido. Pero la reportera había llegado en el momento menos adecuado, lo que inevitablemente lo había dejado de pésimo humor, y lo que lo haría todavía menos tratable.
—Espero que esté consciente de lo que ha ocasionado —le dijo aún sin darse la vuelta para conocer el rostro de la mujer—. El atenderla me ha hecho perder un buen… negocio que desde hace tiempo traía entre manos. Así que espero que esto valga la pena y sea rápido, mi tiempo es valioso —sentenció, girándose para que ella pudiera ver su rostro severo y no le quedara duda alguna de que no estaba bromeando.
___________________
*Traducción: ¡Qué fastidio! Maldita sea.
—Claro que podemos —replicó él, jadeante y obstinado, y volvió a ahogar las palabras de la mujer colocando su boca contra de ella, paseando su lengua por toda la húmeda cavidad que tenía a su merced, hasta el más recóndito sitio.
—Pueden escucharnos… —insistió ella cuando pudo liberarse, apenas por unos segundos, de los desesperados y lujuriosos besos de su amante.
—¿Ese viejo? Está más sordo que mi abuela —se burló, refiriéndose al más antiguo y leal de sus criados, el gentil, pero sobre todo discreto señor Hubert. Era su mayordomo y esperaba afuera del despacho de su patrón, junto a la puerta, inmóvil, haciéndose de oídos sordos con los ruidos provenientes del interior de la habitación, con sus ojos cansados por la edad y el trabajo, pero alerta, como un viejo San Bernardo.
Michael Corvinus tenía contra la pared de su oficina a una de sus tantas amantes, la joven y bella Lady Archambeault. Era la esposa de uno de sus socios, él mismo los había presentado en una de las tantas fiestas a las que ambos solían acudir para codearse con la crème de la crème, hacerse de fama y de todavía más fortuna, y, apenas dos noches después, Michael la había metido a su cama. No había significado un gran problema, pues la mujer, a pesar de que insistía en comportarse como una recatada y pudorosa mujer de sociedad, en el fondo era más ramera que todas las prostitutas con las que Michael se había liado. Se le resistía todo el tiempo, aún conservaba la capacidad de sonrojarse, cada vez que él le susurraba propuestas indecorosas al oído, pero después de unos cuantos besos apasionados y la promesa de una increíble noche placentera, tan placentera como según sus propias palabras, su marido era incapaz de proveerle, era capaz de abrirse de piernas para cualquiera, especialmente para Michael, que sabía bien cómo complacer a una mujer. Ella lo sabía, por eso además de considerarlo sumamente atractivo, le resultaba tan irresistible.
—No te resistas más, Dafnée —pidió Michael, no creyéndose del todo lo difícil que se estaba poniendo ella. Ya la había follado en más de tres ocasiones, y antes de eso ella no era precisamente una virgen. Empezaba a creer que lo tomaba como un juego previo, algo que ella encontraba sumamente erótico, así que, una vez más, fue parte de él—. ¿Qué no te das cuenta de cómo me pones? No irás a marcharte y dejarme así, ¿cierto? No puedes ser tan malvada. No te dejaré ir —sentenció con una voz ronca y acelerada por la excitación, al mismo tiempo que levantaba la falda de la mujer, hacía a un lado las enaguas y hundía su mano derecha en la húmeda entrepierna, lo que le provocó soltar un pequeño gruñido.
Estaba dispuesto a follársela allí mismo, de pie, a medio vestir, contra la pared. Era de las que gritaban, lo hacía como una loca cuando comenzaba a penetrarla, y ella estaba consciente de ello, quizá por eso es que insistía tanto en que parara, aunque para él eso no era una opción. A Michael poco le importaba que su mayordomo pudiera escucharlos, que se diera cuenta de su depravación, después de todo no era ningún secreto para sus criados lo que ocurría a puertas cerradas cada noche en la mansión Corvinus. Y todos estaban advertidos, sabían que en su paga iba incluido un bono extra por su discreción.
Michael se despojó del cinturón para poder soltar el botón de su pantalón y abrir su cremallera, pero justo cuando había hundido su mano en sus pantalones, dispuesto a sacar su viril instrumento para dar paso a la acción, alguien tocó a la puerta. Era Hubert, que entendiendo la situación, prefirió no entrar y hablar a través de la puerta.
—Señor, la señorita Scheftel ha llegado —anunció, y esperó. Michael resopló al escucharlo, furioso por la impertinente interrupción.
—No he hecho ninguna cita con ninguna… —replicó malhumorado, pero antes de poder terminar la oración se dio cuenta de que el viejo estaba en lo correcto—. Wie lästig! So ein Mist* —bufó entre dientes con un alemán impecable y pronunció una serie de palabrotas que resultaron incomprensibles para Dafnée, que para ese entonces ya se había comenzado a acomodar la ropa.
—¿Qué crees que haces? —preguntó él sin comprender con tono autoritario.
—¿Qué parece que hago? Me voy, Michael, es obvio que no es el mejor momento. Atiende a la señorita —antes de salir, lo besó en los labios y tocó su trasero. Sin dejar de sonreír, abrió la puerta, le guiñó un ojo esperando que comprendiera que eso no se había terminado allí, y abandonó el despacho. Cuando llegó a la sala de estar se cruzó con la tal señorita Scheftel, pero apenas y la miró. Se dio cuenta de que no había razón para sentirse celosa o amenazada por alguien a quien consideró tan poca cosa. Estaba convencida de que Michael era incapaz de poner sus ojos en semejante... “cosa”.
Corvinus tardó un momento en recuperarse de la abrupta interrupción. Abrochó sus pantalones y se colocó el cinturón, pero cuando dio la indicación –de muy mala gana- a su mayordomo pasa hacer pasar a Sabine, seguía sintiendo el pulso un tanto acelerado, la sangre caliente. Se acercó a la chimenea y permaneció allí de espaldas, con una mano en la cintura y los ojos fijos en el fuego que crepitaba frente a él, mientras intentaba recuperar del todo la compostura. Cuando escuchó que la puerta se abría a sus espaldas, no se giró. Había aceptado el atender a Sabine no porque realmente le interesara lo que ella tenía para tratar con él, sino porque en el periódico para el que trabajaba habían sido tan insistentes con concretar una cita, tan obstinados como sólo él era capaz de ser cuando se trataba de salirse con la suya, que con tal de quitárselos de encima, había accedido. Pero la reportera había llegado en el momento menos adecuado, lo que inevitablemente lo había dejado de pésimo humor, y lo que lo haría todavía menos tratable.
—Espero que esté consciente de lo que ha ocasionado —le dijo aún sin darse la vuelta para conocer el rostro de la mujer—. El atenderla me ha hecho perder un buen… negocio que desde hace tiempo traía entre manos. Así que espero que esto valga la pena y sea rápido, mi tiempo es valioso —sentenció, girándose para que ella pudiera ver su rostro severo y no le quedara duda alguna de que no estaba bromeando.
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*Traducción: ¡Qué fastidio! Maldita sea.
Michael Kimber- Humano Clase Alta
- Mensajes : 45
Fecha de inscripción : 14/03/2013
DATOS DEL PERSONAJE
Poderes/Habilidades:
Datos de interés:
Re: You've gone incognito. However, you aren't invisible. - Privado.
Esperó. Esperó con una paciencia que nunca ha tenido y que ahora tampoco tiene. Pero se ha visto forzada a hacerlo considerando que el mayordomo que la recibió la ha dejado sola y que pareciera que nadie más habita esa casa más que él y el dueño de casa. Es probable que tengan más empleados, alguna cocinera o ama de llaves. ¿Por qué tendría que importarle eso a ella? No es como si lo haga, sólo es mejor estar pensando en ese tipo de cosas que en algo más como por qué el idiota de Corvinus la hace esperar tanto si sabía que ella llegaría a esa hora. Sabine se encargó de ser puntual, salió del diario a la hora precisa y caminó hasta la casa porque no le apetece subirse a un carruaje y sentir que es una mujer inútil llevada por algún otro inútil que se pasa todo el día sentado haciendo nada y esperando que al final del día le paguen un sueldo miserable por un sueldo aún más miserable. Es así como la mujer, fea como ella sola, se cruza de brazos mientras el silencio la embarga y ni siquiera se dedica a mirar a su alrededor, nada ahí le interesa más que para agregar detalles a su posterior relato. Quizás pondrá que la casa está muy bien decorada aunque no le parezca que es así o que hace falta un toque femenino sólo para destacar el hecho de que el hombre se mantiene soltero. Las lectoras estarán encantadas con ese tipo de información y su editor va a saltar de la silla cuando sepa que la entrevista que tanto ha estado anhelando será leída por muchas más personas de las que alguna vez creyó.
Instantes después el mayordomo aparece y con apenas un gesto la dirige hasta donde se encuentra quien está esperando ver. No es la gran cosa, es decir apenas ve la parte posterior de su cuerpo pero aquello le da una idea del resto, puede entender la fascinación que algunas mujeres sienten por él pero tampoco es como si fuera un espécimen tan espectacular que mereciera los halagos de los que es acreedor. Sin que le permita abrir la boca comienza a reclamar y con eso Sabine comprueba que lo mejor es terminar lo antes posible y ahorrarles a ambos el mal gusto de tener que soportarse. La voz de Corvinus es digna de alguien como él, intenta imponer su punto de vista sobre ella, intenta imponerse sobre ella como de seguro hace con todas las mujeres que conoce. Pero ella no es igual, a ella no le interesa él de ningún modo más que para que responda las preguntas que trae preparada. Por algunos minutos se queda en silencio y espera a que se gire para enfrentarse a un rostro que al comienzo la sorprende. ¿Cuántos años tendrá este hombre? ¿Por qué parece ser tan contradictoria la forma en que se expresa y lo que realmente quiere decir? Aunque suele ver sólo muertos, la periodista conoce también cómo diferenciar a los vivos. Su ceja se alza pero se muerde el labio ahogando la carcajada, él es una completa broma, todo en si mismo parece un verdadero chiste bien estudiado. No sabe cómo las mujeres pueden caer, aunque conociendo las debilidades de las personas todos son capaces de hacer caer a alguien más, incluso ella.
—¿Por qué tendría que importarme su negocio? —las palabras salen claras, simples, como si estuviera hablando del clima o del último muerto que encontró en el callejón. Busca en su bolso y saca un atado de pequeños papeles amarillos y roñosos, el paso del tiempo se nota en ellos y en las líneas escritas con la misma tinta que luego saca. —¿Dónde nos podemos sentar? Esto será breve, podrá volver a sus actividades muy pronto. —el respeto no parece funcionar en ella. No recuerda cuando fue la última vez que sintió algo como eso por alguien, ni siquiera sus padres o la tía con la que vive le producen algo parecido. —El periódico me ha enviado para que hablemos de sus negocios más que de su vida personal, no creo que a nuestro público le interese algo como eso pero si usted quiere aprovechar la oportunidad de intentar limpiar su imagen está en todo su derecho… —expectante, mira a su alrededor y sin esperar indicaciones se dirige a un sofá junto a una mesa pequeña en la que distribuye lo que necesita. Sabine luce como un libro viejo con hojas despegadas dentro de una biblioteca repleta de publicaciones finamente encuadernadas. Quizás se comporta de ese modo para desafiarlo, para que él la expulse de su casa y de ese modo no tener que realizar esa entrevista, así podría culparlo y enviarían a alguien más desde el periódico o simplemente enfocarían sus esfuerzos en alguien más. Ojalá Corvinus sirva para algo y le cumpla ese deseo. Con su pie marca su impaciencia, vuelve a examinarlo con ojos distintos y se lo imagina con una fusta en la mano. No parece de ese tipo de hombres, no serviría para cumplir con las perversiones de las que ella tanto disfruta. ¿Cómo podría si parece ser sólo consciente de su propia persona? El egoísmo no sirve dentro del mundo oscuro del que es parte. ¡Ja! Está segura que primero pediría que una rubia de pechos gigantes se la chupara por horas antes de atreverse a empuñar un látigo y golpear a alguien para que otro sienta placer. Es un inútil, tal como todos los hombres que ha conocido.
Instantes después el mayordomo aparece y con apenas un gesto la dirige hasta donde se encuentra quien está esperando ver. No es la gran cosa, es decir apenas ve la parte posterior de su cuerpo pero aquello le da una idea del resto, puede entender la fascinación que algunas mujeres sienten por él pero tampoco es como si fuera un espécimen tan espectacular que mereciera los halagos de los que es acreedor. Sin que le permita abrir la boca comienza a reclamar y con eso Sabine comprueba que lo mejor es terminar lo antes posible y ahorrarles a ambos el mal gusto de tener que soportarse. La voz de Corvinus es digna de alguien como él, intenta imponer su punto de vista sobre ella, intenta imponerse sobre ella como de seguro hace con todas las mujeres que conoce. Pero ella no es igual, a ella no le interesa él de ningún modo más que para que responda las preguntas que trae preparada. Por algunos minutos se queda en silencio y espera a que se gire para enfrentarse a un rostro que al comienzo la sorprende. ¿Cuántos años tendrá este hombre? ¿Por qué parece ser tan contradictoria la forma en que se expresa y lo que realmente quiere decir? Aunque suele ver sólo muertos, la periodista conoce también cómo diferenciar a los vivos. Su ceja se alza pero se muerde el labio ahogando la carcajada, él es una completa broma, todo en si mismo parece un verdadero chiste bien estudiado. No sabe cómo las mujeres pueden caer, aunque conociendo las debilidades de las personas todos son capaces de hacer caer a alguien más, incluso ella.
—¿Por qué tendría que importarme su negocio? —las palabras salen claras, simples, como si estuviera hablando del clima o del último muerto que encontró en el callejón. Busca en su bolso y saca un atado de pequeños papeles amarillos y roñosos, el paso del tiempo se nota en ellos y en las líneas escritas con la misma tinta que luego saca. —¿Dónde nos podemos sentar? Esto será breve, podrá volver a sus actividades muy pronto. —el respeto no parece funcionar en ella. No recuerda cuando fue la última vez que sintió algo como eso por alguien, ni siquiera sus padres o la tía con la que vive le producen algo parecido. —El periódico me ha enviado para que hablemos de sus negocios más que de su vida personal, no creo que a nuestro público le interese algo como eso pero si usted quiere aprovechar la oportunidad de intentar limpiar su imagen está en todo su derecho… —expectante, mira a su alrededor y sin esperar indicaciones se dirige a un sofá junto a una mesa pequeña en la que distribuye lo que necesita. Sabine luce como un libro viejo con hojas despegadas dentro de una biblioteca repleta de publicaciones finamente encuadernadas. Quizás se comporta de ese modo para desafiarlo, para que él la expulse de su casa y de ese modo no tener que realizar esa entrevista, así podría culparlo y enviarían a alguien más desde el periódico o simplemente enfocarían sus esfuerzos en alguien más. Ojalá Corvinus sirva para algo y le cumpla ese deseo. Con su pie marca su impaciencia, vuelve a examinarlo con ojos distintos y se lo imagina con una fusta en la mano. No parece de ese tipo de hombres, no serviría para cumplir con las perversiones de las que ella tanto disfruta. ¿Cómo podría si parece ser sólo consciente de su propia persona? El egoísmo no sirve dentro del mundo oscuro del que es parte. ¡Ja! Está segura que primero pediría que una rubia de pechos gigantes se la chupara por horas antes de atreverse a empuñar un látigo y golpear a alguien para que otro sienta placer. Es un inútil, tal como todos los hombres que ha conocido.
Sabine Scheftel- Humano Clase Alta
- Mensajes : 41
Fecha de inscripción : 26/02/2013
Re: You've gone incognito. However, you aren't invisible. - Privado.
Tomando en cuenta que la susodicha tenía un empleo tan poco femenino e inusual para una dama, Corvinus esperaba encontrarse con alguna mujer insulsa, aburrida, que solamente se dedicaría a asentir y sonreír como una estúpida cada vez que él tomara la palabra durante la entrevista. No se había creado expectativas sobre ese encuentro, nada lo motivaba a llevarlo a cabo, quizás porque por obvias razones no esperaba encontrarse con una belleza de cuerpo escultural escondido entre un montón de trapos de seda, un ajustado corsé que dejara entrever los atributos femeninos, o al menos un rostro que resultara un deleite observar. Pero hubo algo que sorpresivamente logró acaparar su atención, que dicho sea de paso, no era sencillo obtener, a menos de que se tratara de una belleza: su voz. No era una voz dulce y sumisa, era una voz imperiosa, casi tan groseramente autoritaria como la suya. Reconoció en ella un marcado acento que le resultó familiar.
Era una hermosa y sensual voz, pero cuando la miró, se dio cuenta de que nada tenía que ver con la apariencia de su portadora, que se contradecían una a la otra, totalmente. Era una mujer fea, desaliñada y que probablemente no tenía idea conocimiento alguno sobre cosas como la moda o el arreglo personal. No llevaba ni una sola gota de maquillaje, el peinado era bastante sencillo y el vestido que llevaba puesto era completamente anticuado, como sacado del baúl de una abuela que encima debía tener muy mal gusto. La prenda la hacía lucir mucho más vieja de lo que realmente era; era difícil calcular su edad pero Michael apostaba a que superaba los veinticinco, que muy probablemente era una solterona, y que con esas pintas, lo seguiría siendo.
—Sé perfectamente por qué está aquí, no es necesario que me lo explique —replicó alzando la voz para infundir en ella la autoridad que le correspondía al estar en sus territorios. Allí ella no era más que una intrusa que debía cerrar la boca y abrirla solamente cuando él le diera la indicación—. ¿Tiene idea de la cantidad de telegramas que recibí para poder concretar esta cita? Perdí la cuenta porque dejé de abrirlos después del segundo. Detesto a los reporteros; me enferma su persistencia, que no sepan cuando un no es un no. Así que creo que no hace falta decir que si hoy está usted aquí, ha sido porque me vi obligado a aceptar la dichosa entrevista con tal de quitármelos de encima —su excesiva honestidad, su arrogancia e increíble pedantería, no era ningún secreto para nadie—. No pretenda que no es usted igual a todos ellos, que no le interesan las habladurías en torno a mi vida personal. Sé que empezará preguntándome sobre la fábrica, sobre mis empleados y sus recientes exigencias respecto a sus sueldos y prestaciones, pero que en el momento menos esperado, me abordará con preguntas disfrazadas que en realidad significarán un “¿es verdad que cometió adulterio?”. Qué tal si nos ahorramos los rodeos y la lambisconería y le digo abiertamente que sí, que me follé no solo a una mujer sino a decenas de ellas, aquí mismo, en la alfombra, sobre esa misma silla en la que está sentada, en cada rincón de esta oficina; que pude haberme follado a la que acaba de salir por esa puerta, de no habernos interrumpido. ¿No es eso lo que quería escuchar, señorita Scheftel? No la veo redactando —ladeó el rostro mostrando un semblante increíblemente pacífico, lo cual dejaba a la vista lo cínico, lo descarado que podía llegar a ser, si se tomaban en cuenta sus recientes y atrevidas confesiones.
No se tenía que ser demasiado inteligente para darse cuenta de que el hombre se encontraba molesto, que aquel era el momento menos adecuado para realizar la entrevista porque algo, o alguien, había logrado alterar sus nervios lo suficiente como para no pensar con claridad y con inteligencia, que se estaba dejando llevar por el desafortunado momento. Pero él, que seguía mirándola con sus penetrantes e incautos ojos azules, no parecía arrepentirse de nada, de su imprudencia, de la inmoralidad de sus actos.
—Nada de lo que usted o cualquier otro asalariado pueda escribir sobre mí o mi vida logrará hacerme menos rico, menos exitoso o menos atractivo, así que ¿qué más da? Siéntese y escriba lo que le plazca —tomó asiento frente a ella, cruzando la pierna mientras se servía despreocupadamente un poco de whisky en un vaso de cristal fino, una actitud por demás retadora.
Estaba convencido de que la mujer se sentiría intimidada luego de semejantes declaraciones, que saldría corriendo, que renunciaría a su trabajo si de eso dependía el no tener que volver a tratar con un personaje tan engreído como él. Eso lo complacía. Era su venganza hacia todos esos reporteros que se habían dedicado a difamarlo -como él insistía en llamarlo- durante meses enteros.
Era una hermosa y sensual voz, pero cuando la miró, se dio cuenta de que nada tenía que ver con la apariencia de su portadora, que se contradecían una a la otra, totalmente. Era una mujer fea, desaliñada y que probablemente no tenía idea conocimiento alguno sobre cosas como la moda o el arreglo personal. No llevaba ni una sola gota de maquillaje, el peinado era bastante sencillo y el vestido que llevaba puesto era completamente anticuado, como sacado del baúl de una abuela que encima debía tener muy mal gusto. La prenda la hacía lucir mucho más vieja de lo que realmente era; era difícil calcular su edad pero Michael apostaba a que superaba los veinticinco, que muy probablemente era una solterona, y que con esas pintas, lo seguiría siendo.
—Sé perfectamente por qué está aquí, no es necesario que me lo explique —replicó alzando la voz para infundir en ella la autoridad que le correspondía al estar en sus territorios. Allí ella no era más que una intrusa que debía cerrar la boca y abrirla solamente cuando él le diera la indicación—. ¿Tiene idea de la cantidad de telegramas que recibí para poder concretar esta cita? Perdí la cuenta porque dejé de abrirlos después del segundo. Detesto a los reporteros; me enferma su persistencia, que no sepan cuando un no es un no. Así que creo que no hace falta decir que si hoy está usted aquí, ha sido porque me vi obligado a aceptar la dichosa entrevista con tal de quitármelos de encima —su excesiva honestidad, su arrogancia e increíble pedantería, no era ningún secreto para nadie—. No pretenda que no es usted igual a todos ellos, que no le interesan las habladurías en torno a mi vida personal. Sé que empezará preguntándome sobre la fábrica, sobre mis empleados y sus recientes exigencias respecto a sus sueldos y prestaciones, pero que en el momento menos esperado, me abordará con preguntas disfrazadas que en realidad significarán un “¿es verdad que cometió adulterio?”. Qué tal si nos ahorramos los rodeos y la lambisconería y le digo abiertamente que sí, que me follé no solo a una mujer sino a decenas de ellas, aquí mismo, en la alfombra, sobre esa misma silla en la que está sentada, en cada rincón de esta oficina; que pude haberme follado a la que acaba de salir por esa puerta, de no habernos interrumpido. ¿No es eso lo que quería escuchar, señorita Scheftel? No la veo redactando —ladeó el rostro mostrando un semblante increíblemente pacífico, lo cual dejaba a la vista lo cínico, lo descarado que podía llegar a ser, si se tomaban en cuenta sus recientes y atrevidas confesiones.
No se tenía que ser demasiado inteligente para darse cuenta de que el hombre se encontraba molesto, que aquel era el momento menos adecuado para realizar la entrevista porque algo, o alguien, había logrado alterar sus nervios lo suficiente como para no pensar con claridad y con inteligencia, que se estaba dejando llevar por el desafortunado momento. Pero él, que seguía mirándola con sus penetrantes e incautos ojos azules, no parecía arrepentirse de nada, de su imprudencia, de la inmoralidad de sus actos.
—Nada de lo que usted o cualquier otro asalariado pueda escribir sobre mí o mi vida logrará hacerme menos rico, menos exitoso o menos atractivo, así que ¿qué más da? Siéntese y escriba lo que le plazca —tomó asiento frente a ella, cruzando la pierna mientras se servía despreocupadamente un poco de whisky en un vaso de cristal fino, una actitud por demás retadora.
Estaba convencido de que la mujer se sentiría intimidada luego de semejantes declaraciones, que saldría corriendo, que renunciaría a su trabajo si de eso dependía el no tener que volver a tratar con un personaje tan engreído como él. Eso lo complacía. Era su venganza hacia todos esos reporteros que se habían dedicado a difamarlo -como él insistía en llamarlo- durante meses enteros.
Michael Kimber- Humano Clase Alta
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Re: You've gone incognito. However, you aren't invisible. - Privado.
Michael Corvinus tiene la misma frialdad de un volcán que está a punto de entrar en erupción. De a poco va soltando pistas de lo que su furia completa es capaz de hacer, pequeños chispazos de una lava mortal que puede arrasar con todo a su paso. Sabine no le teme al calor así como tampoco le teme a la muerte, está acostumbrada a soportar amenazas mucho más certeras que las que ahora él pronuncia como si fueran capaces de provocar algo en ella. Él no lo sabe, pero aquella mujer soporta todas las noches que extraños le marquen el cuerpo e incluso orinen sobre su abdomen sólo porque desea la humillación como el único método de placer que conoce. Él no lo sabe, pero con su intento de despreciarla está haciendo precisamente lo contrario. La periodista se remueve un poco inquieta en aquel sofá tan elegante, siente el cosquilleo entre las piernas e intenta centrarse en borrar de su mente el recuerdo las palabras duras que intentaron menoscabarla. Los labios de Corvinus se siguen moviendo, la humedad que nace en el centro de Sabine se hace presente y sólo baja la cabeza antes de que él pueda notar que ella está… excitada.
—Permítame aclarar algo… una cosa es lo que sea de mi interés y otra muy distinta es lo que sea del interés de los lectores… y por lo tanto del interés de quien me ha enviado hasta acá. —La mujer alza la cabeza por los segundos en que se mantiene hablando y luego vuelve a bajarla para comenzar a garabatear en el montón de papeles que tiene sobre la mesita. Los dedos le tiemblan como les sucede a los adictos al opio cuando no han conseguido su dosis diaria. Le gustaría ponerse de pie y alejarse corriendo, dejar ríos de tinta tras ella que marquen el recorrido que no debe volver a seguir pero nada serviría, porque no se puede escapar de los demonios que llevamos dentro… y para ella, una vez que alguien se convierte en un villano, no hay forma de que pueda hacerlo desaparecer, a menos que consiga lo que siempre busca: dolor. —Mi jefe es quien pretende que usted diga todo eso que acaba de decir, él es quien desea que las mujeres suspiren en secreto deseando ser una más de las tantas que pregona haber tenido en su cama… él es quien me envió, yo no he buscado esta entrevista porque créame que prefiero volver a hablar de los muertos… al menos ellos lucen mejor y no están aplastados por su ego. —
El labio de Sabine tirita insistentemente como un tic nervioso que acaba de aparecer. El silencio se hace pesado a su alrededor, le aprisiona las costillas contra el corsé que oculta debajo de esas ropas desastrosas. Dejando de lado la pluma aprovecha de deshacer, nada más que por un gesto inconsciente, la trenza que colgaba de su cabello entre tantas hebras sueltas que enmarcan de mejor manera las facciones de su rostro desprovisto de cualquier gracia. Cada mañana al estar de pie frente al espejo pasa horas intentando encontrar algo que le agrade, ya sea por dentro o por fuera, pero cada mañana el ejercicio es inútil, hasta ahora no ha podido conseguir alguna respuesta favorable. Una mueca, parecida a la sonrisa de un cráneo en descomposición se hace presente mientras se levanta y camina por la habitación. El semblante retorcido de la mujer ocupa más espacio del que pareciera debido a su escaso peso. Los huesos se le notan por todos lados, la piel sigue opaca por la falta de alimentos a la que se somete sin darse cuenta y sus labios agrietados son indicio de que ni el agua muchas veces se atreve a tocarla por dentro.
—Señor Corvinus… ¿dónde se folló a la última de las mujeres de su lista? ¿Fue aquí en este sofá o un poco más allá junto a la pared? —a medida que nombra cada lugar va también apuntando hacia este y acariciando con la punta de los dedos la tela o el material del que está compuesto. Es como si quisiera revivir a través de tacto una historia que no ha sido escrita para ella. Nada de eso por supuesto irá dentro del reportaje, todo lo que hace es meramente de uso personal, pensado para sus noches futuras en la soledad, cuando esos mismos dedos sean los encargados de dar un placer que no ha podido encontrar en otros. —¿Le gustaría expandir sus negocios? ¿Planea llevar hasta América su comercio? ¿Desea hacer tratos con ellos? Vamos, puedo también hacer de esas preguntas que sí quiero oír pero puedo ver en usted que no son las que quiere responder… Mejor contésteme otra cosa… dígame si es cierto que incluso ha llegado a desear la compañía masculina porque ninguna mujer parece darle lo que anhela… ¿es cierto eso? No lo estoy juzgando, nada más tengo… curiosidad. —
—Permítame aclarar algo… una cosa es lo que sea de mi interés y otra muy distinta es lo que sea del interés de los lectores… y por lo tanto del interés de quien me ha enviado hasta acá. —La mujer alza la cabeza por los segundos en que se mantiene hablando y luego vuelve a bajarla para comenzar a garabatear en el montón de papeles que tiene sobre la mesita. Los dedos le tiemblan como les sucede a los adictos al opio cuando no han conseguido su dosis diaria. Le gustaría ponerse de pie y alejarse corriendo, dejar ríos de tinta tras ella que marquen el recorrido que no debe volver a seguir pero nada serviría, porque no se puede escapar de los demonios que llevamos dentro… y para ella, una vez que alguien se convierte en un villano, no hay forma de que pueda hacerlo desaparecer, a menos que consiga lo que siempre busca: dolor. —Mi jefe es quien pretende que usted diga todo eso que acaba de decir, él es quien desea que las mujeres suspiren en secreto deseando ser una más de las tantas que pregona haber tenido en su cama… él es quien me envió, yo no he buscado esta entrevista porque créame que prefiero volver a hablar de los muertos… al menos ellos lucen mejor y no están aplastados por su ego. —
El labio de Sabine tirita insistentemente como un tic nervioso que acaba de aparecer. El silencio se hace pesado a su alrededor, le aprisiona las costillas contra el corsé que oculta debajo de esas ropas desastrosas. Dejando de lado la pluma aprovecha de deshacer, nada más que por un gesto inconsciente, la trenza que colgaba de su cabello entre tantas hebras sueltas que enmarcan de mejor manera las facciones de su rostro desprovisto de cualquier gracia. Cada mañana al estar de pie frente al espejo pasa horas intentando encontrar algo que le agrade, ya sea por dentro o por fuera, pero cada mañana el ejercicio es inútil, hasta ahora no ha podido conseguir alguna respuesta favorable. Una mueca, parecida a la sonrisa de un cráneo en descomposición se hace presente mientras se levanta y camina por la habitación. El semblante retorcido de la mujer ocupa más espacio del que pareciera debido a su escaso peso. Los huesos se le notan por todos lados, la piel sigue opaca por la falta de alimentos a la que se somete sin darse cuenta y sus labios agrietados son indicio de que ni el agua muchas veces se atreve a tocarla por dentro.
—Señor Corvinus… ¿dónde se folló a la última de las mujeres de su lista? ¿Fue aquí en este sofá o un poco más allá junto a la pared? —a medida que nombra cada lugar va también apuntando hacia este y acariciando con la punta de los dedos la tela o el material del que está compuesto. Es como si quisiera revivir a través de tacto una historia que no ha sido escrita para ella. Nada de eso por supuesto irá dentro del reportaje, todo lo que hace es meramente de uso personal, pensado para sus noches futuras en la soledad, cuando esos mismos dedos sean los encargados de dar un placer que no ha podido encontrar en otros. —¿Le gustaría expandir sus negocios? ¿Planea llevar hasta América su comercio? ¿Desea hacer tratos con ellos? Vamos, puedo también hacer de esas preguntas que sí quiero oír pero puedo ver en usted que no son las que quiere responder… Mejor contésteme otra cosa… dígame si es cierto que incluso ha llegado a desear la compañía masculina porque ninguna mujer parece darle lo que anhela… ¿es cierto eso? No lo estoy juzgando, nada más tengo… curiosidad. —
Sabine Scheftel- Humano Clase Alta
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Re: You've gone incognito. However, you aren't invisible. - Privado.
Michael decidió desechar todo comentario que ella hizo acerca de su trabajo y enfocarse en lo que realmente le interesaba y divertía: lo referente al sexo.
—¡Señorita Scheftel! —Exclamó falsamente sorprendido—. Aplaudo el esfuerzo que ha hecho por hacerme creer lo contrario, pero parece que el tema le interesa más de lo que llegué a pensar. Jamás lo hubiera imaginado —una exquisita sonrisa se dibujó en sus labios, esa sonrisa que desarmaba a cualquiera y que iba siempre acompañada de una seductora mirada. Era una mirada peligrosa, muchas mujeres se habían dejado cautivar por ella; era la causante de que incontables señoritas hubieran perdido su virginidad, y el honor.
Impulsivo como siempre, se puso de pie y con la copa en mano se paseó alrededor de Sabine, que todavía se encontraba sentada.
—Deje de pretender y dígame de una vez qué es lo que realmente desea. ¿Qué es lo que quiere de mí? ¿Le gustaría que profundizara en los detalles sucios? —Preguntó sin tapujos, al mismo tiempo que se detenía frente a Sabine y se aproximaba a ella. Era una cercanía peligrosa, realmente tentadora, y conforme hablaba, más se iba acercando—. No veo qué podría mostrarle yo que usted no conozca o sepa ya. Quizá hasta lo haya experimentado… —tomó la mano de la mujer y la invitó a ponerse de pie con movimientos tan delicados como sugerentes—. ¿No es así, Sabine? Usted sabe de lo que hablo.
Sin soltar su mano, permaneció mirándola un momento, en completo silencio. Era una mujer demasiado alta, muy delgada, casi sin figura porque carecía de curvas, lo que a la vez le restaba femineidad. ¡Por supuesto que no hablaba en serio cuando sugirió que ella debía conocer los placeres de la carne! Dudaba que algún hombre se le hubiera acercado alguna vez; estaba seguro de que todavía era doncella y que en su vida le habían hecho una proposición de matrimonio, mucho menos una indecorosa. ¿Era posible que ni siquiera hubiera experimentado una caricia o un beso? Sintió deseos de averiguarlo, de ahondar en la curiosa vida de esa fea y pintoresca mujer, sólo por diversión, sólo porque le parecía realmente increíble que una persona pudiera llevar una vida tan desgraciada. Quería tentarla y hacerla temblar, sólo como un experimento. Deseaba llevarse la satisfacción de haber jugado un poco a sus costillas. Curiosamente, aproximarse tanto a ella no le parecía del todo detestable, su fealdad era, hasta cierto punto, tolerable. Quizá se debiera a su porte orgulloso, a la educación que se notaba que tenía, pero sobre todo, a esa lengua afilada como un escalpelo que hacía la situación aún más divertida.
—Hablo de las sensaciones que se desatan con la cercanía de dos cuerpos —dio un paso al frente y acortó todavía más la distancia, como si fuera a rodearla con sus brazos—, del calor que todo lo invade… de esa necesidad de tocar, de sentir, de gozar, de besar, de lamer, de morder… ¿Alguna vez ha tocado el cielo, Sabine? Seguro que sí —todo era una burla, pura ponzoña. De la boca de Michael Corvinus rara vez salía algo que no fueran mentiras o pura hipocresía.
Inclinó la cabeza hacia ella, como si fuera a besarla, y no pudo dejar de imaginar lo torpe que sería con la boca, en lo inepta que sería en la cama. Cualquiera que lo viese en esa situación habría pensado en la posibilidad de que se hubiera dado un golpe en la cabeza, porque no había duda de que Michael Corvinus sólo acostumbraba pretender a mujeres hermosas.
—Lo sé, sé lo que ha dicho. Esto no es su trabajo, no es a lo que está acostumbrada, pero no finja que no lo disfruta.
Como era su costumbre, estaba yendo demasiado lejos.
—¡Señorita Scheftel! —Exclamó falsamente sorprendido—. Aplaudo el esfuerzo que ha hecho por hacerme creer lo contrario, pero parece que el tema le interesa más de lo que llegué a pensar. Jamás lo hubiera imaginado —una exquisita sonrisa se dibujó en sus labios, esa sonrisa que desarmaba a cualquiera y que iba siempre acompañada de una seductora mirada. Era una mirada peligrosa, muchas mujeres se habían dejado cautivar por ella; era la causante de que incontables señoritas hubieran perdido su virginidad, y el honor.
Impulsivo como siempre, se puso de pie y con la copa en mano se paseó alrededor de Sabine, que todavía se encontraba sentada.
—Deje de pretender y dígame de una vez qué es lo que realmente desea. ¿Qué es lo que quiere de mí? ¿Le gustaría que profundizara en los detalles sucios? —Preguntó sin tapujos, al mismo tiempo que se detenía frente a Sabine y se aproximaba a ella. Era una cercanía peligrosa, realmente tentadora, y conforme hablaba, más se iba acercando—. No veo qué podría mostrarle yo que usted no conozca o sepa ya. Quizá hasta lo haya experimentado… —tomó la mano de la mujer y la invitó a ponerse de pie con movimientos tan delicados como sugerentes—. ¿No es así, Sabine? Usted sabe de lo que hablo.
Sin soltar su mano, permaneció mirándola un momento, en completo silencio. Era una mujer demasiado alta, muy delgada, casi sin figura porque carecía de curvas, lo que a la vez le restaba femineidad. ¡Por supuesto que no hablaba en serio cuando sugirió que ella debía conocer los placeres de la carne! Dudaba que algún hombre se le hubiera acercado alguna vez; estaba seguro de que todavía era doncella y que en su vida le habían hecho una proposición de matrimonio, mucho menos una indecorosa. ¿Era posible que ni siquiera hubiera experimentado una caricia o un beso? Sintió deseos de averiguarlo, de ahondar en la curiosa vida de esa fea y pintoresca mujer, sólo por diversión, sólo porque le parecía realmente increíble que una persona pudiera llevar una vida tan desgraciada. Quería tentarla y hacerla temblar, sólo como un experimento. Deseaba llevarse la satisfacción de haber jugado un poco a sus costillas. Curiosamente, aproximarse tanto a ella no le parecía del todo detestable, su fealdad era, hasta cierto punto, tolerable. Quizá se debiera a su porte orgulloso, a la educación que se notaba que tenía, pero sobre todo, a esa lengua afilada como un escalpelo que hacía la situación aún más divertida.
—Hablo de las sensaciones que se desatan con la cercanía de dos cuerpos —dio un paso al frente y acortó todavía más la distancia, como si fuera a rodearla con sus brazos—, del calor que todo lo invade… de esa necesidad de tocar, de sentir, de gozar, de besar, de lamer, de morder… ¿Alguna vez ha tocado el cielo, Sabine? Seguro que sí —todo era una burla, pura ponzoña. De la boca de Michael Corvinus rara vez salía algo que no fueran mentiras o pura hipocresía.
Inclinó la cabeza hacia ella, como si fuera a besarla, y no pudo dejar de imaginar lo torpe que sería con la boca, en lo inepta que sería en la cama. Cualquiera que lo viese en esa situación habría pensado en la posibilidad de que se hubiera dado un golpe en la cabeza, porque no había duda de que Michael Corvinus sólo acostumbraba pretender a mujeres hermosas.
—Lo sé, sé lo que ha dicho. Esto no es su trabajo, no es a lo que está acostumbrada, pero no finja que no lo disfruta.
Como era su costumbre, estaba yendo demasiado lejos.
Michael Kimber- Humano Clase Alta
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Re: You've gone incognito. However, you aren't invisible. - Privado.
Las luces blancas provienen de los faroles externos, el cambio en la tonalidad es resultado de la tela que recubre las ventanas y también la sorpresa que cubre su rostro. No le es difícil imaginar la escena que él describe, la unión de sexos es nada más que un paso en el largo camino que significa para ella encontrar el placer máximo. Su cuerpo siente esa necesidad, el interior de sus muslos clama por encontrar nuevamente la liberación de un orgasmo lleno de dolor físico, de los golpes recibidos, de mordeduras que sobrepasan cualquier límite y dejan cicatrices permanentes. Ni siquiera un animal rabioso sería capaz de lograr lo que algunos de sus amantes han logrado apenas sueltan sus propias cadenas. Es tan común que la gente se encuentre atada sin saberlo que incluso ahora descubre en Corvinus las ataduras que lo llevan a moverse de ese modo, a hablar de ese modo.
—¿No le parece un poco… eclesiástico… su modo de vivir un orgasmo? —la sonrisa sin gracia de Sabine se ensancha a medida que pronuncia aquella última palabra que siempre ha parecido estar prohibida para las mujeres. No es común que ella diga esas cosas en voz alta ni mucho menos frente a un desconocido, pero es capaz de reconocer un duelo sin necesidad de tanto espectáculo y también de aceptarlo en silencio por el mero hecho de disfrutar de los desafíos. —Algunos tal vez, como parece ser su caso, alcanzan el cielo… pero para mí todas las sensaciones de la unión sexual provienen del infierno… —la nariz de la mujer se arruga cada vez que lo tiene cerca, una mueca parecida al asco que le produce su tía al encontrársela cada mañana al salir de casa. Ambos, la vieja esa y Michael, parecen estar cortados con la misma tijera.
No obstante, el humor sombrío de Sabine se tiñe del calor tímido que despierta su pasión retenida. Debe escoger con cuidado las palabras que dirá a continuación, porque siempre existe el riesgo de ser descubierta en sus aficiones y esto sólo conllevaría a que aquel estilo de vida terminara más temprano que tarde. Imposible es saber la reacción de todos quienes la conocen si se enteraran que disfruta de ser azotada de ese modo tan brutal o humillada como lo está siendo ahora, pero no es como si le importara. —El calor debajo de la piel, la ansiedad que le recorre la espina dorsal, el deseo de enterrar las uñas en la carne ajena… ¿todo eso le parece de algún modo celestial? ¿Le parece que el querer destrozar a alguien pueda ser algo que provenga desde las alturas? Porque no niegue que el sexo es también arrebatarle a la otra persona lo más preciado que todos tenemos… el sexo nos da el poder de perder el control y la cordura… y sin el control sobre nosotros mismos y sin la cordura para volver, estamos perdidos… perdidos en el infierno —
Los dedos huesudos de la periodista se alzan y dejan ver las heridas que dejan los bordes del papel, también hacen visible su intención de tocar la piel de quien debería ser su entrevistado. A la mierda esa entrevista, lo que le interesa ahora es escuchar qué puede opinar sobre lo que ha dicho quien dice ser el amante más grande que ella pueda conocer. De cierto modo Sabine sabe que no le queda más opción que aguantar la risa si pretende seguir adelante, intenta creerle todo o al menos la parte que le conviene para conseguir su recién estrenado objetivo. No es bueno que la curiosidad le pique la piel de la nuca y le erice los vellos de los brazos. Debajo de aquellas ropas gastadas hay una mujer esperando por algo que no vino a buscar. Puto Corvinus.
—Escucharlo tampoco es mi trabajo, hacer como que lo escucho sí lo es… pese a eso elegí la primera opción… — dando algunos pasos atrás vuelve a alejarse, lo hizo antes mientras estuvo en su poder la opción de caminar un poco. Ahora es la cercanía lo que la asfixia, es la opción de que él pueda identificar en ella rasgos comunes como los que ella ha encontrado en él. Michael Corvinus se cree especial pero no lo es tanto, pese a toda la fachada diferente tiene características similares a los antiguos amantes de Sabine y la principal de ellas es haberla subestimado más de lo que ella hace consigo misma.
—¿No le parece un poco… eclesiástico… su modo de vivir un orgasmo? —la sonrisa sin gracia de Sabine se ensancha a medida que pronuncia aquella última palabra que siempre ha parecido estar prohibida para las mujeres. No es común que ella diga esas cosas en voz alta ni mucho menos frente a un desconocido, pero es capaz de reconocer un duelo sin necesidad de tanto espectáculo y también de aceptarlo en silencio por el mero hecho de disfrutar de los desafíos. —Algunos tal vez, como parece ser su caso, alcanzan el cielo… pero para mí todas las sensaciones de la unión sexual provienen del infierno… —la nariz de la mujer se arruga cada vez que lo tiene cerca, una mueca parecida al asco que le produce su tía al encontrársela cada mañana al salir de casa. Ambos, la vieja esa y Michael, parecen estar cortados con la misma tijera.
No obstante, el humor sombrío de Sabine se tiñe del calor tímido que despierta su pasión retenida. Debe escoger con cuidado las palabras que dirá a continuación, porque siempre existe el riesgo de ser descubierta en sus aficiones y esto sólo conllevaría a que aquel estilo de vida terminara más temprano que tarde. Imposible es saber la reacción de todos quienes la conocen si se enteraran que disfruta de ser azotada de ese modo tan brutal o humillada como lo está siendo ahora, pero no es como si le importara. —El calor debajo de la piel, la ansiedad que le recorre la espina dorsal, el deseo de enterrar las uñas en la carne ajena… ¿todo eso le parece de algún modo celestial? ¿Le parece que el querer destrozar a alguien pueda ser algo que provenga desde las alturas? Porque no niegue que el sexo es también arrebatarle a la otra persona lo más preciado que todos tenemos… el sexo nos da el poder de perder el control y la cordura… y sin el control sobre nosotros mismos y sin la cordura para volver, estamos perdidos… perdidos en el infierno —
Los dedos huesudos de la periodista se alzan y dejan ver las heridas que dejan los bordes del papel, también hacen visible su intención de tocar la piel de quien debería ser su entrevistado. A la mierda esa entrevista, lo que le interesa ahora es escuchar qué puede opinar sobre lo que ha dicho quien dice ser el amante más grande que ella pueda conocer. De cierto modo Sabine sabe que no le queda más opción que aguantar la risa si pretende seguir adelante, intenta creerle todo o al menos la parte que le conviene para conseguir su recién estrenado objetivo. No es bueno que la curiosidad le pique la piel de la nuca y le erice los vellos de los brazos. Debajo de aquellas ropas gastadas hay una mujer esperando por algo que no vino a buscar. Puto Corvinus.
—Escucharlo tampoco es mi trabajo, hacer como que lo escucho sí lo es… pese a eso elegí la primera opción… — dando algunos pasos atrás vuelve a alejarse, lo hizo antes mientras estuvo en su poder la opción de caminar un poco. Ahora es la cercanía lo que la asfixia, es la opción de que él pueda identificar en ella rasgos comunes como los que ella ha encontrado en él. Michael Corvinus se cree especial pero no lo es tanto, pese a toda la fachada diferente tiene características similares a los antiguos amantes de Sabine y la principal de ellas es haberla subestimado más de lo que ella hace consigo misma.
Sabine Scheftel- Humano Clase Alta
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Re: You've gone incognito. However, you aren't invisible. - Privado.
Michael la escuchó sin interrumpirle, luego curvó los labios con algo de diversión y arqueó una de sus oscuras cejas ante aquellas palabras.
Entonces, como si de un pequeño ratón escurridizo se tratase, ella comenzó a retroceder. Primero un paso, luego otro, hasta que logró zafarse de las afiladas garras del enorme gato que era Corvinus, que pretendía cazarla para luego desecharla, pero que no pudo hacer nada para retenerla a su lado. Por supuesto, pudo haberla sujetado haciendo uso de la fuerza masculina, impedir que siguiera avanzando, acorralarla contra la pared como solía hacer con sus amantes, pero, de momento, le pareció demasiado. Una exageración. Además, quizás ya había llegado bastante lejos. Por supuesto, un pensamiento así jamás habría cruzado por su cabeza de tratarse de cualquier otra mujer, habría hecho hasta lo imposible hasta lograr meterla en su cama, pero era Sabine Scheftel, ni más ni menos. Ella no le interesaba lo suficiente, no le atraía ni la cuarta parte de lo que la hermosa y ardiente Lady Dafne sí. Pensó en que ya había sido suficiente; ya había logrado fastidiarla poniéndola en una situación por demás incómoda. De todos modos, dudaba que después de lo ocurrido ella volviera a aparecerse por allí.
Aún a esas alturas tenía en sus manos la posibilidad de limpiar su imagen con la entrevistadora, comportándose como todo un caballero, apiadándose de ella y ofreciéndole una salida, no sin antes agradecerle por su visita y su tiempo. Pero Michael Corvinus no era un caballero, y tampoco le interesaba limpiar su nombre. A menudo le daba más importancia de la debida a cosas absurdas, como ese estúpido juego en el que se había propuesto burlarse de Sabine, seduciéndola, demostrándole –y de qué manera- por qué era considerado uno de los libertinos más irresistibles de la ciudad, probablemente del país. Ella se resistía, pero él era completamente capaz de continuar con el juego. Nunca había sido un hombre que se diera por vencido fácilmente y, definitivamente, ese no era el día en que empezaría a serlo.
—Interesante su punto de vista, señorita Scheftel, no voy a negarlo —le concedió con una voz muy tranquila, ocultando sus pensamientos gracias a largos años de práctica—. Habla como… —hizo una pausa, fingiendo que buscaba las palabras adecuadas para no ofenderla— como si realmente fuera una verdadera conocedora del tema. Quién lo diría… —añadió con un leve pero implícito tono irónico, aunque no estuvo seguro de que ella lo hubiera detectado.
Tras eso, acortó la distancia que los separaba y en un instante estuvo nuevamente a su lado. Él podía ser realmente muy insistente, muy atrevido, y la mayoría de las mujeres consideraban tales características como virtudes y no como defectos, porque, aunque muchas veces lograban escandalizarse, al mismo tiempo les hacía sentir halagadas y muy deseadas, y tales cosas les fascinaba. ¿Sabine pensaría lo mismo? Quizá él debía ir un poco más allá, tentarla, no dejarle otra alternativa.
—Tal vez… tal vez todo este tiempo he cometido el error de verla como a la típica mujer inocente, ingenua y conservadora. ¿Es así? —Cuestionó, pero no le dio el tiempo necesario para responder a su atrevida pregunta—. Quizá he sido demasiado ciego. Aunque, francamente, no parece ese tipo de mujer —le dirigió una penetrante mirada azul y la estudió con calma.
Parecía nerviosa, quizá un poco asustada —aunque luchaba por no hacerlo evidente, pero ¿de quién?, ¿de él o de ella misma?— no obstante, permanecer ante ese hombre tan imponente, sostenerle la mirada y mantenerse en una sola pieza, requería de mucho valor y coraje. Ella lo estaba haciendo bastante bien, y eso a él le gustaba.
—¿La estoy ofendiendo? Parece algo… incómoda. ¿Le molesta mi presencia, mi cercanía? —Presionó con aquella voz profunda e impúdica que usaba cada vez que esperaba obtener algo de una mujer, aquella voz que siempre le funcionaba—. Entonces, ¿qué hace aquí, señorita Scheftel? Le recuerdo que ha sido usted quien ha entrado en mis dominios. Debió imaginar lo que ocurriría tratándose de mí. No esperará que la deje ir así como así, sin obtener nada a cambio de tan valiosa información. Me pregunto si estaría dispuesta a considerar un intercambio.
Se encontraban a tan solo unos centímetros de distancia, lo suficiente para dejarla sin palabras. La boca insinuante de Corvinus, estaba muy cerca, y cuando éste entreabrió los labios, el cálido aliento perfumado acarició el rostro de Sabine. Sin darle la oportunidad de defenderse, Michael alzó la mano y rozó su mejilla.
Podría haber jurado que sintió cómo ella contenía el aliento.
Entonces, como si de un pequeño ratón escurridizo se tratase, ella comenzó a retroceder. Primero un paso, luego otro, hasta que logró zafarse de las afiladas garras del enorme gato que era Corvinus, que pretendía cazarla para luego desecharla, pero que no pudo hacer nada para retenerla a su lado. Por supuesto, pudo haberla sujetado haciendo uso de la fuerza masculina, impedir que siguiera avanzando, acorralarla contra la pared como solía hacer con sus amantes, pero, de momento, le pareció demasiado. Una exageración. Además, quizás ya había llegado bastante lejos. Por supuesto, un pensamiento así jamás habría cruzado por su cabeza de tratarse de cualquier otra mujer, habría hecho hasta lo imposible hasta lograr meterla en su cama, pero era Sabine Scheftel, ni más ni menos. Ella no le interesaba lo suficiente, no le atraía ni la cuarta parte de lo que la hermosa y ardiente Lady Dafne sí. Pensó en que ya había sido suficiente; ya había logrado fastidiarla poniéndola en una situación por demás incómoda. De todos modos, dudaba que después de lo ocurrido ella volviera a aparecerse por allí.
Aún a esas alturas tenía en sus manos la posibilidad de limpiar su imagen con la entrevistadora, comportándose como todo un caballero, apiadándose de ella y ofreciéndole una salida, no sin antes agradecerle por su visita y su tiempo. Pero Michael Corvinus no era un caballero, y tampoco le interesaba limpiar su nombre. A menudo le daba más importancia de la debida a cosas absurdas, como ese estúpido juego en el que se había propuesto burlarse de Sabine, seduciéndola, demostrándole –y de qué manera- por qué era considerado uno de los libertinos más irresistibles de la ciudad, probablemente del país. Ella se resistía, pero él era completamente capaz de continuar con el juego. Nunca había sido un hombre que se diera por vencido fácilmente y, definitivamente, ese no era el día en que empezaría a serlo.
—Interesante su punto de vista, señorita Scheftel, no voy a negarlo —le concedió con una voz muy tranquila, ocultando sus pensamientos gracias a largos años de práctica—. Habla como… —hizo una pausa, fingiendo que buscaba las palabras adecuadas para no ofenderla— como si realmente fuera una verdadera conocedora del tema. Quién lo diría… —añadió con un leve pero implícito tono irónico, aunque no estuvo seguro de que ella lo hubiera detectado.
Tras eso, acortó la distancia que los separaba y en un instante estuvo nuevamente a su lado. Él podía ser realmente muy insistente, muy atrevido, y la mayoría de las mujeres consideraban tales características como virtudes y no como defectos, porque, aunque muchas veces lograban escandalizarse, al mismo tiempo les hacía sentir halagadas y muy deseadas, y tales cosas les fascinaba. ¿Sabine pensaría lo mismo? Quizá él debía ir un poco más allá, tentarla, no dejarle otra alternativa.
—Tal vez… tal vez todo este tiempo he cometido el error de verla como a la típica mujer inocente, ingenua y conservadora. ¿Es así? —Cuestionó, pero no le dio el tiempo necesario para responder a su atrevida pregunta—. Quizá he sido demasiado ciego. Aunque, francamente, no parece ese tipo de mujer —le dirigió una penetrante mirada azul y la estudió con calma.
Parecía nerviosa, quizá un poco asustada —aunque luchaba por no hacerlo evidente, pero ¿de quién?, ¿de él o de ella misma?— no obstante, permanecer ante ese hombre tan imponente, sostenerle la mirada y mantenerse en una sola pieza, requería de mucho valor y coraje. Ella lo estaba haciendo bastante bien, y eso a él le gustaba.
—¿La estoy ofendiendo? Parece algo… incómoda. ¿Le molesta mi presencia, mi cercanía? —Presionó con aquella voz profunda e impúdica que usaba cada vez que esperaba obtener algo de una mujer, aquella voz que siempre le funcionaba—. Entonces, ¿qué hace aquí, señorita Scheftel? Le recuerdo que ha sido usted quien ha entrado en mis dominios. Debió imaginar lo que ocurriría tratándose de mí. No esperará que la deje ir así como así, sin obtener nada a cambio de tan valiosa información. Me pregunto si estaría dispuesta a considerar un intercambio.
Se encontraban a tan solo unos centímetros de distancia, lo suficiente para dejarla sin palabras. La boca insinuante de Corvinus, estaba muy cerca, y cuando éste entreabrió los labios, el cálido aliento perfumado acarició el rostro de Sabine. Sin darle la oportunidad de defenderse, Michael alzó la mano y rozó su mejilla.
Podría haber jurado que sintió cómo ella contenía el aliento.
Michael Kimber- Humano Clase Alta
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Re: You've gone incognito. However, you aren't invisible. - Privado.
Contar hasta muchos números nunca es suficiente, de hecho ni siquiera sirve para ese propósito oficial que debería ser el tranquilizarla, los números la estresan porque no puede entenderlos. En cambio las letras, esas sí le parecen la fuente más profunda de calma y de paz, ahí es donde necesita refugiarse en ese preciso momento. Sin embargo, en la cabeza de Sabine no comienzan a circular poemas que tiene bien aprendidos ni tampoco los nombres de los muertos que ha reseñado y que escondidos se encuentran en la libreta que siempre trae consigo. En la cabeza de Sabine aparecen las manos de quienes han logrado hacer estremecer su cuerpo, los labios de sus asquerosos amantes que suelen tener ojos llenos de culpabilidad y los miembros viriles que se repiten incesantemente en sus sueños. Son esas imágenes las que están actuando como un balde de agua fría y es irónico, porque tiene mojado entre las piernas y seca la garganta.
—Su cercanía no me molesta, señor Corvinus… —carraspea una vez, vuelve a hacerlo y a la tercera ya siente que el aire le falta o peor aún, que fue reemplazado con kilos de arena de las orillas asquerosas del río. Las palabras de Michael intentan ser seductoras y sensuales, está más que claro que ese discurso lo ha dicho una y mil veces y siempre ha obtenido lo que sea que estuviera buscando. Corvinus es de ese tipo de hombres, piensa Sabine, es de aquellos que no es capaz de recibir un no, que encuentra las respuestas sin siquiera terminar de hacer las preguntas, él es del tipo de persona que tiene una vida fácil y también una muerte fácil. Sencilla. La mujer sabe de muertes, de eso no hay que dudarlo.
La planta de los pies le pica con las ganas de alejarse, pero esto es un juego de ajedrez y aún no tiene permitido mover las piezas. —No me está ofendiendo, tampoco creo que usted pueda tener algo en lo que yo pudiera interesarme… la opción de algún tipo de intercambio no está disponible. — ¿Y es que acaso eso sirve para acallar cualquier duda? La voz de Sabine está llena de incertidumbre, las manos le tiemblan como cuando sabe que se acerca el látigo por aquel sonido tan especial que genera. Corvinus debería gritarle, azotarla contra esa pared cercana y lograr que pierda la consciencia por algunos segundos. Ella necesita eso, necesita el dolor o comenzará a hablar, a escribir, a volver al papel de entrevistadora que nunca pudo adoptar del todo. El miedo es lo que paraliza a la gente como esa mujer, miedo a perder las oportunidades, miedo a que la vida se le siga escapando entre los dedos, miedo a quedarse marcando el paso mientras todo lo demás a su alrededor avanza. Y es por eso que ella también lo hace. Al fin sus piernas se mueven, hacia adelante, en dirección a él.
Y cuando lo alcanza, lo ve más de cerca, apenas se ha movido pero los detalles aparecen tan claros que incluso suelta una carcajada que se siente vacía y fuera de lugar. —¿Por qué sigues viviendo aquí, Michael? ¿Qué es lo que te ata a este sitio si siempre que vuelves estás solo aunque traigas a una nueva mujer? —el roce anterior de su mano sigue manteniendo tibio aquel lugar sobre su piel y sólo después de soltar todas esas palabras atrapadas, es que suelta también el aire que no sabía estaba reteniendo hasta ese momento. El corazón le late desbocado en una carrera tortuosa que está a punto de perder. Es evidente, él la afecta, le mueve los cimientos de sus retorcidas creencias y la humillación llega disfrazada de una mirada azul profundo, intensa, tan de él y tan lejana a ella. —Está entrevista se terminó en el momento en que tú comenzaste a hacer preguntas, pero debo decir que me queda una más… quiero saber qué es lo que ahora buscas, cuál es tu próximo objetivo… —la mueca de asco aparece otra vez y con ella las inseguridades, los temores infundados y el terror a perderse en la maraña de ideas que se entrecruzan y la abandonan al borde de un acantilado que es atractivo, misterioso y también, que tiene una sonrisa traviesa de la que no es consciente. Michael sonríe aún cuando está serio y sus manos invitan aunque los ojos de Sabine no estén posados en ellas. La mujer quiere comenzar un baile en el que no hay un ritmo ni tampoco una coreografía, sólo pasos mal dados y un gran final que todos esperan con ansias.
—Su cercanía no me molesta, señor Corvinus… —carraspea una vez, vuelve a hacerlo y a la tercera ya siente que el aire le falta o peor aún, que fue reemplazado con kilos de arena de las orillas asquerosas del río. Las palabras de Michael intentan ser seductoras y sensuales, está más que claro que ese discurso lo ha dicho una y mil veces y siempre ha obtenido lo que sea que estuviera buscando. Corvinus es de ese tipo de hombres, piensa Sabine, es de aquellos que no es capaz de recibir un no, que encuentra las respuestas sin siquiera terminar de hacer las preguntas, él es del tipo de persona que tiene una vida fácil y también una muerte fácil. Sencilla. La mujer sabe de muertes, de eso no hay que dudarlo.
La planta de los pies le pica con las ganas de alejarse, pero esto es un juego de ajedrez y aún no tiene permitido mover las piezas. —No me está ofendiendo, tampoco creo que usted pueda tener algo en lo que yo pudiera interesarme… la opción de algún tipo de intercambio no está disponible. — ¿Y es que acaso eso sirve para acallar cualquier duda? La voz de Sabine está llena de incertidumbre, las manos le tiemblan como cuando sabe que se acerca el látigo por aquel sonido tan especial que genera. Corvinus debería gritarle, azotarla contra esa pared cercana y lograr que pierda la consciencia por algunos segundos. Ella necesita eso, necesita el dolor o comenzará a hablar, a escribir, a volver al papel de entrevistadora que nunca pudo adoptar del todo. El miedo es lo que paraliza a la gente como esa mujer, miedo a perder las oportunidades, miedo a que la vida se le siga escapando entre los dedos, miedo a quedarse marcando el paso mientras todo lo demás a su alrededor avanza. Y es por eso que ella también lo hace. Al fin sus piernas se mueven, hacia adelante, en dirección a él.
Y cuando lo alcanza, lo ve más de cerca, apenas se ha movido pero los detalles aparecen tan claros que incluso suelta una carcajada que se siente vacía y fuera de lugar. —¿Por qué sigues viviendo aquí, Michael? ¿Qué es lo que te ata a este sitio si siempre que vuelves estás solo aunque traigas a una nueva mujer? —el roce anterior de su mano sigue manteniendo tibio aquel lugar sobre su piel y sólo después de soltar todas esas palabras atrapadas, es que suelta también el aire que no sabía estaba reteniendo hasta ese momento. El corazón le late desbocado en una carrera tortuosa que está a punto de perder. Es evidente, él la afecta, le mueve los cimientos de sus retorcidas creencias y la humillación llega disfrazada de una mirada azul profundo, intensa, tan de él y tan lejana a ella. —Está entrevista se terminó en el momento en que tú comenzaste a hacer preguntas, pero debo decir que me queda una más… quiero saber qué es lo que ahora buscas, cuál es tu próximo objetivo… —la mueca de asco aparece otra vez y con ella las inseguridades, los temores infundados y el terror a perderse en la maraña de ideas que se entrecruzan y la abandonan al borde de un acantilado que es atractivo, misterioso y también, que tiene una sonrisa traviesa de la que no es consciente. Michael sonríe aún cuando está serio y sus manos invitan aunque los ojos de Sabine no estén posados en ellas. La mujer quiere comenzar un baile en el que no hay un ritmo ni tampoco una coreografía, sólo pasos mal dados y un gran final que todos esperan con ansias.
Sabine Scheftel- Humano Clase Alta
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Re: You've gone incognito. However, you aren't invisible. - Privado.
La reunión se estaba tornando interminable. Se había hecho de noche y estaban solos en una habitación en penumbra. Apenas dos horas antes, Michael había encendido la chimenea para ahuyentar el frío del despacho, pero las llamas se habían convertido en débiles llamaradas y casi se habían apagado. La hora, el lugar y, especialmente la compañía, definitivamente no eran lo más conveniente para una dama soltera que se preciara de ser respetable. Junto a Corvinus, su reputación estaba en juego. Como si eso no fuera suficiente, él seguía muy cerca. Demasiado cerca.
—Señorita Scheftel... —pronunció nuevamente, acercándose más. Ella había empezado a tutearlo y él podía hacer igual, pero empezaba a gustarle llamarla de ese modo; le resultaba tan correcto y al mismo tiempo tan extrañamente morboso—. Si le preguntara si está coqueteando conmigo, ¿lo negaría? —Ladeó un poco el rostro, escudriñando el ajeno—. Sí, seguro eso diría... pero oh, sí que lo hace. Me coquetea, Sabine. Quizá no sea consciente de ello, pero lo hace, se lo aseguro. Me doy cuenta de esas cosas con facilidad, soy bastante experto.
Ciertamente, él ya no era ningún novato. Era un hombre que había aprendido a jugar sus cartas, que sabía lo que quería, cómo lo quería y la manera de conseguirlo. Nadie podía negar aquello, después de todo, no se trataba de un charlatán al que le gustaba abrir la boca para fanfarronear, alardeando por ahí de cosas que realmente no existían; él tenía las pruebas, existían testigos, todo era condenadamente cierto.
—¿Así que no hay nada que yo posea que pueda interesarle? —Repitió al tiempo que alzaba las tupidas cejas, fingiendo sorpresa y mostrando los labios ligeramente apretados, como si estuviera reprimiendo una sonrisa. La verdad, aunque estuviera esforzándose para manifestar seriedad, parecía bastante divertido. Vaya que lo estaba—. Creo que usted no me ha entendido. Usted ya ha obtenido lo que quería, ¿o acaso no ha sido su entrevista por lo que ha venido el día de hoy? Soy yo quien debería obtener algo a cambio de tan valiosa información, y encima obtenida de primera mano. Y eso es precisamente lo que voy a hacer.
Decidido a cruzar la línea de una vez por todas, avanzó con paso firme hacia el frente obligándola a retroceder, hasta que ella quedó contra la pared. Puso una mano a cada lado de ella, de modo que Sabine quedó atrapada, imposibilitada para un posible escape. Gracias a la cercanía, percibió su calor en todo su esplendor. No tardó demasiado en inclinar la cabeza para atrapar sus labios con los suyos. La besó, y no fue un beso tierno o delicado, era un beso impregnado de fiereza y poderío; fogoso, como a los que tenía acostumbradas a sus amantes, pero definitivamente exigente y soberbio como todo lo que él hacía. Sintió la boca femenina abriéndose, no supo si a consecuencia de sus violentos movimientos o porque ella así lo había deseado pero, en lugar de detenerse para averiguarlo, decidió aprovechar aquel espacio en la cavidad de la mujer e introdujo su lengua ejerciendo una presión que hizo de aquel beso ganara profundidad, convirtiéndose en algo mucho más delicioso.
Michael no estaba preparado para algo así. Cuando se atrevió a besarla, jamás imaginó aquella sensación. Supuso que Sabine actuaría con torpeza, haciendo de ese beso una experiencia desagradable, pero aquello le sabía a gloria. Ella no era para nada la estúpida que había imaginado. Podía ser fea, insignificante, pero para nada insípida; su boca, su lengua resbalando junto a la suya, sabían a gozo prohibido.
—Señorita Scheftel... —pronunció nuevamente, acercándose más. Ella había empezado a tutearlo y él podía hacer igual, pero empezaba a gustarle llamarla de ese modo; le resultaba tan correcto y al mismo tiempo tan extrañamente morboso—. Si le preguntara si está coqueteando conmigo, ¿lo negaría? —Ladeó un poco el rostro, escudriñando el ajeno—. Sí, seguro eso diría... pero oh, sí que lo hace. Me coquetea, Sabine. Quizá no sea consciente de ello, pero lo hace, se lo aseguro. Me doy cuenta de esas cosas con facilidad, soy bastante experto.
Ciertamente, él ya no era ningún novato. Era un hombre que había aprendido a jugar sus cartas, que sabía lo que quería, cómo lo quería y la manera de conseguirlo. Nadie podía negar aquello, después de todo, no se trataba de un charlatán al que le gustaba abrir la boca para fanfarronear, alardeando por ahí de cosas que realmente no existían; él tenía las pruebas, existían testigos, todo era condenadamente cierto.
—¿Así que no hay nada que yo posea que pueda interesarle? —Repitió al tiempo que alzaba las tupidas cejas, fingiendo sorpresa y mostrando los labios ligeramente apretados, como si estuviera reprimiendo una sonrisa. La verdad, aunque estuviera esforzándose para manifestar seriedad, parecía bastante divertido. Vaya que lo estaba—. Creo que usted no me ha entendido. Usted ya ha obtenido lo que quería, ¿o acaso no ha sido su entrevista por lo que ha venido el día de hoy? Soy yo quien debería obtener algo a cambio de tan valiosa información, y encima obtenida de primera mano. Y eso es precisamente lo que voy a hacer.
Decidido a cruzar la línea de una vez por todas, avanzó con paso firme hacia el frente obligándola a retroceder, hasta que ella quedó contra la pared. Puso una mano a cada lado de ella, de modo que Sabine quedó atrapada, imposibilitada para un posible escape. Gracias a la cercanía, percibió su calor en todo su esplendor. No tardó demasiado en inclinar la cabeza para atrapar sus labios con los suyos. La besó, y no fue un beso tierno o delicado, era un beso impregnado de fiereza y poderío; fogoso, como a los que tenía acostumbradas a sus amantes, pero definitivamente exigente y soberbio como todo lo que él hacía. Sintió la boca femenina abriéndose, no supo si a consecuencia de sus violentos movimientos o porque ella así lo había deseado pero, en lugar de detenerse para averiguarlo, decidió aprovechar aquel espacio en la cavidad de la mujer e introdujo su lengua ejerciendo una presión que hizo de aquel beso ganara profundidad, convirtiéndose en algo mucho más delicioso.
Michael no estaba preparado para algo así. Cuando se atrevió a besarla, jamás imaginó aquella sensación. Supuso que Sabine actuaría con torpeza, haciendo de ese beso una experiencia desagradable, pero aquello le sabía a gloria. Ella no era para nada la estúpida que había imaginado. Podía ser fea, insignificante, pero para nada insípida; su boca, su lengua resbalando junto a la suya, sabían a gozo prohibido.
Michael Kimber- Humano Clase Alta
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Re: You've gone incognito. However, you aren't invisible. - Privado.
El fuerte golpe en su espalda despertó a gritos la fiereza dormida entre sus piernas. Sabine sintió la humedad en aquel lugar y también como luego se replicaba en su boca. Michael Corvinus no era un hombre que sólo se dedicara a conquistar con las palabras, porque pese a que estaba claro que su intención nunca había sido el de convencerla de llegar a algo más que una entrevista, de algún modo terminaban aquella discusión sin sentido en un beso que lejos de asquearla, la excitaba. Sabine se separó con los ojos bien abiertos y apenas pudo captar algo de aire levantó una de sus manos y lo golpeó con fuerza en el rostro. Aquella bofetada no iba directamente dirigida a él ya que era ella quien deseaba el dolor que Corvinus pudiera sentir.
Sin embargo, lejos de intentar escapar, lo único que consiguió fue ignorar cualquier gesto que el hombre pudiera haber hecho y atrapar su rostro esta vez con ambas manos. Quería decirle algo, tener palabras filosas con las cuales hacerlo enojar y conseguir algo de violencia de su parte, pero al parecer donde lo encontraba más violento era cuando sus bocas chocaban, por lo que fue ella esta vez quien comenzó con aquel beso intenso y demandante. Sabine quería seguir bebiendo de él y pidiendo más, no pensó que una persona como Corvinus que seguramente dejaba reservado ese tipo de actos para el convencimiento de las muchachas más ingenuas, fuera capaz de calentarle la sangre sólo con la intrusión de su lengua. El tira y afloja se hacía insoportable, agradecía el encierro porque incluso ahí había escondida humillación.
—¿Ya obtuvo lo que necesitaba a cambio? —la pregunta es inútil, descarada y sin sentido, pero necesitaba decir algo para evitar morderse los labios o volver a besarlo. La idea de hacerlo le parece la más adecuada, adecuada es una palabra muy estructurada. La idea de besarlo es la tentación que no desea tener. —La entrevista es una mierda, ambos podemos reconocer eso, no hay nada de usted que el mundo quiera saber, al menos no el mundo civilizado. —A medida que habla Sabine va acortando la distancia entre ellos. El cuerpo de Michael Corvinus se siente fuerte e insinuante. Perfectamente se le podría caer la baba si ella fuera una mujer de ese tipo.
Bajó los ojos esperando algún tipo de respuesta, quería parecer entregada a lo que él decidiera, esperanzada quizás de escuchar cualquier tipo de reproche. El rostro de Sabine a ratos es una pintura en blanco, luego se llena de tonos grises que sólo la hacen aún más horrible, feísima dentro de cualquier marco estético y teñida de rojo cuando la pasión se enciende. Misma pasión que ahora tiene sus mejillas coloreadas y la respiración aún agitada de los anteriores besos. Nuevamente, dejó caer los brazos a los costados, inhaló el aire con calma esperando volver a su anterior conducta pero durante lo que en realidad eran segundos, aunque le parecieron minutos, buscó motivos para continuar en aquella casa. No encontró alguno con la suficiente fuerza para seguir adelante. Se ha convertido en una experta en mentirle a todo el mundo.
—Déjeme salir, Corvinus… a menos que sea capaz de darme lo que realmente quiero. —dijo volviendo a dirigir la mirada hacia sus ojos, la seriedad que acompañó a esas palabras fue breve, su risa salió seca desde la garganta, llena de burla y carga de un ácido que parecía derramarse de su boca llenándola de heridas invisibles que intentaba cerrar con la punta de su lengua.
Sin embargo, lejos de intentar escapar, lo único que consiguió fue ignorar cualquier gesto que el hombre pudiera haber hecho y atrapar su rostro esta vez con ambas manos. Quería decirle algo, tener palabras filosas con las cuales hacerlo enojar y conseguir algo de violencia de su parte, pero al parecer donde lo encontraba más violento era cuando sus bocas chocaban, por lo que fue ella esta vez quien comenzó con aquel beso intenso y demandante. Sabine quería seguir bebiendo de él y pidiendo más, no pensó que una persona como Corvinus que seguramente dejaba reservado ese tipo de actos para el convencimiento de las muchachas más ingenuas, fuera capaz de calentarle la sangre sólo con la intrusión de su lengua. El tira y afloja se hacía insoportable, agradecía el encierro porque incluso ahí había escondida humillación.
—¿Ya obtuvo lo que necesitaba a cambio? —la pregunta es inútil, descarada y sin sentido, pero necesitaba decir algo para evitar morderse los labios o volver a besarlo. La idea de hacerlo le parece la más adecuada, adecuada es una palabra muy estructurada. La idea de besarlo es la tentación que no desea tener. —La entrevista es una mierda, ambos podemos reconocer eso, no hay nada de usted que el mundo quiera saber, al menos no el mundo civilizado. —A medida que habla Sabine va acortando la distancia entre ellos. El cuerpo de Michael Corvinus se siente fuerte e insinuante. Perfectamente se le podría caer la baba si ella fuera una mujer de ese tipo.
Bajó los ojos esperando algún tipo de respuesta, quería parecer entregada a lo que él decidiera, esperanzada quizás de escuchar cualquier tipo de reproche. El rostro de Sabine a ratos es una pintura en blanco, luego se llena de tonos grises que sólo la hacen aún más horrible, feísima dentro de cualquier marco estético y teñida de rojo cuando la pasión se enciende. Misma pasión que ahora tiene sus mejillas coloreadas y la respiración aún agitada de los anteriores besos. Nuevamente, dejó caer los brazos a los costados, inhaló el aire con calma esperando volver a su anterior conducta pero durante lo que en realidad eran segundos, aunque le parecieron minutos, buscó motivos para continuar en aquella casa. No encontró alguno con la suficiente fuerza para seguir adelante. Se ha convertido en una experta en mentirle a todo el mundo.
—Déjeme salir, Corvinus… a menos que sea capaz de darme lo que realmente quiero. —dijo volviendo a dirigir la mirada hacia sus ojos, la seriedad que acompañó a esas palabras fue breve, su risa salió seca desde la garganta, llena de burla y carga de un ácido que parecía derramarse de su boca llenándola de heridas invisibles que intentaba cerrar con la punta de su lengua.
Sabine Scheftel- Humano Clase Alta
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Re: You've gone incognito. However, you aren't invisible. - Privado.
¿Qué le impedía continuar lo que le había sido interrumpido media hora antes? El destino caprichoso se empeñaba en ponerlo exactamente en la misma situación, solo que con diferente mujer. Por supuesto, la diferencia entre una y otra, a simple vista, parecía abismal; una era hermosa y adinerada, la otra fea y comparada con la primera parecía tan insignificante, pero al ser él un hombre lascivo, un lujurioso empedernido, ambas, por el simple hecho de ser mujeres, le sabían exactamente a lo mismo. Cualquiera podía conducirlo a donde quería llegar, incluso Sabine, que parecía tan poca cosa. Esa mujer larguirucha y escuálida, poseía algo muy tentador, algo prohibido que lo atraía de una manera bastante inesperada. Todo había empezado como un juego, pero ahora, después de haberla probado y descubrir que su sabor podía ser tan adictivo como el de otras, realmente quería poseerla. Era francamente intrigante.
Durante unos minutos, mismos en los que intentó estabilizar la respiración agitada, la miró detenidamente, como si intentara resolver un rompecabezas. Ella, por su parte, parecía prepararse para enfrentarse nuevamente a él y sus arrogantes e impúdicas intenciones. La tenía acorralada, con el pecho muy cerca del ajeno, rozando levemente los pequeños pero erguidos senos de Sabine, tan altivos y orgullosos como quien los poseía. Michael empezaba a sentirse tan excitado que había dejado completamente de lado la maldita y engorrosa entrevista. En todo lo que podía pensar era en abrirle la blusa, arrancarle la ropa interior, y dejar al aire sus pezones, los cuales imaginaba suaves y rosados, para acariciarlos con su lengua, lamerlos y mordisquearlos. Instintivamente, se le acercó más, hasta que estuvo completamente pegado a su cuerpo. A esas alturas, su erección ya era evidente, y estaba seguro —deseaba que fuera de ese modo— de que ella la había percibido a través de sus vestimentas, presionando contra su vientre.
Corvinus tenía las de ganar. La tenía en su territorio, el cual conocía como a la palma de su mano. Con la respiración entrecortada, giró brevemente su rostro y sus ojos azules, nublados por el deseo, se concentraron en el escritorio de caoba fina que tenía a apenas dos metros de distancia. El sitio perfecto, y el procedimiento era sencillo. Solamente debía ejecutar un par de movimientos rápidos y arrastrarla hasta la mesa; darle la vuelta, flexionar su cuerpo, de modo que sus nalgas quedaran a su entera disposición, separar sus piernas y embestirla salvajemente hasta saciar en ella toda su enfermiza inmoralidad.
—¿Siente eso, Sabine? —Preguntó con una voz excesivamente ronca, haciendo referencia al creciente bulto en su entrepierna, que seguía presionando junto a su pelvis—. ¿Acaso no es eso lo que realmente quiere? ¿Escribirá también sobre lo grande que es mi verga? —dijo para provocarla, por última vez.
En ese instante, justo cuando estuvo a punto de tomarla por la cintura y maniobrarla para llevarla hasta la mesa y hacer realidad su más reciente y desvergonzada fantasía, la puerta del despachó se abrió. Era el señor Hubert, su mayordomo, que había estado llamando a la puerta desde hacía rato sin recibir ninguna respuesta. Michael había estado tan concentrado en su acoso que ni siquiera se había percatado de ello, y tampoco recordaba que había fijado una importante reunión con uno de sus socios, el cual aguardaba ya algo impaciente afuera del despacho. El viejo Hubert se quedó pasmado cuando visualizó la escena entre su patrón y la dama. No dio un paso más y apretó los labios sabiendo de antemano que aquella interrupción provocaría la ira en Michael. Se quedó en su sitio, bajó la mirada, y se limitó a disculparse, para luego recordarle a Corvinus su reunión. Durante esos breves instantes, Sabine se despabiló y aprovechó su distracción para escabullirse.
No era posible que en el mismo día dos mujeres lo dejaran con la sangre hirviendo, al borde de un colapso.
Durante unos minutos, mismos en los que intentó estabilizar la respiración agitada, la miró detenidamente, como si intentara resolver un rompecabezas. Ella, por su parte, parecía prepararse para enfrentarse nuevamente a él y sus arrogantes e impúdicas intenciones. La tenía acorralada, con el pecho muy cerca del ajeno, rozando levemente los pequeños pero erguidos senos de Sabine, tan altivos y orgullosos como quien los poseía. Michael empezaba a sentirse tan excitado que había dejado completamente de lado la maldita y engorrosa entrevista. En todo lo que podía pensar era en abrirle la blusa, arrancarle la ropa interior, y dejar al aire sus pezones, los cuales imaginaba suaves y rosados, para acariciarlos con su lengua, lamerlos y mordisquearlos. Instintivamente, se le acercó más, hasta que estuvo completamente pegado a su cuerpo. A esas alturas, su erección ya era evidente, y estaba seguro —deseaba que fuera de ese modo— de que ella la había percibido a través de sus vestimentas, presionando contra su vientre.
Corvinus tenía las de ganar. La tenía en su territorio, el cual conocía como a la palma de su mano. Con la respiración entrecortada, giró brevemente su rostro y sus ojos azules, nublados por el deseo, se concentraron en el escritorio de caoba fina que tenía a apenas dos metros de distancia. El sitio perfecto, y el procedimiento era sencillo. Solamente debía ejecutar un par de movimientos rápidos y arrastrarla hasta la mesa; darle la vuelta, flexionar su cuerpo, de modo que sus nalgas quedaran a su entera disposición, separar sus piernas y embestirla salvajemente hasta saciar en ella toda su enfermiza inmoralidad.
—¿Siente eso, Sabine? —Preguntó con una voz excesivamente ronca, haciendo referencia al creciente bulto en su entrepierna, que seguía presionando junto a su pelvis—. ¿Acaso no es eso lo que realmente quiere? ¿Escribirá también sobre lo grande que es mi verga? —dijo para provocarla, por última vez.
En ese instante, justo cuando estuvo a punto de tomarla por la cintura y maniobrarla para llevarla hasta la mesa y hacer realidad su más reciente y desvergonzada fantasía, la puerta del despachó se abrió. Era el señor Hubert, su mayordomo, que había estado llamando a la puerta desde hacía rato sin recibir ninguna respuesta. Michael había estado tan concentrado en su acoso que ni siquiera se había percatado de ello, y tampoco recordaba que había fijado una importante reunión con uno de sus socios, el cual aguardaba ya algo impaciente afuera del despacho. El viejo Hubert se quedó pasmado cuando visualizó la escena entre su patrón y la dama. No dio un paso más y apretó los labios sabiendo de antemano que aquella interrupción provocaría la ira en Michael. Se quedó en su sitio, bajó la mirada, y se limitó a disculparse, para luego recordarle a Corvinus su reunión. Durante esos breves instantes, Sabine se despabiló y aprovechó su distracción para escabullirse.
No era posible que en el mismo día dos mujeres lo dejaran con la sangre hirviendo, al borde de un colapso.
Michael Kimber- Humano Clase Alta
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Re: You've gone incognito. However, you aren't invisible. - Privado.
Sabine tiene muchas opciones entre sus manos pero se siente atada, coartada en sus decisiones. Es Michael Corvinus el único que puede decidir con ella. Y eso lejos de molestarle, sólo la excita más. La mujer, flacucha y fea, siente todos los estímulos que invaden su cuerpo. Siente la madera dura que choca su espalda llena de huesos salientes; siente la asfixia del corsé presionando su diafragma y el pene erecto del hombre frente a ella latiendo justo en la zona baja de su vientre. Todo lo que en ese instante desea la escritora de obituarios es poder ponerse de rodillas y tomarlo con su boca, acariciar con su mano lo que no pueda ingresar por sus labios y sentir en su cabello los dedos de su torturador queriendo que ella entregue más de lo que puede entregar.
Las arcadas se acumulan en el fondo de la garganta de Sabine, arcadas protagonistas de bellos recuerdos donde hombres terminan en su boca o incluso sobre sus reducidos pechos. Lamentablemente, antes de que pueda siquiera responder a esa pregunta, cuya respuesta tiene muy clara, la puerta se abre y son interrumpidos por un asustado mayordomo que sabe que ha metido la pata. Justo en ese instante, la mujer se aprovecha para escapar de la prisión que Corvinus había creado con sus brazos. Ya no está tan cerca de él como para sentir su aliento, ¿entonces por qué sigue invadida por su aroma? Todo hombre y también el olor del sexo que parece emanar de los poros de Michael. Si tan sólo pudiera volver atrás, lo primero que haría sería jamás entrar a esa casa.
Dándole la espalda, Sabine Scheftel se acomodó la ropa, recobró la respiración pausada que traía al comenzar la entrevista y recogió sus cosas para poder dirigirse hacia la puerta. Estaba claro que el señor Corvinus tenía muchos otros compromisos, por lo que la mejor idea era arrancar antes de que ambos pudieran tentarse a seguir con aquel juego que nunca tendría ganadores. Sabine no sólo había conseguido un par de respuestas mediocres para una entrevista aún más mediocre; también tenía frescas en su mente las imágenes que rememoraría luego cuando sus dedos exploraran el centro entre sus piernas. —Si desea leer el resultado final de este encuentro, lo invito a leer nuestra edición dominical… no espere una primera plana, esto no alcanza para tanto, pero al menos prometo que no será tan olvidable como lo que suelo escribir. —
Dudaba que él conociera su verdadera profesión y la verdad es que poco le importaba aquel detalle, por lo general durante cualquier contacto con un hombre como el que recientemente había tenido, ambos se mantenían en el anonimato para luego ignorarse si llegaban a verse en otra ocasión. Sabine caminó hasta la puerta pero antes se detuvo junto a un contrariado Michael, poniendo sus pies en puntillas se acercó a su oído para que las palabras susurradas pudieran escucharse claramente. —En las vergas como en el amor, mientras más grande es más dolor… —dijo pensando que eso le haría gracia, aunque en el fondo lo que deseaba era poder ser digna alguna vez de sufrir un dolor como ese, un dolor que la llenaría de un placer superior al producido por la indignación o la humillación que la han hecho vivir sus amantes.
No quiso mirar atrás, tampoco preguntarse si ese día sería el último día en que lo vería. Michael Corvinus debía volver a aparecer en su vida, pero eso es algo cuya planificación no estaría en sus manos. Con tanto silencio e invisibilidad, Sabine Scheftel salió de su casa y de su vida.
Las arcadas se acumulan en el fondo de la garganta de Sabine, arcadas protagonistas de bellos recuerdos donde hombres terminan en su boca o incluso sobre sus reducidos pechos. Lamentablemente, antes de que pueda siquiera responder a esa pregunta, cuya respuesta tiene muy clara, la puerta se abre y son interrumpidos por un asustado mayordomo que sabe que ha metido la pata. Justo en ese instante, la mujer se aprovecha para escapar de la prisión que Corvinus había creado con sus brazos. Ya no está tan cerca de él como para sentir su aliento, ¿entonces por qué sigue invadida por su aroma? Todo hombre y también el olor del sexo que parece emanar de los poros de Michael. Si tan sólo pudiera volver atrás, lo primero que haría sería jamás entrar a esa casa.
Dándole la espalda, Sabine Scheftel se acomodó la ropa, recobró la respiración pausada que traía al comenzar la entrevista y recogió sus cosas para poder dirigirse hacia la puerta. Estaba claro que el señor Corvinus tenía muchos otros compromisos, por lo que la mejor idea era arrancar antes de que ambos pudieran tentarse a seguir con aquel juego que nunca tendría ganadores. Sabine no sólo había conseguido un par de respuestas mediocres para una entrevista aún más mediocre; también tenía frescas en su mente las imágenes que rememoraría luego cuando sus dedos exploraran el centro entre sus piernas. —Si desea leer el resultado final de este encuentro, lo invito a leer nuestra edición dominical… no espere una primera plana, esto no alcanza para tanto, pero al menos prometo que no será tan olvidable como lo que suelo escribir. —
Dudaba que él conociera su verdadera profesión y la verdad es que poco le importaba aquel detalle, por lo general durante cualquier contacto con un hombre como el que recientemente había tenido, ambos se mantenían en el anonimato para luego ignorarse si llegaban a verse en otra ocasión. Sabine caminó hasta la puerta pero antes se detuvo junto a un contrariado Michael, poniendo sus pies en puntillas se acercó a su oído para que las palabras susurradas pudieran escucharse claramente. —En las vergas como en el amor, mientras más grande es más dolor… —dijo pensando que eso le haría gracia, aunque en el fondo lo que deseaba era poder ser digna alguna vez de sufrir un dolor como ese, un dolor que la llenaría de un placer superior al producido por la indignación o la humillación que la han hecho vivir sus amantes.
No quiso mirar atrás, tampoco preguntarse si ese día sería el último día en que lo vería. Michael Corvinus debía volver a aparecer en su vida, pero eso es algo cuya planificación no estaría en sus manos. Con tanto silencio e invisibilidad, Sabine Scheftel salió de su casa y de su vida.
Sabine Scheftel- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 26/02/2013
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