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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Alphonse de La Rive Dom Dic 14, 2014 3:03 pm



En sus tiempos de juventud se atormentaba con lo que la Iglesia consideraba pecado. Tal vez fuera por costumbre, o por todo lo que le decían de crío en aquel seminario de Montreal. Niños conviviendo con adultos -sólo varones-, adultos conviviendo con niños. Hombres con experiencia y otros que comenzaban a formarse. No era extraño que en entre aquellas paredes surgieran pasiones prohibidas. Alphonse sabía mucho acerca de esto, y también acerca de la culpa, el castigo y el perdón -todo autoimpuesto y autoinfligido-.

Por extraño que pudiera parecer, dentro de la escuela católica -preparándose para lo que es hoy- no recibió ningún tipo de trato abusivo; los religiosos ya consagrados -incluido el tío de Alphonse, obispo de Montreal por aquel entonces- eran como padres -nunca mejor dicho- para sus discípulos. Una gran familia, rodeados de amor y complicidad. Las relaciones que pudieron florecer entre los Siervos de Dios no eran realmente pecaminosas y menos aún obligadas por los mayores. Mas la sombra del pecado acechaba, y las enseñanzas de las Sagradas Escrituras son muy claras en lo referente a este tipo de conceptos; las desviaciones deben ser castigadas, y quiénes cometen actos impuros nunca tendrán las puertas del Reino de los Cielos abiertas para su ingreso en el Paraíso. Él sólo era un niño enamorado -ahora se daba cuenta-, no obstante todo lo vivido hacía ya tanto tiempo había influido sobremanera en su forma de ser, convirtiéndose poco a poco en un demonio caminante entre mortales. Los mandatos del catolicismo asesinaron con vehemencia cualquier atisbo de felicidad, de paz y moralidad residente en el alma -ya muerta- del religioso.

¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los estafadores, heredarán el reino de Dios.

Espístola de los corintios; dónde la personalidad de La Rive aparece manifiesta en cada uno de esos injustos -sí, un fornicario por mantener relaciones fuera del matrimonio, un idólatra por venerar la figura del poder y no la del Señor, un adúltero por ser infiel a éste en pos de las desvergüenzas carnales, un afeminado por dejarse someter plácidamente por otros hombres, un homosexual  por más de lo mismo y lo evidente, un ladrón al hurtar el dinero de la Iglesia y la sangre de Cristo para acallar su alcoholismo en medio de las ceremonias, un avaro por intentar abarcar lo que no está ni a su alcance, un borracho por sostener siempre una copa de vino entre sus dedos, maldiciente por nombrar a Dios en vano continuamente, y finalmente, estafador por burlarse y timar a los más devotos fieles... -, en definitiva, ni soñar puede con el Reino de Dios.

Angelo había sido un joven siciliano, llegado desde Italia para servir a la Iglesia y educarse en su doctrina. Los dos muchachos -él y Alphonse- rápidamente se hicieron inseparables, precipitándose en un torbellino de sentimientos que persistían al paso del tiempo. La pérdida y el dolor acompañó al francés en lo que a él le parecieron siglos.


En una noche como cualquier otra, los deseos inconfesables del Cardenal le habían llevado hasta su burdel favorito -últimamente lo visitaba más de lo que le gustaría reconocer-. Era un hombre corriente, aunque se negara a reconocerlo. Y, como cualquier hombre, sentía deseos que se podían paliar con una bolsa repleta de francos. Lanzaría uno al aire, cara o cruz; hombre o mujer, y pasaría la noche con el que fuera más agradable a su mirada inquisidora. Para no perder la costumbre -y no queriendo ser descubierto- acudió disfrazado, cubriendo su rostro con un sombrero de ala ancha y su cuerpo envuelto en una capa de solemne negro. En aquella ocasión acudía sin ninguno de sus perros falderos, también conocidos como la Guardia Roja. Necesitaba una noche de completa soledad, un secreto en exclusiva para él. Por esa razón, una vez cruzó por la puerta del lupanar y el calor le abrazó impetuosamente, nadie le reconoció -no, ni siquiera la madame, ya muy habituada a la presencia del clérigo-.

Nunca le había sido agradable la visita a aquel lugar salido del mismísimo Infierno -o el Edén, según para quién-. La imagen de los viejos metiendo su mano bajo las faldas de las meretrices, las expresiones de asco que ellas mostraban -a pesar del disimulo que pretendían y debían mostrar, dando rienda suelta a su talento como actrices-, los muchachos que no llegaban ni a la treintena riendo las gracias de hombres sebosos recién salidos de los más grotescos retratos de Quentin Massys; rostros desfigurados, sonrisas perturbadoras y miradas lascivas que le otorgaban todavía más fealdad a sus rasgos. Alphonse pensaba en todo esto, sin detenerse a cavilar que él era la mayor parodia de todas; un clérigo enmascarado, de rostro arrugado por las calamidades, junto  al evidente paso de Chronos sobre su piel, marcando ésta de modo que siempre al ver su reflejo no olvidara su cercana muerte, y la paciente espera de Caronte, su guía en un próximo futuro hacia el Inframundo -si disponía de las monedas suficientes y no las dilapidaba entre las piernas de una muchacha o de un muchacho, una tras otra, uno tras otro; sin descanso, y con sus bolsillos vacíos-.

Observó todo a su alrededor -nada había cambiado en los años que llevaba siendo cliente- y aún algunas de las prostitutas con las cuáles Alphonse solía retozar en su juventud, se mantenían abiertas para los consumidores; los más extraños, con deseos poco frecuentes. Ancianas como él, pero baratas-. Sus azules ojos avanzaban por los recovecos más recónditos de la estancia, deleitándose con los jovencitos virginales -en apariencia-; ángeles violados por los sodomitas incapaces de amar; inmediatez ante un castigo a manos de la ira divina- Alphonse y sus referencias a Dios, lógica contradictoria en su chocante ateísmo, herejía merecida de purificación-. Y, entonces, lo que no se hubiera imaginado ver, apareció ante él como un fantasma más -apenas unas semanas y dos borrosas sombras de su pasado aparecían ante su incrédulo semblante, ¿una burla? ¿Una mera fantasía de sus más profundas ambiciones?-. Ahí estaba, el chico de cabellos oscuros y labios carnosos. Mas parecía algo mayor, se podía apreciar los estragos de la edad y las desventuras que alguien de su clasedebía pasar, impresas en el rostro aquel que le empujó a conocerle en años ya transcurridos. Su parecido seguía siendo asombroso, y Alphonse se preguntaba si su querido Angelo se hubiera mantenido así de no haber perecido cuando todavía no había empezado a vivir. Por su parte, el rostro del religioso palideció, y avanzó vacilante hacia el polaco, dejándose invadir por emociones revividas, agolpándose éstas sin ton ni son, en su ya frágil mente. Por fin, cuando estuvo a una prudente distancia, tiró de su propia capa -la cuál cubría buena parte de su apariencia-, mostrándose de esa manera al joven -él como era lógico también había cambiado-.


-¿Ange... quiero decir, Oscar...? -podía resultar hasta cómico; un hombre como él sintiéndose parecido a un niño temeroso y soñador, como aquel chaval abandonado décadas atrás en un seminario de Montreal, rescatado por otro joven de cabellos azabache.
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Mensaje por Oscar Llobregat Jue Dic 18, 2014 7:18 pm

El burdel donde trabajaba. Los burdeles, en general, como concepto, como lugar, como urgencia, como sustento… ¿Necesitaban descripción a esas alturas? Por descontado, no para él, ésa sólo estaba siendo una velada más en su amplio repertorio de miradas, caricias a toda clase de distancias, y olor a perfume y sudor entremezclados. Aquella noche, los clientes habían ido acudiendo en tropel, pero era un tropel considerablemente mejor repartido que en otras ocasiones, cuando el número de cortesanos y cortesanas aún no sobrepasaba el necesario para colmar a toda una estampida de sujetos desesperados y hambrientos. Sin embargo, a día de hoy las nuevas remesas (sobre todo masculinas) habían salvado el arduo trabajo de situaciones tan desmedidas y aunque la cantidad de personas, hombres y mujeres, que llamaban a su puerta o seleccionaban sus servicios en la zona de la taberna y las diferentes salas no solían darle un respiro, Oscar podía permitirse algún que otro lujo de descanso. Descanso que ya había tocado a su fin y se le había hecho demasiado corto, sabía que no era muy buena idea habérselo tomado nada más llegar, antes siquiera de que algún consumidor le hubiera puesto la mano encima, pero ya no había vuelta atrás. Otra jornada le aguardaba con los brazos (y otras cosas) abiertos.

Se acabó de vestir rápidamente en su alcoba particular, para lo cual escogió uno de sus pantalones ceñidos, junto a una camisa holgada y ligeramente alargada, sin abotonarse la zona de la pechera y el cuello. También se arremangó los puños y sacó por fuera la parte inferior de la tela, mientras buscaba sus botas de cuero y lograba calzárselas hábilmente sin usar los dedos. Cuando por fin los tuvo libres, dio el toque final al colocarse un chaleco de corte recto a la altura del ombligo, bastante lejos de rozar la zona de las ingles. Sólo hubiera sido necesario enfundarse un buen frac entallado para colarse en alguna fiesta de alta alcurnia y pasar desapercibido como buen y acaudalado mozo, al menos durante un rato largo (es decir, si aquel tipo de eventos le inspirara algún mínimo de interés natural). De hecho, tenía uno que le había regalado un cliente hacía tiempo y aunque cualquier otro día no le hubiera importado darse el golpe de gracia, lo cierto es que hoy no tenía ninguna gana de llamar la atención, o de parecer más sofisticado de lo que a un prostíbulo se iba a hacer. Así que, de aquella guisa y sin retrasar más la hora de la verdad, aprovechó que un grupo de sus compañeras cruzaba los pasillos para mezclarse con ellas y acabar en el rincón más atestado del lugar. Menuda puntería.

Como ya era costumbre, Oscar se dejó arrastrar por la maraña de manos y cuerpos a su alrededor, que tarde o temprano acabarían por guiarle hacia el primer comensal de la noche, no tenía ni que elegir una dirección. El constante ruido (porque todo aquello no era otra cosa que ruido, insistente y perforador) de ambiente y el calor del contacto parecían afilarse como las puntas de un tenedor o la lámina de un cuchillo, apelotonados en torno a los pasos que el prostituto daba, como si fueran hormigas bajo las migas del pastel que caían al suelo. Frente a semejante panorama de excesos en aquel festival de carne, que la persona con la que iba a verse obligado a protagonizar sus horas se presentara sin ni siquiera rozarle fue casi tan sorprendente como el versículo de su pasado que, de súbito, volvía a recitarse en aquellos mismos parajes, sólo que de manera diferente para ambas partes del capítulo. De repente, escuchó la voz y allí, a su lado, se encontró con Alphonse de La Rive, el mismo obispo (era obispo cuando le conoció, al menos así lo recordaba) que había truncado definitivamente todas sus esperanzas de ver cumplida la misión principal que diez años atrás le impulsó de Wroclaw a París: el enigma de la muchacha que le devolvió las ganas de vivir. Y había llovido tanto, que en el presente la naturaleza y el nombre de Aryel, la vampira, ya no eran ningún misterio para el muchacho, y no porque ese hombre que reaparecía de golpe en su vida hubiera resultado de ayuda, precisamente…

Mentiría, si dijera que no se había imaginado nunca la posibilidad de reencontrárselo algún día. Después de todo, él ahora trabajaba en lo que aquel 'siervo' del Señor vaticinó al garantizarse, con perversión y avaricia, toda la intimidad del polaco. Técnicamente habría sido su primera vez en el oficio, si hubiera habido realmente un intercambio de intereses, pues ni los lujos, ni los viajes, ni los regalos con los que le estuvo agasajando tuvieron relación alguna con lo único que Oscar pidió a cambio; información sobre el paradero de aquella mujer del demonio, a la que por aquel entonces, ni siquiera sabía cómo llamar. Y que tampoco supo cómo hacerlo en ninguno de los momentos que pasó junto a de La Rive, del que se encargó de huir una vez descubierto el engaño con el que el muy cerdo había pretendido retenerle en vano. Cinco largos años habían transcurrido desde entonces, y considerando su nuevo empleo y los depravados instintos del mayor de ambos, era incluso extraño que hubieran tardado tanto en coincidir así otra vez. Puerco destino. ¿Acaso tenía que rezarle a alguien? Hasta en eso había ironía.

Excelencia –respondió sin más, y lo suyo fue una afirmación, todo lo cortante que no le estaba permitido ser en otros aspectos. Mierda, si permanecía un segundo más allí, el otro no tardaría en atar cabos y descubrir a lo que se dedicaba, de modo que intentó seguir moviéndose por la estancia con el mismo impulso natural del principio, pero de poco le sirvió cuando uno de sus compañeros pasó junto a ellos y se escuchó, alto y claro, cómo le decía que una clienta acababa de preguntar por él. De espaldas al obispo, Oscar cerró los ojos con frustración durante un breve instante, derrotado, y acto seguido, se volvió hacia éste para dedicarle una media y cínica sonrisa-. Si me disculpáis... –sentenció, antes de darse la vuelta de nuevo y dirigirse a atender dicha demanda.

No confiaba en absoluto en que aquello fuera a bastar para zanjar el maldito encuentro, seguramente sería lo contrario, si el carácter posesivo de Alphonse no había cambiado nada en todo ese tiempo. Mas el deber era el deber, y tampoco tenía otra forma menos grosera de volver a escapar de aquella pesadilla del pasado.
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Mensaje por Alphonse de La Rive Miér Dic 24, 2014 1:14 pm



Lo primero que se preguntó al ver a Oscar en aquel lugar fue, obviamente, qué demonios estaba haciendo allí. Era evidente el motivo del Cardenal, el porqué sus pies le habían dirigido hasta el lupanar, mas, ¿el polaco? Él no era esa clase de hombre -de acuerdo, la gente cambia con el tiempo, bien lo sabía Alphonse, sin embargo no creía que hubiera cambiado de esa manera-. Durante unos minutos -los cuáles se le hicieron interminables- se encontró extraviado, dubitativo, sin saber qué decir o qué hacer. Oscar siempre había provocado sentimientos contradictorios en el clérigo, desde el primer momento en el cual lo vio, e imaginó haberse encontrado de bruces con un resurgido espíritu del pasado. Como si Dios le hubiera dado una segunda oportunidad; y por unos instantes, en aquella ocasión, temió volver a perderlo con tan sólo atreverse a mirarle una vez más, como si se tratara de Eurídice, y él un triste Orfeo, condenado a no dirigir la mirada a su amor, hasta que la resurrección fuera completa. Pero no fue así. Él, Oscar, era un chico perdido, venido a Francia en busca de su obsesión particular -cada uno luchamos contra nuestros propio demonios-. Sin tener en cuento esto, y siendo perfectamente consciente de que no era su Angelo, muerto años atrás, optó por tratarle como si realmente lo fuera. Una burda mentira que poco a poco se apoderó de su ser; de tanto engañarse a sí mismo acabó creyendo que su fantasía era real. Y de ahí solo faltó un paso más para llegar a la dependencia, y a la consiguiente obsesión. Porque, en esencia, Oscar era para de La Rive una de sus muchas obsesiones. Y por esa razón no iba a permitir que ningún otro lo poseyera; nadie, a excepción de él mismo, podía ser dueño del polaco -y si había más gente pululando alrededor del chico, lo mejor para Alphonse era hacer oídos sordos. Corazón que no ve, corazón que no siente, como se suele decir-. En definitiva, lo que fue suyo, seguirá siéndolo, ya que al Cardenal nunca le ha entusiasmado compartir lo que creía de su exclusiva propiedad.

A pesar de su embobamiento -causado sobre todo por el físico de Oscar. La mirada de Alphonse había recorrido cada centímetro de su cuerpo y sin ningún tipo de disimulo; deteniéndose en su camisa entreabierta y dejando escapar -levemente- un inapreciable suspiro, las ropas ceñidas que lucía dejaban muy poco a la imaginación, y si teníamos en cuenta que de La Rive sabía de sobra qué se ocultaba bajo ellas... en fin, su juicio se nubló por completo-; escuchó cómo le llamaban, qué le decían exactamente. Y comprendió el motivo de su estancia en el burdel. No se había equivocado, no; seguía sin ser esa clase de hombre, quiénes acudían a prostíbulos en busca de un vano y efímero calor humano, a cambio de unas pocas monedas -lo que a fin de cuentas hacía el arzobispo-. Se había convertido en uno de ésos, los que vendían su cuerpo, y lo que era más importante, su tiempo al mejor postor. Ya que... de eso se trataba, ¿cierto? Entre aquellas paredes malolientes -un olor repugnante, desaparecido para el clérigo en cuanto pudo deleitarse con el particular aroma de Oscar-, entre aquel ambiente que confundía los sentidos... ganaba quién más francos poseía. Y, Alphonse de La Rive, tenía mucho dinero para lapidar -aunque fuera en una única noche-.


-¿Cuánto ofrece la señora? -señaló al compañero del polaco, captando su atención y esperando su respuesta mientras le devolvía la misma media y cínica sonrisa a Oscar-. Ofrezco el doble... o el tripe, me es indiferente. Ofrezco lo que sea por él, llamen a la Madame del lugar si es necesario -y acto seguido siguió al chaval, reteniéndolo cuando le tomó de un brazo, atrayéndolo hacia sí.

No, no iba a permitir que se escapara otra vez. Estaba cansado, harto de perder siempre. Todo el mundo terminaba por abandonarle -teniendo en cuenta su estupidez, sabía bien el motivo de las huidas; era consciente de su crueldad y sus enfermizos celos-. Se había propuesto que, aquella noche, sería diferente. Y Dios, los astros, o el mismísimo Lucifer -qué importaba- le habían dispuesto un maravilloso regalo. El pasado le perseguía, no lo podía negar, sin embargo podía obtener ciertos beneficios gracias al maldito destino. Ya que allí lo tenía, de nuevo. Era la viva imagen de su Angelo, incluidos aquellos distinguidos y carnosos labios -nada propios en el rostro de un hombre-. Había pasado cierto tiempo y no había olvidado el singular sabor que residía en ellos -tampoco iba a reconocer que había recreado sus encuentros una y otra vez, con lujo de detalles gracias a su maravillosa memoria. No, ese tipo de cosas eran las típicas que Alphonse se guardaba para sí, creyendo que sincerándose, o mostrando cualquier tipo de sentimiento, se volvería vulnerable; como si no lo fuera ya-.  


-Por cierto... -su irónica sonrisa permanecía impresa en su semblante; susurrando lo siguiente en el oído del joven-, lo de excelencia sobra. Ahora deberás referirte a mí como ilustrísima.

Y, con ese comentario, dejó caer que ya no era un simple obispo. Se había convertido en Cardenal, la máxima autoridad católica en toda Francia. ¿Y qué significaba eso? Que su poder era mayor, inmenso; y un chico como él, un chapero sin familia, sin un hogar decente... no era nadie en su comparación.
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Mensaje por Oscar Llobregat Mar Ene 06, 2015 4:26 pm

Excelencia, ilustrísima… Al muchacho todo le sonaba igual. Igual de mal, por supuesto, raro era que tuviese que dirigirse así a alguien que le sugiriera cosas buenas. Con toda esa doctrina de los cínicos que le gustaba exhibir a la Iglesia (si Sócrates y sus discípulos levantaran sus largas y blanquecinas melenas…), parecía que les obsesionara profundizar en sus perversas contradicciones, como si nadie supiera ya a esas alturas que las mejores lecciones de hipocresía se daban bajo un pantocrátor y una sotana o lo que diablos (¿más ironías, por favor?) llevaran encima todos esos acólitos de la fe más falsa y parásita. No sabía para qué se molestaban en vestirse, si podían merendarse a una horda de vírgenes cada noche y seguir bautizando al día siguiente o lucir la máxima autoridad católica en todo un país como si nada, seguramente nadie tendría los cojones suficientes de echarles en cara que fueran también como su queridísimo Dios les trajo al mundo. Él ni siquiera podía evitar que un antiguo obispo le pusiera la mano donde más le apeteciera, ni como celador ni como actual prostituto. Mucho menos como actual prostituto, desde luego, aunque ahí por lo menos tenía una excusa. Una excusa, o un estómago mil veces mejor preparado para la ocasión. A fin de cuentas, no había escogido ese trabajo por nada.

Oscar había nacido con un estómago de acero y se había criado a base de sacarle provecho, para lidiar con las calles, sus gentes y la supervivencia. Primero en Polonia y luego en Francia. ¿Qué diferencia había? Al final, muy poca y todo por culpa de personas como Alphonse de La Rive, que aun después de haber renacido gracias al misterio de un rostro en mitad de la noche y una sola pista a plena luz del día, le confirmaban que su vida consistiría por siempre en tragar y salir adelante a duras penas. Obviamente no había acabado comerciando con su cuerpo sólo porque aquel perro le hubiera traicionado cinco años atrás, el origen de su oficio era un tema mucho más complicado y simbólico de antes de convertirse en el amante de un supuesto devoto, a cambio de nada. Su desesperación y su falta de progresos ya habían hecho mella en el joven desde que pusiera un pie en París, y aunque la intervención de al que ahora debía llamar cardenal simplemente había sido el remate, tenía una curiosa reminiscencia en el momento presente. ¿O acaso no llamaba la atención que justo después de venderse a él para dar con su mujer misteriosa, ahora se vendiera a todos para alimentarse la boca y pagarse un techo firme?

Será necesario –repuso con sequedad, y echó tan solo una ojeada al hombre cuando le retuvo del brazo antes de mirar al frente y así también dirigirse a su compañero-. Para avisar de que habrá un cambio de planes.

Lo que le faltaba, que la madame siguiera coleccionando motivos para mirarle con recelo... A pesar de ser tan aparentemente discreto, la clientela del polaco tan pronto la formaban personas típicas y nada sorprendentes en un burdel, como de repente, eran gente extraña, rica o ambas cosas (por ejemplo, arzobispos de una nación entera). A esas alturas, la experiencia le hacía, al menos, suponer que eso pasaba cuando menos selectivo te ponías, y él nunca le había visto el inconveniente (salvo en momentos como ése, para qué engañarse, pero ahí entraban en juego muchas otras cosas que nada tenían que ver con el momento de desnudarse). En la cama, poco importaba el grosor de las carteras, la belleza o la falta de ésta: todos allí iban a buscar lo mismo. ¿Qué sentido tenía ponerse 'digno', ya fuera uno cliente o prostituto? Ningún cliente era más o menos apetecible porque la ropa que se quitara estuviera hecha de terciopelo, y ningún prostituto ni prostituta iba a librarse de hacer lo mismo con quien finalmente hubiera llegado hasta las alcobas del prostíbulo. ¿De qué había que vanagloriarse o asquearse a esas alturas? Las jerarquías en las casas de putas estaban de más, y no soportaba cuando escuchaba a compañeros o compañeras de mayor posición jactarse de la 'calidad' de sus clientes, o a clientes elegir la mercancía en base a los bolsillos o el talante de su historial. ¿Adónde mierdas se pensaban que habían venido? ¿A quién cojones querían engañar con todo eso? ¿Acaso no se daban cuenta de que era algo tan ilógico y ridículo como limpiarse el culo antes de cagar?

Curiosamente, el hijo de mil padres que aquella noche había resurgido del pasado no parecía regirse por esas mismas reglas. Claro que en realidad, mucho se precipitaba con esa afirmación, si era la primera vez que lo veía en un ambiente así, pero algo le decía que las perversidades de Alphonse no se ponían demasiadas barreras, a pesar de que seguramente también se pensara que engañaba a alguien con eso de la clase social y la magnanimidad de una eminencia religiosa. Fuera como fuere, la transacción con la dueña del lugar sucedió tan rápido y fácil como el puto cardenal se habría imaginado que pasaría, y en un abrir y cerrar de ojos, Oscar se encontró ocupando la habitación más ostentosa del edificio, ésa que a él siempre le había parecido más la sala de un museo de arte que un antro de pecado. Aunque sabía de sobras que para el público al que iba dirigida, ése era el encanto.

Así que 'ilustrísima'… –habló, justo después de que les dejaran a solas- Entre el personal ya había escuchado mil historias, pero jamás se me ocurrió imaginarme que seríais vos. Muy iluso por mi parte, si tenemos en cuenta cómo os llegué a conocer –comentó, casi tentado de pasarse al tuteo, tal y como había hecho la última vez que se vieron tras descubrirse estafado. Pero las normas de su empleo no sólo le tenían atado de pies y manos (metafóricamente hablando también), sino que ni por asomo estaba dispuesto a revelar un solo resquicio de intimidad frente a él. Ésa jamás-. Sé que os importa lo mismo que la mierda lo que yo opine o deje de opinar, pero no logro entender qué pretendéis ahora. Esto ya lo conseguisteis sin tener que pagar a intermediarios y como hombre no soy nada del otro mundo. ¿Qué más queréis de mí después de todo? ¿Otro circo? Lamentablemente, ya sólo podéis obligarme a uno solo y es el que permiten estas cuatro paredes. Para todo lo demás, mucho me temo que perdéis el tiempo.

Se estaba jugando mucho con todo aquello y, sin embargo, no mentía. Puede que se acostara con gente a cambio de dinero, pero no le gustaba que nadie le jodiera fuera del trabajo, y ese hombre lo había hecho ya antes de ser cliente. ¿Volvía para seguir con sus jueguecitos de fantasmas y vestirle con sus obsesiones? (¿Cómo se llamaba? ¿Carlo? ¿Angelo? Había preferido olvidarlo...) Cuando se trataba de su pasado, el ímpetu de Oscar salía a la luz de mil maneras distintas. Algunas veces, impredecibles hasta para él mismo… Algo que ni el poder eclesiástico era capaz de evitar.
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