“Una vida por la de miles...”

Tierras del norte, 132 a.c

Mientras contemplaba la irrefrenable danza que las llamas realizaba alrededor de la pira
mortuoria, con el único ojo que le quedaba se dejaban llevar el recuerdo de lo sucedido.

Aquella noche el aire había sido tan gélido que con el filo de sus esquirlas parecía cortarse, los estandartes del águila ondeaban llevados por la fresca brisa del norte, la oscuridad era noche y junto a los hombres de las hogueras se refugiaban temerosos.

La sílfide fantasmagórica de cabellos de ébano enredados en un manto de oscuridad, volvía con pies descalzos a caminar portando una ligereza que la hacía flotar entre las tiendas del campamento; completamente desnuda, la belleza de ojos verdes y piel pálida, aun brillante tras el acto sexual, parecía ni sentir ni padecer la fría helada que sus copos nevados inundaban de inmaculado su mundo. La llamaban estringe, la llamaban bruja, de algún modo sus hombres tenía razón, ella había conseguido hechizar al centurión tuerto que cada noche se dejaba seducir y agotar sus fuerzas con el acto carnal. Pero aquella noche era distinta, la bruja caminaba por el campamento meditabunda, parecía llevada por algún tipo de sonambulismo, porque ignoraba las miradas huidizas y recelosas de los legionarios que de vez en cuando murmuraban alguna maldición ante su presencia.

Una premonición de los labios de la estringe, una elección para el centurión tuerto, “Una vida por la de miles...”.


El centurión tuerto no dejaba de pensar en aquella palabras aun desnudo en el lecho cubierto de pieles; agotado, aun podía notar el calor y el aroma que la bruja inmortal en su propio cuerpo había dejado placenteramente. Ella era la única que le llamaba por su nombre de nacido, muy pocos ignoraban en la capital romana que Lucio poseyese un nombre de extranjero, pero también muy pocos sabían que por la mitad de sus venas corría la sangre de aquellos “salvajes” del norte. La bruja le había desenmascarado, había llegado moribunda de algún lugar desconocido, era capaz de ver dentro del alma de los hombres, y por sus palabras llevaba en éste mundo desde hacía demasiado tiempo.
¿Era amor? ¿Devoción? No quedaba demasiado claro, pero el hecho de que había conseguido hipnotizarlo de algún modo quedaba claro. Había pasado un año desde que la había encontrado, ella le había mostrado su verdadero ser, le había hablado de demonios similares a él y le prometió compartir su poder e inmortalidad, ya que en sus visiones lo había visto a su derecha caminar por las eras bebiendo de la sangre de sus victimas. Ella lo había llamado “el inmortal perfecto”, un hombre que estaba acostumbrado a matar, sin remordimientos, un hombre que era capaz de sacrificarse, un hombre que no temía la muerte, un hombre con una inmensa ambición, pero al fin y al cabo un hombre mortal con una vida caduca y un destino de muerte muy cercano.
En sus visiones, la bruja veía la muerte cercana del centurión tuerto, no sería en la batalla, ninguno de sus enemigos sería la causa de la muerte, algo más inevitable, algo que quedaba más alejado a su mente, aquel ojo que había perdido por el filo de uno de aquellos salvajes, anunciado con recientes migrañas que agriaban su ánimo, iba a ser la causa de su muerte, una herida que nunca había terminado de curarse, algo que un hombre de su fortaleza no era capaz de asumir.

“Una vida por la de miles...”. Se volvió a repetir en su mente. Desde que le había hablado de promesas de inmortalidad, ella había estado preparándole para aquel momento tan anunciado, cada vez más impaciente en la medida que iban creciendo las migrañas y dolores que le recordaban una muerte anunciada. Y había llegado el momento, no como esperaba, una profecía, una elección. “Una vida por la de miles...”.

El misterio que había tras aquella palabras era sencillo, la profetisa inmortal había visto en su futuro   que el cambio de su naturaleza a una longevidad eterna estaba condicionado por la vida de un persona, aquel tesoro, la persona más amado por el centurión ponía en peligro todo. No estaba muy claro pero las acciones de esta persona futura, con cambio o no, le llevaría a la muerte a todos sus seres queridos, y tras a ellos a miles leales de su causa. Miles. Un acto que llevaba a la destrucción de demasiadas vidas. El tuerto pensó en la persona que más amaba, y enseguida le vino a la mente su rostro su propio hijo mayor de apenas dieciséis años, que ahora le acompañaba en aquella campaña militar en tierras extranjeras.

Demasiadas noches sin descanso, su mente se veía enredada en repetitivos pensamientos y dudas, ¿sería capaz de sacrificar a su propio hijo por la vida de esos miles y la suya propia? Había visto las grandiosas cosas que había sido capaz de hacer la bruja, sus visiones desde que los acompañaban todo acertaba, había podido con el único que solo poseía el pasado, el presente y el futuro al probar la sangre de la inmortal. Al principio negaba esa idea, pero día tras día y con la degradación de su propio cuerpo, cada vez más débil, se había vuelto repentinamente consciente de la verdad de las palabras de la inmortal... Se moría, y a pesar de aceptar a la muerte, había un resquicio de miedo.

Sobre los hombros de la bella había puesto una de las pieles cálidas del lecho, cubriendo su cuerpo desnudo, aquella debía ser la noche, lo habían hablado, le quedaba poco y él había tomado una decisión. Sus ojos verdes y profundos se clavaron dulcemente en el ojo del tuerto, su mano pálida acaricio su rostro suavemente... Lo vino después le era difícil recordar, eran como pequeños retazos incompletos, imágenes que no terminaban de cuadrar.
Recordaba el dolor profundo de los colmillos de ella en algún lado de su piel, recordaba su consciencia volar con la debilidad de su cuerpo, estar ahí y allí a la vez... La oscuridad, y el sabor de la sangre ajena en su boca... “Bebe...” le había dicho la voz de ella pero no su imagen. La nieve era fría bajo su espalda, trémulos espasmos envolvían su cuerpo, y su corazón veloz era fuego a punto de estallar, al igual que sus venas inyectadas en lava, el mundo aceleraba su ritmo, la cabeza comprimida y los pulmones que luchaban por un aire que nunca llegaba entrar y de repente... Nada. El silencio.

No sabía cuantas horas había pasado, pero cuando despertó estaba en su lecho envuelto en pieles y acostado sobre él, su tesoro más preciado, lo más hermoso que había apreciado, la viva imagen de su madre. La profetisa de pie esperaba en silencio algo, en su mano había una daga manchada de la sangre. ¿Sangre? Ahí estaba el olor que de repente le hizo sentir el quemazón en la garganta sediento. ¿De dónde procedía? Pronto lo descubrió, la sangre brotaban del cuello de su hijo, que en apariencia soñolienta, aun respiraba pero perdía la vida. “Bebe, Valder, completa tu destino...”.
No hubo dudas ni pensamientos, cual animal salvaje, se aferro a su comida, ciego por el hambre. Poco recordaba de ese momento, más solo notar entre sus labios el latido ajeno que poco a poco se detenía.

Mientras el fuego devoraba lengüetadas el cuerpo cenizo de su hijo en la pira, el centurión tuerto e inmortal recordaba su sacrificio, y de ahí surgía cierto resquicio a arrepentimiento que solo se disipo al notar la mano de ella sobre su hombro, único consuelo.
“Una vida por la de miles...” Había predicho, y en pocos años, nada fue en valde.