AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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S'il vous plaît | Privé
Por si pasear a solas una noche festiva no fuera lo suficientemente triste, aquella noche en concreto a su mente se le había ocurrido la fantástica idea de fantasear con aquellas cosas que, dada su condición de cadáver andante -o mejor dicho, flotante-, no podría realizar jamás. Cuando era pequeña y como era frecuente en todos los hogares de su posición, su madre le trató de inculcar en todo momento que las muchachas de cierta edad debían encontrar un varón con el que comprometerse, para posteriormente casarse con él y fundar una familia nueva. Para ello, y dado que los futuros esposos solían ser bastante exigentes, las señoritas debían aprender una serie de actividades y normas sobre las que basar su conducta actual y futura, a fin de convertirse en alguien deseable a quien luego quisieran escoger como esposas. Kaethe, siempre obediente y muy dada a escuchar las enseñanzas de su madre, absorbía toda aquella información como si de una esponja se tratase, e intentaba, por supuesto, de ponerlo en práctica en cada ocasión que se le presentara. Así, aprendió a bordar, a cantar de forma más que decente, a vestirse según las normas protocolarias y a aguardar a que pidieran su palabra para intervenir en una conversación. Todo esto de forma casi memorizada, llegando al punto de poder hacerlo casi automáticamente sin tener que ponerse a pensar al respecto.
Esas normas, dicho sea de paso, incluso le resultaban entretenidas. Pasaba horas en su habitación, paseando de un lado a otro con un grueso libro sobre la cabeza perfeccionando la forma de caminar con la espalda erguida. Lo mismo que en clases de música, donde además de practicar canciones, acabó aprendiendo casi sin querer algunas palabras y frases de otros idiomas. ¿No era acaso útil saber cómo hacer remiendos a los ropajes, o incluso confeccionarse algún que otro vestido si la ocasión lo permitía? ¡Por supuesto que sí! Pero de entre todas las normas, protocolos y formas de actuar, había una serie de cuestiones que nunca llegó a comprender del todo, por no entender para qué demonios servían, ni por qué era imprescindibles que una mujer las llevase a cabo en mayor medida que un hombre. Sí, se trataban de las normas de cómo estar en la mesa, y más concretamente, en el cómo comer cuando había una reunión. Le fastidiaba sobremanera que sus hermanos, por el simple hecho de ser varones, pudieran -y debieran- empezar a degustar aquellos deliciosos manjares que les preparaba su cocinera, y más porque cuando les llegaba el turno de comer a ellas, aquellos malnacidos ya habían acabado con casi todo el pastel de pescado, el plato más sabroso con diferencia.
¿Que a qué vinieron aquellos recuerdos? Pues a que justo acababa de salir del caserón que había "adoptado" -es decir, robado- como suyo, cuando se cruzó con una pareja joven, con dos niños pequeños, y había oído decir a la madre que iban a comer a un restaurante y que la niña, la más pequeña de los dos, debía poner en práctica lo enseñado: "papá y tu hermanito comen antes, y después comemos nosotras". Aquella imagen le sentó terriblemente mal, y no solamente por la connotación sexista de aquel hecho, que ya lo había vivido, sino también porque la joven madre tendría más o menos la edad que ella debería haber tenido, en el caso de no haber muerto, quedándose congelada en la terrible edad de dieciséis. ¡Qué calvario le esperaba, por todos los dioses! Caminó durante un rato tras la familia, fingiendo que simplemente seguían por el mismo rumbo, cuando entonces, ese maldito aroma que tan familiar le resultaba le invadió las fosas nasales. Justo en la acera de enfrente, un restaurante que parecía bastante atestado -seguramente por ser festivo-, desprendía aquel olor a pastel de pescado que tantos buenos y malos recuerdos le traía. Sin pensárselo dos veces, ocupó la única mesa que quedaba libre, dispuesta a intentar saciarse, aunque sabía que no sería posible.
- Quiero una sopa de cangrejo, doce bollos de pan recién hecho, un solomillo bien hecho con patatas, a ser posible, una ensalada frutal y por favor... tráigame todo lo que pueda de ese pastel de pescado que huele tan bien...
- E-esto... ¿Y comerá sola? ¿No será demasiada comida?
- No, no lo será. -"Que le jodan al protocolo. Los muertos no engordamos". Una sonrisa se dibujó en su rostro de forma casi instantánea. Degustaría todo con esmero, deleitándose con la textura, sabor y aroma de su comida... Y luego desaparecería, sin más. Esa era una de las ventajas de estar muerto, aparte de no aumentar de peso: puedes marcharte sin pagar.
Esas normas, dicho sea de paso, incluso le resultaban entretenidas. Pasaba horas en su habitación, paseando de un lado a otro con un grueso libro sobre la cabeza perfeccionando la forma de caminar con la espalda erguida. Lo mismo que en clases de música, donde además de practicar canciones, acabó aprendiendo casi sin querer algunas palabras y frases de otros idiomas. ¿No era acaso útil saber cómo hacer remiendos a los ropajes, o incluso confeccionarse algún que otro vestido si la ocasión lo permitía? ¡Por supuesto que sí! Pero de entre todas las normas, protocolos y formas de actuar, había una serie de cuestiones que nunca llegó a comprender del todo, por no entender para qué demonios servían, ni por qué era imprescindibles que una mujer las llevase a cabo en mayor medida que un hombre. Sí, se trataban de las normas de cómo estar en la mesa, y más concretamente, en el cómo comer cuando había una reunión. Le fastidiaba sobremanera que sus hermanos, por el simple hecho de ser varones, pudieran -y debieran- empezar a degustar aquellos deliciosos manjares que les preparaba su cocinera, y más porque cuando les llegaba el turno de comer a ellas, aquellos malnacidos ya habían acabado con casi todo el pastel de pescado, el plato más sabroso con diferencia.
¿Que a qué vinieron aquellos recuerdos? Pues a que justo acababa de salir del caserón que había "adoptado" -es decir, robado- como suyo, cuando se cruzó con una pareja joven, con dos niños pequeños, y había oído decir a la madre que iban a comer a un restaurante y que la niña, la más pequeña de los dos, debía poner en práctica lo enseñado: "papá y tu hermanito comen antes, y después comemos nosotras". Aquella imagen le sentó terriblemente mal, y no solamente por la connotación sexista de aquel hecho, que ya lo había vivido, sino también porque la joven madre tendría más o menos la edad que ella debería haber tenido, en el caso de no haber muerto, quedándose congelada en la terrible edad de dieciséis. ¡Qué calvario le esperaba, por todos los dioses! Caminó durante un rato tras la familia, fingiendo que simplemente seguían por el mismo rumbo, cuando entonces, ese maldito aroma que tan familiar le resultaba le invadió las fosas nasales. Justo en la acera de enfrente, un restaurante que parecía bastante atestado -seguramente por ser festivo-, desprendía aquel olor a pastel de pescado que tantos buenos y malos recuerdos le traía. Sin pensárselo dos veces, ocupó la única mesa que quedaba libre, dispuesta a intentar saciarse, aunque sabía que no sería posible.
- Quiero una sopa de cangrejo, doce bollos de pan recién hecho, un solomillo bien hecho con patatas, a ser posible, una ensalada frutal y por favor... tráigame todo lo que pueda de ese pastel de pescado que huele tan bien...
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- No, no lo será. -"Que le jodan al protocolo. Los muertos no engordamos". Una sonrisa se dibujó en su rostro de forma casi instantánea. Degustaría todo con esmero, deleitándose con la textura, sabor y aroma de su comida... Y luego desaparecería, sin más. Esa era una de las ventajas de estar muerto, aparte de no aumentar de peso: puedes marcharte sin pagar.
Kaethe- Fantasma
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