AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Altro che sano di mente {Diario di Raimondo}
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Altro che sano di mente {Diario di Raimondo}
El llamado de la sangre
Mi hermana y yo
Aún habiendo dejado el trono y retomado el poder de la banca, parece que estas sucias sabandijas del pasado son incapaces de apartarse de mi camino.
Anoche tuve un sueño. ¿O debiera decir una pesadilla? ¡Qué infiernos! Se supone que una pesadilla es algo que se eleva del subconsciente al consciente, plagado de sobresaltos y desazón, para castigar o asustar a los débiles de mente. Pero lo que me sucedió anoche fue un presentimiento frenético de felicidad. Si pienso en ello como en una pesadilla es porque, contrariamente a los sueños comunes, que se elevan y desaparecen en las sombras, éste era profundo y claro, y permanece todavía conmigo en lugar de desvanecerse, desafortunadamente
Dentro del sueño, padre —a quien cada día he odiado más intensamente desde que nació— estaba muerto. Lo vi con mis propios ojos encerrado en un cofre de oro y plata, que fue arrojado dentro de un hueco en la tierra y cubierto con cal. Me encontraba en el cementerio, con un grupo de gente sombría y sollozante, ninguno de cuyos rostros vi claramente, excepto el de Mercede, que se mantenía a mi lado. Ambos éramos unos niños.
No puedo ni quiero entender por qué, de todos los rostros que pude haber identificado, tuve que descubrir aquel. Mi hermana está muerta y bien muerta. Ah, pero más allá del hecho en sí, cómo disfruto que haya sufrido antes de su deceso. Le salió barato, después de haberme robado la mitad de la fuerza con su sola existencia, pequeña gran arpía. Tenía la intrepidez de los Medici y esa repugnante intelectualidad de los Visconti. Insoportablemente perfeccionista, pero adictiva como sólo quien hubiera sido capturado por el opio comprendería. Qué se yo. Malditas féminas que sin ser brujas terminan aturdiendo a quien las roce, cual alucinógeno.
El sueño se desplazó desde el cementerio hasta el carruaje que nos trasladó, a mi hermana y a mí, hasta la mansión que conocíamos como hogar. No cambiamos una palabra durante el largo y ruidoso viaje. Nos sentamos el uno contra el otro y dejamos que los vacíos, amargos e inútiles años, arruinados por esa ausencia del tirano que teníamos por progenitor, se fundieran con sus tóxicos elementos. Me da asco ahora haber sentido en mi ensoñación lo mismo que debe experimentar la tierra cuando el hielo del invierno da lugar al nuevo brote de flora y vegetación.
El mismo fervor debe haberse originado también en Mercede. Sé que en un momento dado eché una mirada furtiva a su frío y hermoso rostro, y descubrí en su boca una débil sonrisa, que se elevaba vivamente hacia sus magníficos y luminosos ojos. Si no hubiese sido por la presencia del conductor, tal vez hubiera tratado de besarla.
Este pensamiento nunca se le hubiera ocurrido a Mercede. En caso de sugerírselo, ciertamente habría reaccionado en forma violenta y desfavorable. Y yo, desde luego, no sería menos. La hubiera dejado sin muñecas, sin garganta que pudiera gritarme y, ¿por qué no? Sin vida bajo mi cuerpo. En cambio, el mundo de mi hermana era el de luces y sombras dispersas, las luces de sus verdaderas pasiones y las sombras de las ideas falsas con las cuales el mundo la había hechizado. No se podía esperar, bajo ninguna circunstancia, que actuara tan definitiva e imperiosamente como lo hago yo. ¡Ja! Esos pensadores permanecen tanto con los sesos volando en las nubes que no son capaces ni de encontrar la punta de sus pies.
Por eso ella nunca previó mi sombra merodeando sobre ella. No compartiría el poder con nadie, ni mucho menos con mi otra mitad, mi karma, mi hermana.
Por todo lo que pasó entre nosotros —directamente en nuestros años de infancia, y directa e indirectamente tras su muerte— Mercede no es, ni hermana ni ninguna de las otras cosas —cuna de un amor fraternal— como hubiera querido la zorra de mi madre.
Para mí, Mercede es primeramente una maldición que me rodea, una tormentosa nube cargada de maleficios sobre mi cabeza. En segundo es una mujer, un recuerdo que revienta en mi mente causándome insomnio. ¿¡Es que ni muerta puede dejar de robarme, la puerca?! No lo permito. Sea cual sea el motivo por el cual comienzo a recordarla, seré yo el que hable ahora.
Es imperioso que espante a este espectro de la infancia que dejamos atrás. La dejamos juntos, en silencio. No cambió nada, pero a la vez, nada volvió a ser lo mismo.
Ha vuelto a mí esa memoria, maldita memoria.
Sucedió que, entre Mercede y yo, la noche en que nuestro padre, Ottavio, murió, aunque no teníamos idea de que su fantasma nos rondara, ella se deslizó en mi lecho, quejándose de que hacía frío, porque sabía que yo estaba siempre templado. No la contradije a pesar de que no era cierto. Aun en esos lejanos días, sufría de escalofríos que me atacaban en los momentos más diversos e inesperados. Y esa noche me sentía especialmente destemplado...
Toda la tarde, el fantasma de nuestro padre había alborotado la casa con sus gritos y suspiros de agonía... pero sin aviso, dejó de importar.
De improviso, sentí las cálidas manecillas de Mercede en las mías, su susurrante vocecita en mi oído, y comencé a sentirme acalorado por doquier. No aparté su mano, ni cuando comenzamos a quedarnos dormidos. Jamás me sentí más poderoso y tan débil al mismo tiempo, excepto, tal vez, cuando presencié su muerte.
¡Maldición! ¿Por qué tienen que resurgir estas memorias impías? No me arrepiento ni un suspiro de mi vida de lo que hice, o más bien de lo que no hice. Ver a mi hermana ser violada hasta la muerte por el maestro que nos prometía la gloria me dio más placer que darle de comer a mis perros un ejército entero de rameras con sus hijos bastardos. Y lo volvería a hacer, sólo que esta vez me asomaría por la ventana para verla a los ojos y reírme en su cara; así sabría que fui yo.
Mercede, ¡Mercede! Espero que desde el más allá te tragues estas palabras con el mismo placer con el que vi la vida extinguirse en tus ojos.
Escribo y rompo.
Anoche tuve un sueño. ¿O debiera decir una pesadilla? ¡Qué infiernos! Se supone que una pesadilla es algo que se eleva del subconsciente al consciente, plagado de sobresaltos y desazón, para castigar o asustar a los débiles de mente. Pero lo que me sucedió anoche fue un presentimiento frenético de felicidad. Si pienso en ello como en una pesadilla es porque, contrariamente a los sueños comunes, que se elevan y desaparecen en las sombras, éste era profundo y claro, y permanece todavía conmigo en lugar de desvanecerse, desafortunadamente
Dentro del sueño, padre —a quien cada día he odiado más intensamente desde que nació— estaba muerto. Lo vi con mis propios ojos encerrado en un cofre de oro y plata, que fue arrojado dentro de un hueco en la tierra y cubierto con cal. Me encontraba en el cementerio, con un grupo de gente sombría y sollozante, ninguno de cuyos rostros vi claramente, excepto el de Mercede, que se mantenía a mi lado. Ambos éramos unos niños.
No puedo ni quiero entender por qué, de todos los rostros que pude haber identificado, tuve que descubrir aquel. Mi hermana está muerta y bien muerta. Ah, pero más allá del hecho en sí, cómo disfruto que haya sufrido antes de su deceso. Le salió barato, después de haberme robado la mitad de la fuerza con su sola existencia, pequeña gran arpía. Tenía la intrepidez de los Medici y esa repugnante intelectualidad de los Visconti. Insoportablemente perfeccionista, pero adictiva como sólo quien hubiera sido capturado por el opio comprendería. Qué se yo. Malditas féminas que sin ser brujas terminan aturdiendo a quien las roce, cual alucinógeno.
El sueño se desplazó desde el cementerio hasta el carruaje que nos trasladó, a mi hermana y a mí, hasta la mansión que conocíamos como hogar. No cambiamos una palabra durante el largo y ruidoso viaje. Nos sentamos el uno contra el otro y dejamos que los vacíos, amargos e inútiles años, arruinados por esa ausencia del tirano que teníamos por progenitor, se fundieran con sus tóxicos elementos. Me da asco ahora haber sentido en mi ensoñación lo mismo que debe experimentar la tierra cuando el hielo del invierno da lugar al nuevo brote de flora y vegetación.
El mismo fervor debe haberse originado también en Mercede. Sé que en un momento dado eché una mirada furtiva a su frío y hermoso rostro, y descubrí en su boca una débil sonrisa, que se elevaba vivamente hacia sus magníficos y luminosos ojos. Si no hubiese sido por la presencia del conductor, tal vez hubiera tratado de besarla.
Este pensamiento nunca se le hubiera ocurrido a Mercede. En caso de sugerírselo, ciertamente habría reaccionado en forma violenta y desfavorable. Y yo, desde luego, no sería menos. La hubiera dejado sin muñecas, sin garganta que pudiera gritarme y, ¿por qué no? Sin vida bajo mi cuerpo. En cambio, el mundo de mi hermana era el de luces y sombras dispersas, las luces de sus verdaderas pasiones y las sombras de las ideas falsas con las cuales el mundo la había hechizado. No se podía esperar, bajo ninguna circunstancia, que actuara tan definitiva e imperiosamente como lo hago yo. ¡Ja! Esos pensadores permanecen tanto con los sesos volando en las nubes que no son capaces ni de encontrar la punta de sus pies.
Por eso ella nunca previó mi sombra merodeando sobre ella. No compartiría el poder con nadie, ni mucho menos con mi otra mitad, mi karma, mi hermana.
Por todo lo que pasó entre nosotros —directamente en nuestros años de infancia, y directa e indirectamente tras su muerte— Mercede no es, ni hermana ni ninguna de las otras cosas —cuna de un amor fraternal— como hubiera querido la zorra de mi madre.
Para mí, Mercede es primeramente una maldición que me rodea, una tormentosa nube cargada de maleficios sobre mi cabeza. En segundo es una mujer, un recuerdo que revienta en mi mente causándome insomnio. ¿¡Es que ni muerta puede dejar de robarme, la puerca?! No lo permito. Sea cual sea el motivo por el cual comienzo a recordarla, seré yo el que hable ahora.
Es imperioso que espante a este espectro de la infancia que dejamos atrás. La dejamos juntos, en silencio. No cambió nada, pero a la vez, nada volvió a ser lo mismo.
Ha vuelto a mí esa memoria, maldita memoria.
Sucedió que, entre Mercede y yo, la noche en que nuestro padre, Ottavio, murió, aunque no teníamos idea de que su fantasma nos rondara, ella se deslizó en mi lecho, quejándose de que hacía frío, porque sabía que yo estaba siempre templado. No la contradije a pesar de que no era cierto. Aun en esos lejanos días, sufría de escalofríos que me atacaban en los momentos más diversos e inesperados. Y esa noche me sentía especialmente destemplado...
Toda la tarde, el fantasma de nuestro padre había alborotado la casa con sus gritos y suspiros de agonía... pero sin aviso, dejó de importar.
De improviso, sentí las cálidas manecillas de Mercede en las mías, su susurrante vocecita en mi oído, y comencé a sentirme acalorado por doquier. No aparté su mano, ni cuando comenzamos a quedarnos dormidos. Jamás me sentí más poderoso y tan débil al mismo tiempo, excepto, tal vez, cuando presencié su muerte.
¡Maldición! ¿Por qué tienen que resurgir estas memorias impías? No me arrepiento ni un suspiro de mi vida de lo que hice, o más bien de lo que no hice. Ver a mi hermana ser violada hasta la muerte por el maestro que nos prometía la gloria me dio más placer que darle de comer a mis perros un ejército entero de rameras con sus hijos bastardos. Y lo volvería a hacer, sólo que esta vez me asomaría por la ventana para verla a los ojos y reírme en su cara; así sabría que fui yo.
Mercede, ¡Mercede! Espero que desde el más allá te tragues estas palabras con el mismo placer con el que vi la vida extinguirse en tus ojos.
Escribo y rompo.
Raimondo | Medici | Hermanos | Mercede |
Raimondo di Medici- Humano Clase Alta
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Re: Altro che sano di mente {Diario di Raimondo}
Mercede
Escucha lo que te digo
Es algo extraño: soy tu hermano y aun te estoy deseando. Con el mismo látigo con el que muelo el piso a tus pies, me siento atado de manos, y te estoy renombrando. Y pensar que no te besaba hace años.
No te confundas, que aún te odio, pero tu hermano sabe recurrir a la tregua cuando el resultado es de su interés. Te propongo tomarme la mano, frente a la gente que nos mira extraño. Me importan poco sus mugrosas habladurías. Me importa más que me estés escuchando, incluso ahora que estoy como un loco a la pared hablando.
Es increíble, lo dos espadas de un mismo acero pueden enfrentar, enfrentarse mutuamente. Ni siquiera la sangre podría derribarlas. El pensamiento es nuestra realidad. Más vale hacer pensar a las personas que no es real.
Me llaman loco, cuando les digo, que mi sueño es poco, pues en la noches estoy como loco, pues no te tengo besando mis ojos, y me imagino que ya estás con otro, gimiendo como zorra. Conspirando, traicionando. Por eso no dejarás mi metro cuadrado. Donde mis ojos te vean, hermana mía.
Que no me perdone Dios, y que caiga la religión y sus falsas promesas de perdón, porque con este nexo tengo el cielo y el infierno a mi entera disposición. Y a ti también.
No te confundas, que aún te odio, pero tu hermano sabe recurrir a la tregua cuando el resultado es de su interés. Te propongo tomarme la mano, frente a la gente que nos mira extraño. Me importan poco sus mugrosas habladurías. Me importa más que me estés escuchando, incluso ahora que estoy como un loco a la pared hablando.
Es increíble, lo dos espadas de un mismo acero pueden enfrentar, enfrentarse mutuamente. Ni siquiera la sangre podría derribarlas. El pensamiento es nuestra realidad. Más vale hacer pensar a las personas que no es real.
Me llaman loco, cuando les digo, que mi sueño es poco, pues en la noches estoy como loco, pues no te tengo besando mis ojos, y me imagino que ya estás con otro, gimiendo como zorra. Conspirando, traicionando. Por eso no dejarás mi metro cuadrado. Donde mis ojos te vean, hermana mía.
Que no me perdone Dios, y que caiga la religión y sus falsas promesas de perdón, porque con este nexo tengo el cielo y el infierno a mi entera disposición. Y a ti también.
Raimondo | Medici | Hermanos | Mercede |
Raimondo di Medici- Humano Clase Alta
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Re: Altro che sano di mente {Diario di Raimondo}
El único que lo supo.
Afortunadamente ya murió.
¡Oh, cuántas terribles y magníficas cosas perdí por tu culpa, mi oscura hermana, astuta meretriz! Has dejado mi boca tan seca como un esqueleto en el desierto. El cielo te ayude si nuestro destino ha de unirse en el mismo círculo del infierno.
Pienso en todas las ocasiones en que sembraste tu semilla de necesidad en mí y siento coraje al saber que no ha dejado de germinar. Se remonta desde que te vi hasta esos últimos días antes de tu supuesta muerte.
Jamás se me ocurrió sospechar que cualquiera de la familia (u otra de las principales
figuras que intervinieron en nuestras vidas, no relacionadas por lazos de sangre), pudiera llegar a saber la intimidad entre tú y yo, hasta el día que el tío Giancarlo me llamó a la vera de su lecho mortuorio. No me sorprendí cuando pidió bruscamente a mí madre que me dejase solo con él. Tía Giancarlo siempre se erigió en mí primer personaje, el eslabón entre mí vida hogareña y los horizontes más amplios que me reclamaban. Sólo reproduciéndola por completo puedo hacer justicia a la conversación que tuvimos:
—Sabes, Raimondo, que me muero —susurró.
—Espero que no, señor —dije neutral, viéndolo desafiante, aunque no tono no coincidiese con mis palabras.
—La esperanza no ayuda, niño. El hecho es que me estoy muriendo y apresurarás mí muerte si me haces examinar toda esta basura sobre lo que puede ser y no debe ser. Es importante reconocer que yo me muero y tú vas a continuar viviendo. ¿Nos entendemos?
—Sí, tío.
—Quiero hacerte saber que te dejo una buena parte de mí dinero. Aunque con las acciones del banco de tu padre no pasarán necesidades de ningún tipo. Pero es mi honor el que me obliga.
—Gracias, tío Giancarlo.
—De nada, Raimondo. Muerto tu padre, tú eres la única cabeza que queda en la familia. Estoy seguro que él hubiera querido que hiciera exactamente esto. Pero no te he llamado para comunicártelo.
Había algo en su voz de tan ominosa calidad que sólo pude echarme hacia delante y observarlo atentamente. Tenía esa asquerosa mirada que tenían los socios de papá cuando le daban malas noticias. ¿Qué mierda tiraría este viejo antes de morir?
—Necesitarás todo tu coraje para permanecer sentado y quieto mientras me escuchas, resumió. Y te hará bien escuchar y callar. No habrá lugar a negativas ni discusiones, Fritz, porque debo decirte simplemente la verdad, y la discusión sería insensata. No soy muy fuerte y no desearás que despilfarre las energías que me restan. Escucha atentamente, Fritz: conozco desde hace mucho tiempo las relaciones entre Mercede y tú.
A pesar de estar prevenido, casi me caigo de la silla en que estaba sentado mientras
pronunciaba fríamente la última sentencia.
—Lo supe accidentalmente, Raimondo, continuó. No te espié. Y no debes sulfurarte porque no te daré un sermón. Quise hablarte unas cuantas veces, porque estimaba que alguna persona mayor debía hacerlo y tu madre no tiene el valor, pero no sabía cómo. En cierto modo te espié, porque una vez enterado de que Mercede no dormía en su cuarto, no podía evitarlo, por muchas razones, y trataba de determinar si abandonabais o no el hábito. Habéis tenido largos períodos de separación, en medio de los estudios, pero de alguna manera siempre vuelven al otro, no bien alguno de vosotros encuentra la oportunidad. Dije que no te daría un sermón. Pero ¿cómo podría dejar de avisarte que eso no es bueno para ninguno de los dos, que ella se escape de su cama y se cuele en la tuya?
No hice ningún movimiento para interrumpirlo.
—Haces bien en callarte, Raimondo, continuó. No hay nada que puedas agregar ni quitar de eso que he visto con mis propios ojos. Hay una palabra horrible para esas intimidades entre hermano y hermana, y una cantidad de otras palabras no mucho mejores. No pronunciaré ninguna de ellas. Todavía te quiero, Raimondo, y tengo depositadas en ti grandes esperanzas. Sólo debo decirte esto: si continúas esa mala conducta con tu hermana, arriesgarás poco a poco tu alma inmortal. Detente.
Al llegar este momento estaba enteramente exhausto y apenas movió su mano hacia
la puerta comprendí que deseaba quedarse solo, y me fui.
Así supe que tío Giancarlo estaba enterado de todo. ¿mí madre también? No; era demasiado estúpida. Pero tío Giancarlo también; se le olvidaba una cosa: que desde el día en que asesiné a mi padre yo no tengo alma.
Pienso en todas las ocasiones en que sembraste tu semilla de necesidad en mí y siento coraje al saber que no ha dejado de germinar. Se remonta desde que te vi hasta esos últimos días antes de tu supuesta muerte.
Jamás se me ocurrió sospechar que cualquiera de la familia (u otra de las principales
figuras que intervinieron en nuestras vidas, no relacionadas por lazos de sangre), pudiera llegar a saber la intimidad entre tú y yo, hasta el día que el tío Giancarlo me llamó a la vera de su lecho mortuorio. No me sorprendí cuando pidió bruscamente a mí madre que me dejase solo con él. Tía Giancarlo siempre se erigió en mí primer personaje, el eslabón entre mí vida hogareña y los horizontes más amplios que me reclamaban. Sólo reproduciéndola por completo puedo hacer justicia a la conversación que tuvimos:
—Sabes, Raimondo, que me muero —susurró.
—Espero que no, señor —dije neutral, viéndolo desafiante, aunque no tono no coincidiese con mis palabras.
—La esperanza no ayuda, niño. El hecho es que me estoy muriendo y apresurarás mí muerte si me haces examinar toda esta basura sobre lo que puede ser y no debe ser. Es importante reconocer que yo me muero y tú vas a continuar viviendo. ¿Nos entendemos?
—Sí, tío.
—Quiero hacerte saber que te dejo una buena parte de mí dinero. Aunque con las acciones del banco de tu padre no pasarán necesidades de ningún tipo. Pero es mi honor el que me obliga.
—Gracias, tío Giancarlo.
—De nada, Raimondo. Muerto tu padre, tú eres la única cabeza que queda en la familia. Estoy seguro que él hubiera querido que hiciera exactamente esto. Pero no te he llamado para comunicártelo.
Había algo en su voz de tan ominosa calidad que sólo pude echarme hacia delante y observarlo atentamente. Tenía esa asquerosa mirada que tenían los socios de papá cuando le daban malas noticias. ¿Qué mierda tiraría este viejo antes de morir?
—Necesitarás todo tu coraje para permanecer sentado y quieto mientras me escuchas, resumió. Y te hará bien escuchar y callar. No habrá lugar a negativas ni discusiones, Fritz, porque debo decirte simplemente la verdad, y la discusión sería insensata. No soy muy fuerte y no desearás que despilfarre las energías que me restan. Escucha atentamente, Fritz: conozco desde hace mucho tiempo las relaciones entre Mercede y tú.
A pesar de estar prevenido, casi me caigo de la silla en que estaba sentado mientras
pronunciaba fríamente la última sentencia.
—Lo supe accidentalmente, Raimondo, continuó. No te espié. Y no debes sulfurarte porque no te daré un sermón. Quise hablarte unas cuantas veces, porque estimaba que alguna persona mayor debía hacerlo y tu madre no tiene el valor, pero no sabía cómo. En cierto modo te espié, porque una vez enterado de que Mercede no dormía en su cuarto, no podía evitarlo, por muchas razones, y trataba de determinar si abandonabais o no el hábito. Habéis tenido largos períodos de separación, en medio de los estudios, pero de alguna manera siempre vuelven al otro, no bien alguno de vosotros encuentra la oportunidad. Dije que no te daría un sermón. Pero ¿cómo podría dejar de avisarte que eso no es bueno para ninguno de los dos, que ella se escape de su cama y se cuele en la tuya?
No hice ningún movimiento para interrumpirlo.
—Haces bien en callarte, Raimondo, continuó. No hay nada que puedas agregar ni quitar de eso que he visto con mis propios ojos. Hay una palabra horrible para esas intimidades entre hermano y hermana, y una cantidad de otras palabras no mucho mejores. No pronunciaré ninguna de ellas. Todavía te quiero, Raimondo, y tengo depositadas en ti grandes esperanzas. Sólo debo decirte esto: si continúas esa mala conducta con tu hermana, arriesgarás poco a poco tu alma inmortal. Detente.
Al llegar este momento estaba enteramente exhausto y apenas movió su mano hacia
la puerta comprendí que deseaba quedarse solo, y me fui.
Así supe que tío Giancarlo estaba enterado de todo. ¿mí madre también? No; era demasiado estúpida. Pero tío Giancarlo también; se le olvidaba una cosa: que desde el día en que asesiné a mi padre yo no tengo alma.
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Raimondo di Medici- Humano Clase Alta
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Re: Altro che sano di mente {Diario di Raimondo}
He sido un rebelde contra el universo, y el universo ha cumplido su venganza sobre mí.
Debo tener el maldito corazón de mi madre: su hipócrita virtud me ligó con vínculos de acero
toda su vida y sólo podría liberarme de ellos tratando de alcanzar un imposible, la
interrupción de la desesperada relación amorosa con mi hermana, presa también en las
garras del falso pudor de mi madre. Nos atrevimos a llegar a extremos violentos porque no
nos animamos a alimentar esperanzas de una relación sexual normal, pues mi madre, con
sus ojos de Medusa, petrificaba nuestras emociones. Ésta es la paradoja de mi existencia: he
amado la vida apasionadamente, pero nunca me atreví a encauzar este amor en la dirección
de una experiencia erótica normal.
El exceso de pudor de mi madre envenenó el manantial de mi existencia. Como
maté a mi padre en mi primera infancia, las aguas de mi vida permanecieron contaminadas,
por falta de los elementos químicos necesarios para purificar la fuente de mi ser.
Nunca quise mi orgullosa soledad: he deseado ansiosamente el amor apasionado de
una mujer que pudiera redimirme del terror de un mundo que ha sido testigo de la muerte
de Dios. Como le escribí a Mercede en las cartas que nunca le envié: Un hombre profundo debe tener amigos, si es que no
tiene un Dios. ¡Pero yo ni tengo Dios, ni un solo amigo!
Debo tener el maldito corazón de mi madre: su hipócrita virtud me ligó con vínculos de acero
toda su vida y sólo podría liberarme de ellos tratando de alcanzar un imposible, la
interrupción de la desesperada relación amorosa con mi hermana, presa también en las
garras del falso pudor de mi madre. Nos atrevimos a llegar a extremos violentos porque no
nos animamos a alimentar esperanzas de una relación sexual normal, pues mi madre, con
sus ojos de Medusa, petrificaba nuestras emociones. Ésta es la paradoja de mi existencia: he
amado la vida apasionadamente, pero nunca me atreví a encauzar este amor en la dirección
de una experiencia erótica normal.
El exceso de pudor de mi madre envenenó el manantial de mi existencia. Como
maté a mi padre en mi primera infancia, las aguas de mi vida permanecieron contaminadas,
por falta de los elementos químicos necesarios para purificar la fuente de mi ser.
Nunca quise mi orgullosa soledad: he deseado ansiosamente el amor apasionado de
una mujer que pudiera redimirme del terror de un mundo que ha sido testigo de la muerte
de Dios. Como le escribí a Mercede en las cartas que nunca le envié: Un hombre profundo debe tener amigos, si es que no
tiene un Dios. ¡Pero yo ni tengo Dios, ni un solo amigo!
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