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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Byron C. Erwann Miér Dic 24, 2014 6:36 am

Con andares pausados pero elegantes, el caballero venido de tierras británicas parecía más perdido que nunca, pese a sostener con torpeza un mapa entre sus manos. Su nerviosismo podía apreciarse a la legua, tal pareciese que nunca había estado en la ciudad, o mucho peor, que nunca le habían enseñado a interpretar un mapa. Ambos pensamientos, por supuesto, estaban equivocados. Había visitado la capital de Francia en un centenar de ocasiones, aunque nunca con el propósito con que lo hacía en aquel momento. Desde que su esposa e hija falleciesen, su madre, con la que llevaba bastante tiempo sin tener demasiado contacto, había decidido que era el momento de restablecer lazos familiares, y quizá tuviera razón. Se sentía enormemente sólo, perdido, sin saber qué hacer o cómo volver a encauzar su vida pese a los muchos años que habían pasado desde la tragedia que se las arrebató. Fue así como, en una conversación que al principio parecía ser trivial, la mujer, con toda su mejor intención, le sugirió que quizá era el momento de buscarse una nueva esposa y, por qué no, fundar una nueva familia. La sugerencia, al principio, abrió aún más la brecha que le corroía por dentro, pero no tardó mucho en darse cuenta de que tenía razón. Era joven, y su esposa no hubiese querido que su luto durase indefinidamente. Era consciente de que no la olvidaría nunca, ni a ella ni a su amada Amy, pero eso no quitaba que necesitara volver a encauzar su vida, aunque fuera mínimamente.

Claro que nunca se hubiese esperado que de aquella conversación su madre trazara un plan tan precipitado como el que en aquellos momentos estaba llevando a cabo. Sin decirle nada ni consultarle su opinión, la mujer había decidido citarle con una misteriosa dama que, al parecer, un día que él estaba de viaje apareció por casa buscando asilo. Según le había dicho a su madre, se llamaba Aletheïa Rousseau, miembro de la familia cuyo apellido era tan sonado en aquellos días en París. Y no precisamente por algo bueno. Los problemas de tipo económico de la familia habían surgido a la vez que les había estallado en la cara una supuesta trama de corrupción que llevaban a sus espaldas desde hacía años. Le resultó gracioso que en un país con tantos corruptos se le diera especial importancia a una familia en concreto. Era lo que tenía ser famoso. Todos te conocen, para bien o para mal. Pero sin duda, lo que a Byron le rondaba más por la cabeza era cómo podría afectarle a él casarse con alguien que perteneciera a esa familia. Quizá para ella fuera algo bueno, dado que así limpiaría un poco su apellido, ¿pero pensó su madre en el impacto que ello podría tener en su economía, en sus inversiones, en su popularidad?

Claramente, no, y eso era algo que Byron se tomaba muy pero que muy en serio. No porque realmente le importaba la opinión de los demás, que ni de lejos era el caso, sino porque sabía perfectamente que aunque no importara, le afectaba. Y eso no podía permitirlo. Le había costado mucho conseguir reflotar todo el imperio de su padre. No lo perdería por un escándalo. Aún así decidió ceder a la presión de su madre y aceptar una cita en la que, por lo menos, hiciese un intento por conocer a la dama. Sería todo lo cortés que pudiera, pero nada más. De hecho, tampoco pensaba que aquella misteriosa joven de la que nada sabía estuviera muy de acuerdo con un hipotético enlace con alguien a quien ni siquiera conocía. Una amistad con ella, sin embargo, quizá pudiera ser beneficiosa a fin de extender su "imperio" por París, único lugar de Europa en el que no tenía sede. Y allí estaba, temblando como una hoja y peleándose con el mapa a fin de encontrar el dichoso teatro, lugar de la cita que su madre había elegido para él. Sin consultarle, por supuesto.

Tras preguntar en varios establecimientos, finalmente pudo encontrarlo. Era una construcción de gran tamaño, con las paredes decoradas de impoluto mármol blanco y con aspecto de ser una de las edificaciones más antiguas y hermosas de París. Byron refunfuñó por lo bajo. Nunca había sido dado a desperdiciar ni su tiempo ni su dinero en caprichos tales como el teatro -aunque le gustara-, no porque no lo tuviera, sino porque sus gustos eran más bien sencillos, pese a todo. Leer frente a la chimenea, montar a caballo, pasar tiempo con sus perros, escribir sus pensamientos o plasmar sus ideas en lienzos... Una vida solitaria para alguien solitario. Pero quizá era el momento de cambiar un poco la forma de ser, o acabaría solo toda su vida. Y no sabía si estaba preparado para eso. Él siempre había soñado con envejecer junto a su esposa, rodeados de sus nietos. Y tenía que empezar a planearlo, a buscar un nuevo comienzo junto a alguien. Pronto. Nunca olvidaría al que fue el amor de su vida ni a su primera hija, pero la realidad era que ellas ya no estaban, no regresarían. Y él seguía vivo. Se colocó junto a la ventanilla en la que vendían las entradas, para que la joven pudiera reconocerle. Su madre le había dicho que ella iría de verde y que él tenía que ir de azul, así que, simplemente, lo hizo. No tenía mucho sentido discutir con ella, siempre acababa dándole la razón, aunque fuera por no crear discordia. Ahora la necesitaba más que nunca, a ella y a sus hermanas. Era un nuevo comienzo, después de todo. Y los inicios nunca son sencillos.
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Mensaje por Hēra L. Tsakalidis Vie Abr 03, 2015 5:19 pm

Las casualidades no existen. Y aunque ese hecho pudiera parecer más que evidente para alguien como ella, superior en todos los sentidos al resto de criaturas que recorrían la tierra, los seres inferiores no lo tenían demasiado claro. O al menos, no lo parecía. Aletheïa, movida por la certeza, por el conocimiento de esa información, se sentía en ventaja en muchos aspectos sobre todos los demás, por una sencilla razón: porque podía hacer pasar por fortuito un acontecimiento que nada tenía de azaroso, y que ella misma había provocado con esa facilidad suya para tergiversar las cosas. Para convencer a cualquiera de que lo que ella decía era la única verdad, lo más plausible, lo único importante, y lo más adecuado para casi todas las situaciones en que se inmiscuía, claramente a propósito. Claro que todo eso siempre iba camuflado sutilmente -o no tanto- por el término “casualidad”. Sí, ese mismo que ella tenía tan claro que no existía realmente. Por eso se tomaba la libertad de tomar por ilusos a todos aquellos que huían del azar, no tanto por sí mismo, sino porque cuando el Destino decide que los encuentros deben producirse, es este propio azar quien busca y captura a las víctimas de turno, reuniéndolas en escenarios confusos, sorprendentes e inesperados. Y  por supuesto el Destino en ese caso tenía el nombre de la vampiresa. Ella era quien movía los hilos de la casualidad, cuando determinadas personas se cruzaban en su camino. Personas que, por algún motivo ajeno a su conocimiento, llamaban su atención. Que la invitaban a acercarse aún más. A buscar una excusa para meterse en sus asuntos.

Se compadecería de ellos, si lo viera desde fuera, y por supuesto, si no fuera ella misma la causante de todas y cada una de las desgracias que seguían a su contacto con dichas personas. Porque claramente su intención cuando se acercaba a ellos no era otra que destruirles. De forma lenta, agónica, hasta lograr que sus vidas no fueran más que un simple recuerdo de lo que antes habían sido. Así había sido como, por “casualidades” del “destino” su camino se había cruzado, desafortunadamente para él, con el de Byron Erwann. Aletheïa había fijado su vista en él en su propio restaurante, una noche en que el hombre había ido a cenar acompañado de su familia. Al instante supo que sería una víctima perfecta para sus malas intenciones. Un caballero bien situado, de modales asquerosamente perfectos, y profundamente dolido por la muerte relativamente reciente de su esposa e hija. ¡Apenas tuvo que pensarlo durante más de dos segundos para decidir que su vida sería la siguiente que estaba dispuesta a destruir! No había ningún motivo en especial, y muchos a la vez. Su vida era perfecta, y aún así, no la apreciaba. Además, siempre había tenido cierta debilidad por atentar contra aquellos que pudiendo ser felices, se seguían lamentando por nimiedades. ¿Perder a un ser querido? Eso no era suficiente. Pero, ironías de la vida, lo que había comenzado como un simple capricho, una obsesión, una nueva forma de superarse a sí misma, una estúpida manera de demostrarse que era capaz de lograr imposibles... se estaba volviendo en su contra.

A medida que iba investigando más acerca de aquel joven, se sentía mucho más cercana a él, y de una forma que no le resultaba precisamente adecuada. Él era su víctima, y ella, su verdugo. No había ningún otro sentimiento que pudiera albergar por él, más que las ansias por destruirle. Pero no pudo, o no supo cómo evitarlo. Cada noche lo observaba vagar a solas por las calles, sumido en sus pensamientos. Lo veía disfrutar de pequeños placeres que ella había aprendido a ignorar a lo largo de los milenios, por considerarlos inúteles, o carentes de interés. Y no, eso no le gustaba nada en absoluto. A medida que el interés por acercarse a él crecía, también lo hacían las ansias por pisotear todo aquello que era importante para él. ¿Cómo se atrevía a hacerla sentir algo distinto a aquella plana indiferencia? ¿Con qué derecho se creía para comportarse como si fuera más que un simple humano? No se demoró mucho en difuminar la distancia que aún los separaba, y acercarse a su madre para convencerla de que lo mejor para él era conocerla a ella. Nada más lejos de la realidad, pero la mujer, obsesionada con que su hijo rehaciese su vida, no lo sabía. Y tampoco hubiera podido evitarlo. Necesitaba comenzar de inmediato la tarea que se había propuesto, la de acabar con su existencia tal y como la conocía. Antes de que esa existencia, banal y patética, acabase por afectarla a ella. No, eso no podía ocurrir.

Así fue como la cita concertada aquella noche se había tornado un hecho. La vampiresa salió del castillo como un huracán, arrasando con varias doncellas que le sirvieron de alimento, dispuesta a dar por empezada de una vez por todas aquella partida que terminaría con la derrota de Byron. La noche, cálida, no logró camuflar con sus tinieblas aquel brillo terrible que iluminaba su rostro, ni tampoco disimular la mueca feroz que se dibujó en su semblante en cuanto estuvo a pocos metros de su presa. Por fin. Se situó en su campo de visión al mismo tiempo que su máscara de falsa inocencia se recomponía como por arte de magia, y se aproximó a él lentamente, sutilmente, como la joven entusiasmada que debía fingir ser. Nadie imaginaría que bajo aquel rostro angelical y de belleza casi fantasmagórica se escondía realmente un ente vengativo, y siempre sediento de sangre. Un ente que sólo buscaba destruir todo aquello que le llamaba la atención, todo aquello que le atraía. Todo aquello que tuviera la mala fortuna de cruzarse en su camino.

- M-monsieur Erwann... Es un honor que f-finalmente haya podido acudir... a nuestra cita... -Ni siquiera supo cómo demonios logró que su voz titubeara. Supuso que el tiempo se había encargado de convertirla en una especie de experta y simular ser lo que no era. Porque si de algo no había duda es que tras esa inocencia no había más que un denso abismo, dispuesto a engullir todo lo que hubiera a su alcance.
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Mensaje por Byron C. Erwann Jue Jun 25, 2015 6:39 am

El primer bostezo fue precedido de un sinfín más, hasta constituir una auténtica sinfonía de suspiros y bufidos en voz baja, hasta el punto de que un par de lágrimas de absoluto aburrimiento se deslizó por la comisura de sus ojos, lenta pero inexorablemente, como reflejo del cansancio y el fastidio que le producía estar allí en uno de los pocos días libres que tenía en semanas. Las palabras de su madre se repitieron una y otra vez en su mente, como una especie de mantra. Aquellas palabras que tanta simpatía le causaron en su momento, y que ahora le resultaban una verdad demasiado evidente, y hasta molesta. "Las damas de clase alta siempre llegan tarde, se hacen esperar. Pero es porque tienen muy aprendido que si un hombre espera por su llegada, ese será el indicado, en tanto en cuanto saben apreciar tu valía. Mientras más distinguidas sean, más se demorarán. Y mientras más capacitado esté el caballero para aguardarlas, más evidencias hay de que ambos se agradan mutuamente. ¡No lo olvides nunca, hijo mío!" La verdad es que en el momento en que se lo dijo, cuando apenas si tenía trece años, sólo le parecía uno más de esos protocolos que tenía que seguir como miembro de la "élite" de la sociedad. Pero a medida que había crecido, y madurado, menos sentido cobraban dentro de su mentalidad sencilla. Él ya había estado casado, con una mujer a la que había amado con todo su corazón, y para la que aquellas palabras carecían de sentido tanto como para él. Y eso era lo que le había enamorado de ella, precisamente.

No acogía con ninguna clase de agrado ser una especie de experimento para una completa desconocida, y mucho menos cuando el hecho de que él esperara nada tenía que ver con la caballerosidad, sino con un rechazo patológico a hacer sufrir a su madre, a darle disgustos. Y si algo tenía claro es que a la mujer le sentaría terriblemente mal que diese plantón a la cita que había pactado para él, a pesar de que nunca hubiera estado de acuerdo. Esperaba no porque pensara que aquella mujer valía todo aquel tiempo perdido, puesto que ni siquiera la conocía. Esperaba porque no le quedaba más remedio. Porque aunque prefería estar en cualquier otra parte, haciendo cualquier otra cosa, su familia era todo cuanto amaba, todo cuanto lo mantenía anclado a la tierra, y le impedía hundirse de nuevo en la tristeza. Eso y porque todos los palcos estaban ya casi completamente ocupados, lo cual indicaba, para su desgracia, que la función estaba a punto de comenzar. ¿Cómo podía tardar tanto, a pesar de haber sido idea suya ir al teatro? Puestos a perder el tiempo, con el inmenso valor que Byron le concedía, hubiera preferido hacerlo en un lugar en el que nadie repararía en caso de que decidiera marcharse. O quizá precisamente por eso había decidido ir a aquel lugar. Después de todo, otra cosa que sabía de las damas "de alta cuna" era de su incapacidad para comprender, en muchas ocasiones, el arte. No es que fueran poco inteligentes, aunque algunas, sin duda, lo eran, sino que en su experiencia las sabía más preocupadas por encontrar un marido que las manteniese que en centrarse en semejantes trivialidades.

Sacudió la cabeza para sacarse aquellos pensamientos. Nunca había sido alguien con demasiados prejuicios, pero es que el aburrimiento había dado paso paulatinamente a una especie de desazón que se estaba tornando en enfado. Y eso le desagradaba aún más que el hecho de que le hicieran esperar. Byron era un hombre tranquilo, poco dado a dejarse guiar por emociones fuertes, y la verdad, prefería que así siguiera siendo. Finalmente, y decidido a aguantar lo que quedase de la obra, hizo llamar a uno de los camareros y le pidió con amabilidad que le trajera un café. El rostro del hombre se contrajo levemente. A su alrededor, los cócteles eran lo que más abundaban, pero el británico no tenía ninguna intención de probar el alcohol en lo que según su madre era una "primera cita". Era uno de los pocos protocolos que sí respetaba. Porque aunque muchas pautas sociales le parecieran completas estupideces, él siempre sería un caballero en toda regla.

No le había dado el primer sorbo a su bebida cuando una voz, la más dulce y hermosa que había oído en toda su existencia, le hizo voltearse bruscamente, buscando con cierta ansia a la persona de cuyos labios salieron aquellos sonidos. Y allí estaba. Una criatura majestuosa. Pálida como la nieve, y con cabellos tan oscuros como el cielo nocturno que se alzaba sobre París en aquellos instantes. Tan impresionado estaba con su belleza, tan embelesado por su hermosura, que ni siquiera se dio cuenta de que se había puesto en pie hasta que estuvo frente a ella, depositando un suave y casto beso en el dorso de su mano. Ya ni siquiera recordaba la espera, ni las expectativas. Aquella mujer bien merecía pasar una eternidad aguardando por su llegada. Era perfecta. Única. Tanto que parecía más un espejismo que otra cosa. - El honor es mío, sin duda, por poder estar con vos, aquí, ahora. -Sin poder dejar de observarla, como si se tratase de una escultura, de una obra de arte, la llevó hasta su asiento, para luego llamar nuevamente al camarero. - Por favor, tráigale a la señorita todo cuanto desee. Sea lo que sea. -Jamás había visto una mirada tan brillante ni profunda.
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Mensaje por Hēra L. Tsakalidis Lun Ago 03, 2015 10:12 pm

Tan sencillo como robarle un caramelo a un niño; eso fue lo primero que pensó al percibir la inconfundible mirada de fascinación dibujada por el hombre al que llevaba rondando, vigilando y persiguiendo desde que éste llegara a París. No había sido demasiado difícil. Tenía unas rutinas muy marcadas, que realizaba diariamente, y siempre a la misma hora, como si necesitara esa tediosa monotonía para sentirse mejor, o simplemente, para sentir que tenía el control sobre su vida. Qué terrible. Si ella fuera humana, o mejor dicho, si volviera a ser humana, lo último que querría sería caer en semejante aburrimiento existencial. ¿Con qué demonios rellenaba los vacíos que indudablemente habían en su vida, en su mundo? Eso era precisamente lo que le había llamado la atención de él. Parecía que había algo de lo que quería huir, algo de lo que necesitaba deshacerse, y por eso buscaba cosas que hacer, ocupar todo su tiempo con aspectos intrascendentes, para olvidar. Para escapar. Pero se estaba perdiendo el mundo que había a su alrededor. Mundo que ella tenía intención de mostrarle... Claro que desde ese punto de vista tan terrible en que ella lo veía.

- Vaya... s-sois aún más amable de lo que me habían dicho... Sabía de los modales de los caballeros ingleses, pero no esperaba que fueran tan acentuados. De verdad que os lo agradezco, pero ahora mismo estoy demasiado nerviosa como para tomar nada. -Negó al camarero cuando se acercó a ella, para luego tomar asiento junto a su anfitrión de aquella noche. La comida y bebida humanas hacía mucho que no sólo no le resultaban sabrosas, sino que realmente llegaba a desagradarle. Y no iba a arriesgarse a perder la compostura, a que su máscara de perfecta inocencia y dulzura se desvaneciese. Debía mantenerla el tiempo suficiente para que la buena impresión causada en aquel humano se convirtiese en una auténtica atracción, en una obsesión. La misma que ella profesaba hacia él. - E-espero que la obra escogida sea de vuestro agrado... Mi idea al principio era ir a un restaurante de mi propiedad... p-pero vuestra madre me sugirió que el teatro sería mejor idea, ya que llevávais mucho sin venir... -Aún recordaba con desagrado a aquella señora. Llevaba tal cantidad de perfume que apenas había podido respirar en su presencia. Además, también hablaba en exceso. Le había contado toda su vida, y la de su familia, sin que ella llegara a hacer ninguna pregunta al respecto.

Una vez sentada en la butaca, no le resultó complicado continuar con su actuación. Sus mejillas se tiñeron tímidamente de rojo, para lo que hubo de concentrarse bastante, y mordió con delicadeza su labio inferior, en una muestra de fingida timidez. Mientras observaba al muchacho de soslayo, no pudo evitar imaginarse el sabor de su sangre. Hacía mucho que no se tomaba un tentempié que realmente deseara. Desde que probase a aquella pequeña doncella de su propio servicio, a la que llevaba días observando. Abaddon había acabado con ella antes de que pudiera finalizar su tortura. Como siempre, queriendo arreglar sus desastres. La ponía enferma. Se recostó en el asiento y se quedó callada, a sabiendas de que por la cabeza de ese muchacho estarían pasando miles de pensamientos referentes a ella, a su belleza, a su pureza. Nada más lejos de la realidad. ¿Por qué la humanidad era tan estúpida como para no ser capaz de percibir en la mirada de otros su verdadera naturaleza? Era fascinante.
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Mensaje por Byron C. Erwann Sáb Sep 19, 2015 11:25 am

Su madre tenía buen gusto, eso era innegable. Ese fue el primer pensamiento que acudió a su cabeza al vislumbrar la belleza de aquella completa desconocida, en todo su esplendor. A pesar de la penumbra, cuando un simple rayo de tenue luz iluminó su rostro, supo por qué su madre había decidido era que la adecuada, por qué había aceptado la invitación y concertado la cita para su hijo. El joven lord se relajó visiblemente en cuanto ella tomó asiento a su lado. Incluso su perfume, sutil a la par que envolvente, le atraía de una manera que no podía explicar. En cualquier otro momento, en cualquier otra situación, lo primero que habría hecho ante una propuesta, a pesar de la opinión de su madre, era preguntarse quién era ella, y por qué había decidido contactar con él si no le conocía. ¿Sería acaso una cazafortunas? ¿O simplemente una dama de la alta sociedad, demasiado desesperada por encontrar un esposo, que andaba en busca de cualquiera que estuviera dispuesto a ello? Incluso aunque lo segundo fuera cierto, en aquel teatro, aquella noche, no había cabida para las dudas, ni para semejantes cuestiones, ¿verdad?

La miró de soslayo, apenas un instante, y si había algún atisbo de duda, todavía, éste se disipó. Brillaba. Tenía una luz espectral que la rodeaba, que irradiaba desde su interior y lo iluminaba todo a su alrededor. La silla. Sus ropajes. Incluso a él mismo. Era contagiosa. El hombre sonrió, y por primera vez en tanto tiempo, lo hizo con convicción. Plenamente. ¿Acaso era el mismo sentimiento que alguna vez hubo sentido por la que fue su esposa? Su primer amor. Su universo, durante tanto tiempo. ¿Era acaso posible una segunda oportunidad para él? Mirar aquel rostro, aquellos gestos delicados de rubor, le hacía pensar que sí. Había despertado aquella parte de sí mismo que lo creía posible. Por eso no podía ni quería dejar de sonreír. Volvió el rostro a la obra para disimular, aunque a aquellas alturas su corazón latía tan deprisa que creía que cualquiera a su alrededor podía escucharlo. El tiempo le diría que en el fondo, no estaba tan equivocado.

- Mi madre estaba en lo cierto, llevaba tanto sin venir al teatro que ni siquiera recuerdo cuál fue la última obra que vi, hace ya algunos años... Aunque, de hecho, hubiera preferiro algo más informal, como un café, o una cena. Así podríamos... hablar en un tono normal, y no con meros susurros. -El rostro irritado de uno de los señores del palco de al lado pareció reforzar aquel comentario. Ahora que había tenido aquella fascinante primera impresión por parte de su cita, realmente deseaba conocer más de ella, indagar en su vida, en sus gustos. Saber por qué le había hecho sentir de aquel modo, cuando apenas si habían cruzado un par de frases. Era la primera vez que sentía algo así, no quería desperdiciar ni un momento. Sabía que las vivencias, que las oportunidades son tan efímeras que hay que aprovecharlas en cuanto aparecen. No quería que pasara aquel tren. No quería perderse aquella posibilidad antes incluso de dejarse llevar por ella. Suspiró para intentar prestar una mínima atención a los actores que poco a poco comenzaban a salir a escena. No era capaz de reconocer la función que iban a desempeñar.
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Mensaje por Hēra L. Tsakalidis Jue Oct 01, 2015 2:11 pm

La primera vez que vio una representación teatral de Otelo, lejos de lo que había esperado, le sorprendió gratamente. En sus milenios de historia, Aletheïa había tenido la fortuna de empaparse con la historia y las culturas de personas de todo el mundo. Había viajado a lugares que hasta aquel entonces eran todo un misterio. Había indagado en el significado de otras religiones distintas a la suya, de otras mitologías, de otras verdades que resultaban ser las mismas, aunque adornadas de diferente forma. Quizá por eso le sorprendía tanto toparse con una persona, con un humano, que lejos de intentar difamar culturas que jamás llegaría a comprender del todo, utilizaba las nociones de ésta que tenía para intentar enseñárselas al mundo. Shakespeare había hecho magia con aquella obra. Había logrado, que aunque fuera en parte, la gente dejara de lado los prejuicios y se prendara por un personaje que, en la época en que vivían, habría sido criticado y degradado hasta el infinito, sin ningún motivo aparente para ello.

Dentro de las muchas culturas que había visto, que había estudiado, debido a esa necesidad siempre viva en su interior de buscar cosas nuevas, de descubrir qué más le deparaba el mundo, estaba la islámica. A pesar de los muchos aspectos negativos que sin duda tenía, no tenía nada que envidiarle a la cultura más occidental. Al fin y al cabo, para ella, eran simples tecnicismos lo que diferenciaban el Corán de la Biblia, aunque las cuadriculadas mentes humanas no pudieran verlo con tanta claridad como ella. Se había quedado prendada de muchos de sus descubrimientos. La numeración que ahora se utilizaba en gran parte del mundo, incluso mucho vocabulario que se había adoptado era de su autoría. Y sin embargo, despreciaban a sus miembros como si fueran apestados. Era tan absurdo que por más vueltas que le diera, no podía comprenderlo. Aquella obra, por lo menos, le hacía ver que no toda la humanidad era igual de estúpida.

- Bueno, entonces espero que no fuera la misma obra que he escogido la que visteis entonces. Otelo es una de mis favoritas. Creo que es una de las pocas que en lugar de mostrar el racismo como algo lógico, lo muestran como algo fruto del poco razonamiento. Como algo terrible. -No fue capaz de fingir timidez, ni estupidez, ni siquiera ingenuidad, al mencionar aquellas palabras. Una cosa era intentar parecer tímida, y otra muy distinta darle a entender que era igual que cualquier otra muchacha inculta y superficial perteneciente a la clase alta parisina. Después le miró, con una sonrisa temerosa, y con las mejillas falsamente sonrojadas. - L-lo lamento... soy muy aficionada al teatro, y al e-estudio de otras culturas... Le prometo que si tras esta "cita" os apetece que nos veamos de nuevo, será en un lugar donde se pueda hablar más tranquilamente... -De aquel joven le interesaban muchas cosas, pero desde luego, su conversación no era una de ellas. Después, centró la mirada en la obra, cuyo primer acto estaba a punto de comenzar.
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Mensaje por Byron C. Erwann Sáb Nov 28, 2015 8:44 pm

Un suspiro, mezcla de alivio y de sorpresa, escapó de entre sus labios cuando escuchó salir aquellas palabras de entre los rosados labios de la mujer que se sentaba junto a él. ¿Quién iba a pensar que su madre fuese a escoger para ella una mujer, que además de ser hermosa como la más bella de las flores, también tenía aquella cualidad, ten necesaria como poco frecuente, como era la inteligencia? Las jóvenes de alta cuna solían relucir por sus muchas capacidades, por las muchas cosas que sabían hacer. Todas cantaban, tocaban algún instrumento -el piano, normalmente-, bordaban, y eran además absolutamente incapaces de mantener una conversación medianamente decente de algo que fuese más profundo que el último cotilleo de la alta sociedad. Por supuesto, aquello no era más que una burda exageración, probablemente hubiera muchachas que, como aquella, eran capaces de conjugar en sí misma esas cualidades que en las otras brillaban por su ausencia, pero por suerte o por desgracia, él no se había topado con ninguna. Encontraba el canto anodino, cuando no tenía por propósito más que el contentar o entretener. La música ridículamente carente de emoción, cuando el sentimiento que buscaba expresar no era lo que la canción misma representaba, sino provocar admiración. Y bueno, su opinión acerca de los cotilleos no era un secreto para nadie.

Había muchachas bonitas, y hábiles, pero ¿inteligentes? Si las había, desde luego, sabían fingir lo contrario. Quizá con el propósito de contentar a madres tan insistentes como la suya, que les advertían que una mujer no debía ser lista, sino hábil. Y él aplaudía que hubiese alguna que no temiera contradecir aquella absurda norma. Así pues, si la primera impresión fue de admiración por su suprema y espectral belleza, aquel creciente interés no hizo más que aumentar cuando vio que en ella se escondía mucho más que en cualquier otra. Por primera vez desde la muerte de su esposa, realmente deseaba conocer más, indagar más, en esa mujer que se disculpaba con timidez, temerosa de que su agudo ingenio pudiera llegar a espantarle. - No os disculpéis por sentir pasión por algo tan exquisito como el teatro y el estudio, y mucho menos por expresar ese interés. ¿De qué serviría ser capaz de ver, oír, pensar y leer, si no usamos esas cualidades para apreciar el arte, o para sentir curiosidad por otros lugares? Yo no he tenido tiempo para lo primero, pero por suerte sí que he viajado mucho. Y no dude que estaré encantado de acompañaros a cualquier otro lugar, sea al concluir esta obra, que por cierto, nunca he tenido el placer de contemplar, o el día que vos escojáis.

Sus ansias, aunque elegantemente veladas por su eterno respeto y caballerosidad, eran patentes en sus palabras, como también lo eran en la expresión de su rostro. Se había vuelto hacia ella, maravillado, y la contemplaba, absorto, sin parar de sonreír. Le agradaba sobremanera esa sensación de liviandad que ahora experimentaba. Ese sutil cosquilleo, esa frenética necesidad de saber más, de descubrir más, de dejarse invadir por sus palabras, por sus conocimientos. Porque ahora que la veía con más nitidez, sabía que parte de esa luz que emitía reflejaba sabiduría. ¡Y cuánta! ¿No era acaso el sueño de cualquier hombre de bien, encontrar a una compañera que además de amarle y darle hijos, fuera capaz de despertar en él curiosidad, anhelo, de mostrarle otros puntos de vista, de enseñarle cosas en las que él era un completo ignorante? Aquella joven, en su modestia, en su preciosidad, estaba seguro que podría mostrarle cosas del mundo que le eran desconocidas. Y eso le encantaba. Pero cuando los primeros actores entraron a escena, supo que debía calmar su empuje, y comenzar a centrarse en la obra. Después de todo, a ella le gustaba. Y eso significaba que él debía comprenderla, exprimirla. Admirarla en todo su esplendor.
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Mensaje por Hēra L. Tsakalidis Sáb Dic 05, 2015 9:57 pm

Una media sonrisa, tan retorcida como sutil, apareció en sus labios, aunque quedó camuflada entre las sombras. Una sonrisa extrañada, mezcla de curiosidad por el descubrimiento de que aquel patético hombrecillo era mucho más de lo que parecía, y por la certeza de que ahora que su interés en él crecía, no iba a dejarlo escapar. Sus planes, los mucho que había hecho para él, llegarían a buen término pronto, muy pronto. Lo mucho que había investigado sobre el Lord, las horas de charla inútil que había perdido junto a su madre, no serían en vano. Y ahora podía estar segura de ello, ya que sabía que el interés era mutuo. Había encandilado a aquel chico, a aquel mortal. Y en cierta forma, empezaba a sentir lo mismo, aunque no fuera a reconocerlo ni en un millón de años. Su galantería, la calidez de su voz y aquella forma respetuosa aunque insistente de decirle que quería volver a verla... Normalmente todo lo relacionado con el protocolo le resultaba absurdamente aburrido, pero en esa ocasión era diferente. Aquella forma sutil que ambos tenían de coquetear el uno con el otro le resultaba extrañamente agradable, casi fascinante. Ambos parecían estar "danzando", entremezclándose despacio, delicadamente. Volvió a sonreír, pero esta vez su sonrisa era sincera, y lejos de ser oscura, era casi dulce. Bueno, no tanto.

- Me temo, señor Erwann, que las pasiones, y más aún, dejarse llevar por ellas, no es algo que esté muy bien visto entre las damas de la alta sociedad... Y a pesar de lo que pueda parecer por mi forma de referirme a la sociedad, formo parte de ella. Creedme si os digo que mi carácter, y mi amor por el arte, no me han traído pocos problemas, precisamente... -Su voz se convirtió en un murmullo, cuando finalmente el telón se abrió revelando ante los espectadores el atrezzo de la primera escena del primer acto de la obra. En el escenario, Rodrigo y Yago caminaban por las representadas calles de Venecia, uno con el ceño levemente fruncido, y otro con los ojos repletos de la furia que la vampiresa sabía que debería representar durante toda la obra. Aquel personaje, al que tanto había llegado a odiar, era precisamente el que dotaba de carácter trágico a la historia, siendo el que trama todos los males posibles para el auténtico protagonista, Otelo. - Sería para mi un absoluto placer acompañaros después de esta velada... Pero ahora, disfrutad de la obra. No querría que os la perdieseis por mi. Es una auténtica obra de arte. Una maravilla. Una joya. -Sus ojos se centraron en el escenario, donde esperaba poder disfrutar de una agradable sesión de teatro.

Otelo, W. Shakespeare escribió:"YAGO.- ¡Oh! Estad tranquilo, señor. Le sirvo para tomar sobre él mi desquite. No todos podemos ser amos, ni todos los amos estar fielmente servidos. Encontraréis más de uno de esos bribones, obediente y de rodillas flexibles, que, prendado de su obsequiosa esclavitud, emplea su tiempo muy a la manera del burro de su amo, por el forraje no más, y cuando envejece, queda cesante. ¡Azotadme a esos honrados lacayos! Hay otros que, observando escrupulosamente las formas y visajes de la obediencia y ataviando la fisonomía del respeto, guardan sus corazones a su servicio, no dan a sus señores sino la apariencia de su celo, los utilizan para sus negocios, y cuando han forrado sus vestidos, se rinden homenaje a sí propios."

Ahí estaba el origen de todo. La traición. La mentira. El por qué la humanidad iba lentamente pudriéndose bajo su propia necedad. Cuando la gente no obtiene lo que quiere por las buenas, en lugar de aceptarlo y buscar con esfuerzo otra oportunidad más adelante, se rebela, se alza en contra de aquello que creen que se les interpone, y se muestran rabiosos, furibundos. Retorcidos. Casi crueles.
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