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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por H. Victoria Kettleburn Dom Ago 10, 2014 10:52 pm

Se Si Perde Un Amore by Katherine Jenkins on Grooveshark

La fuerza de voluntad calaba profundo en los efectos de los actos de quienes la convertían en su espada y escudo. Daba la sensación de ser un mago que sin necesitar más que su deseo convertía oro en agua y viceversa. Pero los hechiceros eran precisamente eso; nunca serían dioses por un defecto de origen. Victoria podía reprimir su sed de sangre cuanto gustase o el tiempo que durase, pero su cuerpo la golpearía sin piedad si la privaba de ella por tiempo prolongado. Sumado a eso el encuentro con aquel joven vampiro de mirada oceánica la dejó todo menos indiferente. Hizo que se propusiera alcanzar aunque fuera la mitad de su fortaleza mental, esa que lo mantenía más allá de lo que prometía la inmortalidad. Eran intenciones que algunos calificarían como nobles, pero así y todo insuficientes para cambiar la realidad. No importaba cuánto aguardara, no envejecería junto a los que amaba. Ni siquiera valía que ridículamente bebiese de sí misma; lejos de satisfacerla, aquella acción la castigaría.

Oh, por todos los cielos —apartó su mandíbula dolorosamente del dedo que acababa de morderse. Estaba hambrienta; hace dos días que no bebía nada. Ahora prometía no volver a hacer algo tan tonto como alimentarse de su propia sangre.— ¡Maldita sea! —apretó la dentadura para no ser oída.

¡Cómo dolía! Se sujetaba aquella mano con fuerza, persiguiendo que el constreñimiento aplacara el dolor. La situación se le estaba saliendo de las manos. La guarida que había encontrado en las bodegas del teatro era una cómplice de las más confiables, y guardiana leal a la hora del amanecer debido a su única y diminuta ventana, pero no podía propinarle una fuente de alimento. Casi no se dio cuenta la eterna juventud cuando los pensamientos de sus días comenzaron a ser dominados por el color carmesí. Lenta, pero poderosamente se iban los caballos, el campo, la luz y las caminatas por el bosque. Sólo la ópera permanecía consigo, esa potente melodía que curiosamente principió a vestirse de negro cada vez que Victoria la revivía en esa garganta de metal.

De pronto, uno de los trozos de espejo que permanecían en el piso empolvado reveló algo a los ojos de la vampira que no había visto antes: Un maniquí desnudo de una dama. Era de belleza consumada, cautivante como una hija de Adonis o incluso de Venus; largos eran los cabellos de su peluca, sus curvas ligeras, sus ojos hechiceros. Surgió en Victoria la repentina urgencia de ser como ella. No, no era eso. Era algo más: Que ese cuerpo blanquecino fuese como se recordaba a sí misma antes de su conversión. Quería que fuera idéntica a esa imagen de mozuela bajo el sol, cuyo brío era alimentado por el galope de los caballos. Necesitaba hacerlo antes de que aquellas memorias se borraran por completo. Y si dejaba que ocurriera eso entonces su vida anterior sería una mentira, ¿pero cómo? ¡Era todo lo que tenía! No podía permitirlo.

Con los mismos materiales que allí se encontraban, la flor marchita tejió una corona para aquella cabeza, y brazaletes y una diadema perfumada. La escultura miró a Helena como si la amase, y ella en respuesta dejó oír un dulcificado plañido. La neófita podía jurar que era casi idéntica a sus remembranzas, pero faltaba disolver ese tono fantasmal que se asemejaba más bien a los que le habían arrebatado la esperanza. La idea la espantó. Sólo atinó a esparcir la sangre aún fluyente de su índice sobre el rostro de la figura casi convulsivamente, como si fuese a convertirse en una gárgola si la dejaba intacta. Así la maquilló. Así la transformó. Y por fin se calmó.

Se alejó unos pasos para apreciar lo que había creado. Nada fuera de ese rostro material vieron los ojos viperinos de Helena aquel instante; pues aun oculta esa musa sintética entre las sombras, al igual que ella, la llevaba de vuelta a las melodías que entonaba a sus abuelos bajo el alero del día, palabra descartada para siempre. Ver esa muñeca le hizo percibir en la lengua esa miel silvestre y rocío celestial de las meriendas en la terraza. Y si se fijaba en los labios, casi podía escucharlos decir: Estoy viva dentro de ti.

Victoria sonrió y suspiró tristemente, volviendo a acercarse a la escultura, pero esta vez para apoyarse a sus pies. Ojalá sus abuelos la recordaran como era en ese entonces. Y esperaba que fueran unos tontos con suerte, para jamás enterarse de la existencia de su especie.

El retrato de quien era la hizo dormir con sus caricias y allí soñó con que estaba viva y aún poseía esa voz inocente. ¿Cómo decía esa ópera?

Sola, voglio stare da sola per capire perchè io muoio senza di te. Sera, maledetta la sera porta con il tuo mondo tanta malinconia.«Sola, quiero estar sola para entender por qué me muero sin ti. Noche, la maldita noche que trae al mundo tanta melancolía.»

Pero entonces la ilusión acabó. En el mismo suelo sobre el cual reposaba vio proyectarse una sombra que crecía y crecía bajo una luz de la luna que apenas entraba por esos vidrios opacos. Era el espectro más aterrador que Victoria hubiera visto, y no planeaba encontrárselo de frente. Helena se ocultó lo más discretamente que pudo dentro de uno de los estuches destinados a los instrumentos, sintiendo cómo sus labios fríos se abrían en terrible anticipación. Y ahí esperó, encontrándose a sí misma arrinconada en su propia mazmorra.

Descubriría esa noche la razón por la cual se ocultaba. Pues aunque su cabeza nada conocía, su instinto sí lo hacía. Por apariciones como aquella vagaba errabunda, pálida y solitaria.


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Mensaje por Tarik Pattakie Lun Ago 11, 2014 4:30 am

Estúpido condenado, gruñó irritado el vampiro, al tiempo que arrastraba su presa por uno de los pasillos que conducían al escenario del teatro. Deshacerse de él iba a requerir un precioso tiempo, pero cualquier información que pudiese obtener acerca de la Santa Inquisición, bien valía la pena perderlo. Había estado caminando por uno de los callejones menos transitados de París cuando le había escuchado. No al estúpido humano, sino al vampiro que se alimentaba de una joven mientras otra quería creer que se habían olvidado de ella pegándose más a la pared. Aunque, para ser honestos, István no creía que pudiese salir de ahí corriendo si se lo propusiera, pues no era la inteligencia lo que le llevaba a actuar de esa manera. Apestaba a miedo, desesperación e histeria. Cualquier otro vampiro habría participado como voyerista o compañero de cacería en la escena pero él, en cambio, se veía obligado a ejecutar al morador de la oscuridad por faltar a una regla de La Hermandad. Poco importaba si éste había asistido o no a la presentación que se hizo en The Brotherhood of Damned Club. A esas alturas, los invitados ya habrían pregonado sobre lo que había acontecido allí, por muy en contra o a favor que se profesaran. Así que tras eliminar a uno de los suyos, sin ningún rasguño más que los rasgones que había recibido su inmaculado traje y disponerse a limpiar la mente de la mujer que, ahora histérica gritaba pidiendo ayuda; el odioso cazador había lanzado un par de flechas que se incrustaron en la pared frente a él. Una, sin embargo, había tenido la maldita fortuna de incrustarse en su espalda, perforando su pulmón izquierdo. Era una jodida suerte que no necesitase respirar porque de lo contrario no habría logrado controlar su ira y entonces el condenado habría perecido antes de ser torturado por sus manos. Unos segundos después, dado que el encuentro cazador versus vampiro había sido deprimente, había logrado herir al cambiante hasta el punto de que no le quedaban fuerzas para levantarse. Tras terminar de manipular los recuerdos de ambas jóvenes, no sin antes alimentarse, había decidido poner fin al problema inmediato.

El teatro, que estaba vacío a esas horas de la noche, serviría para su propósito. El no poder acceder a la mente del cazador, no significaba que no pudiese romperlo. Ocurría que algunos seres desarrollaban un poder para bloquearlos y en tal caso, los métodos que había que utilizar, debían ser exclusivos. Menos ortodoxos. La sangre de los cambiantes, como ya había comprobado ese último año, tenía un sabor único. Quizás era el hecho de que podían convertirse en animales lo que les daba ese sabor particular. Una sonrisa cínica apareció en el rostro del vampiro al aceptar que el condenado le había abierto – de nuevo – el apetito. Sin siquiera molestarse en esperar a que el interrogatorio iniciase, se inclinó sobre el cuerpo del joven. István estaba aún en la parte de abajo del escenario, mientras que el cazador yacía con la cabeza inclinada sobre el borde, dejando su cuello expuesto. Los dedos del vampiro recorrieron la vena palpitante con un siniestro placer. Sus uñas, filosas y mortales, dejaron marcas profundas exponiendo unas gotas de sangre. Sus colmillos se desnudaron en todo su esplendor, el rayo plateado de la Luna acentuando sus fríos rasgos y; justo cuando se hundía en la piel ajena, su mirada se encontró con los de ella. István conocía esa mirada. Casi podía sentir su hambre como si fuera la suya. No apartó sus ojos mientras succionaba con fuerza. El olor de la sangre la había sacado de su escondite, eso era evidente; ni siquiera estaba seguro de que la fémina supiera dónde se hallaba, estaba hipnotizada por la belleza del corazón que poco a poco sucumbía. Con un rugido de satisfacción, se separó de la vena. Sus colmillos se retrajeron con rapidez y su boca, maliciosa, se torció en la parodia de una sonrisa. - ¿Cuántos días? – Cuestionó, enarcando una ceja en invitación para que respondiera. Lamentablemente, la joven parecía seguir en trance. István hizo lo primero que se le ocurrió, empujó al hombre en su dirección. – Aliméntate, chérie. Aún queda sangre en sus venas. No puedo ver a uno de los nuestros pasar por ese dolor cuando la cena está dispuesta. Estoy seguro que Alphonse – inventó – de estar consciente se habría ofrecido él mismo. – Era imposible definir si hablaba con sarcasmo o no. István tenía encanto pero sobre todo, la facilidad para jugar con el personaje que se le antojara. Portar máscaras era como había obtenido todo un clan para liderar y aún habría más. Siempre más.


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Mensaje por H. Victoria Kettleburn Miér Sep 10, 2014 10:35 am

Porque aquella sombra no vino sola; una mortal invitación vino alada junto a sus pies. Fue como si algo golpeara la espalda de la vampira contra el fondo del estuche que la guarecía. El escondite, tullido estafador que prometía proteger a quien lo detentase, demostró su ineficacia al máximo. Las paredes se hicieron transparentes, y el negro de la noche dejó de existir. La aterradora presencia no hacía más que intensificarlo. La fuente del peligro y aquella que le prometía saciedad hacían presencia lado a lado, inseparables. Qué adrenalina aquella. Una mano invisible fue lo que la movió, o la hizo flotar. No supo ver qué la llevo. El hambre la enceguecía con un resplandor aún más letal que el del sol o que el miedo a una segunda muerte. Estaba subyugada a su cuerpo.

Levantó la tapa de la funda sin siquiera usar las manos; lo hizo con su cabeza al asomarse. No estaba viendo, en realidad no. Era su olfato el que la guiaba a una sola cosa. Y sus oídos, agudizados como los de un águila en pleno vuelo, escuchaban ecos de aquella profunda y alargada voz que parecía provenir de todas partes. Ni por un segundo pensó en hacer contacto con los ojos de quien proyectaba esa sombra; la carestía no quería ser retenida, no de nuevo. Así pues la neófita sacó uno de sus brazos y luego el otro hasta aflorar la parte superior de su cuerpo. Era como si la oscuridad de las tinieblas se hubiera transportado a su mirada. La conciencia era peligrosa a la hora de hacerla sobrevivir; mejor que el instinto tomara ese lugar, decidió su organismo. Y se arrastró hacia abajo cual arácnido, sin elegancia y casi grotescamente, hacia la tibia ofrenda. De su garganta escapaban vaporosos graznidos de necesidad a medida que avanzaba, con sus pasos paulatinos y caóticos, como el impulso que sometía su ser. Una quimera era proyectada en su sombra, la devoraba por dentro.

«La sangre es el ejemplo perfecto del enigma humano: Tomar y despojar, pero nunca hallar la paz» escuchó en su cabeza resonante «Es la raíz de la eterna codicia y tú eres su tierra»

Sin cavilar ni detenerse a sospechar, la quimera hizo posesión de la mente, provocando que un acto reflejo la vampira utilizara una fuerza que no sabía que tenía para estrechar la presa aún cándida de la víctima para inyectar sus colmillos en su yugular. Succionaba y succionaba con la penuria de los ávidos días que había dejado pasar, con la frustración de no ser ella nunca más, con el rencor de haberse convertido en un pozo sin fondo, pero sobretodo, por la sublime exquisitez que percibía cada uno de sus sentidos por la vida arrebatada inundando su cavidad. Quería gemir, abrir aquel cuerpo a la mitad hasta dejarlo irreconocible. Pero bebió demasiado rápido una cantidad que su cuerpo pequeño y aún verde no fue capaz de asimilar por completo. De pronto, como si le quemara, soltó el cadáver inerte sin delicadeza sobre el piso. Era como si lo culpara por lo que acababa de hacer.

De pronto, guiada por esa misma mano invisible de la intuición, Helena giró su faz hacia su convocante. Sólo en sus ojos pudo recoger un retazo de conciencia. Fue cuando se dio cuenta de que aún conservaba un sobro de sangre contra el paladar. Tragó sonoramente. Estaba todo menos orgullosa de lo que había hecho. Miró hacia abajo, a sus ropas estropeadas, chorreantes de pecado. Era un desastre. Acto seguido, se llevó el índice y el dedo medio a los labios, tintineando como una cascabel, pero no alcanzó a tocarlos. Después del arrebato, venía el arrepentimiento. Cómo odiaba ese vaivén.

Este hombre era inocente. —dijo con pesar, apagada. Lo que vino fue más fuerte. En una milésima de segundo, se clavó la turbiedad de su vista en la del intimidante inmortal— ¡No debía haber muerto! Se suponía que nadie vendría aquí. Estaba dispuesta a…

Se llevó ambas manos a la coronilla de su cabeza. Su porvenir no predicaba otra cosa más que contradicciones, vueltas inesperadas y reacciones impredecibles. ¿Qué se suponía que debía hacer?

Si es que alguna parte de usted es capaz de oírme, déjeme así. Aquí dentro el anonimato es difícil; afuera es imposible. —que nadie se enterara de su existencia. Que sus abuelos murieran con la imagen de su niña de mejillas rosadas y brazos tibios. Que se mantuvieran soñando; Victoria inmolaría su eternidad para que no despertaran en aquella pesadilla— No puedo volver a ser lo que fui. Por piedad, no me quiebre las fuerzas para ser lo que soy.


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