AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Hunting | Privado
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Hunting | Privado
Recuerdo del primer mensaje :
You're the predator right up until you're prey.
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—¿Te sorprende verme, querida? —preguntó Neumann cuando entró en la sala. Su esposa, Frauke Neumann, se encontraba sentada en un cómodo sillón con un elegante forro de terciopelo color marrón y tenía un libro en la mano, el cual soltó casi instintivamente cuando escuchó la voz de su marido. Se la notaba sobresaltada, como si hubiera sido descubierta en medio de un acto impropio. Ese mismo efecto causaba en ella la presencia de Horst y él lo sabía. Le fascinaba tener el control, infundir en ella el temor con solo mirarla.
Él tenía verdaderas razones para herirla, pues los últimos días que Frauke había pasado en Inglaterra, antes de emprender el viaje a Francia, habían tenido la que podía considerarse su peor pelea. En esa ocasión, Neumann no había tenido la oportunidad de castigarla, porque ella se había encerrado en la habitación. Pero ahora nada se lo impedía. La tenía allí, expuesta, a su merced, pero aunque se moría de ganas de ganas de darle la lección que le enseñara a nunca más actuar como había hecho, decidió que en esos momentos tenía asuntos más importantes que atender, y que lo dejaría para después.
—A mí me sorprende que pongas esa cara de idiota cuando sabías perfectamente que te alcanzaría en París apenas tuviera la oportunidad. Cuánto lo siento, tal vez ha sido demasiado pronto para tu gusto —dijo siendo completamente sarcástico, tan desagradable como la señora Neumann recordaba.
La puerta se abrió tras él y Neumann se hizo a un lado para que el criado pasara y depositara sus maletas en medio de la habitación, junto a los sillones. Luego, cuando volvieron a estar solos, cruzó la habitación y se acercó a ella. Notó cómo se tensaba y, sin decir nada, le arrebató el libro que ella sostenía en las manos. Lo alzó para leer el título y no tardó en dibujar una mueca de desprecio en su rostro, luego lo lanzó al bote de basura que tenía más cercano, dando así, nuevamente, la opinión que siempre había tenido sobre los gustos de su esposa. Nunca había entendido por qué gustaba de llenarse la cabeza con tonterías. Muchas veces le había ordenado que abandonara dichas lecturas, pero ella, como buena esposa desobediente, seguía haciendo caso omiso a las exigencias de Horst. Aunque procuraba no leer frente a él para no provocarlo.
—La verdad es que no estoy aquí por los negocios o por ti —aseguró mientras se acercaba a una vitrina, de donde sacó una botella de bourbon para servirse un poco en una copa. Bebió un trago antes de continuar—. Es Hunter. Demostró lealtad, eficacia, lo que me llevó a considerarlo durante mucho tiempo el más capaz de mis hombres. Pero me falló. Y tú sabes perfectamente lo que ocurre con quienes me fallan —miró a su esposa y notó al instante cómo ésta se tensaba.
Lo que Horst había dicho debía ser la noticia más terrible que ella había recibido en toda su vida, porque era ni más ni menos que una sentencia de muerte. Ella lo entendía, sabía de los códigos que manejaban dentro de sus negocios, incontables veces había visto hombres morir por haberlo traicionado, lo que no parecía entender era la tranquilidad con lo que se lo informaba, como si se tratara de cualquier otro y no del muchacho que habían visto crecer, al que ella consideraba un hijo.
—Sé lo que estás pensando, lo que dirás al respecto, pero él fue un estúpido, un verdadero idiota. Te advierto que no me tentaré el corazón —advirtió antes de que ella abriera la boca y empezara a decir disparates—. Y como estoy seguro de que has estado en contacto con él durante estos meses, te exijo en este momento que me digas dónde encontrarlo a él y a esa ramera de Dagmar Biermann.
Él tenía verdaderas razones para herirla, pues los últimos días que Frauke había pasado en Inglaterra, antes de emprender el viaje a Francia, habían tenido la que podía considerarse su peor pelea. En esa ocasión, Neumann no había tenido la oportunidad de castigarla, porque ella se había encerrado en la habitación. Pero ahora nada se lo impedía. La tenía allí, expuesta, a su merced, pero aunque se moría de ganas de ganas de darle la lección que le enseñara a nunca más actuar como había hecho, decidió que en esos momentos tenía asuntos más importantes que atender, y que lo dejaría para después.
—A mí me sorprende que pongas esa cara de idiota cuando sabías perfectamente que te alcanzaría en París apenas tuviera la oportunidad. Cuánto lo siento, tal vez ha sido demasiado pronto para tu gusto —dijo siendo completamente sarcástico, tan desagradable como la señora Neumann recordaba.
La puerta se abrió tras él y Neumann se hizo a un lado para que el criado pasara y depositara sus maletas en medio de la habitación, junto a los sillones. Luego, cuando volvieron a estar solos, cruzó la habitación y se acercó a ella. Notó cómo se tensaba y, sin decir nada, le arrebató el libro que ella sostenía en las manos. Lo alzó para leer el título y no tardó en dibujar una mueca de desprecio en su rostro, luego lo lanzó al bote de basura que tenía más cercano, dando así, nuevamente, la opinión que siempre había tenido sobre los gustos de su esposa. Nunca había entendido por qué gustaba de llenarse la cabeza con tonterías. Muchas veces le había ordenado que abandonara dichas lecturas, pero ella, como buena esposa desobediente, seguía haciendo caso omiso a las exigencias de Horst. Aunque procuraba no leer frente a él para no provocarlo.
—La verdad es que no estoy aquí por los negocios o por ti —aseguró mientras se acercaba a una vitrina, de donde sacó una botella de bourbon para servirse un poco en una copa. Bebió un trago antes de continuar—. Es Hunter. Demostró lealtad, eficacia, lo que me llevó a considerarlo durante mucho tiempo el más capaz de mis hombres. Pero me falló. Y tú sabes perfectamente lo que ocurre con quienes me fallan —miró a su esposa y notó al instante cómo ésta se tensaba.
Lo que Horst había dicho debía ser la noticia más terrible que ella había recibido en toda su vida, porque era ni más ni menos que una sentencia de muerte. Ella lo entendía, sabía de los códigos que manejaban dentro de sus negocios, incontables veces había visto hombres morir por haberlo traicionado, lo que no parecía entender era la tranquilidad con lo que se lo informaba, como si se tratara de cualquier otro y no del muchacho que habían visto crecer, al que ella consideraba un hijo.
—Sé lo que estás pensando, lo que dirás al respecto, pero él fue un estúpido, un verdadero idiota. Te advierto que no me tentaré el corazón —advirtió antes de que ella abriera la boca y empezara a decir disparates—. Y como estoy seguro de que has estado en contacto con él durante estos meses, te exijo en este momento que me digas dónde encontrarlo a él y a esa ramera de Dagmar Biermann.
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Horst Neumann- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 04/01/2012
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Re: Hunting | Privado
¿Cuánto tiempo llevaba siendo esposa de Horst? Veinte años, pero se conocían desde niños; de toda la vida. Sin embargo el verdadero calvario había durado desde el momento en que ella había aceptado ser su esposa, en realidad no había tenido otra opción, y aunque lo tuviera lo habría escogido a él, porque ¿para que mentir? desde la juventud, su marido había sido bueno manipulando las mentes ajenas a su favor, endulzando el oído y el interior ajeno. Fue desde ese entones cuando su naturaleza se tuvo que volver de acero, no bajar la guardia, ser la mujer que ni siquiera se quejaba por cada golpe o embestida con violencia que se le daba.
Pero toda fortaleza, por más cimentada que estuviera tenía una debilidad, y quizás ese instinto maternal que no tuvo el placer de desarrollar por completo, fue la causa que la hiciera flaquear, además se le sumaba el hecho de por fin sentirse segura en los brazos de alguien, de un hombre que la veía con emoción, adoración, deseo, pero principalmente con amor, aquella había sido la experiencia más hermosa y jamás conocida, aunque la edad fuera un factor en contra, uno que no importaba en ese instante, ya habría más momentos para poder llegar a ese instante, el futuro de cinco personas se jugaría aquel día.
Frauke Neumann sabía que creyó haber amado a Horst, llegó a sentir ilusión al pensar en su boda, en compartir la vida con él, en formar una familia, pero se dio cuenta que el amor no eran solo ideas programadas en la cabeza de alguien, sino algo que se sembraba y cosechaba a la larga, y que según los poetas dolía pero que valía la pena cuando era verdadero, pues duraba para toda la vida. Todo lo conocido y enseñado le causaba confusión con lo que sentía y experimentaba por Pierrot, y la duda de lo correcto se apoderaba de su ser. Se encontraba confundida, pero eso también sería otro tema para tratar en otro momento.
Sintió el tirón de realidad al escuchar aquella voz grave, misma que sólo derrochaba odio sincero. La postura de Frauke había cambiado, sus hombros caídos volvieron a volverse una linea firme, su mentón se alzó al igual que la serenidad que necesitaba para enfrentar aquel instante. Después de escuchar la breve platica entre aquel par de hombres se giró. Sonrió de media lado aunque su rostro se encontraba completamente hinchado.
Caminó aproximándose a su aún marido. Aquel hombre había perdido el color de cada zona de su rostro, la cantidad de sangre que salió de la herida podría ser alarmante para la salud del hombre, pero no parecía importarle demasiado a alguien, hasta ese instante.
Frauke movió el rostro, alzó la voz pronunciando una palabra en perfecto francés. Un par de mujeres con sus respectivas parejas aparecieron. La Alemana ordenó que inmovilizaran por completo al señor Neumann, para sorpresa de Horst lo hicieron sin chistar; sin miedo alguno. Las dos mujeres empezaron a realizar las curaciones.
— Muerto no me sirves, necesito que sigas vivo por lo menos las siguientes dos semanas — Su voz apareció rompiendo el inquietante silencio que había dejado todo en silencio. — Sin embargo debes estar consciente a estas alturas que me hiciste la vida miserable por viente años, y que voy a darte lo mismo que me haz ofrecido — Sonrió — También sabrás lo que es el encierro y la tortura, te sorprenderá la cantidad de enemigos que me han buscado desde mi estancia aquí, y por último, todo aquello que en algún momento te hizo poderoso será mío — Aquella era una sentencia clara, y no quedaba duda alguna en que aquello se cumpliría, porque su algo había aprendido Frauke de su marido, era a realizar todo aquello que se atravesaba por su mente.
Un par de jovencito se adentraron una una charola que llevaba dos tazas con te, uno era para relajar y tranquilidad los nervios de su protectora, Frauke tomó la mano de Pierrot y lo guió hasta una mesa con dos sillas para disfrutar de su bebida mientras supervisaban la curación de Neumann, y claro, seguían aquella interesante charla.
Pero toda fortaleza, por más cimentada que estuviera tenía una debilidad, y quizás ese instinto maternal que no tuvo el placer de desarrollar por completo, fue la causa que la hiciera flaquear, además se le sumaba el hecho de por fin sentirse segura en los brazos de alguien, de un hombre que la veía con emoción, adoración, deseo, pero principalmente con amor, aquella había sido la experiencia más hermosa y jamás conocida, aunque la edad fuera un factor en contra, uno que no importaba en ese instante, ya habría más momentos para poder llegar a ese instante, el futuro de cinco personas se jugaría aquel día.
Frauke Neumann sabía que creyó haber amado a Horst, llegó a sentir ilusión al pensar en su boda, en compartir la vida con él, en formar una familia, pero se dio cuenta que el amor no eran solo ideas programadas en la cabeza de alguien, sino algo que se sembraba y cosechaba a la larga, y que según los poetas dolía pero que valía la pena cuando era verdadero, pues duraba para toda la vida. Todo lo conocido y enseñado le causaba confusión con lo que sentía y experimentaba por Pierrot, y la duda de lo correcto se apoderaba de su ser. Se encontraba confundida, pero eso también sería otro tema para tratar en otro momento.
Sintió el tirón de realidad al escuchar aquella voz grave, misma que sólo derrochaba odio sincero. La postura de Frauke había cambiado, sus hombros caídos volvieron a volverse una linea firme, su mentón se alzó al igual que la serenidad que necesitaba para enfrentar aquel instante. Después de escuchar la breve platica entre aquel par de hombres se giró. Sonrió de media lado aunque su rostro se encontraba completamente hinchado.
Caminó aproximándose a su aún marido. Aquel hombre había perdido el color de cada zona de su rostro, la cantidad de sangre que salió de la herida podría ser alarmante para la salud del hombre, pero no parecía importarle demasiado a alguien, hasta ese instante.
Frauke movió el rostro, alzó la voz pronunciando una palabra en perfecto francés. Un par de mujeres con sus respectivas parejas aparecieron. La Alemana ordenó que inmovilizaran por completo al señor Neumann, para sorpresa de Horst lo hicieron sin chistar; sin miedo alguno. Las dos mujeres empezaron a realizar las curaciones.
— Muerto no me sirves, necesito que sigas vivo por lo menos las siguientes dos semanas — Su voz apareció rompiendo el inquietante silencio que había dejado todo en silencio. — Sin embargo debes estar consciente a estas alturas que me hiciste la vida miserable por viente años, y que voy a darte lo mismo que me haz ofrecido — Sonrió — También sabrás lo que es el encierro y la tortura, te sorprenderá la cantidad de enemigos que me han buscado desde mi estancia aquí, y por último, todo aquello que en algún momento te hizo poderoso será mío — Aquella era una sentencia clara, y no quedaba duda alguna en que aquello se cumpliría, porque su algo había aprendido Frauke de su marido, era a realizar todo aquello que se atravesaba por su mente.
Un par de jovencito se adentraron una una charola que llevaba dos tazas con te, uno era para relajar y tranquilidad los nervios de su protectora, Frauke tomó la mano de Pierrot y lo guió hasta una mesa con dos sillas para disfrutar de su bebida mientras supervisaban la curación de Neumann, y claro, seguían aquella interesante charla.
Frauke Neumann- Humano Clase Alta
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Re: Hunting | Privado
Pierrot supo aplicar en sí mismo el consejo que hizo a Frauke, mientras que ella ni siquiera se tomó la molestia de negar las acusaciones de su esposo, lo que sólo podía significar una cosa: era cierto. Tenía un amante y se trataba del muerto de hambre de Pierrot. ¿Desde cuándo? Debía ser reciente. Eso o la muy estúpida se las había arreglado demasiado bien para mantenerlo en secreto. ¿Cómo era posible? A Horst nada se le escapaba, pero a causa de la extrema pasividad que siempre había mostrado su esposa –sobre todo en su presencia-, su peor error probablemente había sido confiarse de ello, creerla demasiado resignada a la vida que tenía a su lado, como para ser capaz de buscar una vía de escape.
La rabia de Horst se incrementó, pero supo controlarlo. Cualquier otro en su lugar habría explotado y maldecido a los cuatro vientos la traición de su mujer –aún si no la amaba-, su insolencia, pero no él. En lugar de rebajarse con reproches, prefería humillar a las personas, lo que además de servirle para descargar su rabia, le traía un profundo placer. Primero escuchó a Frauke, luego que le hicieran la curación, allí, en el suelo, como si se tratara de un perro. Fue doloroso, pero aguantó. Más pronto de lo esperado las mujeres lograron extraer la bala que tenía en el hombro, lo que significó un gran alivio para él.
Las mujeres se retiraron cuando terminaron su labor. Sólo entonces, al verse nuevamente libre de interrupciones, fue que el hombre volvió a hablar.
—No lo lograrás, Frauke. Esas ideas tuyas son pura fantasía. Eres la misma vieja patética e ingenua de siempre. Sólo mírate, ¿a quiénes tienes como aliados? Un estúpido al que creí fuerte, pero que a la menor oportunidad se volvió un blandengue por una ramera —evidentemente se refería a Hunter, a quien por muchos años había considerado el más capaz de sus hombres—. Y a éste —su mirada fría, llena de desprecio, se clavó en Pierrot—, un huérfano que toda su vida sobrevivió gracias a la caridad de otros, como un perro, y que pese a estar vestido como un caballero, en el fondo sigue siendo un don nadie sin apellido, sin patrimonio, sin nada que valga.
Incluso en la posición en la que se encontraba –una que claramente no le favorecía-, Horst sacaba a relucir su aplomo y una seguridad de hierro. Sin embargo, aunque se trataba de un hombre lo suficientemente arrogante para creerse prácticamente indestructible, la realidad es que muy en el fondo tenía sus dudas. Era lógico. Después de todo, era él quien se encontraba herido y atado, incapaz de defenderse por sí solo. Si en ese instante Frauke ordenaba que lo asesinaran, nada podría hacer para impedirlo. ¿Debía entonces temer por su vida? Probablemente. Pero no lo demostraría.
—Estás perdida —continuó e incluso se atrevió a mostrar otra de sus despreciables sonrisas—. Ahora no lo ves, pero pronto ocurrirá. Todos estos años no te sirvieron para darte cuenta de quién soy yo. Podría chasquear mis dedos y en un abrir y cerrar de ojos todos ustedes estarían muertos. Sí, tal vez ahora las cosas parezcan estar de su lado, pero tarde o temprano todo volverá a la normalidad. No me puedes retener y mantener oculto para siempre. Mientras yo viva, tú y éste pelafustán insolente no podrán dormir en paz, esto te lo juro. Con su osadía han firmado su sentencia de muerte. Esta vez fuiste demasiado lejos.
Reclinó su cabeza contra la pared y miró a su alrededor. El reloj que tenían en la sala marcaba casi las ocho de la noche, lo que significaba que habían pasado ya más de dos horas. Lanzó un suspiro, como si aquello comenzara a aburrirlo.
—¿Sabes? Lo ideal sería que me mataras, pero no lo harás. No puedes. No tienes las agallas. Eso es lo que nos diferencia a ti y a mí. Yo asesino y vivo sin el menor remordimiento de conciencia, siempre fue así, pero tú, ¿podrías hacerlo? Por supuesto que no. Ambos sabemos que eres incapaz. Eres débil. Siempre lo fuiste.
Es cierto, torturarla no mejoraba en nada su situación, pero cómo lo disfrutaba.
La rabia de Horst se incrementó, pero supo controlarlo. Cualquier otro en su lugar habría explotado y maldecido a los cuatro vientos la traición de su mujer –aún si no la amaba-, su insolencia, pero no él. En lugar de rebajarse con reproches, prefería humillar a las personas, lo que además de servirle para descargar su rabia, le traía un profundo placer. Primero escuchó a Frauke, luego que le hicieran la curación, allí, en el suelo, como si se tratara de un perro. Fue doloroso, pero aguantó. Más pronto de lo esperado las mujeres lograron extraer la bala que tenía en el hombro, lo que significó un gran alivio para él.
Las mujeres se retiraron cuando terminaron su labor. Sólo entonces, al verse nuevamente libre de interrupciones, fue que el hombre volvió a hablar.
—No lo lograrás, Frauke. Esas ideas tuyas son pura fantasía. Eres la misma vieja patética e ingenua de siempre. Sólo mírate, ¿a quiénes tienes como aliados? Un estúpido al que creí fuerte, pero que a la menor oportunidad se volvió un blandengue por una ramera —evidentemente se refería a Hunter, a quien por muchos años había considerado el más capaz de sus hombres—. Y a éste —su mirada fría, llena de desprecio, se clavó en Pierrot—, un huérfano que toda su vida sobrevivió gracias a la caridad de otros, como un perro, y que pese a estar vestido como un caballero, en el fondo sigue siendo un don nadie sin apellido, sin patrimonio, sin nada que valga.
Incluso en la posición en la que se encontraba –una que claramente no le favorecía-, Horst sacaba a relucir su aplomo y una seguridad de hierro. Sin embargo, aunque se trataba de un hombre lo suficientemente arrogante para creerse prácticamente indestructible, la realidad es que muy en el fondo tenía sus dudas. Era lógico. Después de todo, era él quien se encontraba herido y atado, incapaz de defenderse por sí solo. Si en ese instante Frauke ordenaba que lo asesinaran, nada podría hacer para impedirlo. ¿Debía entonces temer por su vida? Probablemente. Pero no lo demostraría.
—Estás perdida —continuó e incluso se atrevió a mostrar otra de sus despreciables sonrisas—. Ahora no lo ves, pero pronto ocurrirá. Todos estos años no te sirvieron para darte cuenta de quién soy yo. Podría chasquear mis dedos y en un abrir y cerrar de ojos todos ustedes estarían muertos. Sí, tal vez ahora las cosas parezcan estar de su lado, pero tarde o temprano todo volverá a la normalidad. No me puedes retener y mantener oculto para siempre. Mientras yo viva, tú y éste pelafustán insolente no podrán dormir en paz, esto te lo juro. Con su osadía han firmado su sentencia de muerte. Esta vez fuiste demasiado lejos.
Reclinó su cabeza contra la pared y miró a su alrededor. El reloj que tenían en la sala marcaba casi las ocho de la noche, lo que significaba que habían pasado ya más de dos horas. Lanzó un suspiro, como si aquello comenzara a aburrirlo.
—¿Sabes? Lo ideal sería que me mataras, pero no lo harás. No puedes. No tienes las agallas. Eso es lo que nos diferencia a ti y a mí. Yo asesino y vivo sin el menor remordimiento de conciencia, siempre fue así, pero tú, ¿podrías hacerlo? Por supuesto que no. Ambos sabemos que eres incapaz. Eres débil. Siempre lo fuiste.
Es cierto, torturarla no mejoraba en nada su situación, pero cómo lo disfrutaba.
Horst Neumann- Humano Clase Alta
- Mensajes : 69
Fecha de inscripción : 04/01/2012
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Re: Hunting | Privado
La calma del muchacho se vino abajo cuando Neumann continuó hablando. Intentó reprimir su enojo pero, sus hirientes palabras, tanto las que iban dirigidas a él como las que le correspondían a Frauke, fueron la gota que derramó el vaso. Pierrot sintió hervir la sangre en sus venas y su expresión cambió. Un destello de rabia apareció en sus ojos. No es que le sorprendiera descubrir lo que Horst había pensado de él cuando era un niño y lo que seguía opinando ahora que era un adulto, siempre había sido evidente su desprecio, pero era diferente imaginar las cosas a escucharlas de su viva voz. Ese hombre le aborrecía y tal odio no había nacido en esa habitación, suponiendo la escandalosa relación que lo unía a su mujer, sino que había iniciado hacía ya más de quince años atrás, desde el primer momento en que éste había pisado su casa y Frauke había empezado a protegerlo. Aun así, de todas las horribles cosas que Horst había dicho, lo que más le dolía a Pierrot era la parte que le tocaba a la señora Neumann. Consideraba que ella ya había padecido suficiente al lado de ese monstruo, como para permitir que la siguiera torturando.
Pierrot avanzó hacia él y se le plantó enfrente. Lo miró a los ojos y, mientras contemplaba la insolente expresión en su rostro, de pronto lo asaltó el desesperado deseo de darle la lección de su vida. Pero, ¿cómo lograr que se tragara sus palabras? ¿Cómo borrarle la cínica sonrisa? ¿Cómo hacerle experimentar en carne viva la oscura sensación de incertidumbre y vacilación con la que Frauke Neumann había cargado toda su vida? La respuesta llegó a él como un relámpago.
—Cuide esa lengua, Neumann —le advirtió con voz firme, esforzándose por mantener la expresión sosiega, mas por dentro la avidez por conseguir lo que se había propuesto, lo consumía como una necesidad—. No se deje engañar por las apariencias. Mucho tiempo ha pasado desde que yo era un niño y me temo que hay cosas que aún ignora sobre mí —se mostró pensativo y se cruzó de brazos, como si se estuviera poniendo cómodo para disfrutar la gran revelación que le haría a continuación. Horst le devolvió una mirada llena de hastío, dudando en verdad que ese mequetrefe, como él lo consideraba, tuviera algo importante de lo cual hablar.
—Le haré una pregunta que espero pueda responderme. ¿Alguna vez ha escuchado el apellido Quartermane? —Horst intentó no hacer demasiado evidente su confusión, pero permaneció abstraído, intentando atar cabos sueltos—. A diferencia de mí, usted es un hombre de mundo, debe saber a quién pertenece. Ahora, mire bien este rostro —Pierrot se acercó más y se inclinó un poco—. ¿Le dice algo? ¿Le resulta familiar? Estoy seguro de que sí, después de todo dicen que mi hermano y yo somos gemelos idénticos —hizo una pausa para dar más énfasis, y también para disfrutar como nunca el gesto de perplejidad en la cara de Neumann. Fue tal su satisfacción que casi se le escapa una sonrisa—. ¿Le sorprende Horst, que este… —buscó en su reciente conversación las humillantes palabras que había utilizado para describirlo— huérfano muerto de hambre, al que alimentó alguna vez como a un perro, sea en realidad el hermano del actual rey de Francia? —desde lo alto lo miró con suficiencia.
¿Qué diablos estaba haciendo? ¿De pronto se sentía sumamente orgulloso por compartir lazos de sangre con Nigel, que no aguantaba las ganas de presumirlo? ¿Había olvidado ya el significado de la dignidad? ¡Era absurdo! Sin embargo, todo lo que Pierrot hizo fue utilizar su recurso más inmediato. Disfrazaba la realidad a su conveniencia, para cumplir con su cometido. Resultaba perfecto que Neumann creyera que Pierrot contaba con todo el apoyo de su hermano, el monarca, un hombre poderoso que sin duda estaba muy por encima del traficante alemán. Él no tenía porque enterarse de que en realidad Nigel lo despreciaba, que ni siquiera lo reconocía como hermano y que incluso lo había amenazado de muerte, si no se mantenía alejado de él y de su familia. Tampoco tenía que saber que en realidad aún no llevaba legalmente ningún apellido, que seguía siendo Pierrot, sólo Pierrot, a secas, y que el verdadero motivo de que fuera por la vida ataviado con elegantes ropas, era porque Amanda, su protectora, se las había patrocinado, ya que sin apellido, sin reconocimiento, tampoco era posible que tuviera acceso a la herencia que por ley le correspondía.
—Ahora que sabe que sí tengo un apellido, que me respalda un patrimonio que incluso usted quisiera y por qué estoy vestido de esta manera, ¿entiende quién lleva las de perder? Se lo repito una vez más: cuide su lengua. Sobre todo ahora que está consciente de que si alguien no tiene posibilidad alguna de salir airoso en todo este asunto, ése es usted.
Jaque mate. ¿Qué diría Horst Neumann ante eso? ¿Qué argumentos eran más importantes que la corona de Francia? No había manera de refutar. Pierrot había puesto fin a la partida y no podía negar que se sentía muy bien, demasiado orgulloso de sí mismo por haberlo logrado. El muchacho noble y modesto que siempre ponía la otra mejilla a quien lo agredía, se había esfumado. La expresión en su rostro cambió por la de un hombre triunfante, altivo y satisfecho… tan similar a la de su arrogante hermano.
Pierrot avanzó hacia él y se le plantó enfrente. Lo miró a los ojos y, mientras contemplaba la insolente expresión en su rostro, de pronto lo asaltó el desesperado deseo de darle la lección de su vida. Pero, ¿cómo lograr que se tragara sus palabras? ¿Cómo borrarle la cínica sonrisa? ¿Cómo hacerle experimentar en carne viva la oscura sensación de incertidumbre y vacilación con la que Frauke Neumann había cargado toda su vida? La respuesta llegó a él como un relámpago.
—Cuide esa lengua, Neumann —le advirtió con voz firme, esforzándose por mantener la expresión sosiega, mas por dentro la avidez por conseguir lo que se había propuesto, lo consumía como una necesidad—. No se deje engañar por las apariencias. Mucho tiempo ha pasado desde que yo era un niño y me temo que hay cosas que aún ignora sobre mí —se mostró pensativo y se cruzó de brazos, como si se estuviera poniendo cómodo para disfrutar la gran revelación que le haría a continuación. Horst le devolvió una mirada llena de hastío, dudando en verdad que ese mequetrefe, como él lo consideraba, tuviera algo importante de lo cual hablar.
—Le haré una pregunta que espero pueda responderme. ¿Alguna vez ha escuchado el apellido Quartermane? —Horst intentó no hacer demasiado evidente su confusión, pero permaneció abstraído, intentando atar cabos sueltos—. A diferencia de mí, usted es un hombre de mundo, debe saber a quién pertenece. Ahora, mire bien este rostro —Pierrot se acercó más y se inclinó un poco—. ¿Le dice algo? ¿Le resulta familiar? Estoy seguro de que sí, después de todo dicen que mi hermano y yo somos gemelos idénticos —hizo una pausa para dar más énfasis, y también para disfrutar como nunca el gesto de perplejidad en la cara de Neumann. Fue tal su satisfacción que casi se le escapa una sonrisa—. ¿Le sorprende Horst, que este… —buscó en su reciente conversación las humillantes palabras que había utilizado para describirlo— huérfano muerto de hambre, al que alimentó alguna vez como a un perro, sea en realidad el hermano del actual rey de Francia? —desde lo alto lo miró con suficiencia.
¿Qué diablos estaba haciendo? ¿De pronto se sentía sumamente orgulloso por compartir lazos de sangre con Nigel, que no aguantaba las ganas de presumirlo? ¿Había olvidado ya el significado de la dignidad? ¡Era absurdo! Sin embargo, todo lo que Pierrot hizo fue utilizar su recurso más inmediato. Disfrazaba la realidad a su conveniencia, para cumplir con su cometido. Resultaba perfecto que Neumann creyera que Pierrot contaba con todo el apoyo de su hermano, el monarca, un hombre poderoso que sin duda estaba muy por encima del traficante alemán. Él no tenía porque enterarse de que en realidad Nigel lo despreciaba, que ni siquiera lo reconocía como hermano y que incluso lo había amenazado de muerte, si no se mantenía alejado de él y de su familia. Tampoco tenía que saber que en realidad aún no llevaba legalmente ningún apellido, que seguía siendo Pierrot, sólo Pierrot, a secas, y que el verdadero motivo de que fuera por la vida ataviado con elegantes ropas, era porque Amanda, su protectora, se las había patrocinado, ya que sin apellido, sin reconocimiento, tampoco era posible que tuviera acceso a la herencia que por ley le correspondía.
—Ahora que sabe que sí tengo un apellido, que me respalda un patrimonio que incluso usted quisiera y por qué estoy vestido de esta manera, ¿entiende quién lleva las de perder? Se lo repito una vez más: cuide su lengua. Sobre todo ahora que está consciente de que si alguien no tiene posibilidad alguna de salir airoso en todo este asunto, ése es usted.
Jaque mate. ¿Qué diría Horst Neumann ante eso? ¿Qué argumentos eran más importantes que la corona de Francia? No había manera de refutar. Pierrot había puesto fin a la partida y no podía negar que se sentía muy bien, demasiado orgulloso de sí mismo por haberlo logrado. El muchacho noble y modesto que siempre ponía la otra mejilla a quien lo agredía, se había esfumado. La expresión en su rostro cambió por la de un hombre triunfante, altivo y satisfecho… tan similar a la de su arrogante hermano.
Pierrot Quartermane- Humano Clase Alta
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Re: Hunting | Privado
Frauke estaba luchando con su interior para poder mantener la calma. Ella era la única persona en el mundo que podía saber hasta donde era capaz Hunter en llegar. Se conocían de toda la vida, durmieron durante mucho tiempo en la misma cama. Conocía hasta las mejores y peores mentiras de aquel hombre, quizás eso la ayudaba o le daba sus desventajas. De cierta manera le ayudaba conocer las escasas debilidades de Horst, sin embargo aunque sabía la situación, no conocía al cien como llevar a cabo todo. Lo cual la ponía en una clara desventaja, pero que para nada la dejaría sentir la guerra perdida. ¡La ganaría!
Aquel momento parecía más lucha de egos que todo lo demás. Primero Horst queriendo no parecer el que perdía. Mostrando entereza cuando la situación lo dejaba todo en contra de él. Y por otro lado Pierrot, que aunque era un joven completamente tranquilo, resultaba tomar la fuerza necesaria, y sacar una faceta que parecía nadie conocía. La situación era completa, pero Frauke debía mostrar que era quien dominara el momento. Ni siquiera se permitiría dudar que perderían, no permitiría más caos donde debía reinar el orden y la paz. ¡Ya era su momento, por Dios!
Anteriormente, Frauke había tenido sospechas sobre el origen de Pierrot. Cuando el pequeño se había ido de su casa, contrató a un investigar secreto, todo con el fin de poder tener pistas de él, sin embargo con el tiempo tuvo que recortar sus gastos o su marido sospecharía. Al llegar a Francia vio algunos retratos del rey, y un vuelco al corazón le había dado, pero terminó creyendo sólo eran alucinaciones de una mujer desesperada. Sólo hasta ese encuentro sus sospechas fueron confirmadas. La sangre de Pierrot era real. ¡Y golpe maestro! Nada podría contra eso.
Los dejó hablar por un momento, ella estaba ordenando sus ideas, no debía decir algo que pudiera darle ventajas a él. En ese instante iba ganando por fin la partida, Horst no lo podía negar, pero ¿Cómo continuar? Se mordió el labio inferior, caminó para ponerse a la altura de ambos hombres. No temía el daño, ¿más? Imposible. No más Frauke pisoteada, no más mujer abnegada. ¡Ella sería recordada!
Ladeó el rostro para observar con atención a Horst. Se encontraba muy pálido. ¿Y como no? Él hombre había perdido una gran cantidad de sangre. La suficiente para que cualquier mortal pensara en la muerte, pero no él, parecía lo habían motivado a seguir.
— ¿Crees que no podría mantenerse encerrado? ¿Sabes cual fue tu peor error? Subestimarme, porque como beneficiario siempre me ponías a mi, creyendo que estaría a tu lado para obedecerte, para hacer todo aquello que me ordenaras, pero lo sabes ¡Se que lo sabes! — Estaba disfrutando aquel momento! — Si desapareces un par de días tus negocios se derrumban, a menos que tu increíble mujer se ponga a tomar decisiones, a seguir tu legado — Negó — Y también tendría el poder de cambiar todo a mi nombre, ¡Inmediatamente! Podría cambiar cada cosa a mi nombre, incluso todo aquello turbio, o mejor aún, delatar a tus socios, o chantajearlos ¿cuánto me darían por su pellejo? ¿Cuántos me ayudarían con esto? Se que tienes idea de la cantidad de enemigos que tienes — Sonrió de medio lado. Todos estaba a favor de ella.
Se alejó de nueva cuenta, le llevaron algo más fuerte de beber. A Frauke se le había ido el color del cuerpo, la adrenalina la abonada, se sentía cansada y confundida, no sabía por donde continuar. Observó de reojo a Pierrot con una mirada le imploró ayuda. Ambos sabían que necesitaban un momento a solas, pero tampoco urgía, ¿o si?
— Puede que no tenga el valor de matarte, pero créeme, muchos tienen el deseo de pagar grandes fortunas para hacerlo, no sin antes torturarte, así que habla, puedes negociar, te doy la oportunidad, o ríndete, tu dirás, te escuchamos — Se cruzó de brazos observándolo, pero después llegó el arranque de rebeldía, y se termino por refugiar en los brazos de Pierrot.
Aquel momento parecía más lucha de egos que todo lo demás. Primero Horst queriendo no parecer el que perdía. Mostrando entereza cuando la situación lo dejaba todo en contra de él. Y por otro lado Pierrot, que aunque era un joven completamente tranquilo, resultaba tomar la fuerza necesaria, y sacar una faceta que parecía nadie conocía. La situación era completa, pero Frauke debía mostrar que era quien dominara el momento. Ni siquiera se permitiría dudar que perderían, no permitiría más caos donde debía reinar el orden y la paz. ¡Ya era su momento, por Dios!
Anteriormente, Frauke había tenido sospechas sobre el origen de Pierrot. Cuando el pequeño se había ido de su casa, contrató a un investigar secreto, todo con el fin de poder tener pistas de él, sin embargo con el tiempo tuvo que recortar sus gastos o su marido sospecharía. Al llegar a Francia vio algunos retratos del rey, y un vuelco al corazón le había dado, pero terminó creyendo sólo eran alucinaciones de una mujer desesperada. Sólo hasta ese encuentro sus sospechas fueron confirmadas. La sangre de Pierrot era real. ¡Y golpe maestro! Nada podría contra eso.
Los dejó hablar por un momento, ella estaba ordenando sus ideas, no debía decir algo que pudiera darle ventajas a él. En ese instante iba ganando por fin la partida, Horst no lo podía negar, pero ¿Cómo continuar? Se mordió el labio inferior, caminó para ponerse a la altura de ambos hombres. No temía el daño, ¿más? Imposible. No más Frauke pisoteada, no más mujer abnegada. ¡Ella sería recordada!
Ladeó el rostro para observar con atención a Horst. Se encontraba muy pálido. ¿Y como no? Él hombre había perdido una gran cantidad de sangre. La suficiente para que cualquier mortal pensara en la muerte, pero no él, parecía lo habían motivado a seguir.
— ¿Crees que no podría mantenerse encerrado? ¿Sabes cual fue tu peor error? Subestimarme, porque como beneficiario siempre me ponías a mi, creyendo que estaría a tu lado para obedecerte, para hacer todo aquello que me ordenaras, pero lo sabes ¡Se que lo sabes! — Estaba disfrutando aquel momento! — Si desapareces un par de días tus negocios se derrumban, a menos que tu increíble mujer se ponga a tomar decisiones, a seguir tu legado — Negó — Y también tendría el poder de cambiar todo a mi nombre, ¡Inmediatamente! Podría cambiar cada cosa a mi nombre, incluso todo aquello turbio, o mejor aún, delatar a tus socios, o chantajearlos ¿cuánto me darían por su pellejo? ¿Cuántos me ayudarían con esto? Se que tienes idea de la cantidad de enemigos que tienes — Sonrió de medio lado. Todos estaba a favor de ella.
Se alejó de nueva cuenta, le llevaron algo más fuerte de beber. A Frauke se le había ido el color del cuerpo, la adrenalina la abonada, se sentía cansada y confundida, no sabía por donde continuar. Observó de reojo a Pierrot con una mirada le imploró ayuda. Ambos sabían que necesitaban un momento a solas, pero tampoco urgía, ¿o si?
— Puede que no tenga el valor de matarte, pero créeme, muchos tienen el deseo de pagar grandes fortunas para hacerlo, no sin antes torturarte, así que habla, puedes negociar, te doy la oportunidad, o ríndete, tu dirás, te escuchamos — Se cruzó de brazos observándolo, pero después llegó el arranque de rebeldía, y se termino por refugiar en los brazos de Pierrot.
Frauke Neumann- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 04/01/2012
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Re: Hunting | Privado
Neumann se quedó sin habla tras escuchar la inesperada confesión de Pierrot. Nunca, ni en un millón de años, se hubiera imaginado que el maldito muerto de hambre, como él insistía en llamarlo, podía tener relación con la realeza. Hubiera querido poder reírse en su cara por semejante ocurrencia, humillarlo una vez más, pero no podía. Ahora que lo sabía y que se le presentaba la oportunidad de comparar a conciencia al monarca –al que no tenía el placer de conocer personalmente- y al insolente huérfano, era que se daba cuenta de que no era mentira. Eran idénticos, como dos malditas gotas de agua. ¿Cómo era eso posible? En realidad, las circunstancias que lo habían arrastrado a buscar refugio en su casa cuando pequeño, eran irrelevantes. Lo que le molestaba era el presente. En realidad, lo hizo rabiar. Sintió que la sangre le hervía y que la mandíbula le temblaba. En ese momento, gustoso habría sacado su arma para matarlo y borrarle para siempre del rostro ese gesto orgulloso con el que lo miraba, pero en sus circunstancias tal cosa no era posible. Tuvo que tragarse el coraje y buscar otra manera de joderlos. La provocación era la única forma. Afortunadamente para Horst, su veneno era inagotable.
—De verdad que son patéticos —pronunció cuando los vio abrazarse de nuevo, con el único fin de emponzoñar el momento—. Pero sin duda, de los dos, tú, Frauke, eres la peor. Si vieras lo ridícula que te ves jugando a la jovencita en busca de su príncipe azul. Lamento decirlo, querida, pero tu tiempo pasó hace mucho —seguía enfadado, pero continuó sonriendo, burlándose sin compasión.
Con su revelación, Pierrot le había arrebatado la oportunidad de continuar humillándolo, pero jamás le robaría el placer de maltratarla a ella. Lo tenía bien aprendido, sabía cuáles eran sus puntos débiles, lo que más le dolía. Con sus palabras, Horst había abierto heridas en ella que difícilmente cerrarían, porque durante años había se había encargado de mantenerlas frescas y no dudaría en hacerlas sangrar una vez más.
—De verdad crees que te ama, ¿cierto? —se dirigió nuevamente a Frauke, preparando el que sería su mejor golpe—. Y también te gusta. Sí, lo noto por la manera en que lo miras. ¿No te has dado cuenta de que es un niño? ¿Acaso no te has mirado últimamente en el espejo? No eres más que una puta vieja que le dobla la edad. ¿Crees que se quedará contigo y te será leal para siempre? ¡Por favor! —exclamó, cruel y despiadado—. Despierta, querida, eso no va a pasar. No eres más que una novedad para él. Como muchos jóvenes, ve en ti la excitante oportunidad de follarse a una mujer mayor. Pero un día se cansará de ti y te abandonará por un coño mucho más apetecible y joven que el tuyo, y que sí pueda darle hijos. ¿O ya olvidaste ese pequeño detalle? ¿Qué futuro le espera al lado de una mujer seca e inútil como tú? —soltó su dardo envenenado, directo al corazón.
Como siempre, la infertilidad de Frauke no podía faltar. Era su mejor carta, el talón de Aquiles de su esposa, el tema con el que siempre le había sido sencillo quebrarla. ¡Cuántas lágrimas había derramado ella por su culpa, con la brutalidad con la que le recordaba que jamás había podido ser madre! Observó su rostro con satisfacción, porque aunque ella luchaba por no hacer evidente su dolor, la conocía tan bien que intuía que por dentro se la estaba llevando el demonio.
—Sé que la verdad duele, cariño, pero alguien tiene que decírtela —remató. Era cierto, no podía hacer más, pero con el solo hecho de amargarle la existencia ya se daba por bien servido.
—De verdad que son patéticos —pronunció cuando los vio abrazarse de nuevo, con el único fin de emponzoñar el momento—. Pero sin duda, de los dos, tú, Frauke, eres la peor. Si vieras lo ridícula que te ves jugando a la jovencita en busca de su príncipe azul. Lamento decirlo, querida, pero tu tiempo pasó hace mucho —seguía enfadado, pero continuó sonriendo, burlándose sin compasión.
Con su revelación, Pierrot le había arrebatado la oportunidad de continuar humillándolo, pero jamás le robaría el placer de maltratarla a ella. Lo tenía bien aprendido, sabía cuáles eran sus puntos débiles, lo que más le dolía. Con sus palabras, Horst había abierto heridas en ella que difícilmente cerrarían, porque durante años había se había encargado de mantenerlas frescas y no dudaría en hacerlas sangrar una vez más.
—De verdad crees que te ama, ¿cierto? —se dirigió nuevamente a Frauke, preparando el que sería su mejor golpe—. Y también te gusta. Sí, lo noto por la manera en que lo miras. ¿No te has dado cuenta de que es un niño? ¿Acaso no te has mirado últimamente en el espejo? No eres más que una puta vieja que le dobla la edad. ¿Crees que se quedará contigo y te será leal para siempre? ¡Por favor! —exclamó, cruel y despiadado—. Despierta, querida, eso no va a pasar. No eres más que una novedad para él. Como muchos jóvenes, ve en ti la excitante oportunidad de follarse a una mujer mayor. Pero un día se cansará de ti y te abandonará por un coño mucho más apetecible y joven que el tuyo, y que sí pueda darle hijos. ¿O ya olvidaste ese pequeño detalle? ¿Qué futuro le espera al lado de una mujer seca e inútil como tú? —soltó su dardo envenenado, directo al corazón.
Como siempre, la infertilidad de Frauke no podía faltar. Era su mejor carta, el talón de Aquiles de su esposa, el tema con el que siempre le había sido sencillo quebrarla. ¡Cuántas lágrimas había derramado ella por su culpa, con la brutalidad con la que le recordaba que jamás había podido ser madre! Observó su rostro con satisfacción, porque aunque ella luchaba por no hacer evidente su dolor, la conocía tan bien que intuía que por dentro se la estaba llevando el demonio.
—Sé que la verdad duele, cariño, pero alguien tiene que decírtela —remató. Era cierto, no podía hacer más, pero con el solo hecho de amargarle la existencia ya se daba por bien servido.
Horst Neumann- Humano Clase Alta
- Mensajes : 69
Fecha de inscripción : 04/01/2012
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