AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Les femmes... et le plaisir. (Yvette C. Lemarchal)
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Les femmes... et le plaisir. (Yvette C. Lemarchal)
Recuerdo del primer mensaje :
No, yo no me llamo Erico. Ahora soy Vincent. Sí, muchos pensarán que estoy loco, pero sinceramente, eso me importa bastante poco. Bastante poco por no decir nada. Yo lo único que quiero es placer. Placer, qué bonita palabra. Esa palabra que lo resume todo. Esa palabra que me dice qué hacer, qué sentir. Placer, que lo describe todo. Únicamente existe eso. Quiero jugar, beber y tener sexo. O como muchos dirían, hacer el amor. Menuda chorrada. Hacer el amor es para los críos. Yo no hago el amor, yo practico el sexo. Sexo. Precioso vocablo, también. Eso sí que es vida. Esa es la razón por la que me pasé por aquí, por el burdel. Uno de mis sitios preferidos, ya que puedo beber, fumar, jugar y fornicar. Qué bonitos verbos. Y aquí estoy, en busca de una mujer (o un hombre, en su defecto) que me dé placer.
Me he librado de mi mujer y de mi hijo. Mi primer hijo, porque mi mujer está embarazada. ¿Y eso a quién le importa? A mí no, desde luego. Ya pueden buscarse la vida, ya que yo no les voy a dar nada de lo que gane esta noche. Ya pueden caer enfermos, contraer la peste, que yo no les pienso ayudar. No se lo merecen. No han sido ellos los que han sufrido palizas de su padre. Qué buenazo, Erico. Demasiado. Él los quiere, yo no. Esa es la principal diferencia entre él y yo. Yo no me parezco para nada a él. Que no nos comparen, por Dios. ¿Dios? ¿Desde cuando existe uno en mi vida? Desde nunca. ¿Por qué? Porque no existe. Dios es un personaje que se inventaron los humanos para no tener miedo, miedo a la muerte, a lo desconocido. Pero yo no creo en él. Así que dejémonos de trivialidades, y empecemos a pensar en lo que de verdad importa: las mujeres y los hombres que me hagan sentir vivo.
Sí, quiero sentirme vivo. Por eso vengo a este tipo de lugares. Me siento, observo a la gente, veo quién apuesta qué cosa y si me interesa, apuesto yo. Me pido mi vaso de absenta, me siento en mi sitio preferido, y observo a las mujeres. Esas mujeres que son como yo, a las que no le importa nada, a las que les gusta su trabajo, dar placer a los hombres. Fulanas. No hay nada mejor. Son guapas, de cuerpo esbelto, y de mirada penetrante, como yo. Hacemos buena pareja. Y lo mejor de ellas es que son felices cumpliendo órdenes de los hombre. ¿De verdad son felices, o simplemente lo hacen porque tienen que hacerlo? Me da igual. ¿Para qué engañarse? Sus sentimientos me son indiferentes. Lo único importante es lo que siento yo. Yo y otros hombres como yo. Que vienen aquí buscando lo mismo que yo. Hombres que no son felices con sus mujeres. Aunque en esta sociedad, ¿quién es feliz con su mujer? Los matrimonios, concertados, son fruto de los padres de cada uno. Para que den de sí una familia supuestamente feliz, donde los hijos sean felices y tengan dinero. Por eso no me asombra que la mayoría de hombres que vienen a este antro de mala muerte sean hombres ricos. Hombres ricos infelices, desdichados, a los que les gusta serle infiel a su mujer. Ellos no son tan diferentes de mí. La única diferencia es que ellos no lo aceptan delante de cualquiera. A mí, si me preguntan (aunque sinceramente, nadie lo haría) aceptaría que me gusta acostarme con mujeres y con hombres.
Las mujeres, con sus curvas, sus pechos, sus caderas... Y los hombres, con sus músculos marcados y su miembro erecto... Es todo tan delicioso... Y siempre quiero más. Más. Desgraciadamente, no siempre están libres las mujeres que me gustan. Tengo que esperar, y eso no me agrada. Esperar a que terminen con sus clientes. Seguro que ninguno es como yo. Seguro que ninguno puede transformarse en gato, o en lince, como yo. Eso me hace especial y me gusta. Así que espero que se den prisa, porque el Rey les está esperando. El Rey del burdel, del placer, del sexo. Y lo único que quería era que estuviesen libres. Mientras tanto, ahí estaba yo, sentado, bebiendo, esperando que alguna de mis mujeres estuviese disponible para desahogarme con ella. Y fue entonces cuando la vi.
Una mujer delgada y de cabello oscuro, de ojos marrones. No vestía de forma ostentosa, y eso fue lo que me llevó a pensar que era una simple cortesana. Era hermosa. De repente nació algo dentro de mí, algo que me decía que esa mujer debía ser mía. La observé minuciosamente. Ninguna joya en su cuello o en su muñeca, aunque algo me decía que era especial. “Tonterías” - pensé. Era una simple fulana, no tenía de qué preocuparme.
No, yo no me llamo Erico. Ahora soy Vincent. Sí, muchos pensarán que estoy loco, pero sinceramente, eso me importa bastante poco. Bastante poco por no decir nada. Yo lo único que quiero es placer. Placer, qué bonita palabra. Esa palabra que lo resume todo. Esa palabra que me dice qué hacer, qué sentir. Placer, que lo describe todo. Únicamente existe eso. Quiero jugar, beber y tener sexo. O como muchos dirían, hacer el amor. Menuda chorrada. Hacer el amor es para los críos. Yo no hago el amor, yo practico el sexo. Sexo. Precioso vocablo, también. Eso sí que es vida. Esa es la razón por la que me pasé por aquí, por el burdel. Uno de mis sitios preferidos, ya que puedo beber, fumar, jugar y fornicar. Qué bonitos verbos. Y aquí estoy, en busca de una mujer (o un hombre, en su defecto) que me dé placer.
Me he librado de mi mujer y de mi hijo. Mi primer hijo, porque mi mujer está embarazada. ¿Y eso a quién le importa? A mí no, desde luego. Ya pueden buscarse la vida, ya que yo no les voy a dar nada de lo que gane esta noche. Ya pueden caer enfermos, contraer la peste, que yo no les pienso ayudar. No se lo merecen. No han sido ellos los que han sufrido palizas de su padre. Qué buenazo, Erico. Demasiado. Él los quiere, yo no. Esa es la principal diferencia entre él y yo. Yo no me parezco para nada a él. Que no nos comparen, por Dios. ¿Dios? ¿Desde cuando existe uno en mi vida? Desde nunca. ¿Por qué? Porque no existe. Dios es un personaje que se inventaron los humanos para no tener miedo, miedo a la muerte, a lo desconocido. Pero yo no creo en él. Así que dejémonos de trivialidades, y empecemos a pensar en lo que de verdad importa: las mujeres y los hombres que me hagan sentir vivo.
Sí, quiero sentirme vivo. Por eso vengo a este tipo de lugares. Me siento, observo a la gente, veo quién apuesta qué cosa y si me interesa, apuesto yo. Me pido mi vaso de absenta, me siento en mi sitio preferido, y observo a las mujeres. Esas mujeres que son como yo, a las que no le importa nada, a las que les gusta su trabajo, dar placer a los hombres. Fulanas. No hay nada mejor. Son guapas, de cuerpo esbelto, y de mirada penetrante, como yo. Hacemos buena pareja. Y lo mejor de ellas es que son felices cumpliendo órdenes de los hombre. ¿De verdad son felices, o simplemente lo hacen porque tienen que hacerlo? Me da igual. ¿Para qué engañarse? Sus sentimientos me son indiferentes. Lo único importante es lo que siento yo. Yo y otros hombres como yo. Que vienen aquí buscando lo mismo que yo. Hombres que no son felices con sus mujeres. Aunque en esta sociedad, ¿quién es feliz con su mujer? Los matrimonios, concertados, son fruto de los padres de cada uno. Para que den de sí una familia supuestamente feliz, donde los hijos sean felices y tengan dinero. Por eso no me asombra que la mayoría de hombres que vienen a este antro de mala muerte sean hombres ricos. Hombres ricos infelices, desdichados, a los que les gusta serle infiel a su mujer. Ellos no son tan diferentes de mí. La única diferencia es que ellos no lo aceptan delante de cualquiera. A mí, si me preguntan (aunque sinceramente, nadie lo haría) aceptaría que me gusta acostarme con mujeres y con hombres.
Las mujeres, con sus curvas, sus pechos, sus caderas... Y los hombres, con sus músculos marcados y su miembro erecto... Es todo tan delicioso... Y siempre quiero más. Más. Desgraciadamente, no siempre están libres las mujeres que me gustan. Tengo que esperar, y eso no me agrada. Esperar a que terminen con sus clientes. Seguro que ninguno es como yo. Seguro que ninguno puede transformarse en gato, o en lince, como yo. Eso me hace especial y me gusta. Así que espero que se den prisa, porque el Rey les está esperando. El Rey del burdel, del placer, del sexo. Y lo único que quería era que estuviesen libres. Mientras tanto, ahí estaba yo, sentado, bebiendo, esperando que alguna de mis mujeres estuviese disponible para desahogarme con ella. Y fue entonces cuando la vi.
Una mujer delgada y de cabello oscuro, de ojos marrones. No vestía de forma ostentosa, y eso fue lo que me llevó a pensar que era una simple cortesana. Era hermosa. De repente nació algo dentro de mí, algo que me decía que esa mujer debía ser mía. La observé minuciosamente. Ninguna joya en su cuello o en su muñeca, aunque algo me decía que era especial. “Tonterías” - pensé. Era una simple fulana, no tenía de qué preocuparme.
Última edición por Erico Kofler el Mar Ago 31, 2010 7:25 pm, editado 1 vez
Invitado- Invitado
Re: Les femmes... et le plaisir. (Yvette C. Lemarchal)
Tras unos instantes de correr como nunca, llegamos a los jardines. Eran bonitos, para qué mentir, y se estaba bien allí. Al cruzar la entrada, y tras sentarnos en un banco al lado del estanque, me preguntó eso. ¿Que en qué puedo transformarme? – pensé – pues en gato, en leopardo y en lince. Pero no se lo dije. La pregunta me había pillado por sorpresa. ¿Cómo sabía ella que podía transformarme en algo? Obviamente, negué rotundamente que tenía ese poder, y la tomé por loca. Le dije: “De qué está usted hablando, mademoiselle? Creo que el alcohol la ha afectado en exceso. Debería usted ir a descansar a su casa”. Nada más sencillo, pero al menos, evitaba toda la explicación. Me levanté del banco, dispuesto a irme, huyendo de la situación. Pero eso era impropio de Vincent. Vincent nunca huía. Afrontaba los hechos con la cabeza bien alta. Así que, atontado, me volví a sentar. ¿Por qué había formulado esa pregunta? ¿Tenía ella algo que ver? Le pregunté entonces por qué me había interrogado sobre eso. Estaba intrigado, extrañado. No sabía qué hacer, si confiar en ella, o marcharme, para no volverla a ver. Me sentía atraído por Yvette, y no me importaría volver a verla, pero no sabía si estaba preparado para contarle mi más profundo secreto a una mujer a la que había conocido esa misma noche.
Invitado- Invitado
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