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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Christel Achenbach Mar Jul 15, 2014 12:25 pm

"Hay grandes hombres que hacen a todos los demás sentirse pequeños. Pero la verdadera grandeza consiste en hacer que todos se sientan grandes."
Charles Dickens

Las vocecitas de los niños le llegaban a los oídos desde la entrada principal. Podía escuchárselos reír, algunos cantaban siguiendo un juego, otros, simplemente, conversaban. La reja chirrió al abrirse, y algunos ojitos se dirigieron a las figuras ataviadas de negro que esperaban la apertura total para ingresar. De manera automática, asomaron las sonrisas en los pequeños, que corrieron al encuentro del contingente de religiosas que se hacía presente como cada miércoles. Entre ellas se destacaba Christel, más alta que la media de las mujeres, con su postura erguida más digna de una reina que de una mujer santa; con su mentón levantado que parecía exclamarle al mundo “¡aquí estoy! ¡Mírenme!”, pero con aquellos ojos claros y tristes, sin el brillo de la vida, sin las esperanzas que debería albergar el corazón de alguien normal. La Superiora llevaba una canasta entre sus manos, y se alejó para que las demás monjas saludaran a los nenes, que las rodeaban y les impedían continuar. Christel le ordenó al ayudante de la parroquia que ingresara el carro con las donaciones de ropa de cama, elementos de higiene, ropa y mantas que habían tejido en la Congregación. El hombre, solícito, entró, lo que ayudó a dispersar el ingreso. Una celadora saludó con formalidad a la rubia, que con la misma actitud le respondió. La monja sabía que ella no trataba bien a los pequeños, pero su posición era impotente, y se limitaba a mantenerse alejada y a no mostrar favoritismo por ninguno de los habitantes del Orfanato, pues podía oler la naturaleza de aquella mujer, podía ver la oscuridad de su alma, y no quería que nadie sufriera consecuencias. Rezaba por ella, para que Dios le diese piedad, mucho más no podía hacer, sin pruebas concretas. Era luchar contra algo más grande que ella, y prefería llevarle un día de alegría a esos niños, que desgastar sus energías en vanos intentos de cosas que sabía que no conseguiría, por más que su nombre tuviese una trayectoria.

Vio los rostros sucios, las prendas raídas, los cabellos duros de días que no eran lavados, las uñas largas, y se lamentó que aquel lugar albergara a tantos pequeños, que le era imposible, en un solo día, tomar las medidas de higiene necesaria. Ella y sus subordinadas lavaban, sacaban piojos y vestían, pero nunca era suficiente, y las semanas pasaban unas tras otras. En la caminata por el jardín delantero, reflexionaba sobre qué podía hacer para aliviar las cargas de aquellas espaldas de vértebras marcadas, de aquellos cuerpos delgados. La pobreza era el sinónimo de la insania del Estado, que nadie hiciera nada por la inocencia perdida de aquellas criaturas, era algo que le hervía la sangre. Sintió que tiraban de su hábito, y bajó la mirada para observar al pequeño Maurice, que tenía aquellos ojos negros tan hermosos, clavados en su rostro. Se acuclilló y con la punta de su atuendo, le limpió la nariz. Con los pulgares le quitó los restos de tierra que había en sus mejillas, y le dio una palmadita en la cabeza para que siguiera jugando. A medida que se adentraban, más niños se acercaban a saludarlas, y otros curioseaban el carro, y le hacían preguntas al trabajador.

Varias de sus subordinadas habían sido muchachas de buena cuna, que terminaron como religiosas por diversos motivos, algunas respondiendo a la llamada de Dios, otras a las exigencias de algún familiar. La primera vez que habían pisado aquel Orfanato, o el Hospital, o cualquier lugar donde la miseria humana latiese como un corazón enfermo, había podido observar sus muecas de lástima y de asco, y hasta había visto cómo algunas querían escapar. Chistel las había tomado del brazo y las había obligado a hacer las tareas más difíciles, como quitar piojos o curar heridas infectadas. En ese momento, las observó, y vio la naturalidad de sus gestos de cariño hacia aquellos infantes, y se sintió orgullosa de ellas. Ya no había un atisbo de los prejuicios iniciales, y notó que todas compartían la misma preocupación. Sintió unión en el grupo, comunión, lo que ella tanto deseaba construir con su trato severo y sus constantes enseñanzas. Si en ese momento Dios decidía que dejara el plano terrenal, se llevaría la satisfacción del debe cumplido, de que aquellas mujeres estaban seguras de su vocación, y sentían un amor devoto y profundo hacia el Señor, sin llegar a ser unas fanáticas. Su Congregación le henchía el pecho de honra, y si aquel fuera el ejército, les hubiera colocado una medalla a todas y cada una de las religiosas, que la acompañaban a diario. No podía olvidarse de las más ancianas, pero ellas formaban parte de otra época, y muchas se resistían a su autoridad, pese a que estaban más cerca de la muerte que de la vida, pese a los votos de humildad y pese a que debían respetarla. Subestimaban su juventud, a pesar de que Christel se sentía mucho más añeja que ellas, que aún conservaban bríos para quejarse y hacerle la vida más complicada.

Entraron al edificio y fueron recibidas por parte del personal, que ahuyentaban a los niños como si se tratasen de perros sarnosos. En pocos segundos, en el vestíbulo sólo había adultos, adultos responsables de la seguridad de decenas de internados, y el grupo de recién llegadas, que esperaban con incomodidad que su Superiora rompiera el silencio. Y así lo hizo, saludando a la encargada de turno, que le devolvió el apretón de manos y le agradeció la visita, meros actos de formalidad. Habían llegado para  la hora de la merienda, y en pocos minutos, todas las religiosas estaban dispersas por el comedor, ataviadas con delantales, sirviendo una leche mezclada con agua, poca azúcar, y entregando la porción de pan que le correspondía a cada uno. Tras los veinte minutos que se disponía para la comida, salieron al patio y los nenes fueron divididos en grupos, a cada uno le correspondían tres monjas que coordinaban juegos. Christel se sentó en un banco bajo un árbol, contemplativa de aquel cuadro. Todos parecían felices, como si las religiosas no vivieran en la completa soledad o anhelando, quizá, otro tipo de vida; como si aquellos infantes no hubieran sido abandonados o maltratados, como si dentro de aquella casona no fueran sometidos a desprecios o vejaciones. Y sintió plenitud, de poder llevarle alegría a aquellos pequeños al menos por unos instantes de su corta existencia. Abandonó sus pensamientos para dibujar una leve sonrisa en sus labios, una de sus subordinadas había caído al barro. La melodía de la risa de todos le sonó a un coro angelical.
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Mensaje por Invitado Miér Jul 23, 2014 4:14 pm


Corría, corría, volvía a correr. Me dolían los pulmones y tenía el vestido empapado de sudor, pero me daba igual. Yo corría. No paraba, no me detenía; no pausaba ni un momento y las voces atronadoras se hacían cada vez más altas. ¡Callad, callad!, exclamaba al viento, para recibir sólo carcajadas como respuesta. Iban a arrojarme a los brazos de la locura, ¡pilluelas locas!, y por eso yo estaba huyendo.

Huyes de la verdad, de la verdad de Timeus y nuestra.

Él, ¡él! Sí, huía de él. Huía de sus ojos hipnóticos y de su poder demasiado intenso, escapaba del psiquiátrico como tantas veces había hecho y siguiendo el mismo camino de siempre. No me pillarían, seguro que no. Daba igual cuánto me fuera, terminaba volviendo. ¿No se suponía que eso era lo que Timeus quería? Y a él le podía obedecer...

No es tu dueño, ¡no es tu maldito dueño! Nosotros lo somos.

Oh, ¡callad! Y los gritos volvían a empezar. Cada vez que pensaba en él, se me borraban las palabras de la cabeza por el ruido estruendoso de las voces que chillaban desesperadamente. Más alto, más rápido, más fuerte; lo hacía, pero no era consciente de lo que hacía, ni siquiera de por dónde iba. ¿Era de día? Sí, lo parecía. El sol me molestaba, así que me puse las manos como visera por encima de la frente y no me detuve. Más aún, hasta la extenuación. Siguiendo un camino que conocía, ¿o no conocía?

Te has perdido.

Pero me daba igual, porque correr era lo único que estaba en mi mano y podía hacer. Eso y hacerme daño, pero mis muñecas ya no tenían hueco para más cicatrices. Aquel vestido de muñeca no tenía nada que envidiarle a los de Scarlet, pero no ocultaba los sacrificios que había hecho a Robbie para apaciguarlo. De sangre, por supuesto. ¿Hay otro tipo de sacrificios? No. Al menos no que funcionen.

De lo contrario, querida, ya estarías con tu familia... ¿Qué van a pensar de ti Alessa y Joshua?

El corazón se me rompía cada vez que pensaba en ellos. Casi podía sentirlo estallar, ¡zas!, y clavarse sus pedazos en mi carne ya infectada y pútrida. Me relacionaba con cadáveres, ¿qué esperaba? Era tan pálida como ellos, a lo mejor si me convirtiera en vampiro me volvería invisible. Tendría que preguntarlo...

A Timeus.

No. A alguien más. Consciente de que iba en dirección a una zona de casas residenciales cambié el rumbo en una bifurcación, luego en otra, y después en una más. Cuando llegué a la cuarta cerré los ojos, me los tapé con las manos y giré y giré para no saber dónde estaba. Cuando estuve totalmente segura de que ignoraba mi destino me abalancé sobre un camino, guiada por ellos para que no me chocara contra un muro. Maldita fuera, no podía morir sin encontrarlos.

¿Y ni siquiera nos lo agradeces?

¿Cómo sería morir? A veces me lo planteaba. Me parecía como dormir, pero más definitivo. Ese momento del sueño cuando puede pasar lo que sea porque nadie lo escuchará, pero para siempre. O eso había oído. Hacía tanto tiempo que no dormía que mis ojeras estaban tatuadas a mi piel y ya no recordaba el sueño profundo de una noche sin despertarse por nada. O una cama cómoda y mullida en una habitación que no fuera blanca. Odiaba el blanco.

Pues has llegado al lugar menos adecuado...

Era cierto, la puerta era impoluta. No sabía dónde me encontraba, pero entré sin miedo, con ansias de llevármelo todo por delante. Acabé en un jardín, con varios niños que me miraron como miraba yo a Robbie. ¡Oh, no, no me tengáis miedo! No voy a... ¿Joshua? Lo veía, lo veía, juro que lo veía. Me acerqué al único niño que no tenía miedo y que me miraba con curiosidad. Tenía hambre, ¡estaba claro!, pero no se apartaba.

¿Qué demonios estás haciendo? Hiérelo, llévatelo, pero no te quedes aquí o te atraparán...

No podía moverme. Era Josh, ¡mi Josh! Pero ¿qué hacía allí? ¿Dónde era allí? ¿Qué era allí? Tenía demasiadas preguntas y ninguna respuesta. Me agaché frente al chico y lo cogí de la cara con los ojos muy abiertos. Era él. ¡Era él! ¿O no era él? Casi ni recordaba su cara. Pero sí, tenía que ser él. La bestia de Murphy me había quitado a mis hermanos sólo para dejarlos tirados en París. ¡No, villano!

– Joshua, tienes que venir conmigo, ¿sí?, tenemos que encontrar a Alessa... La necesitamos para volver a casa. – soné a galimatías, mezclando dos idiomas (uno me sonaba a casa y a mis padres, el otro era el que usaba siempre, francés), y él se asustó. ¡No, no!

Escucha sus gritos. Escúchalo decir que no es Joshua. Aprende de tu error y corre antes de que sea demasiado tarde.

Pero ya lo era. Dos mujeres vestidas de negro (¡cuervos!) me cogieron por los brazos y me separaron del niño. Estaba tan cansada que no pude desasirme, pero sí grité e intenté morder. Mucho, muy fuerte. Sin conseguirlo. Me volví un animal que sólo gritaba una palabra, un nombre: Joshua. Pero mis gritos eran ignorados.

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Mensaje por Christel Achenbach Lun Sep 15, 2014 12:18 am

Se había sumergido en sus reflexiones hasta la abstracción total. Las risas, los juegos, todos se habían callado para darle paso a su voz, que cavilaba constantemente, creando un inventario mental sobre todo lo que debía hacer en la semana, sobre las compras y menesteres para el convento, y organizar el viaje que la llevaría cerca de su familia. Había decidido, no hacía mucho tiempo, presentarse en el que otrora había sido su hogar, en el lejano Reino de Prusia. Era algo que la perturbaba, pero necesitaba conocer la suerte de sus padres, era una deuda que tenía con Dios, y consigo misma. Se había convencido de que era una manera de cerrar una etapa oscura, de que había arrancado todo el rencor que sentía hacia ellos, que había madurado y había convertido el odio en perdón. Había sido una empresa difícil, y si bien le provocaba un aleteo inusual en su corazón, los sentimientos que habían vegetado durante tantos años, debían extirparse. No quería llegar al ocaso de su vida con deudas tan importantes. Nunca más tuvo noticias ni de Frederik ni de Lastenia, habían optado por el silencio, y ella también. Sabía que, durante todos esos años, había estado acumulando palabras, preguntas, tantas que sabía que, llegado el momento, porque la naturaleza humana es así de controvertida, las olvidaría. Todas se borrarían una por una, para darle paso al temor; porque a pesar de lo curtida que estaba su alma, había cicatrices que permanecían latentes, como su espalda, surcada por las marcas del auto flagelo; éstas, eran sólo la exteriorización de los sacrificios que hacía y había tenido que hacer para llegar a donde estaba. Christel había hecho un círculo vicioso con todas sus emociones, que resultaban ser naturales, porque era una persona, no una figura inanimada, y se había dedicado a silenciarlas.

Fue violentamente exiliada de sus pensamientos por un revoleo del cual tardó en percatarse. Gritos, exclamaciones, llantos. Dio un salto de su cómoda posición y se lanzó a la carrera, abriéndose paso entre los niños y las religiosas, que no podían disimular su horror. Un alarido resaltaba entre el lloriqueo de los presentes. Alzó su vista y vio a una joven, fuera de sí, sostenida por dos de sus subordinadas, las más valerosas, ya que la muchacha parecía haber enloquecido. Christel analizó fríamente la situación y se acercó con paso lento. Pudo observar su aspecto, descuidado, su rostro pálido, desencajado y ojeroso. Sintió pena, una profunda pena por alguien tan joven –a leguas se notaba su corta edad- sumergido en tal estado de enajenación. Era una de las grandes injusticias que le había tocado presenciar. La extraña estaba fuera de sus cabales hacía mucho tiempo, no era un ataque repentino, algo que hubiese surgido en ese instante, una pequeña y temporal explosión, ¿qué males habían aquejado su vida para llevarla hacia aquel abismo? Cuando alguien perdía su alma, que era lo que producía la demencia, la religiosa no podía hacer más que elevar una plegaria para que, en el Reino de los Cielos, encontrase un camino que sosegase su corazón. Apoyó las manos en los hombros de la desconocida, intentando calmar su cuerpo, que se notaba exhausto.

Suéltenla —si había algo más horroroso que la locura, era estar sostenida de aquella forma violenta. Algo íntimo y secreto le decía que sería incapaz de hacerles daño a los niños, y rogó para que su instinto no se equivocara. —Traigan agua y comida —ordenó a una de las jóvenes monjas, que estaba petrificada. —Rápido —insistió, y la chica salió corriendo. Agradecía que las demás hermanas hubieran entendido que había que ir sacando a los niños de a poco, a paso lento, y todos los que las habían rodeado, se encontraban más y más lejos. — ¿Joshua vive aquí? —había logrado distinguir aquel nombre salir de sus labios desesperados. —Sh, déjenla —interrumpió cuando una de las religiosas intentó interrumpir para contar la historia. Con un gesto, señaló al niño que había sido confundido, y si bien Christel no había presenciado la escena, supuso que la muchacha creía que ese huérfano era Joshua. Apoyó sus manos en los hombros del nene, lo puso frente a ella, casi pegado a su cuerpo y con un mínimo apretón le indicó que no hablase. — ¿Él es Joshua? —preguntó con firmeza. —Obsérvalo bien, por favor, ¿él es Joshua? No debes temer si no es, todos podemos confundirnos, a cualquiera puede pasarle de ver en otros a alguien que queremos o que hemos perdido. —De eso, la Superiora sabía, y mucho. Hacía mucho tiempo que ya no veía a Bastian en los demás, pero siempre imaginaba su rostro, cómo hubiera sido de niño y de adolescente. En ocasiones, despertaba sudorosa, agitada y llorando, porque había soñado con las pocas ocasiones que había tenido para alimentarlo, y los peños le latían como si fuese a emanar la leche para darle de comer. Había sido mágico y también parte de otra vida. —Dime tu nombre, muchacha. El mío es Christel. ¿Hay algo que pueda hacer por ti? —la interrogación era en vano, y dudaba si ella tenía la capacidad para comprender sus palabras. Había modulado su voz y había moderado el tono, para que se notase la autoridad sin que se sintiera amenazada.
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Mensaje por Invitado Mar Sep 30, 2014 9:43 am

¿Era un ángel? Parecía un ángel. No como mi madre, pero sólo mi madre era como mi madre, ¡qué curioso! Además, mi madre estaba muerta. ¿Pero después había ido al cielo con los ángeles? Al infierno estaba segura de que no había ido; era demasiado buena. Pero era una hechicera, y la Iglesia... ¿Qué sabían ellos! Por mucha magia que tuviera era un ángel. ¿Lo era aquella mujer? Quizá, parecía serlo, era muy pura aunque vistiera de murciélago.

¿Te das cuenta de lo que has hecho, Alchemilla? ¡Mira, mira a ese niño!

Y lo hice, claro, sólo para darme cuenta de que no era mi hermano... Casi pude escuchar cómo se me rompía el corazón, casi. ¡Había estado tan segura! Pero resultaba que me había equivocado y ella, el ángel, tenía razón. ¡Estaba claro entonces que era un ángel! Pero ¿qué haría yo? ¿Cómo podría encontrarlo? ¡Pensaba que en aquel lugar...! Pero no, no aparecía nunca por ninguna parte, y me dolía el alma por eso.

– Alchemilla. – susurré al ángel. Christel. Sí, bueno, el ángel también era una manera de llamarla. ¿A quién le importaba? Todo parecía estúpido y sin sentido si Joshua ni estaba, y respecto a Alessa... Miré a mi alrededor, pero ella tampoco estaba. ¿Y si la veían las demás qué pensarían, que era una copia de mí cuando mi hermana era mucho más hermosa que yo? ¡Aunque fuéramos gemelas! Ella era buena, y yo...

– Mi nombre es Alchemilla. Él no es Joshua. – apenas dije, con un hilillo de voz que no me sonó ni a la mía. ¿Lo era? Lo dudé, pero enseguida me convencí de que no podía tratarse de otra cosa. No eran ellos... Los que escuchaba, quiero decir. Ellos no hablaban con mi voz ni aunque sonara tan flojita y tan mal. Ellos eran muchos hablando al unísono, un coro del Apocalipsis que entonaba un cántico que yo no quería repetir porque era el nombre de mi hermano (¡Joshua, Joshua!) una y otra vez entre risas. ¡Malditas risas! Odiaba que se rieran de mis desgracias.

Ah, pero Alchemilla, ¿cómo no nos vamos a reír? ¡Estás loca, loca, loca de atar y confundes a un niño cualquiera con tu carne de tu carne!

Me costaba respirar, pero lo intenté y la miré. ¿No tenía un halo? Me parecía que desbordaba y rebasaba luz, pero no estaba segura. ¿Era imaginación mía como lo había sido Joshua en ese niño o era verdad? ¡Lo dudaba! ¿Y si estaba loca? ¿Y si ellos tenían razón? ¡No quería ni pensarlo! Porque si estaba loca... ¿qué de mí era cierto? ¿Todo? ¿O nada? ¿Sería Robbie real o sólo...? No, era real. No podía imaginar cosas tan macabras.

Mira a tu alrededor, todo el mundo está pendiente de ti, y tú estás dando el maldito espectáculo. ¡Los tienes aterrorizados!

Pero ¿cómo podían sentir miedo de mí? ¡Eran niños, yo nunca los heriría! No, nunca. Estaba segura, de eso sí, siempre porque no era capaz. Y además, ¿cómo podría hacerlo estando... así? Se me había ido toda la fuerza, me sentía tan blanda como la gelatina que a veces me obligaban a comer en el psiquiátrico, y tenía la mirada perdida. Iba del ángel a los niños, buscando rostros parecidos a los que conocía o al menos familiares. Pero nada, no, no veía nada.

¿Qué quieres ver? No hay nada ni nadie para ti aquí.

– Quiero encontrar a mis hermanos, Joshua y Alessa. Él es... de la edad de ese niño, con el pelo rubio y los ojos azul oscuro. Ella es... como yo. Como si me mirara en un espejo. ¿Están aquí? Creía que... Ya no sé dónde buscar... – tenía que hacer esfuerzos para no hundirme, tenía que conseguirlo. Si no, ellos se reirían y no tendría manera de soportarlos, ¡no! Los mataría como siguieran riéndose así.

¿Cómo quieres que no nos riamos? Esto es estúpido y absurdo. Esa mujer te va a atrapar como lo hizo tu padre.

¡No, los ángeles eran buenos y no me atraparían! Ella era un ángel y tampoco lo haría, quería ayudarme, no empeorar mi búsqueda, ¿verdad? ¡Verdad? Me mordí el labio inferior y la miré, suplicante. No quería que interfiriera, quería que me ayudara. ¿Lo haría? ¡Dios, esperaba que lo hiciera! Pero ¿por qué confiar en ella? Y... ¿por qué no? ¡Qué hacer! ¡Qué dilema!
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Mensaje por Christel Achenbach Miér Oct 15, 2014 10:39 am

Con el corazón encogido de pena, pero con su rostro simulando la perturbación, Christel la estudió y escuchó con atención. Los hermosos y desencajados ojos de la muchacha la miraban, para luego posarse en los niños. Ella conocía aquella desesperación, pero había logrado mantener el eje y no dejarse llevar por la marea de sentimientos truncos y dolientes que la habían acongojado y devastado en aquel pasado que se convirtió en su propio infierno. Ella había conocido el castigo por la fornicación; la mano dura se había cerrado en torno a su garganta y la había asfixiado. La mujer se había levantado de sus propias cenizas, pero se había convertido en un Fénix apagado, triste y severo, que inspiraba respeto, cuando no temor. No maltrataba a las personas, eso iba en contra de los preceptos que defendía celosamente y para lo cual había sido preparada, pero no generaba vínculos con nadie, y sólo con algunos niños lo había conseguido, a pesar de que ellos la adoraban; quizá, en su inocencia y en su humildad, lograban ver en ella aquello que había muerto, conseguían vislumbrar el último hálito de luz que se desmembraba en su raído corazón. Sus sonrisas cuando la veían entrar a algún lugar, le entibiaban su existencia, pero al partir de los orfanatos, los hogares pobres, las cárceles, los hospitales, seguía cargando sobre su espalda el bloque de hielo gigante en forma de cruz.

Tienes un nombre muy hermoso. Alchemilla —repitió con excelente pronunciación. —Suena con mucha dulzura —reflexionó, ablandando el gesto. —En el jardín del convento donde vivo, hay algunas especies de alchemillas. Nacieron solas, entre unas piedras, y se han convertido en una ornamenta maravillosa. Deberías verlas —las subordinadas, que se mantenían en posición de defensa, ante un posible ataque de la joven, la observaban creyendo que la locura era contagiosa, y que la desconocida había embrujado a Christel con sus palabras. La rubia sabía lo que pensaban, a algunas no había logrado sacarles las creencias paganas que traían de sus lugares de origen, y ya podía escuchar lo que murmurarían hasta que un acontecimiento de aquel tipo, volviera a irrumpirles la rutina. —Es una lástima que él no sea Joshua. Ve, pequeño —le palmeó la cabeza, y el niño, que había demostrado más valor que las monjas, se alejó lentamente, no sin volver la vista a la chica que lo había confundido. <<Quizá…>> reflexionó la Superiora <<él está deseando que ella sea su familia. >>

Todos aquellos huérfanos, estaban esperando ansiosos la aparición de un mesías que los sacase de la vida de penurias a la que se habían visto sometidos. Muchos soñaban con ser adoptados por algún gran noble, que los colmase de regalos y atenciones; conocían historias de pequeños que habían corrido con aquella suerte, y ellos podían imaginarse los lujos que sólo veían en las calles, tras los vidrios de los restaurantes o escondidos en los grandes carruajes tirados por hermosos corceles que recorrían el empedrado parisino, alardeando sus cualidades, destilando el despilfarre de recursos que harían feliz a cientos de niños que vivían en los callejones o en situaciones de vulnerabilidad. Christel, en aquel pasado prometedor que había tenido, había disfrutado de los manjares del dinero, todo cuanto había querido le había sido otorgado; su educación había sido de las mejores de Europa, sus vestidos habían sido envidiados en cualquier corte del continente, su herencia había hecho que los hombres se batieran a duelo por colocar la sortija de casamiento en su mano. Y todo eso, de nada le había servido, porque lo que más había anhelado, se lo habían quitado.

Deberíamos revisar los papeles de la administración —le comentó. —Pero pareces cansada —se acercó a ella, muy lentamente, sus pies tardaban varios segundos en apoyarse en el suelo y volver a levantarse. —Debes comer algo, luego de que te alimentes, podremos echarle un vistazo al listado de niños. Quizá estén aquí, o quizás no; no puedo prometerte que los encontraremos, pero sí que lo intentaremos —la monja que había ido por comida y agua, llegó, agitada y con sus mejillas coloradas debido al nerviosismo y a la carrera que había hecho. —Gracias —por el rabillo del ojo, distinguió la figura de la celadora, que con sus brazos en jarra, observaba detenidamente la situación. A sus costados, había dos muchachos altos y fornidos, cada uno con un palo de considerables dimensiones entre sus manos, dispuestos a romperle los huesos a Alchemilla, si ella volvía a tener uno de sus brotes. Christel, con un gesto suave de su cabeza, les negó que se acercasen, sin embargo, allí no tenía jurisdicción alguna, y en un sitio regido por la anarquía y la corrupción, su palabra pesaba poco más que una pluma. Pero logró que se quedaran allí, expectantes, con sus ojos inyectados de violencia. —Nos sentaremos en aquel banco y comerás y beberás, ¿quieres? —se ubicó a su lado, de espaldas a los sabuesos que echaban espuma por la boca. —Yo iré contigo y me contarás algo sobre tus hermanos. Dos cabezas piensan mejor que una —la trataba con suma delicadeza, como si fuese un bebé. Hasta su voz, con aquel duro alemán que no había logrado arrancarse, se había dulcificado.
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Grandes esperanzas [Privado] Empty Re: Grandes esperanzas [Privado]

Mensaje por Invitado Dom Nov 30, 2014 2:05 pm

¡Las alchemillas no eran hermosas, eran peligrosas! Como yo, por eso me habían puesto ese nombre y no el de mi hermana, Alessa, Alessa, un nombre que sonaba hermoso y bueno y no como una rosa que tiene tantas espinas que es difícil ver los pétalos. ¡Las alchemillas hacían daño! Yo hacía daño, lo quisiera y no, y normalmente no lo quería, ¿no? Al menos no a niños inocentes ni tampoco a mis pobres hermanos, que mi padre tenía atrapados contra su voluntad y lejos de mí, de la pobre rosa con espinas.

¿Y quieres hacerle daño a ella?

¿A ella? ¿Quería herirla? No me había hecho nada, ¿no? Aún. Sí, es cierto, aún, pero ¿y si no me hacía nada? ¿Querría ayudarme en serio? Ella lo parecía querer, sí, pero el resto no. ¡Los veía con palos, intentando atacarme cuando les dieran la orden! Pero ¿permanecían quietos? Sí, ¿verdad? No como el niño que por un momento había sido Joshua para mí... Sin conocerlo quise hacerlo; deseé que él fuera mi hermano pero que sin serlo fuera algún otro que pudiera apreciar como a Josh. ¿Por qué? Oh, dioses, ¿por qué?

– Quiero... No recuerdo cuándo comí la última vez, pero creo que fue anoche. No estoy segura... A lo mejor fue antes. – respondí, encogiéndome de hombros para intentar quitarle importancia y, después, sentándome donde me había ordenado. Sumisa, calmada y tranquila, pero triste y confundida. ¿Era así como era o sólo como me sentía? Me sentía así de verdad, eso era cierto, pero lo demás... No sabía. Había tanto que no sabía que era abrumador.

Con lo que ignoras, Alchemilla, pueden escribirse varios cientos de libros.

¡Eso era cierto! Pero me daba igual, porque de todo lo que no sabía a mí sólo me interesaba una cosa (bueno, dos): mis hermanos Alessa y Josh. Lo demás, me daba igual. O no, también quería saber dónde estaba Murphy para aniquilarlo, pero eso a la monja no le importaba, ¿no? ¡No podía querer saberlo todo! Además, si le decía que quería matar a mi padre ella me aniquilaría a mí, y eso no podía permitirlo. O quizá ella no, pero sus matones con palos sí. Los odiaba, y ni siquiera los conocía. Qué curioso.

¿Curioso? No, pequeña; en ti, eso es lo normal.

Pero si yo ni siquiera era normal... ¿Qué demonios! Ya no comprendía, así que le di un mordico al mendrugo de pan que me había dado y descubrí, no sin cierta sorpresa, que tenía hambre de verdad... A lo mejor hacía más que no comía. O a lo mejor no, era posible que simplemente tuviera uno de esos días que comieras lo que comieras siempre terminabas queriendo comer. Y beber... Oh, y beber. Me abalancé sobre el agua y bebí hasta hartarme, hasta que las gotas de agua se me cayeron de los labios cerrados y secos. Así mejor.

– Josh es como de esta altura. – hice una señal en el aire más o menos donde quedaría la cabeza de mi hermano si lo tuviera delante y apreté la mandíbula para no gritarle al niño que volviera, que me había equivocado, que él era Josh. No lo era. Pero yo sí era Alchemilla y lo encontraría. – Y Alessa es como yo, somos gemelas, y a la gente de la aldea no les gustaba nada porque decían que éramos hijas del diablo, y hechiceras, y que arderíamos en la hoguera... – me detuve cuando sentí un escalofrío provocado por los recuerdos.

¡Calla, insensata, no debes contarle tantas cosas de ti!

¿Por qué? ¿Qué importaba? ¡Era cierto! Yo a veces mentía, pero a ella no porque si lo hacía no me iba a poder ayudar a buscar a mis hermanos, que era lo que yo más quería en todo el mundo conocido y sin conocer. ¿Habría mundo sin conocer? Seguro que sí, porque no se me ocurría otro sitio donde Josh y Alessa pudieran esconderse de mí durante tanto tiempo ¡por culpa de Murphy! Aquel engendro... Oh. ¡Oh! Debía decirle quién era él... ¿No?

Quién es, eso sí; qué ha hecho, no... Es tu venganza, Alchemilla, no la suya.

– El apellido de todos nosotros es Pendleton porque es el de mi padre. Se llama Murphy. Pero yo prefiero el apellido de mi madre... Ella murió. Pero yo la recuerdo mucho y la llevo aquí. – añadí, e hice un gesto a la altura de mi corazón que no dejaba lugar a dudas. Cuánto echaba de menos a mi madre... Con ella, Murphy no habría destrozado nuestra familia como lo había hecho.
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Mensaje por Christel Achenbach Jue Ene 29, 2015 11:02 pm

En momentos álgidos como aquel, Christel agradecía haber recibido un profundo entrenamiento espiritual. Una mujer de su posición, que tenía a cargo la vocación y tarea religiosa de muchas jóvenes, que llevaba la gran responsabilidad de manejar el dinero del convento, las donaciones, las obras de caridad, debía conservar el temple y no dejarse avasallar ante el primer problema o ante el primer obstáculo. A lo largo de su vida, le había tocado tratar con toda clase de personas, desde los más poderosos, hasta los peores rufianes en sus visitas a las cárceles. Era el tipo de fémina que no se dejaba avasallar, ni siquiera ante los hombres. En más de una ocasión se le había ordenado que bajase la cabeza, pero su orgullo era lo único que no había logrado dejar de lado, a pesar de las constantes reprimendas de sus superiores, de los castigos que había recibido merecidamente, y de sus oraciones rogándole a Dios que la ayudase a ser más humilde de corazón; pero no había nacido con aquella cualidad y, difícilmente, la iba adquirir en la adultez. Sin embargo, sabía que en el único momento que había necesitado de su fuerte carácter, había vacilado y lo había perdido todo. <<Pero gané a Dios>> se consolaba con sinceridad.

Debes recordar alimentarte bien, Alchemilla —le aconsejó. —Si no comes, ni te cuidas, no tendrás la fuerza suficiente para encontrar a tus hermanos, y mucho menos para disfrutarlos.

Ella misma, cuando perdió su gran tesoro, se había declarado en huelga de hambre. Había llegado a tal estado, que alucinaba. Ese pequeño recuerdo, le hizo pensar si la muchacha no había creado a sus hermanos en su mente, si no eran más que seres de su imaginación, que la atormentaban al desaparecer. Sin embargo, la turbación de la joven parecía tan sincera, que la religiosa intentó abandonar aquel pensamiento, y tener fe en sus palabras; no había motivos para no creerle. Y si ella y tantos otros creían en un ser superior al cual no veían ni tocaban, debía hacerle honor a su trabajo como servidora de Él, y confiar en lo que Alchemilla decía. Al fin de cuentas, con la duda no iba a conseguir más que alterarla nuevamente, y Dios era testigo de lo complicado que había sido que se tranquilizara.

¡Qué ignorante suele ser la gente, muchacha! —exclamó, haciéndose la señal de la cruz cuando la joven contó por lo que había pasado. —Todos somos creación de Dios, y que tu y Alessa sean gemelas, no significa que sean hijas de Satanás —aseguró, completamente convencida. —No debes dejar que esos pensamientos te impidan continuar. Debes convencerte de que tú, Alessa y Josh, son hijos de Dios, y Él hará que ustedes vuelvan a estar juntos. Ten fe.

No era la primera vez que escuchaba algo semejante, y le avergonzaba que existieran quienes se llenaban la boca hablando de religión y cristiandad, fueran los primeros en condenar. Christel jamás estaría a favor del trato inhumano, a pesar de la dureza de su personalidad y de lo estricta que era con sus subordinadas y consigo misma. El Día del Juicio todos, absolutamente todos, pues nadie se salvaba de él, tendrían que rendir cuentas por sus pecados, y allí no habría poder más grande que el de Dios.

Debemos buscarlos por el apellido Pendleton —decidió no indagar en cuestiones tan personales, pero intuía que su padre no había sido ejemplar. Sintió una gran ternura cuando Alchemilla se tocó el corazón, en señal del sitio donde recordaba a su madre. Ella también atesoraba allí a su hijo, y siempre estaría acurrucado en lo profundo de su pecho, abarcándola enteramente. Seguramente, de estar vivo, él no tendría la misma sensación de extrañarla y necesitarla de una forma tan irracional, pero procuraba enviarle sus oraciones, para que lo protegieran, estuviese donde estuviese. —Tu madre siempre estará en tu corazón. Rezaré por ella, para que te guíe en ésta búsqueda y reúnas pronto a tus hermanos —guardó silencio unos segundos, con un gesto reflexivo que le endureció las facciones. — ¿Cuándo fue la última vez que estuviste con ellos? ¿Recuerdas el último contacto? Debemos saber por dónde empezar a buscar, Francia es muy grande y la burocracia está maldita —la última palabra la susurró, no sería bien visto que ella utilizase aquel vocabulario, pero no encontraba otra forma de denominar los trámites interminables que había instalado el sistema político, para terminar convirtiendo a todos en anónimos, en simples números que se perdían cuando eran pobres y los recursos no alcanzaban para agilizar algo simple. Rogó que Dios le diese la lucidez para colaborar con el alma atormentada de Alchemilla.
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Mensaje por Invitado Jue Feb 19, 2015 11:32 am

Si no éramos hijas del Diablo, ¿quién demonios era mi padre? Bueno, ese hombre. Mi padre habría sido bueno; ese hombre no lo era, no, no, había sido cruel al apartarme de ellos y llevárselo. ¡Seguro que era Satanás! ¿O era Lucifer? Los confundía, siempre lo había hecho. ¿Por qué la gente llamaba con tantos nombres a las cosas? ¡No me gustaba, confundía mucho a quien intentaba entender! Y yo lo intentaba, de verdad que sí, pero no lo lograba. Era complicado.

Tal vez entonces debas escuchar.

Pero ¿a quién? ¿A vosotros, a ella, a mí? ¿A todos o a ninguno?  Os contradecís, y yo no ayudo a decidir, ¿quién tiene razón? Yo ya no sabía qué creer. Pero eso era algo normal en mí; llevaba mucho confundida y sin saber lo que hacer, cuando yo solamente quería a mis hermanos. ¿Tanto pedía? De verdad, ¿era mucho anhelar a mi familia? ¿Lo era? ¿Eh, eh, eh? ¿Alguien?

Cállate, imbécil.

Bajé la mirada y asentí, ausente, a las palabras de la monja. ¿Cuál sería su rango? Bueno, daba igual, era importante: eso lo sabía. Era una de las pocas cosas de las que sí estaba segura. Porque su hábito me lo decía; si no, seguramente lo ignoraría. Donde yo había nacido... Bueno, en Francia sí había monjas, ¡claro! Pero en el reino noruego no, ¿no? Creía que no, y que eran seguidores de Lutero, pero no lo recordaba. O no lo sabía.

Si ignoras tu pasado y olvidas tu presente, ¿cómo demonios vas a dirigirte hacia tu futuro?

Quise llorar y a la vez gritar de frustración, pero no lo hice. Lo que sí hice fue apretar los puños sin que la monja lo notara, porque aún la escuchaba, claro, igual que escuchaba a quienes no dejaban de hablarme, gritarme, insultarme, torturarme: acompañarme. Por siempre jamás, y ¿desde siempre? Bueno, no, en realidad antes habían sido Alessa y Josh... Los prefería a ellos. ¡Ya estaba, lo había dicho en voz alta, demonios!

No, pequeña, lo has pensado, pero lo hemos oído.

¡Pues claro que lo habían oído! Nada era secreto para ellos, siempre escuchaban de forma sibilina como los lagartos y los búhos, ¡como los murciélagos! Los imaginaba colgados cabeza abajo y mirando con esos ojillos negros, bolas colgando del techo sin que se vea bien de dónde se agarran. ¿Cómo lo harían? Eran bonitos. Pero eso sí que lo sabía.

– Fue hace... ¿unos meses, un año? Un año y medio, creo, como mucho. Vivíamos en una aldea cerca de París, por la zona de Versalles, ¡pero no en el palacio! No, el palacio era demasiado elegante. Y allí vivían los reyes, nosotros no éramos reyes, sólo éramos un poco noruegos. – murmuré, apretando los pliegues que hacía la ropa en mi regazo y estrechando y abriendo, estrechando y abriendo la tela que quedaba hecha un poco más guiñapo cuando yo terminaba con ella.

Estás contándole demasiado.

Pero ¿qué importaba si ella podía ayudar? Porque podía, estaba convencida, y si no lo entendería. Aunque ¿encontraría la aldea? Yo la había abandonado porque mi padre... Espera, ¿porque mi madre...? ¿Qué había pasado? ¿Por qué me había ido? ¿Por qué? ¿Cómo podía no recordar algo así? Porque no sabía ni si era cierto lo que veía en mi mente, así que cerré los ojos con fuerza para concentrarme. Mucho.

– ¿Cómo se reza? Nunca me enseñaron. Alessa y yo lo intentábamos cuando no teníamos comida, le pedíamos a cualquiera que nos enseñaba que nos ayudara a que las cosas fueran mejor. Pero no lo fueron. No se puede tener fe cuando nadie te escucha. ¿Cómo lo haces tú? ¿Te escuchan? – ladeé la cabeza y abrí los ojos de golpe, aunque me dolió un poco por la luz. Nunca me había ido bien el sol; me quemaba la piel y me hacía llorar. El sol era cruel porque el mundo lo era.

¿Y nosotros?

Vosotros sois los más crueles de todos.
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Mensaje por Christel Achenbach Lun Abr 20, 2015 10:48 pm

Noruega. ¡Qué lejanía! Christel se preguntó qué había llevado a una familia con tres niños a recorrer tamaña distancia para instalarse en una zona casi marginal como lo eran las afueras de Versalles. Pensó en las guerras, la hambruna y la miseria que se vivía en la mayor parte de Europa. Recordó su propia infancia, repleta de los lujos que su familia encumbrada podía darle, y en que nunca había volteado, si quiera por un instante, la vista para observar la pobreza que la rodeaba. A pocas millas de la residencia en la que vivía en su Prusia natal, la gente moría de hambre y por enfermedades que a los ricos ni siquiera los rozaban. Una sola vez se vio obligada a pasar por una zona lindante y, recordó con pesar, cómo ella y su madre, dentro de su carruaje cómodo, caliente y mullido, se llevaron un pañuelo perfumado con lavanda a la nariz, hasta que dejaron atrás la enajenación del pueblo. Luego, en los meses de reclusión dentro de colegio pupilo, la palabra “pobreza” sólo se utilizaba para el alma, y se había criado alejada de la realidad. La nitidez del rostro pétreo de su madre la golpeó suavemente, y recordó la propia imagen reflejada en un espejo, y los rasgos eran innegables.

Una oleada de ternura la acometió cuando Alchemilla le preguntó cómo se rezaba, y se permitió estudiarla abiertamente, pendiente de sus gestos y los cambios que se activaban en su rostro con cada frase. Tenía una nariz pequeña, una piel blanquísima, como pocas veces había visto, y unos ojos maravillosamente tristes. La reflexión de una mente tan atormentada la sumió en un mutismo para nada incómodo, debía ir con pie de plomo, y sabía que cualquier palabra que pronunciase podría quebrar a la muchacha. Su mente era tan débil que le costaba encontrar las frases acertadas, estaba acostumbrada a tratar con dureza a sus subordinadas, a ser exigente y demandante con ellas, a prepararlas para las dificultades y los sacrificios que la vida religiosa imponían; les daba las herramientas para superar las crisis, pues era algo propio del ser humano, estaba en la propia naturaleza la duda, y si bien ella no se permitía flaquear, sabía que cualquiera de las monjas que tenía a su cargo no estaban exentas de ellos. La espalda de Christel era testigo de las ocasiones en que luchaba contra sus propios sentimientos; las laceraciones eran tantas que ya habían terminado por deformarle la piel desde los hombros hasta la parte baja de la cintura.

Se reza con el corazón —fue lo primero que se le ocurrió. —Se reza con todo el poder del que te crees capaz. A mi Dios me escucha, o eso quiero creer, pues no llevaría ésta vida dedicada a Él de no ser así —dijo con suavidad, antes de ponerse de pie. —Vamos, aquí tienen una pequeña capilla, te enseñaré a rezar —la tomó con total delicadeza del codo para ayudarla a levantarse.

La guió a través del parque hasta la parte posterior del Orfanato, donde una precaria casita oficiaba de capilla. La puerta emitió un quejido cuando la abrió, y le costó acostumbrarse a la oscuridad del interior, a duras penas surcada por la escasa luz que entraba por los ventanucos. Se notaba que hacía mucho que no se utilizaba, y lamentó que así fuera. Se alejó de Alchemilla y se acercó al altar, donde un cirio cubierto de polvo y telas de arañas se mantenía incólume al paso del tiempo. De la diminuta bolsa que colgaba del cordón con que ataba su hábito a la cadera, tomó unos cerrillos y tras varios intentos, logró encenderlo. La tenue y amarillenta iluminación bastó para que la imagen de Jesús sacrificado apareciese frente a los ojos de Christel, que se persignó con solemnidad. Volteó y se sentó en el primer asiento que, al igual que la puerta, chirrió.

Acércate —le susurró. —Aquí, además de orar, estaremos alejadas de las miradas hostiles. ¿No te sientes mejor? ¿No te da paz la soledad? Aquí nadie te observa, sólo están los ojos de nuestro Señor, que nos contemplan con su profundo amor y con su misericordia infinita. Entrégale tu corazón a Él, Alchemilla… —habló en voz muy baja, y la gravedad de su tono no incomodó a las paredes, que devolvían el sonido a modo de un eco sutil.
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Mensaje por Invitado Lun Jul 06, 2015 11:42 am

¿Cómo se rezaba con el corazón? ¿Se arrancaba y se ofrecía al aire a la espera de que lo que estaba siempre ahí pero nunca se veía escuchara y aceptara el desafío? Sonaba razonable, pero ¿entonces no se moría? Y si se moría no se podía rezar, claro. La solución sería conseguir el corazón de otro, pero entonces ¿qué diferenciaba a Dios del conejo Robbie? ¡Nada! Ambos querían sacrificios, aunque Robbie los quería de carne y Dios... No estaba muy segura. Nunca había escuchado demasiado en los sermones de la iglesia.

Tal vez deberías, Alchemilla, porque te está llevando a un lugar oscuro a que “reces” cuando ni siquiera sabes bien cómo.

¿Iría a hacerme algo! Recordaba las historias que los otros niños decían de cuando el cura quería verlos solos, y no quería protagonizar ninguna porque entonces me defendería a arañazos y las otras monjas acudirían a golpearme por haber hecho daño a la Superiora. ¡Como si yo no contara! Porque sólo lo hacía para mí y para la monja que me estaba conduciendo aunque aún no sabía si era bueno o para algo bueno y...

Basta. Calla, niña estúpida, y prepárate para lo que va a venir ahora.

– Pero aquí nadie me está mirando, sólo tú. Nadie puede ver porque hay paredes y no hay ningún agujero en el techo para que desde el Cielo se pueda ver algo, y se dice que Dios vive allí arriba, ¿no? En el Cielo. Porque es Lucifer quien vive en el Infierno por ser expulsado por arrogancia del Paraíso... ¿Verdad? ¿Y entonces el resto dónde encaja? – hablé por los codos, con curiosidad, y con la mirada siguiendo el baile de la luz de la llamita para evitar mirarla a ella.

Eso, eso, ¡a ella ni la mires! A los animales, si los miras a los ojos, consigues enfadarlos. ¡Imagina lo que conseguirías si la enfadaras a ella cuando nadie os ve!

¿Por qué existía semejante miedo? Sólo nos acompañaban las arañas, estaba segura de que si la empujaba y dejaba que su pelo se llenara de arácnidos se asustaría lo suficiente para intentar huir. ¡Al menos con Alessa eso siempre había funcionado! Pero Alessa se asustaba fácilmente, Josh y yo siempre lo decíamos y nos metíamos con ella, pero yo dejaba de estar del lado de Josh cuando la tiraba del pelo porque eso hacía mucho daño y no me gustaba, lo sentía yo como lo debía de sentir ella.

– No hay ningún ojo aquí aparte del tuyo y del mío. Bueno, y del de... No sé cuál es su nombre. Pero hay un espíritu aquí flotando, creo que es alguien que se colgó de allí y se golpeó con esa cruz. – señalé primero a la pared y después al crucifijo, donde no había manchas de sangre porque estaban limpias pero que yo sabía, ¡lo sabía de verdad!, las había tenido alguna vez.

Eso no es cosa nuestra, Alchemilla, no tenemos nada que ver. Lo estás viendo tú sola y por ti misma. Esto es real.

Y sentí un escalofrío por esa realidad. Sentí que la llama me estaba dando más frío que calor y que bailaba al son de las palabras de un muerto que sólo yo podía escuchar y que me pedía que nos fuéramos de allí, sin pedirlo porque ¡lo ordenaba! Como solían hacer los muertos, ¿no? Eso había leído en el grimorio de mamá hacía ya tiempo, pero nunca lo había llegado a saber bien. ¿Ver muertos era algo que sabía hacer porque era hija de mi madre o porque mi nombre era Alchemilla y se me daba bien ese tipo de cosas? Esa pregunta ni siquiera la monja podría respondérmela, ¿verdad?

¿No te resulta fascinante la opinión que tendrá ella sobre los espíritus que vuelven porque no encuentran el descanso?

A decir verdad, ¡así era! ¿Dónde se encontrarían? ¿Serían parte de algo más grande o tejidos de vida que ni la muerte había podido destruir? Me los imaginaba como jirones porque la Muerte tiene una gran guadaña y, claro, las guadañas cortan, ¡todo el mundo lo sabe! Aunque yo sabía cómo se cortaban las malas hierbas y el trigo, no la carne o el alma de un cuerpo humano. ¿Le dolería a la Muerte o le daría igual?

– Los fantasmas pertenecen al Infierno. O al Cielo. ¿O quizás al Purgatorio? Nunca me lo enseñaron. ¿Crees en ellos? Están vivos. Bueno, no, porque son fantasmas, pero tampoco están muertos, ¿a que no? – le pregunté, ladeando la cabeza y mirándola a los ojos. Sólo que con la luz de la llama y lo pálida que estaba, el único muerto que parecía que había era yo, o eso era lo que ellos tan amablemente me habían recordado. ¡Gracias!
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Mensaje por Christel Achenbach Lun Sep 07, 2015 1:08 am

¡Qué criatura atormentada! La religiosa descubrió con pesar que Alchemilla no era una simple humana como ella. <<Nos quemarían vivas a las dos aquí mismo si nos descubren. >> lucubró, no con miedo, sino con rabia. En su larga vida como religiosa, había tenido la oportunidad de encontrarse con seres que habían recibido de Dios dones que el común de los mortales no. La Iglesia, desde hacía demasiado tiempo, se había empeñado en plantar la semilla del odio hacia aquello que no podía explicar. A las brujas o hechiceros –a los que cazaban como a cualquiera bestia- los había parido el demonio, en su pensamiento absurdo. Christel, en más de una ocasión, dado su rango y su discreción, había sido convocada por el Santo Oficia para cuidar de aquellos torturados que, aún soportando los tormentos, se negaban a hablar. Eran curaciones ínfimas, nada podía hacer ante un dedo amputado, una lengua cortada u orejas arrancadas de cuajo; sin embargo, había descubierto que esos seres, así como ella y como cualquier humano, sentían, sufrían y padecían. Una sola vez intentó intervenir a favor de una hechicera, y eso le costó un interrogatorio ante la posibilidad de que ella también lo fuese. Quizá porque había visto arder a esa jovencita de cabellos oscuros y ojos de cielo, es que se había visto en la necesidad de proteger a Alchemilla: el parecido era inapelable.

Dios no sólo está en el Cielo, pequeña. Así como Satanás —se persignó al nombrarlo— tampoco está sólo en el Infierno. A Dios lo encontramos en todos lados, es omnipresente —de pronto, se sintió en las antiguas clases de catequesis que daba a niños cuando se encontraba en el noviciado— y todopoderoso. Él vive en el corazón de todos, no importa cuál sea su origen, Dios está allí —hablaba con seguridad, y a pesar de ser una mujer moderada, podía notarse la pasión y la devoción en el brillo de sus ojos. —Puedes rezar en una Iglesia, en tu habitación, al aire libre, dentro de una cueva, no importa si no hay agujeros o ventanas, porque a Él no le hace falta algo tangible para verte y escucharte. Y Lucifer —nuevamente se hizo la señal de la Cruz— está en aquellos lugares donde se rechaza a Dios, en los corazones que se niegan a aceptar la gracia de nuestro Señor. También está en todos lados, a la espera de aprovecharse de la debilidad de las personas. Pero, a diferencia de Dios, el demonio no puede penetrar donde hay un alma repleta de fe; Dios sí puede llegar a un corazón repleto de odio.

Miró hacia el sitio que Alchemilla le había señalado como aquel donde alguien se había colgado. No le parecía para nada extraño; los orfanatos eran lugares crueles, los niños y adolescentes eran abandonados a su suerte, crecían mal alimentados, sin cariño y desesperanzados. Que se hubiera enterado, en el último tiempo, ningún muchacho o muchacha se había suicidado, quizá podía ser el espíritu de un tiempo anterior. A pesar de que lo correcto hubiera sido negar la presencia de las almas en pena, no tenía sentido. La propia Christel había sido testigo de situaciones que no tendrían una explicación fáctica; en más de una ocasión se había enterado de exorcismos, y no olvidaría nunca a la monja que se llevaron atada en posiciones imposibles para un ser humano y que nunca más volvió a ver. Aún era muy joven, ni siquiera había tomado los hábitos, se encontraba pupila y no faltaba mucho para el fin del ciclo y poder volver a su hogar. Durante dos noches, escucharon a una dulce religiosa gritar en un idioma incomprensible y golpear paredes, romper muebles e insultar en una lengua que sí podían distinguir. Christel, junto a otras amigas, se había escabullido cuando una comitiva del Vaticano llegó y se encerró en la habitación con la joven. Había distinguido otro idioma –que, en la adultez y su carrera religiosa había identificado con el arameo- en otra voz, y, posteriormente, los gritos habían cesado. Luego, habían salido llevando a la monja en una camilla, con su cuerpo completamente doblado y el rostro desfigurado.

Son almas que no han encontrado el camino hacia la luz —se apresuró a responder. —Su muerte violenta e intempestiva, no les permite abandonar el mundo terrenal, aunque ya no pertenezcan a él —volvió a entrelazar sus dedos, como si estuviese orando. —Si Dios te ha regalado el don de poder verlo y escucharlo, debes decirle que se vaya, que ya no tiene nada que hacer aquí, debes decirle que rezaremos por su alma, para que ésta se eleve y encuentre el descanso eterno —le parecía extraña la situación de pedirle a esa atormentada muchacha que mediara con un espíritu, que bien podía ser una creación de su mente. Sin embargo, Christel no podía evitar creer todas y cada una de las palabras que Alchemilla decía, y jamás la credulidad formó parte de su personalidad.
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Mensaje por Invitado Lun Nov 02, 2015 6:23 am

El demonio existe, Alchemilla, pero ¿se llama Lucifer? ¿O su nombre es otro?

Me mordí el labio y la escuché, de verdad, lo hacía, aunque ellos quisieran atraer mi atención. Tenía problemas para entender algunas cosas (¿fe? ¿Eso cómo se sentía?), y aun así intentaba escuchar y aprender de ella, que parecía amable y sabia aunque no tuviera la menor idea de lo que quería decirme. ¿Satanás? ¿Dios? ¿Lucifer? ¿Yahvé? No lo comprendía, se me mezclaban cosas que sabía con cosas que estaba oyéndole decir a ella y… ¡no! No tenía sentido. Pero no la quería interrumpir; eso habría sido de muy mala educación.

¿Desde cuándo te importa la educación, Alchemilla? ¿A ti, que te metes en casas ajenas porque puedes y sin disculparte nunca por lo que haces? No, la educación no es tu fuerte, no te escudes en ella ahora.

Pues… no sé. ¿Me interesa? Educación, sí, me la habían inculcado, el maldito Murphy y mi madre. Ella era lo más parecido a un Dios que conocía, pero había muerto y eso se suponía que Dios no lo hacía, ¿no? Además, ella usaba magia… La misma magia que luego había aprendido yo que tenía y que también utilizaba, en su memoria por supuesto. ¿Cómo si no iba a atreverme a hacerlo?

Pues muy fácil, Alchemilla, porque nosotros te lo decimos. ¿Qué crees que somos, Dios o el demonio?

¡Era cierto, ellos podían ser ambas cosas! Intenté reflexionar, pero la mente se me iba de un pensamiento a otro demasiado rápido, no podía ni siquiera seguirlos con el rabillo del ojo, y me empezaba a doler la cabeza como me dolía todo el cuerpo. ¿Por qué? Ya ni siquiera lo recordaba. ¿Me había golpeado? Había corrido, sí, pero no era cansancio, de eso estaba casi segura. ¿Agujetas? Porque se me clavaba en los músculos como agujas… Oh, bueno, eso eran mis uñas en las palmas de mis manos.

– Grito que paren y que se vayan, grito con la boca y con la cabeza, pero no se van, siguen ahí hablándome, susurrándome al oído y diciéndome que haga cosas que no siempre quiero hacer, pero que algunas veces sí. ¿Eso es real? – pregunté, con los ojos muy abiertos, casi sin parpadear y ladeando la cabeza a medida que iba hablando y diciendo cada una de las palabras que le había susurrado, casi, porque apenas había alzado la voz. No era necesario, ¿a que no?

No, Alchemilla, ella te ha escuchado a la perfección.

Pues claro. Su expresión lo decía, y me hacía pararme a pensar durante un momento cuál sería la mía. ¿Cómo sería mirarme en un espejo? Hacía tiempo que no lo hacía. Y cuando miraba, solía romperlos en mil pedazos de un puñetazo y quedarme con los cristales para poder hacerle ofrendas de sangre al conejo Robbie. ¿Cómo interpretaría ella al conejo loco que también me perseguía? ¿Vería su boca llena de sangre y su tamaño de hombre adulto o también pensaría que era un regalo de Dios?

Robbie no es un regalo…

¡Ya lo sé! Pero Scarlet sí que lo es, ella está conmigo hasta cuando no la tengo cerca, me hace querer agarrarla y estrecharla y apretarla hasta que el trapo se vuelve áspero y tengo que soltarlo. Pobre Scarlet, su piel es dura y rígida, no vale para que la acaricien y aun así yo lo hago, ¡como si abrazara a un puercoespín!

– Pero no es un don. De Dios, al menos. En todo caso es un don del demonio, porque sólo lleva al dolor y al sufrimiento y a la muerte. Y ¿no se supone que eso es el demonio? ¿Todo lo malo mientras que Dios es todo lo bueno? Pero es curioso, porque el demonio empezó siendo un ángel, y además un ángel hermoso y valorado por Dios. ¿Que Dios cambiara de idea lo hizo así? ¿Qué Dios lo expulsara me ha condenado a mí a ver a gente que ha muerto y que me quiere matar? – reflexioné, apretando las manos en sendos puños sobre mi regazo y mirándola.

Dios, el demonio, todas esas cosas que me habían enseñado hacía años ya no tenían sentido para mí pero yo intentaba aprehenderlas, ¡de verdad que sí! Ellos daban fe, fueran de Dios o del demonio, ya no lo sabía y ni siquiera me importaba. La mayor parte del tiempo, al menos; cuando no me pedían que matara gente, desde luego. Aunque si era para conseguir mis objetivos lo haría, como siempre.

¿Hasta si tienes que matarla a ella…?

Qui... ¿zá?
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Mensaje por Christel Achenbach Sáb Dic 26, 2015 11:29 pm

Si bien Christel, basada en su experiencia, había sacado conclusiones sobre el estado mental de Alchemilla, cuando habló de voces que le ordenaban hacer cosas que ella no deseaba, sufrió un instante de estupor. Gracias a su vocación, había tenido la oportunidad de codearse con todo tipo de personas; como religiosa había hecho trabajo voluntario y benéfico, además de que visitaban periódicamente el sanatorio mental, donde le gustaba embeberse de los diversos diagnósticos. Sentía una gran responsabilidad por su profesión, que la obligaba a estar en contacto permanente con gente de lo más variopinta, y era por ello que intentaba instruirse en cuestiones de salud, tanto física como mental. Solía prestar apoyo espiritual a los desahuciados y a sus propias subordinadas, que en momentos de crisis y de duda, iban en busca de ella para volver a encontrar la fuerza para seguir. Con las monjas era rígida, pero había aprendido a ser un soporte para sus carreras; la vida que llevaban no era fácil, y había muchas jóvenes de alta alcurnia a las que les costaba adaptarse a los votos de humildad y pobreza. No tenían carencias, pero tampoco lujos. Sabían que debían despojarse de bienes materiales antes de ingresar, y muchas lo hacían en contra de su voluntad, por lo que encaminarlas demandaba un esfuerzo aún mayor.

Lo real, Alchemilla, es el miedo. No puedo imaginar lo que es vivir con eso, debe ser insoportable, y entiendo que puede generarte temor. Sin embargo, si les permites acceder a tus miedos, es allí donde ganan la batalla —Christel estaba verdaderamente desconcertada ante aquellas confesiones. Sabía de casos similares, aunque nunca se había topado con uno semejante. Lo que correspondía, era engatusarla para, finalmente, llevarla con un especialista, pero intuyó que aquello sería contraproducente. Además, quebraría la frágil confianza que había generado en la joven. Sería lógico que Alchemilla se sintiera traicionada si la monja la llevaba a un sitio oscuro donde la atarían y tratarían más como a una bestia que como a una persona que necesitaba ayuda. Definitivamente, la opción de una internación en el sanatorio mental estaba descartada.

¿Qué hacer? La pregunta rondaba en su cabeza como un embudo. La incertidumbre y la duda iban haciéndose de sus pensamientos conforme pasaban los segundos. Tenía la certeza de que Dios podía ayudar a la muchacha, y que había sido colocada en su camino para interceder entre ambos. Christel había asumido su rol como instrumento del Señor, y lo ejercía con tino y compromiso. Sus conocimientos de teología o su formación religiosa, sólo podían asistirla en momentos cortos, no a largo plazo. Dudaba que Alchemilla aceptara ir al convento todos los días a recibir comida, bebida, ropa y conversar unos minutos con la Superiora; quizá esa era su voluntad, pero aquello que la atormentaban, podrían jugar en su contra. Sabía, perfectamente, que era obra del demonio. Satanás tenía la capacidad de meter su tridente y fustigar la pureza de las almas humanas, débiles por naturaleza. Ella misma debía luchar diariamente contra los embistes del expulsado, pero había adquirido la fortaleza y la sabiduría para no dejarse influenciar por él. Dios era su sustento.

Debes saber que Dios nos da la libertad de acción. Te la da a ti, me la ha dado a mí, se la dio en su momento a Lucifer —acomodó su cuerpo para observarla más de frente. —Dios hace su voluntad, siempre que nosotros lo sigamos. Él nos muestra el camino, y está en cada uno cuál elegir. Lucifer sabía, perfectamente, el camino que debía elegir, sin embargo, optó por uno distinto, y eso tuvo sus consecuencias —de eso, sabía mucho. —Cada uno de nosotros sabe lo que es mejor, a pesar de que, internamente, haya algo diciéndonos que debemos desviarnos, que debemos hacer cosas que no nos gustan —Christel imaginó que Alchemilla podía haberse cobrado alguna vida y tomó consciencia de lo expuesta e indefensa que estaba ante la joven. —Nuestra voluntad siempre debe ser más fuerte. La vida es una constante prueba que debemos superar, pero es Dios el que nos da los elementos para sortear los obstáculos —estuvo tentada de tomarla de las manos, pero se contuvo. Podía asustarla el contacto, y estaba abriéndose. La religiosa quería creer que el corazón de Alchemilla estaba mostrándole un pequeño haz de luz. — ¿Qué están diciéndote en éste momento? —le preguntó, de pronto con la voz escasamente endurecida. — ¿Quieres hacerme daño, Alchemilla? ¿Quieres provocarme dolor? —no había desafío en los interrogantes. Estaba arriesgándose, y lo sabía, pero no había venido al mundo a ser cobarde.
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Mensaje por Invitado Lun Dic 28, 2015 7:12 am

Apreté los puños para no apretar su cuello. ¿Sería suave al romperse o haría mucho ruido y me lo pondría difícil? Tenía pinta de que lucharía, ¿realmente lo haría? Parecía buena, pero no tenía por qué serlo; mi padre me lo había enseñado bien y yo sabía perfectamente que la crueldad solía esconderse en los rostros más dulces. ¿No era eso lo que nos había enseñado el ejemplo de Lucifer, que el ángel más hermoso y más cercano a Dios se había terminado por convertir en la encarnación del mal?

Ella merece morir. Deberías matarla. Quiere engañarte para internarte de nuevo y que te vuelvan a arrastrar con una camisa de fuerza por los pasillos vacíos y embrujados del sanatorio.

Pero ¿por qué? Aunque lo intentara yo la detendría, ¿por qué debía morir? Morir eran palabras mayores, morir significaba arrancar a alguien de lo único que jamás tendría y eliminar a alguien irrepetible de su realidad, de la historia del mundo que nadie absolutamente conocía. Morir era demasiado definitivo, y ella no me había dado realmente motivos para querer acabar con su vida y arrancarle el corazón para saltar sobre él cuando hubiera terminado.

A ti no, ¡aún! Pero nosotros sabemos la verdad, Alchemilla, y pronto te dará los motivos porque aunque no lo creas no quiere cuidarte, sino destruirte, exactamente como todos los demás.

– A mí Dios no me habla. No me dice lo que está bien y lo que está mal, lo tengo que decidir yo y es muy difícil cuando ellos me gritan en los oídos y no puedo soportarlo. – rehuí su segunda pregunta y la miré con los ojos entrecerrados, pensando y analizando su rostro para saber si realmente quería terminar con su vida o si la perdonaría. ¿Qué hacer, qué hacer?

Hay muchos testigos... Si quisieras matarla deberías irte bien lejos de aquí, donde nadie pueda verte o saber que has sido tú. Pero las otras monjas lo sabrían; os han visto juntas y van a sospechar. Es tu elección, Alchemilla; en eso ella tiene razón.

¡Pero no tenía ni la más remota idea de lo que se suponía que debía hacer, demonios! Ella no sabía darme motivos para no matarla, ¡simplemente había preguntado como si yo fuera un monstruo que iba matando por ahí a diestro y siniestro sin ningún tipo de control sobre lo que hacía! Y lo tenía, sí, lo tenía aunque ella no lo conociera y mucho menos lo aceptara, aunque no supiera lo que tenía lugar dentro de mi cabeza ni quiénes me hablaban ni tampoco cómo.

Pero eso no solucionaba mi dilema, un dilema que ellos mismos eran los que habían iniciado aunque ella lo había llegado a averiguar. ¿Sería bruja? No, su aura parecía la de un humano normal; aunque era intuitiva, ¡sí!, no era una hechicera como yo. Seguramente el Dios del que tanto le gustaba hablar no se lo perdonaría, la cazaría la Inquisición como intentaban cazarme a mí de vez en cuando, cada vez que recordaban que yo existía entre la mugre de París.

– No. ¿Por qué iba a querer hacerte daño? – recordé que ella había preguntado por herir, ¡herir y no matar!, y respondí en consecuencia, aunque no sabía si era cierto o no. De momento creía que no quería herirla, pero no sabía qué sería de mi mente dentro de unos segundos, unos minutos, unos años o incluso al día siguiente. No lo sabía ni ella tampoco, ni siquiera su fe en dios podría salvarla de la incertidumbre que venía siempre conmigo. Esa elección no la había hecho yo pero a mí me afectaba por encima de todo.

– Dios no me habla. No creo que sepa que existo, y yo tampoco sé si Él realmente lo hace porque no nos comunicamos. Así que tengo doble elección, la que dices que me dio la divinidad y la que he estado teniendo desde siempre. – deduje, sonriendo al final sin demasiado humor y mirándola a los ojos con los míos bastante abiertos, como siempre que me perdía demasiado en mis pensamientos y me planteaba si quería o no matar a alguien.

Como si eso pasara a menudo...
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