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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Isabella Farnese Lun Ene 26, 2015 6:56 pm

<<Si en mis ojos hay diluvios, en los tuyos leo destino>>
Gustavo Cerati

Alzó la sombrilla para protegerse del Sol, mientras atravesaba a pie el camino que conectaba el enrejado con la entrada principal de la mansión. Uno de los caballos que tiraba del carruaje, decidió no continuar metros antes de llegar a destino, y sus compañeros se solidarizaron con él, y no hubo poder divino ni órdenes del cochero que les provocaran mover sus crines. Isabella era respetuosa de la voluntad de los animales, por lo que decidió que los dejaran en paz y ordenó que los sirvientes llevaran su equipaje a pie. Supervisó que no quedara nada en el coche, y caminó detrás de ellos. El paisaje había cambiado sustancialmente. No parecía el jardín de antaño, había nuevas especies y flores, de otros colores a los que retenía en la memoria, una fuente colosal de ángeles desnudos y gárgolas que los abrazaban se erigía en el centro, invitando a los visitantes a fascinarse con aquella obra, una pequeña muestra del lujo interior de aquella residencia fastuosa, de grandes ventanales. Sentía una piedra en su pecho; hacía casi veinte años que no hacía aquel trayecto y siempre lo había atravesado corriendo, sin quitar sus ojos de aquel muchacho que formaba fila con el resto del personal, que esperaba con su atuendo impecable la visita de los patrones. No lo buscó; su rostro se había tornado difuso, más no su aroma, éste seguía flotando en la memoria sensorial de su naturaleza cambiante, que le había prohibido olvidar el tacto y el olor.

Pensó en su hijo, que en más de una ocasión le había preguntado por sus abuelos, y ella le había respondido con rotundo silencio, hasta que el niño se había cansado de interrogar y ser ignorado. Tenía la certeza que los había arrancado de su vida, hasta que el molino dio la vuelta entera, y la volvió a encontrar en el umbral de la mansión que había sido testigo de tantos veranos felices, y que la había visto salir con su traje de novia y el rostro atravesado por el dolor. Encontró el interior diferente. La decoración, al igual que el exterior, había sido remodelada, y en parte lo agradeció, pues ayudaba a mitigar los momentos que se habían anclado en su corazón y le provocaban dolor. Supo en ese instante que le habría encantado ver a Francesco correr por aquellos pasillos, subir y bajar aquellas escaleras, romper algún que otro jarrón. Una lágrima surcó sus mejillas, y se perdió en el guante cuando usó sus manos para barrerla. La profundidad de la ausencia se había convertido en un hueco oscuro e infinito; el mismo hueco que se había tragado a Gianluca, y que ella se esforzaba diariamente, a cada hora, por evitar. Porque, a pesar de todo, quería vivir, se lo debía a su niño, que había sufrido y se había ido del mundo terrenal repleto de dolor.

Señora —la voz de una joven empleada interrumpió sus pensamientos. Isabella lo agradeció en silencio. —La duquesa la recibirá en cuanto el señor esté listo. La acompaño al despacho, allí podrá esperarla tranquila.

Conozco el camino. Gracias. —Le extrañó que no quisieran darle la bienvenida con la pompa que caracterizaba a los Sforza. Pietro debía estar realmente grave, y la mujer no supo si sentir pena por él o alivio porque estaba recibiendo su castigo.

La acompañó la soledad y alguna que otra risa que acudía a su mente. Las voces infantiles le llegaban desde el patio, y supo que no eran las de sus sobrinos, sino la memoria de los juegos con sus hermanas y los hijos de los empleados. ¡Qué feliz había sido! ¡Cuán duro había significado crecer! Había visto cómo sus hermanas se iban una a una, formaban su propia familia y, así y todo, jamás se habían alejado del patriarca Sforza; sólo ella había sido capaz de romper por completo con el vínculo que los unía, una verdadera afrenta no sólo al poder del Duque, sino al linaje que los respaldaba. Nunca un miembro había roto con el mandato, e Isabella estaba segura que su historia aún seguía siendo la comidilla de la familia. No se quedaría mucho tiempo en Francia; cuidaba de sus suegros, quienes habían suplido las carencias y cubierto los espacios con sus abiertas muestras de afecto. Ellos la habían ayudado –y aún lo hacían- a transitar el dolor por la pérdida de su hijo; a su vez, ella representaba el único legado que Gianluca les había dejado. Se paró frente a la entrada al despacho, la misma que había sido testigo de la desgracia el día que firmó el contrato de matrimonio; al notar que la puerta no estaba cerrada, la empujó suavemente y entró.

Disculpe —fue lo primero que pudo decir al descubrir que allí había alguien: un hombre, con la cabeza baja, observando papeles, sentado detrás del escritorio. Primero pensó que era su hermano, pero luego, cuando el caballero alzó el rostro, quedó muda del impacto. Había cambiado, sí, pero reconocería esos ojos aún con los propios cerrados. Luego, su perfume, el de su piel, el aroma propio, le golpeó las fosas nasales, y de no haber sostenido el picaporte, se habría caído, desvanecida de confusión. —Donatien —murmuró, y el nombre retumbó en las paredes de su alma. Hacía casi veinte años que no lo nombraba, que había decidido adormecerlo, y le parecía extraído de otra dimensión. —Tanto tiempo… —agregó con una suave sonrisa y los ojos abnegados de lágrimas. —Te ves muy bien —finalizó, antes de cerrar la puerta tras de sí. Siempre pensó que su padre lo había expulsado pero, al parecer, seguía ocupando el cargo que a la familia de Artois le correspondía. No sabía si reír o llorar, si quedarse o irse, y sólo atinó a dar un paso al frente, retorciendo inconscientemente los guantes que, en algún momento que no recordaba, se había sacado.
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Mensaje por Donatien de Artois Vie Ene 30, 2015 10:28 pm

“I don't want to know the lover at my door,
Is just another heartache on my list”


– No olvides la cena de esta noche, él está ilusionado con que llegues a tiempo – le recordó Olive con un susurro en la puerta. – No lo olvidaría por nada en el mundo– confirmó antes de besar a su mujer tiernamente en la frente. Ella le había revelado, como un secreto que debería llevarse a la tumba, que su hijo, Lionel, le tenía preparada una sorpresa para esa noche. Aunque ella no le especificó de qué se trataba él tenía una leve sospecha. Hacía ya algún tiempo que el pequeño experimentaba con su habilidad para cambiar su forma por una animal. Hasta ahora, sin importar lo mucho que se esforzase, no había conseguido nada concreto, o eso pensaba Donatien. Sintiendo un nudo en el estómago sonrió a Olive. Sus hijos estaban creciendo y aunque aún quedaba mucho tiempo por delante, ya sentía la proximidad de su partida. Les amaba tanto que ese solo pensamiento le causaba terror. Suspirando se dispuso a caminar la corta distancia que separaba su hogar, una casita sencilla pero cómoda, de la mansión de los Sforza cuando un grito infantil le detuvo. Al volverse vio a Lionel corriendo hacia él con el cabello alborotado y la ropa de cama aún sobre su cuerpo – No te despediste – le reprendió al llegar frente a él – Lo siento, pensé que aun dormías – se disculpó alborotando aún más el cabello de Lionel con su mano - ¿Vendrás hoy a cenar temprano? – no pudo reprimir una sonrisa de complicidad hacia Olive que les observaba desde la puerta – Jum, no sé si pueda hacerlo… hay mucho que hacer por estos días en el viñedo… – - Por favooorrrrr – le imploró Lionel mirándolo como los ojos suplicantes de un cachorro – Haré todo lo posible – le prometió. Luego le besó en la mejilla y guiñándole un ojo a su mujer empezó la corta caminata.

El clima cálido del verano iba dando paso a uno más fresco de la siguiente estación. Las uvas estaban en el punto perfecto para su recolección y ya debería contar con el sequito de trabajadores que se encargarían de tal labor. Era esa la tarea del día, revisar los listados que uno de los empleados había realizado y escoger a quienes serían contratados para esa temporada. Aquello no le demandaría tanto tiempo como para dudar en que pudiese volver temprano a casa. Había montado el pequeño número solo para añadirle un poco más de emoción a la sorpresa. Sabía que en ese mismo momento Lionel debería estar corriendo frenético por la casa, ayudándole a su madre a prepararlo todo. En la posición en la que se encontraban podrían contratar servidumbre constante, pero Olive insistía en que aquello no era necesario. Así, la mujer que le ayudaba solo se presentaba cinco días a la semana y únicamente en las horas de la mañana. Al principio eso no le agradó por completo a Donatien, pero luego empezó a ver la bondad de la decisión. Una de ellas era que su hijo mayor tenía que colaborar con las tareas de la casa, evitando al máximo el ocio improductivo y fortaleciendo los vínculos familiares.

Su vida era buena, no podía quejarse. Amaba a su familia y haría cualquier cosa por ellos. Tenía un trabajo digno y una vivienda nada despreciable. Contaba con aire fresco todo el tiempo y el espacio necesario para saciar las necesidades de su lado animal. Sus padres vivían y se visitaban cada cierto tiempo, algo de lo que sacaba ventaja el consentido Lionel, y su hermana se encontraba a una distancia fácilmente franqueable en coche. Las tensiones entre él y los dueños de la plantación se habían evaporado tiempo atrás. Todo estaba como debía estar y los planes para su futuro se enfocaban en hacer lo mejor para que el viñedo prosperara, querer a Olive y ver a sus hijos crecer con la mayor felicidad que estuviese en su alcance otorgarles.

Al llegar a la casa grande se encontró con una cara conocida que ya le estaba esperando – Buenos días Max – saludó cordial mientras el otro le entregaba algunos papeles escritos por cara y cara. Intercambiaron algunas palabras mientras llegaban al despacho, lugar donde Donatien le despidió. Esperó hasta que la puerta se hubiese cerrado para acomodarse tras el enorme escritorio e inclinarse sobre los escritos. Con una pluma se dedicó a tachar los nombres que eran reconocidos por actuar impropio y dar un visto bueno ante aquellos que definitivamente quería que estuviesen bajo su mando. Por mucho prefería contar con manos femeninitas para la tarea, especialmente porque ellas solían ser más suaves al momento de desprender las delicadas uvas, sin embargo no era partidario de favorecer en exceso más a un grupo que a otro. Todos tenían que trabajar para poder comer pero no a todos les podía contratar. Pasaron algunas horas mientras él cavilaba sobre el tema. En algunas oportunidades se vio en la necesidad de hacer llamar a Max para que le diera información más detallada sobre algún nombre que no reconocía y esa fue la razón por la cual no le dio mayor importancia cuando la puerta se abrió sin que mediara un toque con anterioridad. Sin embargo, la voz femenina le sacó de su concentración y le obligó a levantar la mirada.

Su respiración se detuvo al observar un rostro que esperaba no volver a ver en su vida. Era ella, su Isabella, no tenía duda al respecto. Su piel, sus ojos, su voz… su nombre en los labios que tanto tiempo deseó. Sentía la garganta seca y la cabeza empezó a darle vueltas ante la falta de aire. Abrió la boca, la cerró de nuevo. No sabía que decir, no sabía cómo actuar. - ¿En verdad eres tú? – preguntó finalmente observándola con incredulidad, como si estuviese siendo testigo de una aparición. En ese momento la puerta se abrió ligeramente y la cabeza de Max se asomó al interior – ¿Me mandó llamar, señor? – la interrupción obligó a Donatien a sacudirse de la bruma que le absorbía. Poniéndose de pie se dirigió a la cabeza – No… si, pero por ahora no le necesito ¿podría por favor cerrar la puerta? – el hombre miró el semblante pálido del capataz para luego observar a la bella mujer que se encontraba acompañándolo. Ignoraba lo que ocurría y tampoco era su asunto, así que se encogió de hombros e hizo lo que se le había ordenado.

– Tu también te ves muy bien – las palabras salían pesadamente y se vio en la necesidad de tragar para poder continuar - ¿Qué haces aquí? – una pregunta impertinente, después de todo ella era una Sforza – Disculpe mademoiselle, no era mi intención ofenderle. Esta propiedad es suya tanto como del resto de los Sforza. Si me permite voy a buscar al Conde, de seguro la está esperando – inclinó levemente la cabeza a modo de disculpa por sus palabras y comportamiento. Él no debía dirigirse a una de las herederas del conde en tales términos, incluso si dicha heredera hubiese sido, en lo que parecía otra vida, el centro de su mundo. Era verdad que deseaba hablarle, preguntarle, contarle, pero se encontraba frente a una mujer casada, una que le había abierto una herida profunda que creía cerrada pero que había empezado a sangrar profusamente en cuanto le reconoció. Sin decir otra palabra, y sin volver a mirarle, caminó hacia la puerta cerrada.


Última edición por Donatien de Artois el Jue Mar 26, 2015 9:19 pm, editado 2 veces
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Mensaje por Isabella Farnese Dom Mar 22, 2015 9:11 pm

¿Cuántas veces había imaginado un reencuentro con Donatien? Había perdido la cuenta de las ocasiones en las que su cabeza había volado hacia los recónditos sitios de su alma y había anhelado y añorado a su antiguo amor, que ahora estaba frente a ella. Se había convertido en un hombre muy guapo, mucho más que en su juventud; sus rasgos habían madurado, y en su mirada se notaba que no era el mismo de tantos años atrás. En los momentos en los que la soledad la azotaba con inclemencia, había buscado una y otra vez el refugio de su recuerdo, y la había llenado de paz. Pero los años habían sido tenaces, e Isabella se había vuelto una mujer que quería a su difunto esposo y en una madre que jamás dejaría de llorar la muerte de su único hijo. Ni siquiera la dulce memoria de los besos y las caricias de Donatien habrían sido capaces de mitigar el dolor que la había ahogado el día que su niño fue cruelmente asesinado, ni tampoco de cada despertar sabiendo que nunca más volvería a verlo. La ausencia era demasiado punzante, la tristeza se le había adherido a la piel y al alma, para nunca poder ser extirpada. Isabella había deseado arrancarse el corazón y unirse a su pequeño en el más allá, pero había tenido que contener sus impulsos y resignarse a un mundo sin su hijo, sin su antiguo amor, y con un marido que cada día se iba convirtiendo en un autómata, en un desdichado. La enajenación de su esposo la había obligado a hacerse cargo con mayor ahínco de sus suegros, que se convirtieron en el eje de su tambaleante existencia, y lentamente, gracias a su amor y apoyo había logrado encontrar el rumbo.

La voz grave de Donatien la envolvió con inusitada vehemencia, como los coletazos de una pasión adormecida que fluía como fuego desde lo hondo de sus fauces. Le parecía increíble volver a sentir de aquella manera, como si el reloj hubiese retrotraído el tiempo y la volviesen aquella muchachita impulsiva que había besado al hijo del capataz con total desparpajo, sin pedirle permiso. Agradeció notar que él también estaba impactado ante el inesperado encuentro y apretó los labios para reprimir una sonrisa cuando despachó al empleado con una total mezcla de nerviosismo y su halo de autoridad. Creía haberse trasladado a sus años mozos, cuando ambos hacían esfuerzos sobrehumanos para evitar cualquier interrupción cuando se encontraban juntos. De pequeños, no jugaban con otros niños; cuando él trabajaba, se alejaba de sus compañeros cuando Isabella aparecía para contemplarlo en sus labores. Desde su perspectiva de adulta, le parecía imposible el hecho de que nunca nadie hubiera sospechado de aquel amor tan puro que se habían profesado, y cierta incomodidad la acometió, pues había traicionado la confianza que sus padres habían depositado en ella. Sin embargo, estaba segura que si volviera a nacer, habría hecho exactamente lo mismo, y lo habría amado con la misma furia con que lo había hecho.

Donatien —susurró cuando él pasó por su lado para dirigirse a la puerta. Instintivamente apoyó una mano en su brazo fuerte, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Rompió el contacto con premura, como si la hubiese quemado, demasiado afectada por volver a tocarlo. Le latía la palma y el instante en el que pudo volver a sentir su calor le traspasó las capas de su dermis. Le dolió la frialdad con la que la había tratado luego de que sus hermosos ojos le habían transmitido algo completamente opuesto. —Espera. Mi madre ya vendrá, mi padre aún no está listo —agregó, y las palabras le salieron con dificultad; no se había percatado que estaba conteniendo la respiración. Él estaba demasiado cerca como para poder mantener la compostura, su perfume la alcanzaba como un huracán, y sus sentidos apelaron al pasado para convertirse en los encargados de advertirle que había algo pendiente entre ellos, algo que se había negado a ver en todos esos años, algo que era tan peligroso como en la adolescencia, algo que sabía que podía herir a muchas personas, especialmente ella; ya no podía perder a más personas, y no resistiría una separación tan terrible.

Bajó la mirada y advirtió la alianza matrimonial en el anular izquierdo de su mano, y atravesada por una oleada de celos que de la que se creía incapaz, desvió rápidamente sus orbes y las clavó en la ventana. Analizó las cortinas como si se tratasen de una obra de arte, y procuró dar unos pasos hacia adelante, alejándose del posible contacto entre ambos. ¿Pensó que él la esperaría eternamente? ¿Que él moriría solo y amargado por el amor perdido? Ella misma había rehecho su vida, se había entregado con verdadera pasión y verdadero afecto a su marido, se había terminado ilusionando con una unión para siempre, había planeado tener muchos hijos, y había sido plenamente feliz con la familia que había formado. Era una completa egoísta si había pretendido que Donatien no hiciera lo mismo; y en ese momento se dio cuenta de lo mucho que le habría gustado que él estuviese solo, anhelando el día que ella regresara como la hija pródiga y por fin se entregara a aquella relación prohibida. Se enojo con su estupidez y su inmadurez, ¡cómo podía pretender algo tan terrible! Ella deseaba que él fuese feliz, y luego del momento de idiotez, se alegró profundamente que hubiese sido capaz de seguir adelante y convertirse en un hombre feliz.

Puedo notar que has tomado el lugar que antiguamente tenía tu padre —volteó lentamente, muy incómoda por no saber qué decir o qué hacer. Lo único que tenía en claro era que no quería que él se fuera, y que no quería que nadie los interrumpiese. —Te agradecería que me trates como los viejos amigos que somos, Donatien. Deja las formalidades conmigo, sólo nos harán sentir aún más incómodos de lo que estamos —relajó los hombros; las palabras salían con mejor fluidez. —Ha pasado demasiado tiempo… —giró sobre sus pasos y se dirigió hacia la biblioteca. Sus dedos recorrieron los tomos, especialmente porque no sabía qué hacer con las manos, y no habría estado bien destrozar sus guantes de tanto retorcerlos. —Veo que mi padre no renovó mucho sus libros en todos estos años… —Nuevamente se volvió hacia él. —¿Está muy mal? Creo que de no ser así, jamás se habrían comunicado conmigo. Nunca imaginé volver aquí… —sonrió sin alegría. — ¿Estoy hablando demasiado? —bromeó. Siempre le había pasado lo mismo. Cuando estaba muy nerviosa y expectante, como en aquellos momentos, solía parlotear sin sentido. Recordó lo mucho que Donatien se había reído cuando se tropezaba con sus propias palabras, y cómo ella lo obligaba a callarse haciéndole cosquillas, para terminar enredados en el suelo, besándose con desparpajo y acariciándose con timidez.
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Mensaje por Donatien de Artois Jue Mar 26, 2015 9:19 pm

“Now it seems to me
That you know just what to say
But words are only words”


Quiso retroceder, alejarse del fuego que sentía donde ella le tocaba. Pero la misma intensidad que le impulsaba a poner distancia le mantenía, irónicamente, atado al lugar en el que se encontraba. Su interior era un caos de sentimientos hasta esa mañana aletargados y que ahora se despertaban con el rugido de un mítico dragón. Por fortuna fue ella quien cortó el breve contacto, pues él mismo ignoraba las consecuencias de haberlo prolongado. Cuánto daño le había causado esa mujer pero también cuantas alegrías y esperanzas le había otorgado ¿Era posible odiar y amar a alguien simultáneamente? Mantuvo sus ojos sabiamente apartados del hermoso rostro, clavados en la puerta cerrada que tenía frente a sí, pero cuando ella se alejó algunos pasos no pudo evitar mirarla. – ¿Tenía acaso otro destino? – se amonestó en cuanto las palabras abandonaron su boca. No pretendía lanzar acusaciones – Él se retiró hace algunos años ya, se encuentra ahora disfrutando tranquilamente de su tiempo junto a mi madre – completó con un tono más neutral. Tanto había anhelado verla de nuevo, tantos ensayos silenciosos había realizado para cuando eso finalmente ocurriese, y ahora actuaba como un insensato.

– No somos amigos Isabella, ya no. El tiempo y la distancia nos han convertido en extraños y el dolor no ha ayudado precisamente. Sin embargo accederé a tu petición y trataré de dejar las formalidades de lado, hasta donde lo permita el protocolo al tratar con una mujer casada y heredera de mi patrón– hablaba con sinceridad, haciendo esfuerzos por controlar la confusión en la que se había sumergido en cuanto sus ojos se cruzaron. Se convencía en la privacidad de sus pensamientos de la posición de los dos, de lo importuno de sus acercamientos en el pasado, de las consecuencias para el futuro de muchos si acaso olvidaban por un segundo la realidad y perdían los estribos. – Si, mucho tiempo en verdad – la secundó sin abrir la boca mientras ella repasaba las estanterías con sus pálidas y delicadas manos. Solía conocer cada pliegue, cada pequeña imperfección sobre su piel. Deseó poder acercarse, tomar una de ellas y estudiarla nuevamente, reconocer lo que le era familiar y aprenderse de memoria las nuevas y finas arrugas que el reloj, con su irrevocable paso, hubiese podido marcar.

– Creo que eso deberías hablarlo con tu madre, no me corresponde a mi intervenir en los temas familiares – nuevamente sintió la brusquedad en sus palabras. No podía evitarlo, muy claro le habían dejado en el pasado que no tenía ninguna posibilidad de involucrarse con la familia Sforza, al menos en nada que se saliera de su ámbito laboral. Además, fuese por simple nostalgia o por mera prudencia, prefería no ser el portador de malas noticias. A pesar de todo lo ocurrido guardaba cariño al patriarca de la casa y su agonía le lastimaba. Existía también un temor latente en tal situación ¿Qué sucedería si no llegaba a recuperarse? ¿Asumiría el control la madre de Isabella? ¿Qué ocurriría con él y su familia e caso de que eso pasase? Para nadie era un secreto que la mujer nunca se había recuperado por completo de la aversión que sentía por el hijo del antiguo capataz y la perspectiva de que el futuro de sus propios hijos quedase en manos de aquella mujer le angustiaba profundamente. Todo eso pasó por su mente y se encontraba a punto de comentar algo al respecto cuando llegó la sonrisa, una que trataba de alivianar el ambiente pero que denotaba el sinsabor del encuentro, una que le llegó hasta el alma. Abrió la boca para afirmarle que no hablaba en demasía, que no deberían sentirse nerviosos ni incomodos, que debían dejar el pasado atrás y que necesitaban aceptar su nueva realidad y tratarse como lo que eran, con la distancia que tal comportamiento merecía. Empero, fue algo muy diferente lo que emitió - Nunca fui suficiente para ti ¿verdad? –

Fue entonces cuando el dique con el que pretendía mantener controlados sus sentimientos se rompió en mil pedazos. Mirándola con el resentimiento guardado por décadas se aproximó hasta donde ella se encontraba - ¿Cómo te atreves a hablarme siquiera? ¿Cómo tienes el descaro de esperar que sigamos siendo amigos? – sus ojos destellaban con la amargura que había cargado todos esos años, sus palabras, apenas susurradas, destilaban la frustración y la impotencia a las que se había visto condenado – Te casaste con otro, después de todas las promesas… Me obligaste a presenciarlo y ni siquiera tuviste las agallas de mirarme antes de partir – Estaba tan cerca que podía sentir el calor que emanaba su cuerpo. Se encontraban contra la biblioteca, ella atrapada entre un muro de libros y otro de carne y hueso lleno de rencor y dolor, él en el torrente que amenazaba con engullirlo sin piedad. Apretó las manos repetidamente antes de apoyarlas en los libros, a lado y lado de la cabeza de Isabella. – ¿Tienes idea del infierno que pasé? Esperando una carta que jamás llegó, ansiando una explicación que me apartara de la locura – la estaba intimidando y lo sabía. Tal comportamiento era por completo inusual. Donatien se había convertido en un hombre firme pero sereno, se caracterizaba por la tranquilidad con la que enfrentaba sus problemas. Jamás abusaba de su fuerza física y evitaba por todos los medios utilizar el argumento del poder como capataz para resolver los inconvenientes con sus subalternos. Pero ahora todo su autocontrol se vio eclipsado tras la posibilidad de encontrar razones para su alma torturada. Lo que ignoraba es que las respuestas que tanto ansiaba de poco servirían para reparar los daños.

Una de sus manos abandonó la amenazante posición y con una delicadeza que contradecía todo lo ocurrido recorrió la tersa mejilla - ¿Me quisiste en verdad alguna vez o solo fui una entretención para ti? - una tristeza infinita se filtró en la última pregunta. Al principio se negaba a creer algo así, pero con el paso de los años la duda fue creciendo en su corazón. Tras la partida de la feliz novia él indagó muy poco. No tenía a nadie con quien conferenciar sobre el asunto y cada vez que oía mencionar su nombre sentía como se desgarraba por dentro, por eso prefirió alejarse de cualquier información que sobre Isabella corriera por la casa. Lo único que necesitaba saber era que estaba casada con otro y lejos de su alcance por voluntad propia, por lo que en su mente ella había partido a un mundo idílico, lleno de la felicidad que el dinero y la posición de su marido podían otorgarle y dejándole a él como a un objeto más, utilizado y luego olvidado.
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Toda yo bajo las reminiscencias de tus ojos | Privado Empty Re: Toda yo bajo las reminiscencias de tus ojos | Privado

Mensaje por Isabella Farnese Lun Abr 20, 2015 10:04 pm

El dolor que desnudó la mirada de Donatien le flageló el corazón, la atravesó como una vara de hielo, que le congeló el cuerpo y le cercenó el alma. A pesar de los años, no se había purgado un ápice la traición que había significado su rápido matrimonio, la boda ante su presencia, y la cobardía de no haberle dirigido una mirada. Sabía perfectamente por qué no había tenido el valor suficiente para alzar la cabeza y enfrentarse al juicio de su amado; sabía perfectamente que si intercambiaba con él un vistazo, se lanzaría a sus brazos y arruinaría la vida de ambos, pues serían separados y exiliados, condenados a la infelicidad y a la lejanía. Había elegido, quizá por egoísmo y quizá por demasiado amor, aceptar el destino que le había tocado con total resignación y con la esperanza de que ambos encontrasen una suerte mejor a la que les deparaba si exponían el sentimiento que los había unido con tanto ardor. Y que los seguía uniendo. Sentirlo tan cerca, el calor de su piel, el aroma de su aliento, el sonido de su voz, el perfume de su piel… Isabella se quedó estaqueada en la misma posición que él la había colocado, a sabiendas de que tenerlo tan cerca era en extremo peligroso, cualquiera podía descubrirlos, cualquiera podía entrar en ese preciso instante y encontrarlos en aquella situación por demás escandalosa. Le sorprendió que no le molestaba, que no le interesaba si en ese momento su madre irrumpía. De hecho, lo deseó. Ya era una mujer y tenía con qué defenderse. ¿Pero él? Perdería su trabajo y todo lo que había conseguido.

Pero ansiaba su odio, la furia en la mirada de Donatien, necesitaba de su rencor, le era menester saber que ella no era indiferente y que el tiempo no había matado los remolinos que se formaban en la boca de su estómago cada vez que estaban uno cerca del otro. La realidad se develó certera y sin demasiadas contradicciones. Lo amaba. No había dejado de amarlo un solo día de su vida, y no pudo evitar que las lágrimas mojaran sus mejillas. No se había permitido aceptar la idea de que aquello la acompañaría hasta su muerte, y que ni el dolor ni la experiencia tendrían el poder suficiente para borrar lo que inexpugnablemente había germinado en su joven corazón, y que aún crecía en la madurez del camino recorrido. Era tan poderoso que la asustó la forma violenta con la que el amor la azotó, como un vendaval que no daba tiempo a pensar, que no le permitía correr a refugiarse, y que la paralizaba con su fuerza insolente y avasallante. Le dejó descargarse hasta que el agotamiento llegó al mismo tiempo para ambos. La pregunta de Donatien fue una bala, y la herida fue demasiado profunda. ¿Cómo podía creer aquello? ¡Él siempre sería más de lo que podía pedir! Pero no se atrevió a expresar aquello. Estiró sus manos suavemente y le acarició el rostro con dedos tímidos. La yema de sus dedos le rozó las mejillas y luego le entreabrió los labios. No podía quitar la mirada de su rostro.

Santo Dios, Donatien… ¿Cómo puedes pensar de esa manera? —lo amonestó en un susurro. —Siempre fuiste el hombre al que más admiraba. No había en éste mundo nada que me gustase más que observarte, jamás me cansaba de hacerlo… Y ahora tampoco —le sonrió con melancolía, la melancolía de los años perdidos. Sus manos continuaron el recorrido hasta el cuello y le trazó la nuez de Adán, que subía y bajaba con dificultad. Le delineó los hombros anchos, mucho más de lo que los recordaba, y descendieron hasta sus brazos, más fibrosos de lo que la memoria podía retener. —Estás tan apuesto… —pensó en voz alta, y las mejillas se le colorearon por lo expresado y por el llanto silencioso que caía sin significarle una molestia. Nunca se había dado la oportunidad de llorarlo, al menos no lo suficiente.

Apoyó las manos en sus pectorales endurecidos por el trabajo, se permitió disfrutarlo. Se daba cuenta de lo mucho que lo había extrañado. ¡Sí, lo había extrañado! Lo había necesitado como al mismísimo aire que respiraba, y ahora que estaba allí, ante ella, que volvía a tocarlo, no iba a dejarlo ir nuevamente. Con la misma suavidad que había caracterizado los momentos previos, le recorrió la cintura hasta que sus manos se encontraron en la espalda, se entrelazaron y se dio el gusto de apoyar una mejilla en su pecho y abrazarlo. Abrazarlo como tantas veces había deseado, abrazarlo con el dolor, con la culpa, con la tristeza, con la distancia, con la nostalgia, con su alma rota, con su vida sin él, con la separación, y con el amor aflorando por cada centímetro de su piel.

Te he extrañado tanto. No tienes idea de lo que fue para mí, Donatien, no tienes idea. ¿Crees que me casé porque quise? ¿Me crees tan perversa para pensar que la idea de casarme ante tus ojos fue mía? —de pronto, el enojó le provocó un arrebato y lo empujó, alejándolo de ella. — ¿Realmente piensas que te odiaba para provocarte semejante dolor? Lo nuestro fue sincero, lo nuestro fue hermoso, fue puro y leal, ¡jamás te habría traicionado! —exclamó, apretando los puños. Se volteó y apoyó la frente en la biblioteca. Estaba mareada, confundida y el descreimiento de Donatien la había sofocado. No concebía que él, que la había conocido más que nadie, la creyese capaz de un acto tan vil. Aquel había sido uno de los días más aterradores que le habían tocado, posicionado detrás del que su hijo desapareció. De pronto, la imagen de su pequeño muerto la obligó a apretar los ojos, y el dolor en el pecho se le acentuó. —No tienes idea de lo que ha sido mi vida. No tienes idea de todo por lo que he pasado —odió que la voz le saliese estrangulada y débil. De pronto se sintió cansada, muy cansada, y todo su cuerpo hizo contacto con la madera y los lomos de los libros, testigos únicos. —Noté tu alianza, te casaste —dijo de pronto. Se preguntó si tenía hijos, y estuvo segura que sí. Imaginó que su familia era grande, y recordó la cantidad de ocasiones en las que ambos habían imaginado tener hijos.

Se creía incapaz de enfrentarlo, y se quedó de espaldas a él, llorando las penas que la envolvían, y sabiendo que Donatien jamás podría pertenecerle. Cuando alcanzó a avistar su anillo supo que lo de ellos estaba destinado a no ser, que un abismo los había separado siempre, y que ni siquiera lo transcurrido sería capaz de soliviantar la imposibilidad de un amor que jamás debería haber nacido.
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