AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Chasse aux hérétiques {Privado}
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Chasse aux hérétiques {Privado}
Última edición por Minerva el Mar Sep 16, 2014 9:36 pm, editado 3 veces
Minerva- Vampiro Clase Alta
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Re: Chasse aux hérétiques {Privado}
¿István Szöcs o Lucern Ralph? ¿Líder de Los Oscuros o Conde de Inglaterra? Una nube negra ahogó en sus entrañas a la Luna Nueva. Mientras los suyos, moradores de la oscuridad, aguardaban a que su reina cubriera con su manto el cielo para ir de cacería; los humanos infectados por la licantropía, se adentraban a las profundidades de los bosques, conscientes de que la bestia estaba malditamente cerca. Solo las cadenas de plata más gruesas, podrían evitar que el licántropo atacara a diestra y siniestra. Cuello, muñecas, tobillos, torso. István había estado presente en cada una de esas ejecuciones. Se había excitado escuchando los aullidos lastimeros de los traidores. Esos ambarinos orbes, mirándolo con odio incontenido, le había hecho sentirse orgulloso. De sí mismo y del imperio que se levantaba con sus esfuerzos. No había querido eliminarlos cuando en apariencia eran humanos. Si se habían negado a unir sus fuerzas con la hermandad, merecían ser enjuiciados para sufrir la más terrible de las condenas. Ellos eran el ejemplo, aunque ya no estaba seguro que fuese solo eso. El poder lo estaba corrompiendo. Había construido un castillo de naipes y solo él, estaba seguro, era quien podía mantenerlo en funcionamiento. Cuando la reunión había terminado, las imágenes de su pasado estallaron en su mente, asemejándose a las estrellas que titilaban en el firmamento. Pero a diferencia de ellas, que engalanaban a la majestuosa noche, sus recuerdos resultaban molestos. Él, que había unido a vampiros y licántropos con la finalidad de conseguir imponer su tiranía – objetivo que los miembros del clan desconocían – en tan solo doce meses; se negaba a aceptar que también había sido aquél bastardo. Pero la certeza ahí estaba, como una molesta bala de plata. Caminó por las calles, que ahora le eran muy conocidas.
Ahora la recordaba. ¿Por qué no lo había hecho ella? La obsesión que Minerva había despertado en él, se había intensificado con el conocimiento de ser su maestro. No había creado más vástagos desde aquélla noche, hacía casi cuatrocientos años. Ella había sido especial. La excepción a la regla. Su capricho. Uno que se había permitido. ¿No era una jodida ironía? István también se sentía atraído. Nunca le había preguntado por su pasado. Había visto a través de sus ojos. Fríos, sádicos, malditos. Todo eso inmortalizado en el cuerpo de una niña. En el pasado, había sido un coleccionista. Ahora, no era distinto. Cogía las mejores cartas para realizar sus jugadas. Entró al lugar, como si éste le perteneciera. Su porte, aristócrata; su traje, impoluto; y esa sonrisa sarcástica, no lo hacía tan imponente como su estatura. Le gustaba que los demás se vieran obligados a levantar la mirada para clavarla en la suya. Sonrió. El olor de la sangre inmortal golpeó sus fosas nasales y sus colmillos segregaron ante la idea de alimentarse. – Oh, ma petite. Ya habéis servido el banquete. – Los rebeldes se habían vuelto su sustento esos últimos días. Como era de esperar, los vampiros se negaban a creer sus amenazas. De suerte para ellos, István siempre estaba hambriento por mostrarles cuán ciertas eran. Y este era especial. No solo creía que podía burlarlos, creía que también podía difamarlos. – Nunca se puede tener suficiente de esta ambrosía.- Señaló, con ese aire arrogante. Los gritos y golpes contra la madera se detuvieron. El inquilino no parecía disfrutar de su breve estancia en el ataúd. - Los tiempos cambian, chérie. Antes, cualquiera habría disfrutado de la tranquilidad y seguridad de un sarcófago.- Sus palabras destilaban sarcasmo. Los golpes se reanudaron. – Veamos que has conseguido para mí. Presiento que esta noche nos será memorable.- Y lo sería. Minerva, finalmente sabría la verdad que se escondía tras la hermandad.
Ahora la recordaba. ¿Por qué no lo había hecho ella? La obsesión que Minerva había despertado en él, se había intensificado con el conocimiento de ser su maestro. No había creado más vástagos desde aquélla noche, hacía casi cuatrocientos años. Ella había sido especial. La excepción a la regla. Su capricho. Uno que se había permitido. ¿No era una jodida ironía? István también se sentía atraído. Nunca le había preguntado por su pasado. Había visto a través de sus ojos. Fríos, sádicos, malditos. Todo eso inmortalizado en el cuerpo de una niña. En el pasado, había sido un coleccionista. Ahora, no era distinto. Cogía las mejores cartas para realizar sus jugadas. Entró al lugar, como si éste le perteneciera. Su porte, aristócrata; su traje, impoluto; y esa sonrisa sarcástica, no lo hacía tan imponente como su estatura. Le gustaba que los demás se vieran obligados a levantar la mirada para clavarla en la suya. Sonrió. El olor de la sangre inmortal golpeó sus fosas nasales y sus colmillos segregaron ante la idea de alimentarse. – Oh, ma petite. Ya habéis servido el banquete. – Los rebeldes se habían vuelto su sustento esos últimos días. Como era de esperar, los vampiros se negaban a creer sus amenazas. De suerte para ellos, István siempre estaba hambriento por mostrarles cuán ciertas eran. Y este era especial. No solo creía que podía burlarlos, creía que también podía difamarlos. – Nunca se puede tener suficiente de esta ambrosía.- Señaló, con ese aire arrogante. Los gritos y golpes contra la madera se detuvieron. El inquilino no parecía disfrutar de su breve estancia en el ataúd. - Los tiempos cambian, chérie. Antes, cualquiera habría disfrutado de la tranquilidad y seguridad de un sarcófago.- Sus palabras destilaban sarcasmo. Los golpes se reanudaron. – Veamos que has conseguido para mí. Presiento que esta noche nos será memorable.- Y lo sería. Minerva, finalmente sabría la verdad que se escondía tras la hermandad.
Tarik Pattakie- Vampiro/Realeza
- Mensajes : 7350
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Re: Chasse aux hérétiques {Privado}
Escuchad aquel corazón que bombea a borbotones la sangre roja y espesa que peregrina por sus arterias golpeando con impiadosa violencia los parapetos cardiacos. Oh, rodar una filosa garra por las paredes carnosas y escarlatas del corazón. La sensación es tortuosa y maléfica, pero sádicamente placentero. ¿Habéis arrancado el corazón del pecho tibio de un recién nacido cuando aún éste se ahoga en las lágrimas que cálidas recorren sus mejillas y en la sangre que se agolpa en su garganta? Los ojos de Minerva fueron afablemente espectadores al presenciar el macabro acto hace tantos siglos atrás cuando la infanta serpiente farfullaba órdenes lóbregas al oído de un alma débil, y la expiada alma hacía caso sumiso a los bisbiseos de la niña. Tan fiel, tan obediente. Tan perfectamente obediente. Pues cuando un ángel da sus mandamientos debe ser escuchado y acatado. Por un momento grácil, sus ojos cerrados y la mente en el pretérito, una sonrisa que suponía inocencia pero que guardaba verídica malicia asomó en sus pequeños labios. Nostalgia de recuerdos que le invaden la memoria al escuchar el cántico en sinfonías de dolor y súplica del que yace en el catafalco mortuorio cuyo fin no es el otro que el de atravesar la carne y hacer de ello un martirio, una eterna agonía, para quien ocupa su interior.
Fragmentos. Penosos fragmentos que punzaban como astillas en su reminiscencia era lo que afloraba cada vez que en vano auscultaba inquisidora su propia mente para conmemorar cierto periodo de su propia vida. Un anhelo golpeaba retumbante como un muerto que se levanta de su nicho, que araña y golpea encendidamente la puerta de éste mismo para hallar la luz que alguna vez desaprovechó. Anhelo del saber, de recuperar la parte de su vida que perdió como la luz del día y los propios latidos de su corazón. ¿Qué fue lo que sucedió? Una noche tan oscura como la muerte un ser borró de sus recuerdos aquel periodo de tiempo. Así, como a aquel infante le habían desgarrado y desvalijado de su corazón, a ella le arrancaron de su mente los recuerdos de esos años preciados como un satírico karma. Estaba inconcusa de que algo valioso había perdido pues en ocasiones se sentía desmembrada como si un brazo o una pierna le hubiesen cercenado. Lo que perdió, sin duda alguna, debió ser algo sumamente significativo en su vida.
Y un vacío nacía de aquel despojo de fragmentos vacilantes en la lobreguez de sus recuerdos. Vacío que era torrencialmente llenado cuando él se manifestaba como un cántaro de agua que se nutría de vertientes canales de líquido traslúcido y brillante como si fuese decorado por las mismas estrellas celestiales. Minerva le supuso su llegada, estaba tan expectante como acuciosa por verlo si bien no habían pasado muchas horas desde el último anochecer que le vio. Le vio entrar en la alcoba, tan imponentemente majestuoso, tan incomparablemente único. La de rubias hebras llevó entonces sus pasos entusiastas hacia él, como una niña encantada con aquel hombre que es centro de admiración. Un Rey, no, un Dios, entre los oscuros.
-Mon seigneur- Le sonrió al recibirle con aquella sonrisa que sólo él sabía traducirle. Naturalmente, encumbrar la mirada para alcanzar la del más alto era una costumbre que apreciaba. -¡Oh, Mon seigneur des ténèbres! Vuestras palabras son tan rebosantes de verdad. Tiempos pasados disfrutaban aquellos dentro de un sarcófago para hallar la paz después de tanta tempestad. Mirad, ahora y aquí, como el galeote se retuerce como una ordinaria y grosera sardina enlatada y pestilente que sólo se conserva gracias a los aceites que vierten para su salación.- Minerva sonrió, otra vez, fulgurando el sadismo y goce perverso que sólo ellos podían disfrutar al estar en situación de poder. De jueces ante un otro errático. Estaba en conocimiento que el hereje les escuchaba en la oscuridad del sarcófago ¡Cuánto disfrutaba de su sangriento desconsuelo! El alma presa en el cuerpo de una niña encaminó entonces sus pasos hacia el féretro del condenado. Como un pequeño gato que trae entre sus garras y colmillos un ave o una rata como ofrenda a su amo, Minerva rendía tributo a su señor trayendo ante su presencia a un impenitente.
-Un traidor. Aquel que sirve de súbdito fiel a aquel Rey imprudente. Atrevido como ninguno, ha osado a aniquilar con los suyos a unos cuanto de los nuestros. Una lacra de su índole no merece ni un segundo más existir ante vuestra presencia, mon seigneur, pero que expíe sus pecados al menos con una confesión que nos ha de beneficiar a nosotros; los oscuros. Y es que éste nefasto buitre de la infamia maneja información. Nombres y lugares, mon seigneur, para hablar con mayor exactitud.-
Deslizó sus finos dedos por el borde del ataúd acariciando el seguro metálico de éste mismo. Se apreciaba como si la niña fuese una especie de mago ilusionista que estaba próxima a develar un acto mágico. Como si fuese tan siquiera a sacar un conejo de un sombrero ella abrió al fin el ataúd. Pero de la caja mágica no salió ningún conejo sino más bien un cuerpo humano que como pandemia manifestaba heridas sangrantes ante el claustro castigador de hace unos segundos. Heridas que por su naturaleza vampírica en cosa de segundos sanarían.
Entonces el conejito manchado en carmesí cayó de rodillas al suelo sumergiéndose en su propia sangre. Respirando tan agitadamente que si vivos estuvieran sus pulmones les reclamarían piedad cada vez que escupía sangre.
Fragmentos. Penosos fragmentos que punzaban como astillas en su reminiscencia era lo que afloraba cada vez que en vano auscultaba inquisidora su propia mente para conmemorar cierto periodo de su propia vida. Un anhelo golpeaba retumbante como un muerto que se levanta de su nicho, que araña y golpea encendidamente la puerta de éste mismo para hallar la luz que alguna vez desaprovechó. Anhelo del saber, de recuperar la parte de su vida que perdió como la luz del día y los propios latidos de su corazón. ¿Qué fue lo que sucedió? Una noche tan oscura como la muerte un ser borró de sus recuerdos aquel periodo de tiempo. Así, como a aquel infante le habían desgarrado y desvalijado de su corazón, a ella le arrancaron de su mente los recuerdos de esos años preciados como un satírico karma. Estaba inconcusa de que algo valioso había perdido pues en ocasiones se sentía desmembrada como si un brazo o una pierna le hubiesen cercenado. Lo que perdió, sin duda alguna, debió ser algo sumamente significativo en su vida.
Y un vacío nacía de aquel despojo de fragmentos vacilantes en la lobreguez de sus recuerdos. Vacío que era torrencialmente llenado cuando él se manifestaba como un cántaro de agua que se nutría de vertientes canales de líquido traslúcido y brillante como si fuese decorado por las mismas estrellas celestiales. Minerva le supuso su llegada, estaba tan expectante como acuciosa por verlo si bien no habían pasado muchas horas desde el último anochecer que le vio. Le vio entrar en la alcoba, tan imponentemente majestuoso, tan incomparablemente único. La de rubias hebras llevó entonces sus pasos entusiastas hacia él, como una niña encantada con aquel hombre que es centro de admiración. Un Rey, no, un Dios, entre los oscuros.
-Mon seigneur- Le sonrió al recibirle con aquella sonrisa que sólo él sabía traducirle. Naturalmente, encumbrar la mirada para alcanzar la del más alto era una costumbre que apreciaba. -¡Oh, Mon seigneur des ténèbres! Vuestras palabras son tan rebosantes de verdad. Tiempos pasados disfrutaban aquellos dentro de un sarcófago para hallar la paz después de tanta tempestad. Mirad, ahora y aquí, como el galeote se retuerce como una ordinaria y grosera sardina enlatada y pestilente que sólo se conserva gracias a los aceites que vierten para su salación.- Minerva sonrió, otra vez, fulgurando el sadismo y goce perverso que sólo ellos podían disfrutar al estar en situación de poder. De jueces ante un otro errático. Estaba en conocimiento que el hereje les escuchaba en la oscuridad del sarcófago ¡Cuánto disfrutaba de su sangriento desconsuelo! El alma presa en el cuerpo de una niña encaminó entonces sus pasos hacia el féretro del condenado. Como un pequeño gato que trae entre sus garras y colmillos un ave o una rata como ofrenda a su amo, Minerva rendía tributo a su señor trayendo ante su presencia a un impenitente.
-Un traidor. Aquel que sirve de súbdito fiel a aquel Rey imprudente. Atrevido como ninguno, ha osado a aniquilar con los suyos a unos cuanto de los nuestros. Una lacra de su índole no merece ni un segundo más existir ante vuestra presencia, mon seigneur, pero que expíe sus pecados al menos con una confesión que nos ha de beneficiar a nosotros; los oscuros. Y es que éste nefasto buitre de la infamia maneja información. Nombres y lugares, mon seigneur, para hablar con mayor exactitud.-
Deslizó sus finos dedos por el borde del ataúd acariciando el seguro metálico de éste mismo. Se apreciaba como si la niña fuese una especie de mago ilusionista que estaba próxima a develar un acto mágico. Como si fuese tan siquiera a sacar un conejo de un sombrero ella abrió al fin el ataúd. Pero de la caja mágica no salió ningún conejo sino más bien un cuerpo humano que como pandemia manifestaba heridas sangrantes ante el claustro castigador de hace unos segundos. Heridas que por su naturaleza vampírica en cosa de segundos sanarían.
Entonces el conejito manchado en carmesí cayó de rodillas al suelo sumergiéndose en su propia sangre. Respirando tan agitadamente que si vivos estuvieran sus pulmones les reclamarían piedad cada vez que escupía sangre.
Minerva- Vampiro Clase Alta
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