AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Pase lo que pase (privado)
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Pase lo que pase (privado)
“Todos somos ignorantes, lo que pasa es que no todos ignoramos las mismas cosas”
Albert Einsteirn.
Todo en la vida tiene un comienzo y un final, así pues, hablar de la muerte es tan natural como celebrar la vida misma. Algunos eventos son realizados en la Alta Clase sólo para llenar a la parturienta de numerosas bendiciones y regalos, así como fiestas, mucho más apacibles y sin tantas sonrisas, que llenan a los familiares del difunto de frases adornadas con congoja y pena.
En el funeral de su madre, muchas personas se reunieron, había tal variedad de personalidades y aspectos que Auguste, en su más tierna adolescencia, se había visto abrumado y, por qué no admitirlo, maravillado con tal despliegue de personalidades variopintas. A pesar de que su madre había terminado su vida encerrada en una Mansión, llorando y hundida en la miseria que le proporcionaba las numerosas aventuras y deudas de su padre, en su juventud y poco antes de su embarazo, su encanto y belleza habían hecho que tuviera un gran número de amistades.
Algunas de ellas se habían mantenido con el tiempo a través de correspondencia, pero otras, en cambio, se habían perdido y sólo recuperado con la noticia de su fallecimiento. Todos parecían mirarlo con lástima, incluso abrían el féretro de su madre, expuesta ante todos sus últimos visitantes, con una pequeña sonrisa. Como si supiera que a pesar de haber estado sola en vida, en su muerte habría numerosas personas llorando por ella.
Sin embargo, el funeral de su padre fue algo horrendo que prefería mantener alejado de su mente. Nada lo había despertado más a la realidad que todo lo que vio allí. La crueldad y suciedad del mundo, de todas aquellas personas que habían acudido presurosas a cobrar todo lo que podían del hijo, ahora huérfano y demasiado joven como para no saber qué realmente había pagado su padre o qué no.
Aún hoy en día, a pesar de su larga edad, no sabía qué era lo que lo hacía recordar aquello de nuevo. Quizás fuera su cerebro diciéndole que jamás debía fiarse de nadie, mucho menos de la familia. Aunque quizás era sólo el hecho de que aquellas jovencitas, parientes lejanas de él, venían a verlo ahora que, al igual que él, habían quedado sin padre. No sabía qué las impulsaba a verlo, no cuando había pasado tanto tiempo entre ellos como para convertirse en unos extraños. Pero sus modales le impedía negarles cobijo, no cuando aún guardaba un recuerdo hermoso y sin falta alguna sobre ellas. Así que sólo aceptó la proposición de la visita y comenzó todos los preparativos necesarios para que su mansión estuviera al alcance de sus expectativas.
Pero había un problema grave con su visita, mientras todos sus sirvientes corrían de un lado al otro, puliendo toda la plata, desplegando manteles nuevos y llenando toda la casa de pasteles y frutas con las que agasajarlas. Así como una habitación para cada una con los productos de belleza e higiene dignos de la realeza y sábanas de una calidad similar a la seda. El problema residía en la base que daba posibilidad a que cada uno de esos objetos estuviera allí presente; el dinero. Tendría que trabajar duramente por las noches, satisfaciendo a más de una mujer, sólo para poder mantener las apariencias delante de ellas y que las facturas no se acumulasen a su ya no tan grande, cúmulo de deudas.
Se apretó el puente de la nariz, intentando serenarse antes de que ellas llegasen. Había ordenado que las enviaran a su despacho según llegasen, podría haberlas esperado fuera, pero su cabeza martilleaba constantemente con el peso del cansancio. A penas había dormido tres horas antes de que sus criados comenzasen a realizar un escándalo tal, que casi creyó que los acreedores de deudas habían vuelto a hacer lo de antaño, entrar a su casa a robar todo lo que podían para poder sufragar los gastos.
Se sentó en la silla y se cruzó de piernas, adoptando una posición elegante. Tomó el libro que estaba leyendo de nuevo entre sus manos y se decidió a leer. No podía seguir pensando en el pasado, mucho menos en los horribles acontecimientos que podrían ocasionar una larga estadía de las mujeres en su mansión, pero haría lo posible por mantener la calma y discreción en todo lo que atenía a su vida privada y a sus deudas. El juego comenzaba.
Auguste October De Rais- Humano Clase Alta
- Mensajes : 58
Fecha de inscripción : 30/07/2014
Re: Pase lo que pase (privado)
El largo viaje que tenían por delante, se les hacía corto, Apenas un parcial y rápido tiempo que pasaba veloz, como las lágrimas que mojaban las mejillas de ambas hermanas. Los padres de ambas habían sido asesinados, y junto a sus muertes, se habían destapado los secretos entre ellos el que las jóvenes De Lacour no permanecían a ellos, no compartían sangre ya que habían sido adoptadas al encontrárselas a ambas abandonadas, cerca de sus jardines. Aquella noticia había resultado ser una gran revelación y habían empezado a caer las sospechas de que ambas pudieran haber asesinado a la pareja para quedarse con la herencia antes de que saliera a la luz el pasado humilde de las muchachas.
Georgiana aún se acordaba del enfado de Alexandra cuando el general al mando de la investigación de la muerte de sus padres, había dejado caer junto con las hipótesis de más fuerza en el caso de asesinato, el que hubieran sido ellas las artífices del crimen. Ella misma se había quedado blanca y estuvo a punto por dejar a su hermana sacudir al hombre, solo que al final optó por tranquilizarla, salvándola de terminar en el calabozo por agredir a aquel patán. Tras terminar de hablar con los guardias, y hasta que aún no se hiciera público la lectura del testamento decidieron alejarse de allí hacia el hogar de uno de sus primos. Exactamente de aquel que seguramente se iba a quedar con todo, por ser ellas mujeres y él el siguiente varón en la sucesión. Rápidamente una vez escrita la carta la hizo llegar en persona al mismo Auguste, solicitando su ayuda mientras todo volvía a su cauce normal –aunque después de la muerte de sus padres algo le decía que ya nada sería lo mismo.-
Si la carta llegó a él en apenas unas horas, en unas horas más le fue devuelta con una contestación del mismo puño y letra de Auguste. Leyó la carta, y tras mandar a los sirvientas las ultimas ordenes en su ausencia, apresuró a su hermana a subir al carruaje para partir hacía la villa De Rais.
En el transcurso del día las lágrimas no abandonaron los ojos de las hermanas, hasta que Alexandra sin poder aguantar más aquel dolor, decidió salir del carruaje, tomar uno de los caballos y galopar. Por suerte sabia del camino hacia la villa, por lo que si perdía de vista el carruaje no se perdería. — No me miréis así por favor Aria, estoy bien… estaremos bien. —La voz rota de la joven apenas fue un susurro en lo que sus ojos se posaban sobre el pequeño canino que yacía mirándola fijamente frente a ella. No había podido no tomarla en brazos y llevársela. Era un perro tan pequeño y tan acostumbrada a estar con ellos, que abandonarla en una casa vacía la habría matado en vida. Ahora solo esperaba que Auguste pudiera aceptarla o debería de buscarle un hogar donde la cuidasen, por lo menos hasta que pudiera volver a casa. — Si algún día regreso a casa de nuevo…. — murmuró contra el cristal de la ventanita viendo finalmente los jardines de la villa y al fondo la construcción que se hacía paso entre abedules.
Su hermana se había distanciado del carruaje, así que debería ir primero ella a saludarle y a agradecerle el que las aceptara en su hogar unos días. Tras detenerse el carruaje bruscamente ante la puerta, unos sirvientes le abrieron la portezuela por donde lentamente bajó. El vestido negro atrajo la atención de todos, los que ya podían adivinar a que se debía aquella visita. El cabello lo llevaba recogido a la espalda sin ningún velo oscuro bajo el que ocultarse, ya que esos mismos eran los que usaban las viudas o esposas, no las jóvenes que aún no habían sido prometidas a nadie. Enseguida la mirada empañada y triste de Georgiana fue a dar con el mayordomo al que reconoció de algunos veranos que de muy pequeña había acudido a aquella casa en otras circunstancias más felices. Sonrió o lo intentó y el señor le devolvió la sonrisa al tiempo que le anunciaba que el señor de la casa, el señor Auguste le esperaba en su despacho. Georgiana se aseguró de que sus cosas fueran llevadas a sus habitaciones, y siguió al mayordomo hasta llegar ante una puerta de madera.
— El señor le está esperando. – Le anunció el mayordomo.
Ella asintió y tomando el picaporte tras secarse con sus dedos un par de lágrimas de sus ojos, se anunció con un golpe de nudillos suave sobre la puerta. Los nervios y la tristeza era palpable a simple vista en su rostro, sin embargo también era grande las ganas de verle de nuevo, tras tantos años sin verle.
— Auguste, soy Georgiana.
Y esperó a que él le abriera.
Georgiana De Lacour- Humano Clase Alta
- Mensajes : 15
Fecha de inscripción : 02/08/2014
Re: Pase lo que pase (privado)
“Una verdadera señora se desprende de la dignidad junto a sus vestidos y se esfuerza en hacer la prostituta. En otras ocasiones, puedes ser púdica y digna como requiere tu imagen. “
Robert Anson Heinlein
Una vez abrió el libro, se sumergió en la lectura de aquel listado de poemas, sabía que no era una lectura propia de un hombre que se jactase de su masculinidad ante los demás, pero él era una criatura sensible y torturada. Podía comprender perfectamente los pasajes que hablaban de la soledad, la tristeza, la fealdad. Pero cuando leía a hombres alabando la belleza de una mujer, describiendo la mágica sensación que sólo se obtenía cuando se encontraba en los brazos de la inocencia encarnada en femineidad, sólo se sentía fríamente ansioso. No entendía nada sobre el amor, mucho menos un amor incondicional. Él podía hablar del placer, la entrega a cambio de algo de su interés; el sonido de las monedas chocando unas contra otras, anunciando así el preludio de las horas pecaminosas. ¿Pero amor? ¿Qué sabía él del ser amado, de la entrega sin temores?. Nada, absolutamente nada.
Paseó uno de sus dedos sobre su labio inferior, moviendo con lentitud la pierna que tenía cruzada sobre la otra. El ligero ceño fruncido que lucía era la única señal en él de que estaba leyendo algo que no comprendía, el resto de su apariencia lucía la natural elegancia que le caracterizaba. Era sorprendente el comprender cuál dual era su personalidad; de día, era el hombre que toda mujer podría desear para su hija, de noche, era la fantasía de cualquiera que pudiera pagar por ello. A veces sentía que el crepúsculo era el único momento del día en que se podía ver su verdadera cara, eran las únicas horas en los que ambos rostros se unían y dejaban entrever al auténtico Auguste. Era una flor que se abría y cerraba dependiendo de si había o no luz.
No pudo evitar mirar hacia su izquierda, fijando sus ojos en la ventana de su despacho por la que se divisaba los hermosos jardines de su familia. Las rosas blancas que su madre había cultivado en el invernadero habían sido trasplantadas para que Auguste pudiera ver siempre sus blancos pétalos abrirse ante sus ojos. Ahora dominaban toda la parte baja de su despacho, haciendo juego con la enredadera que ascendía alrededor de la ventana. Si él abriese aquel antiguo tragaluz; teniendo en cuenta que su antigüedad residía en el cristal de murano reutilizado en aquella moderna construcción de hierro y madera, perteneciente a una antigua capilla destruida en las tierras que su madre había tenido que vender para pagar las primeras deudas de su padre, podría llegar a ser atacado por la dulce y excitante fragancia de aquellas flores.
Le gustaba la sensación que obtenía cada vez que se acercaba a aquella ventana, aprovechando las primeras horas del alba y, abriéndola, recibía el abrazo materno de la inconfundible esencia de su madre. Era, al menos para él, como volver al claustro materno, rodeado por la seguridad que sólo una progenitora podría dar a su hijo. Quizás fue ese recuerdo el que lo impulsó a dejar el libro a un lado y levantarse para ir hacia la ventana.
Caminó con lentitud, alisando la superficie de su chaqueta con una de sus manos, mientras que la otra se extendía hacia el picaporte que le permitía abrir aquella ventana siempre que quería. Como había predicho, su recuerdo se hizo real cuando la fragancia de las rosas se adentró en su despacho. Y justo cuando sus dedos fueron a tocar la rosa más cercana a él, una hermosa flor del tamaño de su mano, abierta y llena de rocío, la puerta fue sacudida por unos suaves golpecitos. Le sonrió a la flor, como si ésta fuera su madre y negó con dulzura, como si ella hubiera actuado aún en su muerte, impulsándolo a tranquilizarse antes de atender a aquellas mujeres a las que les debía lealtad por sus lazos familiares.
- Justo a tiempo.- Susurró a nadie en particular, mientras mantenía su sonrisa, se apresuró a cortar una de las rosas, pensando que sería un buen regalo de bienvenida para aquella mujer que no había visto desde su niñez.
¿ Georgiana?, se preguntó mientras caminaba con la rosa blanca hacia la puerta de su despacho. La imagen de una niña delgada, tanto que parecía un pajarillo frágil a pesar de toda la vitalidad que desprendía su sonrisa, perfectamente vestida en uno de sus vestidos rosados a juego con su tez sonrojada, provocada por las largas jornadas de un paseo a galope prohibido por sus padres, acudió a su mente. En sus recuerdos, ella aún tenía un hueco en una sonrisa blanquecina, el indicio de que sus dientes comenzaban a caerse para dejar paso a una dentadura madura. Pero cuando abrió la puerta, entendió que no sólo él había cambiado, sino que ella había florecido al igual que la rosa blanca que sostenía entre sus manos.
Sus ojos se mantuvieron sobre los de ella durante unos segundos, lo suficientemente escasos como para no ser incómodo, pero lo suficientemente largos como para demostrar que él había encontrado algo que no se esperaba en ellos.
- Bienvenida a casa bella Georgiana, espero que el viaje haya sucedido sin imprevistos.- Le dijo mientras le ofrecía una reverencia elegante y formal, aunque cuando volvió a erguirse, toda su seriedad se esfumó cuando le tendió la rosa blanca con una pequeña sonrisa amable. – Creo recordar que usted y mi madre compartían los mismos gustos. – Miró detrás de ella y al no encontrar a su hermana, volvió a mirarla con cierta preocupación.- ¿ Vuestra hermana se encuentra indispuesta?.
Auguste October De Rais- Humano Clase Alta
- Mensajes : 58
Fecha de inscripción : 30/07/2014
Re: Pase lo que pase (privado)
No le agradaba abusar de hospitalidad de los demás, como tampoco aprovecharse o acudir a la familia lejana para asuntos como aquel. Sin casa, sin hogar y con todos sus bienes a cargo de su primo, no se le había ocurrido nada más que acudir a él y esperar que los aceptara de buen grado, lo que por conocimiento del carácter de Auguste, todo parecía indicarle que así seria. Aquel joven en su memoria, en sus recuerdos era un joven que se permitía siempre ayudar a los demás aún a riesgo de perder. Por ello era que había decidido acudir a él que no a tío Humberto. Un anciano cascarrabias y solitario quien solo en alguna vez contado había aparecido en las reuniones familiares para dar fe d que seguía en vida para luego volver a esconderse en sus bosques y su cabaña. Georgiana podría haber acudido a él, sin embargo para lo que acostumbraba su hermana y para como ella era, no soportaría el estar privada de todo lujo viéndose como cualquier mujer de campo. Por qué por más que le gustara ayudar a los más desfavorecidos y cabalgar a caballo descubriendo nuevos caminos, Alexandra no era joven que se pudiera contentar con una porción de pan al día y un lecho de cartón o hojas para dormir.
Llegando al hogar de su primo, esperó una recibimiento menos cordial a causa del recién descubrimiento de que ambas jóvenes no eran de sangre de los Lacour, sino dos pequeñas que adoptaron como hijas propias. Sin embargo el recibimiento caluroso del mayordomo y de la servidumbre fue todo lo contrario a lo esperado. ¿Habría su primo hablado con ellos o aún perduraban en la memoria de todos ellos los recuerdos de cuando niñas los visitaban? Sin duda, no iba a preguntarle a su primo al respecto, pensó Georgiana arreglándose el vestido tras tocar la puerta del despacho donde él le esperaba. La última vez que le había visto aún habían sido niños y así como ella había cambiado por completo, esperaba que su primo también lo hubiese hecho, quedándose deslumbrada por unos segundos al verle abrir las puertas y presentándose ante ella.
Una sonrisa enseguida floreció en su rostro ligeramente ruborizado a causa de los ojos masculinos que por unos segundos no dejaron de mirarla, como ella a él, como si se estuvieran reconociéndose tras tantos años sin verse.
—Tenéis muy buena memoria… son mis favoritas. — Mencionó tras aquel reconocimiento inicial, recuperando de nuevo la voz y la lucidez, tomando con delicadeza entre sus manos la rosa que le ofrecía. Sonriendo de nuevo, se inclinó en una reverencia tras la cual asintió, volviendo sus azules orbes a los masculinos. — El tiempo nos acompañó en toda la travesía, no podría haber pedido más. — Le contestó agradecida porque realmente el viaje hubiera sido rápido y sin muchas distracciones. Por unos segundos volvió a mirar la rosa que mantenía en sus manos hasta que observando a su primo cayó en la cuenta de la ausencia d su hermana y rápidamente intentó borrar la preocupación de su rostro. Lo que ocurría con su hermana era que era una desagradecida, aunque en el fondo sabio era más difícil que solo eso. — Mi hermana se ha quedado atrás, y me envió a que os trasladara su sincera disculpa, ya que la recién muerte de nuestros padres aún le pesa y no se encontraba en condiciones de veros. A lo largo del viaje recayó de nuevo en la tristeza y prefirió alejarse un poco. —Le explicó intentando no ofenderle. — Cuando esté mejor estoy segura se presentara, por ahora no quise presionarla. La muerte de padres aún nos pesa, y cada una lo lleva como puede. Pero por favor no os preocupéis y no hablemos más de ello, te estoy muy agradecida por acogernos en este momento de pesar. Ya sabes lo difícil que resulta a veces superar todo este duelo, y jamás os lo podre agradecer por completo el que hayas acudido a nuestra ayuda. Me alegro que no hayáis cambiado en esto Auguste... en todo lo demás debo deciros que ya no parecéis aquel joven que vi la última vez. El tiempo os ha hecho justicia. —Dijo sonrojándose ante lo último, a lo que esperó que pudiera alegar el cansancio del viaje y el calor. Pero era todo lo contrario, nada tenía que ver con sus sonrojos el tiempo o cualquier otro asunto, él era la respuesta a todo. Él y sus ojos.
Georgiana De Lacour- Humano Clase Alta
- Mensajes : 15
Fecha de inscripción : 02/08/2014
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