Lost memories. New Feelings.

por **Edith D. Keergård** Mar Abr 29, 2014 8:17 pm

Feeling you

A

ntes, las sonrisas más sinceras no eran las más anchas, ni las más hermosas. Las sonrisas más sinceras eran las que ocultaban tras de sí un terrible secreto, una confianza ciega en aquellos a quienes iban dedicadas. Y la sonrisa de Siegfried era la más sincera que yo hubiese visto en toda mi vida. En parte porque estaba acostumbrada a que nunca sonrieran cerca de mi, a menos que fuera para reírse de todo cuanto me sucedía. Todos en aquel terrible lugar disfrutaban martirizándome, torturándome, quitándome esa alegría que siempre me ha caracterizado. Menos él. No era nada hablador. Ni siquiera era demasiado simpático. Pero me comprendía. Nos comprendíamos. Éramos iguales. Los bichos raros. Los niños que no crecían. Yo aparentaba siete años, y él apenas los diez. Estábamos encerrados en aquellos cuerpos jóvenes, pese a no serlo tanto. Y sólo nosotros sabíamos lo duro que era. Quizá por eso nos hicimos amigos. No lo sé. Teníamos muchas razones para llevarnos mal. Después de todo, yo era un gato y él un chucho. Yo me convertía en un tigre, y él en un lobo. Pero era el hecho de tener un secreto como ese lo que nos hacía estar unidos. Inconfesable. Incomprensible. Y maravilloso al mismo tiempo. Él fue quien me enseñó que éramos especiales, y que no debíamos avergonzarnos por ello. Claro que él lo tenía más fácil para creerlo. Toda su familia era igual y le habían inculcado ese pensamiento. Yo siempre había estado sola, encerrada con toda aquella gente que no hacía más que considerarme un monstruo.

- No creo que jugar con fuego sea buena idea, Sylvie... Eres muy chiquita, conseguirás quemarte... Además de que eres bastante torpe. No te ofendas -Susurró con tono de mofa. Le dirigí una mirada llena de rabia y le mandé callar para intentar seguir con lo que estaba haciendo. Pero pronto la rabia se convirtió en carcajadas. Tan sinceras como aquella sonrisa que echo tanto de menos. Y es que sólo nosotros podíamos reírnos así de nuestra "desgracia".

- ¡Ya cállate! No seas idiota. Nos pillarán por tu culpa. ¡Sabes mejor que nadie que hice esto como un millón de veces y nunca me pasó nada! Chucho inmundo. Casi somos igual de mayores así que deja tus tonterías que no hacen gracia a nadie... -Seguí intentando prender fuego a las cortinas del comedor del orfanato. Con suerte, nos desalojarían y nos llevarían a otro lugar donde la comida de verdad pudiera llamarse así.

- Pues tú te estás riendo... ¿No será que te gusto? ¡Imagínate que acabamos juntos! ¿Qué serían nuestros cachorritos? Fierecitas, seguro. Un híbrido de engendros maulladores y poderosos caninos... ¡Ay! -El golpe en el brazo le hizo callar, aunque no borró aquella estúpida sonrisa de su semblante. Aquella sonrisa inocente, fugaz. Aquella sonrisa que tanto me gustaba y tanto echo de menos.

Nunca llegaron a desalojarnos, pero no sería nuestro último intento. Años después, los dos huimos de aquel orfanato. Y nos separaríamos para siempre.

13 Diciembre 1775 | Orfanato | Con "Él"

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por **Edith D. Keergård** Sáb Mayo 31, 2014 2:39 pm

Remembering Sunday

- ¡B

aja de ahí, gato estúpido! ¡No te lo vuelvo a decir! Volverás a caerte y tendré que curarte otra vez la pata. -Los gritos de la anciana alarmaron al obispo, que por alguna extraña razón estaba en la catedral aquella mañana. Y en poco tiempo, dos docenas de personas rodeaban a la señora que reprendía al gato. Que me reprendía a mi. Todos tenían los brazos levemente alzados, en tensión, ante cada movimiento que hacía, temerosos de que me cayera desde semejante altura. ¡Aunque tuviese siete vidas, una caída así le quitaría cinco de golpe! Yo se relamía, ignorando deliberadamente a todos los presentes. Aún no comprendía cómo había ido a parar a la casa de aquella señora, ni mucho menos qué me ocurrió para no salir huyendo en cuanto tuve oportunidad.

M

e tejía vestiditos de lana y me los ponía a la fuerza. Parecía no entender la indirecta: cada mañana cada dichoso traje aparecía destrozado por mis garras. Y la anciana se limitaba a hacer otro. Y otro. Y otro. Y cada vez con lana de peor calidad y que, por tanto, picaba muchísimo más. Y no sabía qué era peor, si eso, o que le encantara el color rosa. Así que aquella mañana, cansada de la viejecita con complejo de modista, me había encaramado al muro más alto que había encontrado dentro de la catedral, pensando que, tal vez, si me veía tan inaccesible acabaría marchándose por donde había venido. Me equivoqué. Ahora, niños, adultos y perros trataban por todos los medios de hacerme bajar. Y sus gritos comenzaban a resultarme de lo más molestos. ¿Es que no comprendían que los gatos son seres independientes?

P

ues todo indicaba que no lo entendían. Finalmente, y tras mucho deliberar qué hacer para perderlos de vista, decidí que lo mejor sería que saliese de allí como sólo un cambiaformas puede hacerlo: cambiando de piel. Así nadie sospecharía. Salí por uno de los ventanales superiores de la catedral. Siempre los dejaban abiertos. Claro que, tonta de mi, pensé que habría un alféizar al otro lado. Y me volví a equivocar. Mi cuerpo comenzó a regresar a su estado normal mientras me precipitaba hacia el suelo. Mi maullido, largo y desesperado al principio, se tornó un grito de lo más humano. Y menos mal que alguien me escuchó. Unos brazos me sostuvieron, y la mirada confusa y sorprendida de un caballero me escrutó de arriba abajo. No pude ni decir gracias antes de salir corriendo a toda velocidad hacia la oscuridad de los suburbios. No recordaba que el suelo estuviese tan frío en invierno...

| 1 Enero 1785 | Catedral Notre Dame | ¡Miau! |

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por **Edith D. Keergård** Sáb Mayo 09, 2015 6:27 pm

Smile

S

iempre supe que en algún momento de mi vida volvería a toparme con aquellos ojos brillantes y azules como el océano. Nunca supe cuándo. Cómo. Y mucho menos por qué volvería a verlos, pero sin duda lo sabía. Estábamos unidos por un vínculo inalterable a pesar del tiempo. Un vínculo que no se había debilitado ni un ápice a pesar del tiempo, de la distancia, de los cambios sufridos en nuestras vidas, en el mundo. Allí estaban, observándome, al otro lado de la ventana de aquel tren que no se detuvo a pesar de mis gritos, y de que estuve corriendo tras él durante casi cinco minutos. Allí estaban, suplicando, al igual que los míos, que aquella máquina infernal se detuviese para que finalmente pudiéramos reencontrarnos. Pero no lo hizo. No paró. Y sentí que mi corazón volvía a romperse en mil pedazos.

L

os había vuelto a ver, como había pensado, y eso me hizo sentir más sola y vacía de lo que me había sentido en los últimos años. Porque quizá aquel fugaz momento fuese la última vez en que los viese. Vagué sin rumbo durante lo que me parecieron días enteros, antes de que me sorprendieran un par de policías que insistieron en llevarme a un orfanato. Escapé de ellos sin demasiadas complicaciones, para luego esconderme en la casa abandonada en la que llevaba viviendo unos meses. No me quedaba comida. Ni agua. Pero ni el hambre ni la sed lograron sacarme esa tristeza que embargaba mi alma. Estaba destrozada. Tanto, que ni siquiera me quedaban lágrimas por derramar.

C

uando desperté estaba demasiado dolorida como para intentar buscar algo de alimento. Simplemente me giré en ese destartalado colchón, sólo para toparme con una especie de nota cerrada por un lazo de color azul. Y en cada trazo, en cada palabra, pude verle. Me decía que sonriera. Que regresaría a por mi, ahora que finalmente sabía dónde estaba. Que regresaría, y que entonces, nunca volveríamos a separarnos. Y yo sonreí como una estúpida, porque aunque esa promesa ya me la había hecho antes, y no la había cumplido, no podía simplemente olvidar. La esperanza era lo que me había ayudado a sobrevivir. Y ahora que lo había vuelto a ver, no me apartaría de ella. Aunque no cumpliera su promesa, no volvería a dormir sintiéndome vacía.

P

orque entonces supe, que estuviera donde estuviese, él estaría pensando en mi.

| 16 Junio 1790 | Un caserón abandonado | Fugacidad |

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por **Edith D. Keergård** Mar Jul 07, 2015 10:00 pm

Siempre juntos

A

quella mañana el Sol relucía en lo más alto, reflejándose sobre la nieve que cubría la totalidad del suelo de cemento gris del patio interior del orfanato. La noche anterior había nevado lo bastante para convertir la horrible y triste fachada del centenario edificio en algo más parecido a una postal de Navidad. Una de esas postales que yo jamás había recibido ni recibiría. Una de esas postales que hubiese mandado a mi familia, de tenerla, deseándoles un feliz y próspero Año Nuevo. Sí, la Navidad, como la nieve, me hacía recordar lo mucho que extrañaba todas esas cosas que, irónicamente nunca había tenido en realidad. Suspiré y volví al interior con las manos en los bolsillos y lágrimas en los ojos, sólo para encontrarme con aquel rostro que tanto añoro, sonriéndome.

- ¿Otra vez así? Desde luego, si llorar encogiese serías mucho más pequeña de lo que ya eres... -Su tono burlón me hizo fruncir el ceño, y aunque lo intenté, no pude evitar sonreír. Ese era parte de su encanto, de su magia, Siegfried lograba que cualquier día, por malo que pareciese, se convirtiese en uno maravilloso. Él provocaba mis ganas de sonreír. - Eso está mejor. No me gusta ver esos ojos negros tuyos empañados con lágrimas... Ten. Tu regalo de Navidad. Disculpa la demora, pero es más complicado de lo que parece... Feliz Año Nuevo, Sylvie. -Aquel beso en la mejilla hubiera sido un regalo más que suficiente. Su simple presencia, de hecho, ahora sería el regalo más preciado que podría tener. Pero no pude evitar soltar un gritillo de alegría al ver dos figuras talladas colgando de una cadena de plata. Su único objeto de valor.

Un gato y un lobo, juntos, unidos en el mismo colgante. Observandose. Observándonos. En ese mismo instante supe que siempre estaríamos unidos, de cualquier forma. Y que estaba total y absolutamente enamorada de él.

- Gracias Siegfried... -Fue todo lo que pude decir antes de refugiarme en su cuello y echarme a llorar. De alegría.

2 Enero 1775 | Orfanato | Con "Él"

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por **Edith D. Keergård** Sáb Nov 07, 2015 9:46 pm

Why we do what we do?

C

ada vez que la nieve cubría los páramos, mis ojos, irremediablemente, paseaban por cada calle, por cada casa vacía, por cada rincón de la miserable ciudad que me había visto crecer, sufrir, y caer mil veces, esperando encontrarme en algún momento con sus ojos. Con su mirada atenta. Con esa sonrisa que conseguía alegrar mi corazón roto de forma casi inmediata. Es una sensación extraña, esa de depender de alguien que te arrebataron en un momento tan concreto de tu vida. Esa sensación de no comprender por qué, ni cómo, en lugar de superar la pérdida, te quedas estancada en ella voluntariamente, dándole vueltas y más vueltas, como si centrarse en ello fuera el único modo de mantener su recuerdo vivo. Esa chispa, ese cariño, latente, a pesar del tiempo transcurrido, y de la distancia que sabía que nos separaba a ambos.

E

n una de esas mañanas nevadas, me refugié bajo un viejo y gastado abrigo y di una de aquellas frecuentes caminatas, en busca de algún indicio de que Siegfried se encontrase cerca. Buscándome, tal y como yo a él. Tras varias horas inmersa en mis pensamientos, y sin encontrar nada más que niños escuálidos pidiendo en la calle, me di cuenta de que no solamente hacía aquello por él, por mi obsesivo afán de encontrarle. Sino también por mi misma. ¿Cuántos días pasé yo misma, mendigando un trozo de pan, sobre aquel gélido suelo? Quizá no solamente buscase a mi mejor amigo, a mi primer amor, sino también a aquella niña perdida que alguna vez fui, y que se difuminó en la nada, permaneciendo únicamente aquellos retazos sutiles e infantiles en mi carácter. No tener una infancia te convierte o en un adulto amargado, o en una adulta que no se atreve a hacerse mayor.

T

omé de la mano a tantos jóvenes perdidos como pude, y los llevé conmigo, en dirección al orfanato. Allí les daría de comer, les cuidaría y les contaría un cuento de hadas para intentar alegrar sus corazones. Justo aquello que nunca hicieron conmigo. Aquello que siempre necesité. No quería que nadie más pasara por las mismas penurias. No si podía hacer algo para evitarlo.

| 21 Diciembre 1790 | Calles y Callejones | A solas |

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