paseo por el campo - Libre

Sentada en la cocina de la mansión observó la puerta entre abierta que daba al pequeño patio de coches, con sus portones verdes oscuros, tras ellos una calle poco transitada de ésa extraña ciudad en donde había terminado viviendo. Suspiró desganada, cuanto hubiera querido que por esa puerta entrara la figura de Ignacio, la tomara entre sus brazos y le prometiera que todo estaría bien, - claro, bien... bien fregados estamos... - murmuró mientras terminaba de pelar unas manzanas para que la cocinera preparara un pastel. La mujer dejó la preparación de la masa para contemplarla sorprendida, en un castellano duro le preguntó si se le había hablado, Soledad negó con un gesto y dejó el cuchillo en la mesa,- Madame Flor, voy a salir – le informó, no le pediría permiso ya que su ama no se encontraba, ni en la ciudad, ni en el país. Se lavó las manos en un pequeño cubo y  las secó con un paño blanco. La matrona la quedó contemplando, con una mirada que no era alentadora, - señorita, ¿no le parece que debería quedarse en la residencia? El ama no está, pero usted es la persona que dejó a cargo, si vienen a buscar algún dato o dejar invitación... ¿que se supone que haremos? - La morena hizo un gesto de dolor, estaba a punto de llorar, debía volver a esos campos que había descubierto hacía unos pocos días, en ellos encontraba algo de la paz perdida, el aroma al sembradío, el viento en su rostro, le recordaban a su Nacho, bien sabía que  aun si no estuviera muerto, el amor entre ambos estaba prohibido, pero lo seguiría amando eternamente.

No le costó mucho convencer a la mujer que en cuanto contempló aquella diminuta lagrima deslizarse por la mejilla no pudo decirle que no. Los rumores volaban de continente a continente y la cocinera, pronto había descubierto la historia de su ama y la criada, del amor que Soledad tenía por ese hombre muerto en alta mar. La siguió con la mirada cuando se dirigía apresurada a pedir al cochero le aprontara una yegua mansa, no estaba muy acostumbrada a montar, pero ni en sus mas descabellados sueños tomaría uno de los coches de Ines, aunque ésta se lo había casi exigido – que no me entere que andas por ahí como cabra loca... sabes que si no te llevo es porque debemos pasar inadvertida y tu... preciosa... llamas mucho la atención – le recordó cuando criada y ama se despidieron en el puerto – Rupert, no permitas que haga ninguna tontería, con tu mujer deben cuidar de ésta cabecita de nubes – Inés, era una mujer de palabra, hacía años había prometido a su tío, que cuidaría de Tola, mientras no formara una familia y al ver el rostro tan triste de ésta supo que sería una promesa que duraría casi toda su vida.

Rupert la observó salir por el portón de carruajes, - ¿ya se ha ido? - preguntó Floriana a su esposo – si, con la misma expresión de dolor, es que pareciera que nunca se resignara – se lamentó el hombre mientras se acercaba a su mujer y la abrazaba – ¿acaso no pasaría lo mismo si un día me faltaras? - le susurró en el oído a su esposa quien pronunció un si ahogado por la emoción,  - el amor no se elige, entra en nuestras vidas devastando fronteras, y cuando se ha perdido no existe cura a su dolor – recitó Flor, aquellas palabras no eran propias, las había leído en un diario de su patrona, ¿como? de la misma manera como se conocían los secretos mas intimo de reyes o  magnates, por los criados que todo lo miran y todo lo escuchan.

Soledad se dirigió al trote recorriendo las calles hasta llegar a las afueras de la ciudad, los primeros campos de cultivo la  saludaron con el sonido suave de sus hojas mecidas por la briza. Cerró los ojos, inspiró aquel aroma a tierra mojada, para luego continuar su recorrido hasta detenerse en una pequeña colina, con un grupo de arboles que permitían una sombra agradable para sentarse a leer y descansar. De seguro, cualquier extraño diría que era una extravagancia que una esclava supiera leer y escribir, pero para Nacho no lo era, por eso le había enseñado apenas cumplido los tres años odas las letras del alfabeto, como así también pidió a un amigo latinista que le enseñara a leer y hablar en latín, sumar, restar, dividir y multiplicar. Tal vez por como la educó, Tola, siempre pensó que con el pasar de los años Ignacio le diría que la amaba y deseaba convertirla en su esposa. Pero nada de eso ocurrió, apenas cumplido los siete años, la dejó en casa de Inés, como si fuera una muñeca a la cual la niña blanca podía hacer o deshacer a su antojo. Resopló, no se podía quejar, porque su ama la respetaba y amaba como si fueran hermanas. Pero ella seguía enojada con el hombre que había amado toda la vida, por haberla dejado siendo una niña y luego partir a Europa, sin ella, muriendo en alta mar.

Las lagrimas no se hicieron esperar, apoyó su espalda y cabeza contra la corteza del árbol  en donde se había acomodado para pasar unas horas en soledad, tras dejar que la frustración la abandonara, se dedicó a leer una obra sobre la vida de San Agustín.

La noche anterior, para mí, había sido bastante acogedora y encendida dentro de uno de los tanto burdeles parisinos que se plantaban en la ciudad. Curiosamente siempre tuve la facultad de llevarme bien con humanos promedio y borrachos a los que se les trababa la lengua y se ahogaban con su propia saliva al hablar. Si me lo preguntan, me describiría como alguien de "fácil acceso social".

Disfruto de los burdeles tanto como de la buena lectura y la monta al aire libre. El sexo era liberador y exquisito, muy por encima de lo que la sociedad estamental y cambiante a través de las generaciones dicte; uno tiene que aprender a hacerle oídos sordos a la iglesia y al papa de vez en cuando.

Y es un poco irónico que un vampiro diga cosa semejante. Supongo que es por lo mismo que los Inquisidores se molestan tanto con nosotros.

O quizás solo soy yo.

Las noches son mi vida; me muevo en ellas y deslizo cada parte de la oscuridad conmigo; pero los días son para descansar. Tristemente, en mi caso, no es extravagante ni anormal sufrir de insomnio un par de veces a la semana.

Hoy era uno de esos días de insomnio.

Tal vez bebí demasiado, tal vez el sexo no fue tan bueno, tal vez mi mente se esmeró exageradamente en recordar al cortesano de ojos esmeralda cuando el chiquillo moreno intentaba gemir más fuerte bajo mi cuerpo, tal vez, por esas cosas de la vida, no fue la mejor noche que tuve. Cualquiera que fuese  la razón—siempre hay un motivo para todo—solo de una cosa estaba seguro: Mis energías seguían intactas.

Para bien o para mal, me quedaba toda una tarde para gastar en sandeces que solo Saeda Mussttack, el Lord que asesinó a su padre vampiro, podría preferir. Y yo prefiero salir a caminar a los campos del sur del país a plena los del día con una sombrilla sujeta a la mano y arropado como un muñeco para que mi piel no estuviera expuesta al sol.

Una colina pequeña con un grupo de árboles aglutinados en ella se me antojaba tentadora; parecía tranquila y queda, también algo desolada, y adquiría un aire dulzón cuando la brisa se mecía sobre las flores regadas sobre el césped. Serpenteaban sobre el pasto en direcciones desiguales y salvajes, cosa típica de la madre naturaleza.

Quizás es por esa misma razón que me resulta encantadora.

Me aproximo con paso lento y calmado, notando que, a fin de cuentas, no estoy totalmente solo. Hay una muchacha, una chiquilla mulata y morena, sentada en el césped con la espalda apoyada sobre la corteza de un árbol cercano. No vestía de manera ostentosa ni contaba con una postura que irradiara elegancia ni porte digno, por lo que deduje que no pertenecía a una clase alta; por su color de piel y sus facciones debía ser alguien de otro continente y, además, una esclava.

Pero los esclavos no leen.

Me acerqué con cuidado y observé con curiosidad lo que hacía. Empeñada netamente en seguir con su lectura, no me molesté en esconder mi presencia; probablemente no me notaría hasta dentro de un rato.

De todas formas esperé a que lo hiciera.

Al fin y al cabo soy alguien que goza de la atención.