AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Caprice (Dimitri)
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Caprice (Dimitri)
Desde que los últimos rayos de sol habían desaparecido del cielo plagado de nubes, ahora nocturno, mi sueño había pasado de ser pesado a ser uno mucho más ligero y frágil, que no tardó en ser roto finalmente por los ruidos que los criados (que ya ni siquiera sospechaban de mis hábitos nocturnos de vida, simplemente porque preferían no inmiscuirse en asuntos del diablo, como ellos los llamaban) abandonando mi hogar por aquel día. La jornada terminaba para ellos en el mismo momento que comenzaba para mí, siempre caracterizada por aquel enemigo fiero que era la sed, casi tan intensa como cuando había sido transformada, aunque si no disminuía era porque no me privaba de una sola gota por pura gula más que por necesidad, y mi cuerpo se había acostumbrado a grandes cantidades de aquel rojizo líquido que me daba la vida y el rubor suficiente como para parecer humana ante los ojos del mundo, siempre pendiente de destruir a los que, como yo, no éramos iguales al resto de personas. Eso si se nos podía considerar personas, porque, a mi parecer, estábamos por encima de ellos en casi todos los aspectos, y denominarnos de aquella manera era un insulto a nuestra naturaleza inmortal. En cualquier caso, abrí perezosamente los ojos en mi ataúd cuando las últimas voces y los últimos rastros de cualquier humano en mi hogar se habían esfumado, y sólo me levanté cuando vi la pálida luna tras correr la gruesa cortina de terciopelo negro que cubría los amplios ventanales acristalados. La noche era joven, y yo tenía sed. ¿Qué maravillas podría ofrecerme la vida nocturna de París en aquel momento? Sólo salir me lo descubriría. Y eso fue, exactamente, lo que hice.
Vestida con una ligera capa de raso y un vestido de color dorado que destacaba sobre la espectral palidez de mi piel, me dirigí, como tantísimas otras veces, a las barrios bajos de la ciudad para tomar el tentempié de aquella noche, el que me permitiría pasar por algo que no era y controlarme lo suficiente para no matar a todo humano que se me cruzara...a decir verdad esa opción me atraía más, aquella noche, que la de ser civilizada y no dejar un rastro de sangre allá donde pasara, y precisamente por ello, en aquellas circunstancias, no me contuve en absoluto. Las gargantas que cercené, la sangre que pasó a mi interior, las vidas que segué a mi paso insaciable se me hicieron insuficientes a pesar de su abundante cantidad, y es que encandilar a los humanos era tan sumamente fácil que, aunque no quisieran hacerlo, iban a caer directos a mi trampa y claro, acababan como acababan, pasando a ser mi energía y mi razón de vivir una noche más. Tras mi abundante festín (que, como era habitual, oculté de la vista de cualquiera que no supiera dónde buscar cadáveres en medio de una ciudad como lo era París) me puse a caminar sin rumbo por las calles de la ciudad, cada vez más bulliciosas y llenas de vida a aquellas horas. Mis pasos, sin destino prefijado, terminaron por llevarme al lugar en el que menos me veía aquella noche, o al menos en el lugar en el que no creía que iba a terminar: un teatro. No uno cualquiera, propio de la plebe, sino además uno que, por su aspecto exterior, parecía más propio de alguien diferente, de alguien como yo.
No dudé ni un instante si debía entrar a aquel teatro o no, pues simplemente con su aspecto imponente ya me llamaba de una manera que no podía ignorar fácilmente. Ni tampoco pensaba hacerlo, pues fue solamente entrar al edificio, rápida como una sombra y discreta como tal, y ya percibí un aroma familiar que me hizo darme cuenta de que estaba en algo parecido a un hogar. Algún vampiro habría por la cercanía o se encargaría del local, pues su aroma era reciente y, aunque no muy intenso, apreciable en los pasillos, que pronto recorrí a mis anchas en el más absoluto silencio, sólo roto por el frufrú ocasional de mi capa a medida que recorría los pasillos, simplemente observando el lugar por dentro mientras esperaba que alguien hiciera acto de presencia en el lugar. Un teatro podría suponer para mí, amante del arte y de la literatura, sobre todo representada, una buena opción para encontrar alguna actividad en la que poder enfocar mis interminables noches, pues al fin y al cabo la eternidad se acababa haciendo pesada si no se encontraba el entretenimiento adecuado. Tal vez, si encontraba a la persona que llevaba aquel teatro, podría ofrecerme a formar parte de él. ¿Por qué no? Sería interesante por variar un poco, así que simplemente me quedé allí parada, disfrutando de la decoración y esperando quizás un entretenimiento diferente.
Vestida con una ligera capa de raso y un vestido de color dorado que destacaba sobre la espectral palidez de mi piel, me dirigí, como tantísimas otras veces, a las barrios bajos de la ciudad para tomar el tentempié de aquella noche, el que me permitiría pasar por algo que no era y controlarme lo suficiente para no matar a todo humano que se me cruzara...a decir verdad esa opción me atraía más, aquella noche, que la de ser civilizada y no dejar un rastro de sangre allá donde pasara, y precisamente por ello, en aquellas circunstancias, no me contuve en absoluto. Las gargantas que cercené, la sangre que pasó a mi interior, las vidas que segué a mi paso insaciable se me hicieron insuficientes a pesar de su abundante cantidad, y es que encandilar a los humanos era tan sumamente fácil que, aunque no quisieran hacerlo, iban a caer directos a mi trampa y claro, acababan como acababan, pasando a ser mi energía y mi razón de vivir una noche más. Tras mi abundante festín (que, como era habitual, oculté de la vista de cualquiera que no supiera dónde buscar cadáveres en medio de una ciudad como lo era París) me puse a caminar sin rumbo por las calles de la ciudad, cada vez más bulliciosas y llenas de vida a aquellas horas. Mis pasos, sin destino prefijado, terminaron por llevarme al lugar en el que menos me veía aquella noche, o al menos en el lugar en el que no creía que iba a terminar: un teatro. No uno cualquiera, propio de la plebe, sino además uno que, por su aspecto exterior, parecía más propio de alguien diferente, de alguien como yo.
No dudé ni un instante si debía entrar a aquel teatro o no, pues simplemente con su aspecto imponente ya me llamaba de una manera que no podía ignorar fácilmente. Ni tampoco pensaba hacerlo, pues fue solamente entrar al edificio, rápida como una sombra y discreta como tal, y ya percibí un aroma familiar que me hizo darme cuenta de que estaba en algo parecido a un hogar. Algún vampiro habría por la cercanía o se encargaría del local, pues su aroma era reciente y, aunque no muy intenso, apreciable en los pasillos, que pronto recorrí a mis anchas en el más absoluto silencio, sólo roto por el frufrú ocasional de mi capa a medida que recorría los pasillos, simplemente observando el lugar por dentro mientras esperaba que alguien hiciera acto de presencia en el lugar. Un teatro podría suponer para mí, amante del arte y de la literatura, sobre todo representada, una buena opción para encontrar alguna actividad en la que poder enfocar mis interminables noches, pues al fin y al cabo la eternidad se acababa haciendo pesada si no se encontraba el entretenimiento adecuado. Tal vez, si encontraba a la persona que llevaba aquel teatro, podría ofrecerme a formar parte de él. ¿Por qué no? Sería interesante por variar un poco, así que simplemente me quedé allí parada, disfrutando de la decoración y esperando quizás un entretenimiento diferente.
Invitado- Invitado
Re: Caprice (Dimitri)
La lumbre que simulaba dar calor en mi despacho me tenía por completo encandilado. El suave fulgor del fuego; sus tonos cálidos y espesos; su textura de plasma, completamente hetérea, todo en él me absorbía durante horas.
Quizá la suavidad de mi alma aquella noche, neutral y abierta a cualquier reflexión, ejercía demasiada influencia en mi pacífico semblante. Dudé antes de desviar mis pupilas hacia otro objeto, pero estaba cansado. El cansancio impropio de un ser inmortalmente perfecto, pero que me había venido a visitar demasiadas veces en los úlitmos días. Carolina y yo estábamos llevando a cabo nuestro joven proyecto de orquesta musical, la propia de mi teatro antes abandonado y cerrado al público. Ahora que yo había vuelto para quedarme, descubriría el éxito que antaño se respiraba en los pasillos de aquel viejo y experto edificio.
Me levanté de mi silla y giré la cabeza hacia el reloj de péndulo, que estaba atrapado en un vaivén de oro que marcaba el paso de las horas, tan insignificante para mí. Escuché los últimos pasos del conserje que se dirigían hacia mi despacho, adivinando su visita aún a quince metros de su llegada. A pesar de que la puerta de mi despacho estaba abierta, él llamó antes de entrar.
-¿Ya te marchas, Héctor? -pregunté con las manos en los bolsillos del pantalón.
Su negativa me pilló desprevenido. Anunció que había alguien a las puertas del teatro, con un aspecto elegante y similar al mío. Sonreí y le agradecí su aviso, antes de despedirlo hasta el día siguiente.
Dejé la chaqueta del traje sobre mi sillón y me desabroché los puños de la camisa blanca que vestía mi torso bajo un chaleco rojo oscuro. A pesar de que debía mostrar mi mejor cara, sentí un rechazo hacia aquella prenda que ahora descansaba allí.
El olor de la mademoiselle me llegó poco a poco anunciando su presencia en el hall. Una noche más que no pasaría sin acontecimientos interesantes, pensé al percibir su olor a eternidad. Era una de los míos. Una hembra inmortal.
La visión de su perfecto semblante blanquecino fue fugaz, pero detallada. Sus facciones esperaban mi reacción en una sonrisa educada.
-Bonnuit, mademoiselle. -dije acercándome a ella. Besé su mano tal y como indicaba el saludo francés de la época y me retiré para que pudiésemos hablar cara a cara.- Dimitri Lumière, propietario y director de este teatro. ¿Qué busca un ser como vos a estas horas en un lugar como este?
Su cabello rojizo brillaba en la habitación únicamente ilumanada por los candelabros que colgaban de techo y paredes. En el gran hall, el único cuadro que adornaba la pared era el retrato que la hermosa Ophelia me había hecho.
Quizá la suavidad de mi alma aquella noche, neutral y abierta a cualquier reflexión, ejercía demasiada influencia en mi pacífico semblante. Dudé antes de desviar mis pupilas hacia otro objeto, pero estaba cansado. El cansancio impropio de un ser inmortalmente perfecto, pero que me había venido a visitar demasiadas veces en los úlitmos días. Carolina y yo estábamos llevando a cabo nuestro joven proyecto de orquesta musical, la propia de mi teatro antes abandonado y cerrado al público. Ahora que yo había vuelto para quedarme, descubriría el éxito que antaño se respiraba en los pasillos de aquel viejo y experto edificio.
Me levanté de mi silla y giré la cabeza hacia el reloj de péndulo, que estaba atrapado en un vaivén de oro que marcaba el paso de las horas, tan insignificante para mí. Escuché los últimos pasos del conserje que se dirigían hacia mi despacho, adivinando su visita aún a quince metros de su llegada. A pesar de que la puerta de mi despacho estaba abierta, él llamó antes de entrar.
-¿Ya te marchas, Héctor? -pregunté con las manos en los bolsillos del pantalón.
Su negativa me pilló desprevenido. Anunció que había alguien a las puertas del teatro, con un aspecto elegante y similar al mío. Sonreí y le agradecí su aviso, antes de despedirlo hasta el día siguiente.
Dejé la chaqueta del traje sobre mi sillón y me desabroché los puños de la camisa blanca que vestía mi torso bajo un chaleco rojo oscuro. A pesar de que debía mostrar mi mejor cara, sentí un rechazo hacia aquella prenda que ahora descansaba allí.
El olor de la mademoiselle me llegó poco a poco anunciando su presencia en el hall. Una noche más que no pasaría sin acontecimientos interesantes, pensé al percibir su olor a eternidad. Era una de los míos. Una hembra inmortal.
La visión de su perfecto semblante blanquecino fue fugaz, pero detallada. Sus facciones esperaban mi reacción en una sonrisa educada.
-Bonnuit, mademoiselle. -dije acercándome a ella. Besé su mano tal y como indicaba el saludo francés de la época y me retiré para que pudiésemos hablar cara a cara.- Dimitri Lumière, propietario y director de este teatro. ¿Qué busca un ser como vos a estas horas en un lugar como este?
Su cabello rojizo brillaba en la habitación únicamente ilumanada por los candelabros que colgaban de techo y paredes. En el gran hall, el único cuadro que adornaba la pared era el retrato que la hermosa Ophelia me había hecho.
Dimitri Lumière- Vampiro Clase Alta
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Fecha de inscripción : 25/07/2010
Re: Caprice (Dimitri)
Un simple vistazo alrededor del hall en el que me encontraba, eso fue lo que bastó para darme cuenta de que el teatro había llegado a ofrecer un aspecto tan fastuoso como sus impresionantes y prometedores muros exteriores, de fuerte construcción, auguraban. En la sala en la que me encontraba, percibiendo los pasos débiles de un humano de fondo (probablemente el conserje, yéndose del lugar) y también el leve efluvio del vampiro que también sabía que se encontraba en el edificio, se hallaba un enorme retrato en el que sólo posé mi vista unos segundos, pues la visión de conjunto de aquella sala era algo que me interesaba más que aquella clase de detalles más insignificantes porque, si todo iba bien, tendría tiempo de sobra para tratar de diferenciar cada una de las gotas de pintura de la pared, si era lo que más me apetecía. Aún cuando mis planes improvisados de aquella noche no se cumplieran, siempre me quedaba la opción de volver cuando más me apeteciera dado que era inmortal, tenía toda la vida por mi parte y mucho tiempo libre para perder en asuntos como aquellos. ¿Cuánto tiempo hacía, por ejemplo, que no me dejaba llevar de la manera en la que lo había hecho aquella noche? Más del que me gustaría, y en el caso de las muertes de humanos, nunca las habría suficientes para mí y para alimentar mi sed de sangre, que en ocasiones se me antojaba incluso morbosa por la brutalidad con la que, a pesar de mi edad, seguía mostrándoseme. Vivir la vida de la manera en que mis propios deseos me indicaban, sin regla alguna, era lo mismo que me había llevado aquella noche al teatro en el que me encontraba, esperando tal vez alguna ocupación interesante una vez que el olor a humano se hubo desvanecido lo suficiente como para indicarme que quienfuera que aún respirara que se encontraba allí, ya había abandonado el lugar.
Los pasos, apenas percibibles por su suavidad propia de la delicadeza inmortal, me indicaron que mi presencia ya no era un secreto para el anfitrión del teatro y que se dirigía a mí, y mi expresión se relajó hasta mostrar mera educación con la que recibiría a aquel ser, sin duda perfecto, que se acercaba a mí en la penumbra del lugar. Un vistazo fue necesario por mi parte para darme cuenta de que podíamos ser perfectos todos los inmortales, pero que él sin duda poseía una elegancia innata y un cierto aire de elegancia que no correspondía a todos nosotros, la inconfundible esencia de un seductor. Interesante.
Acercándose a mí y con una voz llena de educación, sostuvo mi mano y delicadamente, acorde al estilo de la época, me la rozó con sus labios, fruto de una exquisita educación que estaba enseñándome en aquel momento con todo lujo de detalles que yo absorbía, siempre dispuesta y siempre curiosa. Se presentó como Dimitri Lumière, el dueño del teatro y la persona que quería saber qué había llevado a un inmortal a aquel lugar en aquel momento. Su nombre, sin embargo, no me resultaba del todo desconocido: tal vez por mi afición a conocer a las personas que vivían en París y que eran de clase alta, tal vez porque su fama le precedía en los círculos en los que yo me movía por motivos únicamente alimenticios, pues las cortesanas y los mendigos, en cuanto les ofreces el estímulo adecuado, cantan como si fueran ellos los que estuvieran en aquel teatro, en vez de él o yo. Un vampiro de los míos, de aquellos que disfrutaba de la vida y de sus placeres, eso era lo que tenía frente a mí y por eso la sonrisa educada se transformó en una cuyo tinte predominante era más la malicia que otra cosa. – Monsieur Lumière, mi nombre es Amanda Smith y me encuentro en vuestro teatro esta noche para solicitar, bajo vuestro mando, un puesto en su equipo. Tal vez de pianista, tal vez de actriz, lo que sea que vos tengáis que ofrecerle a una inmortal como yo que pueda ayudar a aligerar el peso de mis largas noches eternas. – respondí con tono jovial, acorde al resto de mis intenciones pues la sola sorpresa de encontrarme a alguien como yo (en la mayoría de sentidos de la palabra y no solamente en el de nuestra raza común) ya hacía que fuera la curiosidad y el buen ánimo lo que dominara en mi actitud, en mis palabras, y en todo mi ser, al menos por una noche.
Los pasos, apenas percibibles por su suavidad propia de la delicadeza inmortal, me indicaron que mi presencia ya no era un secreto para el anfitrión del teatro y que se dirigía a mí, y mi expresión se relajó hasta mostrar mera educación con la que recibiría a aquel ser, sin duda perfecto, que se acercaba a mí en la penumbra del lugar. Un vistazo fue necesario por mi parte para darme cuenta de que podíamos ser perfectos todos los inmortales, pero que él sin duda poseía una elegancia innata y un cierto aire de elegancia que no correspondía a todos nosotros, la inconfundible esencia de un seductor. Interesante.
Acercándose a mí y con una voz llena de educación, sostuvo mi mano y delicadamente, acorde al estilo de la época, me la rozó con sus labios, fruto de una exquisita educación que estaba enseñándome en aquel momento con todo lujo de detalles que yo absorbía, siempre dispuesta y siempre curiosa. Se presentó como Dimitri Lumière, el dueño del teatro y la persona que quería saber qué había llevado a un inmortal a aquel lugar en aquel momento. Su nombre, sin embargo, no me resultaba del todo desconocido: tal vez por mi afición a conocer a las personas que vivían en París y que eran de clase alta, tal vez porque su fama le precedía en los círculos en los que yo me movía por motivos únicamente alimenticios, pues las cortesanas y los mendigos, en cuanto les ofreces el estímulo adecuado, cantan como si fueran ellos los que estuvieran en aquel teatro, en vez de él o yo. Un vampiro de los míos, de aquellos que disfrutaba de la vida y de sus placeres, eso era lo que tenía frente a mí y por eso la sonrisa educada se transformó en una cuyo tinte predominante era más la malicia que otra cosa. – Monsieur Lumière, mi nombre es Amanda Smith y me encuentro en vuestro teatro esta noche para solicitar, bajo vuestro mando, un puesto en su equipo. Tal vez de pianista, tal vez de actriz, lo que sea que vos tengáis que ofrecerle a una inmortal como yo que pueda ayudar a aligerar el peso de mis largas noches eternas. – respondí con tono jovial, acorde al resto de mis intenciones pues la sola sorpresa de encontrarme a alguien como yo (en la mayoría de sentidos de la palabra y no solamente en el de nuestra raza común) ya hacía que fuera la curiosidad y el buen ánimo lo que dominara en mi actitud, en mis palabras, y en todo mi ser, al menos por una noche.
Última edición por Amanda Smith el Dom Oct 03, 2010 8:54 am, editado 1 vez
Invitado- Invitado
Re: Caprice (Dimitri)
Interesante. Muy interesante. Al parecer las voces habían corrido rápido y en mi favor, puesto que hacía apenas unos días que había formalizado el contrato con Carolina y ya comenzaban a llegar individuos en busca de un puesto en la orquesta del Teatre Lumière. Asentí con delicadeza, observando atentamente a aquella dama que ante mí tenía. Parecía haber vivido mucho, o al menos así me lo hacía pensar su mirada larga y profunda, absolutamente segura. Una mirada experta, quizás.
-Por lo que veo, no tenéis nada concreto en mente, mademoiselleEso, -dije después de haber escuchado su oferta. Quería trabajar conmigo, de eso no cabía duda, puesto que había acudido al teatro, pero no tenía muy claro qué papel desempeñaría.- es una buena señal, puesto que me dice que sois conocedora de todas las artes que habéis mencionado.
Le sonreí cortéstemente, a la espera de una reacción por su parte. Lo cierto es que me había pillado un poco de sopetón. Había acudido al teatro a despedir a los empleados, y nada más. Sin embargo había aparecido alguien en busca de un trabajo, y yo no podía ser descortés y dejarla allí a su aire. Y menos cuando se trataba de una belleza tal; una belleza inmortal.
-Pasad a mi depacho, mademoiselle Smith. Estaremos más agusto allí para hablar de estos temas. -Me posé detrás de ella y le indiqué el camino a seguir hasta llegar a mi morada, el lugar más desnudo del teatro, y sin embargo, el más importante para mí.
Llegamos enseguida, puesto que eran corredores estrechos y pequeños. Una vez allí, le pedí que se sentara y me senté yo al otro lado del escritorio de madera oscura de roble.
-Y bien, mademoiselle. ¿Qué se os da mejor? Por mi parte, creo que os necesito más para algo relacionado con la música que para el teatro, como os habéis ofrecido. Creo que si tenéis intención de trabjar aquí, puedo confiaros que estoy preparando una orquesta privada del Teatre Lumière. Y me faltan bastantes músicos. -hice una pausa esperando a que algo en su rostro me indicase que estaba interesada. Sin embargo, era tal la serenidad de su rostro que no pude atisbar nada; se asemejaba a una bella estatua de mármol perfectamente pulida y cincelada, envuelta en ropas de alta costura de una Francia en pleno auge.- Decidme pues, ¿por qué instrumento os decantáis más?
Además de hacerle una prueba después con los instrumentos, quería saber de ella. Me fascinaba que todos los empleados que hasta ahora trabajaban para mí -en el teatro- fuesen tan inmortales como yo. Eso tendría muchas ventajas, aunque también sería difícil controlar una orquesta de seres sedientos de sangre y vísceras humanas.
Pero aquel rostro angelical que tenía ante mí, de cabellos rojizos como el mismo fuego que me habían mantenido en vilo minutos antes, no parecía de esas mujeres. ¿O quizás sí? Su rostro era tan impenetrable que no podría contestar aquella pregunta.
Tendría que averiguarlo por mí mismo.
-Por lo que veo, no tenéis nada concreto en mente, mademoiselleEso, -dije después de haber escuchado su oferta. Quería trabajar conmigo, de eso no cabía duda, puesto que había acudido al teatro, pero no tenía muy claro qué papel desempeñaría.- es una buena señal, puesto que me dice que sois conocedora de todas las artes que habéis mencionado.
Le sonreí cortéstemente, a la espera de una reacción por su parte. Lo cierto es que me había pillado un poco de sopetón. Había acudido al teatro a despedir a los empleados, y nada más. Sin embargo había aparecido alguien en busca de un trabajo, y yo no podía ser descortés y dejarla allí a su aire. Y menos cuando se trataba de una belleza tal; una belleza inmortal.
-Pasad a mi depacho, mademoiselle Smith. Estaremos más agusto allí para hablar de estos temas. -Me posé detrás de ella y le indiqué el camino a seguir hasta llegar a mi morada, el lugar más desnudo del teatro, y sin embargo, el más importante para mí.
Llegamos enseguida, puesto que eran corredores estrechos y pequeños. Una vez allí, le pedí que se sentara y me senté yo al otro lado del escritorio de madera oscura de roble.
-Y bien, mademoiselle. ¿Qué se os da mejor? Por mi parte, creo que os necesito más para algo relacionado con la música que para el teatro, como os habéis ofrecido. Creo que si tenéis intención de trabjar aquí, puedo confiaros que estoy preparando una orquesta privada del Teatre Lumière. Y me faltan bastantes músicos. -hice una pausa esperando a que algo en su rostro me indicase que estaba interesada. Sin embargo, era tal la serenidad de su rostro que no pude atisbar nada; se asemejaba a una bella estatua de mármol perfectamente pulida y cincelada, envuelta en ropas de alta costura de una Francia en pleno auge.- Decidme pues, ¿por qué instrumento os decantáis más?
Además de hacerle una prueba después con los instrumentos, quería saber de ella. Me fascinaba que todos los empleados que hasta ahora trabajaban para mí -en el teatro- fuesen tan inmortales como yo. Eso tendría muchas ventajas, aunque también sería difícil controlar una orquesta de seres sedientos de sangre y vísceras humanas.
Pero aquel rostro angelical que tenía ante mí, de cabellos rojizos como el mismo fuego que me habían mantenido en vilo minutos antes, no parecía de esas mujeres. ¿O quizás sí? Su rostro era tan impenetrable que no podría contestar aquella pregunta.
Tendría que averiguarlo por mí mismo.
Dimitri Lumière- Vampiro Clase Alta
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Fecha de inscripción : 25/07/2010
Re: Caprice (Dimitri)
Cierto, sus palabras eran poseedoras de una verdad innegable: no tenía en mente nada concreto ni ninguna decisión determinada acerca del puesto que podría ocupar en su teatro. Si teníamos en cuenta que aquel repentino deseo de hacer algo con mi inmortal existencia había surgido de un impulso repentino (como solía ser habitual en mí, por otra parte) y de que ir precisamente a su teatro en vez de haber acudido a cualquier otra parte había sido fruto también de algo impredecible, la casualidad, era lógico no esperar ninguna decisión predeterminada acerca de mi ocupación en aquel lugar, sino que sólo podía esperarse, dentro de lo que cabía, que yo le contara todo lo que sabía hacer (y muchos siglos de existencia además de una vida llena de lujos y desinhibición habían conseguido que, en mi tiempo libre tan abundante, hubiera desarrollado aquellas y otras habilidades que podían servir en un lugar como aquel) y que él decidiera por mí qué era lo que mejor se adaptaba a las necesidades de su teatro en cuestión de empleados y personas que pudiéramos trabajar en aquel lugar, que parecía sacado del sueño de algún artista anterior, incomprendido pero no por ello menos genial.
Me miró como esperando una reacción por mi parte, topándose con mi rostro, donde había grabada una expresión de cortesía, a la espera de que tomara la decisión de cuál de mis especialidades, por llamarlas de alguna manera, se ajustaba mejor a lo que él andaba buscando en los miembros del equipo de su teatro, pero en lugar de eso me sorprendió (cosa que dada mi longevidad siempre agradecía, y más en un vampiro más joven que yo, así que lo consideré buena señal) y me dijo que para hablar más a gusto de los temas que en aquel momento nos envolvían, lo mejor sería ir con él a su despacho, y gozar así de tranquilidad. Asentí, aceptando cortésmente su propuesta, y él pronto, como buen caballero que se preciase, me indicó el camino a recorrer entre oscuros pasillos hasta que, al final, llegamos a su despacho, donde tomé asiento en una silla que había tras una mesa oscura. Él se sentó enfrente de mí, observándome mientras en un vistazo rápido abarcaba toda la habitación y me fijaba en los detalles que tenía, aunque solamente por encima porque en aquel momento el objeto de mi atención era él, mucho más interesante que cualquiera de las cosas que decoraban su despacho. De sus labios salieron las palabras que iban a preguntarme respecto al instrumento por el que me decantaba, diciéndome que era mejor que me ocupara de algo musical antes de algo meramente dramático. Vaya, con lo mentirosa compulsiva que era, haría una muy buena actriz en su teatro...pero él era el dueño, él decidía, y por aquella noche no tenía reparos en acatar sus decisiones ya que no había nada de discutible en ellas.
– Mi instrumento preferido, y al que más tiempo le he dedicado a la hora de ponerme con su aprendizaje, es el piano, aunque también sé tocar el violín y he de decir que también es uno de mis preferidos. Esta noche, sin embargo, me voy a decantar por el piano y la pieza que voy a tocar es una parte del Réquiem de Mozart. Si no os molesta, claro está, que elija una pieza tan dramática, pero es que su belleza es capaz de subyugarme. – le dije, con expresión plácida y serena todavía bajo la que se escondía cierto fuego interior que la música provocaba en mí. No era una relación, la que aquel arte y yo manteníamos y en la que llevábamos siglos inmersas, fácil y calma, como la música que en aquella época era costumbre tocar, sino que la música lograba hacerme evocar tiempos remotos y conseguía que, al tocarla, volcara toda la pasión y el sufrimiento de mi carácter en ella, haciendo de cada composición o de cada pieza que tocaba algo apasionado y lleno de sentimientos, de los míos propios aparte de los que la música por sí sola transmitía. Sólo quedaba que me dijera dónde se encontraba el piano, que a primera vista no me había parecido verlo, y podría enseñarle aquella magnífica obra que, por mi parte, era una de mis preferidas. Sentía cierta debilidad por Mozart, después, sobre todo, de haber vivido varios de sus conciertos en vida.
Me miró como esperando una reacción por mi parte, topándose con mi rostro, donde había grabada una expresión de cortesía, a la espera de que tomara la decisión de cuál de mis especialidades, por llamarlas de alguna manera, se ajustaba mejor a lo que él andaba buscando en los miembros del equipo de su teatro, pero en lugar de eso me sorprendió (cosa que dada mi longevidad siempre agradecía, y más en un vampiro más joven que yo, así que lo consideré buena señal) y me dijo que para hablar más a gusto de los temas que en aquel momento nos envolvían, lo mejor sería ir con él a su despacho, y gozar así de tranquilidad. Asentí, aceptando cortésmente su propuesta, y él pronto, como buen caballero que se preciase, me indicó el camino a recorrer entre oscuros pasillos hasta que, al final, llegamos a su despacho, donde tomé asiento en una silla que había tras una mesa oscura. Él se sentó enfrente de mí, observándome mientras en un vistazo rápido abarcaba toda la habitación y me fijaba en los detalles que tenía, aunque solamente por encima porque en aquel momento el objeto de mi atención era él, mucho más interesante que cualquiera de las cosas que decoraban su despacho. De sus labios salieron las palabras que iban a preguntarme respecto al instrumento por el que me decantaba, diciéndome que era mejor que me ocupara de algo musical antes de algo meramente dramático. Vaya, con lo mentirosa compulsiva que era, haría una muy buena actriz en su teatro...pero él era el dueño, él decidía, y por aquella noche no tenía reparos en acatar sus decisiones ya que no había nada de discutible en ellas.
– Mi instrumento preferido, y al que más tiempo le he dedicado a la hora de ponerme con su aprendizaje, es el piano, aunque también sé tocar el violín y he de decir que también es uno de mis preferidos. Esta noche, sin embargo, me voy a decantar por el piano y la pieza que voy a tocar es una parte del Réquiem de Mozart. Si no os molesta, claro está, que elija una pieza tan dramática, pero es que su belleza es capaz de subyugarme. – le dije, con expresión plácida y serena todavía bajo la que se escondía cierto fuego interior que la música provocaba en mí. No era una relación, la que aquel arte y yo manteníamos y en la que llevábamos siglos inmersas, fácil y calma, como la música que en aquella época era costumbre tocar, sino que la música lograba hacerme evocar tiempos remotos y conseguía que, al tocarla, volcara toda la pasión y el sufrimiento de mi carácter en ella, haciendo de cada composición o de cada pieza que tocaba algo apasionado y lleno de sentimientos, de los míos propios aparte de los que la música por sí sola transmitía. Sólo quedaba que me dijera dónde se encontraba el piano, que a primera vista no me había parecido verlo, y podría enseñarle aquella magnífica obra que, por mi parte, era una de mis preferidas. Sentía cierta debilidad por Mozart, después, sobre todo, de haber vivido varios de sus conciertos en vida.
Invitado- Invitado
Re: Caprice (Dimitri)
Todo fue fabuloso mientras ella hablaba. Su voz, fluida y segura, me ayudaban a hacerme una idea de su carácter. Me gustaría preguntarle qué edad tenía -vampírica, por supuesto- pero bajo ningún concepto caería en tal descortesía, así que fue un leño más que echar al fuego de la incertidumbre, del misterio que envolvía a aquella dama que decía llamarse Amanda.
Un hermoso nombre, desde luego. Un gerundivo latino que significa "la que ama". Conocía el latín y el griego clásico a la perfección, que pese a que nunca lo hubiese hablado, sabía escribirlo y lo comprendía bastante bien. Observé con atención su rostro, atento y blanquecino. Tenía el color más hermoso de cabello que había visto jamás. No era como otras pelirrojas; no era como Nimue. En el caso de ella tenía un color más fogoso que me envolvía por completo.
Así pues, repito que todo fue fabuloso. Hasta que lo mencionó. El piano, había dicho. El piano. Otra vez, el piano. Desearía haber inspirado hondo, y de hecho mi corazón habría dejado de latir, pero nada de eso podía suceder puesto que no era humano. La furia comenzó a apoderarse de mí, pero decidí contenerme. Lo que habíamos hablado Amelie y yo no era eso. Tenía que tranquilizarme. Ella no sabe nada, me dije. Ella no tiene la culpa.
Al menos, pareció aminorar un poco mi pena cuando dijo la pieza que deseaba tocar.
-Oh, es una preciosidad. -dije sin evitarlo, aunque mi cara bien decía lo contrario. Aquella pieza era la misma que yo había tocado para Amelie, al menos una parte de ella, una parte de Fantasía, que se encontraba en el Réquiem del maestro Amadeus.
Mantuve la vista fija en un punto muerto, hasta que ya no pude más y la miré con furia, con los dientes apretados y los labios entrecerrados.
-Pero me temo que eso no va a ser posible, mademoiselle.
A pesar de todo, intenté mantener mis modales. Tranquilízate, por favor. Tranquilízate. Me levanté de la silla y comencé a pasear por la habitación. Me quité la chaqueta y desabroché los primeros botones del cuello, que ahora me aprisonaban, y los de los puños.
-Pardon moi, mademoiselle -dije finalmente, suavizando mis facciones.- Últimamente no me encuentro demasiado bien. -dije a modo de disculpa. Me acerqué a la chimenea en cuya encimera se encontraba una botella de ginebra londinense y algunos vasos de cristal. Abrí la botella y serví dos copas, para entregarle después una a mademoiselle Smith y quedarme yo otra, volviendo a sentarme. - Espero que os guste la ginebra. -dije en un intento conciliador. Bebí el primer trago, y aclaré mi garganta para comenzar a explicarme. ¿Cómo decir aquello de lo que no quieres hablar?- Cuento con dos pianos en el teatro, ¿de acuerdo? Bueno, en realidad, son simples pianolas; no se les puedes calificar de pianos -dije recordando mi hermoso instrumento, que aún permanecía en paradero desconocido- Pero ambas están en los subterráneos del teatro, que no son de fácil acceso. -Volví a beber otro sorbo, mostrando con el tiempo que tardaba en hablar que la conversación no era de mi agrado- Podría pedir a mis trabajadores que subieran una de ellas al escenario, pero a estas horas de la noche sólo quedan vigilantes. Cosas del vampirismo -dije sonriendo. Fue la única sonrisa en toda la conversación- Aún así, ninguna de las dos está afinada, y tampoco son dignas de que sean llevadas al escenario. -Parpadeé un par de veces, a pesar de que no fuera necesario, antes de continuar- El piano que antes había aquí lo van a traer la próxima semana. Sufrió un desajuste hace poco y lo están arreglando -mentí.- Así que me temo que no será posible realizar la prueba hoy.
Bebí el último sorbo de ginebra y dejé el vaso sobre la mesa. Entrecrucé mis manos y fijé la vista en los ojos de la mademoiselle.
-Sin embargo, como os decía, estoy formando una orquesta, y lo cierto es que me hace falta un pianista. Así que no sé qué podemos hacer... -solté sin más, mirando a través del cristal.
Una vez más, echaba de menos a mi maestro, y el piano que me había regalado no estaba allí para recordarme su hastío.
Un hermoso nombre, desde luego. Un gerundivo latino que significa "la que ama". Conocía el latín y el griego clásico a la perfección, que pese a que nunca lo hubiese hablado, sabía escribirlo y lo comprendía bastante bien. Observé con atención su rostro, atento y blanquecino. Tenía el color más hermoso de cabello que había visto jamás. No era como otras pelirrojas; no era como Nimue. En el caso de ella tenía un color más fogoso que me envolvía por completo.
Así pues, repito que todo fue fabuloso. Hasta que lo mencionó. El piano, había dicho. El piano. Otra vez, el piano. Desearía haber inspirado hondo, y de hecho mi corazón habría dejado de latir, pero nada de eso podía suceder puesto que no era humano. La furia comenzó a apoderarse de mí, pero decidí contenerme. Lo que habíamos hablado Amelie y yo no era eso. Tenía que tranquilizarme. Ella no sabe nada, me dije. Ella no tiene la culpa.
Al menos, pareció aminorar un poco mi pena cuando dijo la pieza que deseaba tocar.
-Oh, es una preciosidad. -dije sin evitarlo, aunque mi cara bien decía lo contrario. Aquella pieza era la misma que yo había tocado para Amelie, al menos una parte de ella, una parte de Fantasía, que se encontraba en el Réquiem del maestro Amadeus.
Mantuve la vista fija en un punto muerto, hasta que ya no pude más y la miré con furia, con los dientes apretados y los labios entrecerrados.
-Pero me temo que eso no va a ser posible, mademoiselle.
A pesar de todo, intenté mantener mis modales. Tranquilízate, por favor. Tranquilízate. Me levanté de la silla y comencé a pasear por la habitación. Me quité la chaqueta y desabroché los primeros botones del cuello, que ahora me aprisonaban, y los de los puños.
-Pardon moi, mademoiselle -dije finalmente, suavizando mis facciones.- Últimamente no me encuentro demasiado bien. -dije a modo de disculpa. Me acerqué a la chimenea en cuya encimera se encontraba una botella de ginebra londinense y algunos vasos de cristal. Abrí la botella y serví dos copas, para entregarle después una a mademoiselle Smith y quedarme yo otra, volviendo a sentarme. - Espero que os guste la ginebra. -dije en un intento conciliador. Bebí el primer trago, y aclaré mi garganta para comenzar a explicarme. ¿Cómo decir aquello de lo que no quieres hablar?- Cuento con dos pianos en el teatro, ¿de acuerdo? Bueno, en realidad, son simples pianolas; no se les puedes calificar de pianos -dije recordando mi hermoso instrumento, que aún permanecía en paradero desconocido- Pero ambas están en los subterráneos del teatro, que no son de fácil acceso. -Volví a beber otro sorbo, mostrando con el tiempo que tardaba en hablar que la conversación no era de mi agrado- Podría pedir a mis trabajadores que subieran una de ellas al escenario, pero a estas horas de la noche sólo quedan vigilantes. Cosas del vampirismo -dije sonriendo. Fue la única sonrisa en toda la conversación- Aún así, ninguna de las dos está afinada, y tampoco son dignas de que sean llevadas al escenario. -Parpadeé un par de veces, a pesar de que no fuera necesario, antes de continuar- El piano que antes había aquí lo van a traer la próxima semana. Sufrió un desajuste hace poco y lo están arreglando -mentí.- Así que me temo que no será posible realizar la prueba hoy.
Bebí el último sorbo de ginebra y dejé el vaso sobre la mesa. Entrecrucé mis manos y fijé la vista en los ojos de la mademoiselle.
-Sin embargo, como os decía, estoy formando una orquesta, y lo cierto es que me hace falta un pianista. Así que no sé qué podemos hacer... -solté sin más, mirando a través del cristal.
Una vez más, echaba de menos a mi maestro, y el piano que me había regalado no estaba allí para recordarme su hastío.
Dimitri Lumière- Vampiro Clase Alta
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Fecha de inscripción : 25/07/2010
Re: Caprice (Dimitri)
Si bien sus palabras respecto a la pieza con la que había decidido en un arranque repentino de inspiración entretenerle decían que la pieza era preciosa (y sí, no podíamos estar más de acuerdo en que la belleza de la obra era algo innegable), su expresión no fue excesivamente acorde con semejante grado de hermosura que su tono de voz había otorgado al fragmento musical en cuestión. Tal vez malos recuerdos, tal vez algún secreto de su vida tanto vampírica como humana escondido tras esa piel de porcelana y esa inmortal perfección que a todos nosotros se nos da en cuento dejamos de ser humanos y abrazamos la no-vida, tal vez simplemente que no le apetecía hablar del tema del piano y yo había sido una desconsiderada al forzarle a escuchar algo precisamente con ese instrumento: la cuestión fue que sus palabras y su rostro no se habían acompasado, señal de que algo le pasaba por la mente. No dejé de repetirme, respecto a una idea que había venido a mi mente con rapidez en cuanto había comprendido que algo diferente a lo que él parecía aparentar pasaba, que no estaba bien si era a otro vampiro al que se lo hacía, y es que la idea de utilizar un poder que hacía tiempo que tenía algo aparcado y sonsacar de su mente la razón de sus reacción al mencionar el instrumento me parecía excesivamente tentadora. No estaba bien, y mucho menos si no era un simple y débil humano de quien estábamos hablando sino de un vampiro que, aunque joven (se le notaba, tal vez algo en la forma de andar o simplemente en su actitud, que era más joven que yo, aunque eso tampoco era excesivamente difícil), podía esconder y sin duda escondería cientos de secretos propios y ases en la manga. Podía sorprenderme y no precisamente para bien, aparte de un aspecto táctico básico: estaba en su territorio. No sería muy sensato, pues, intentar leer algo voluntariamente de su mente por mucho que frases sueltas como Ella no tiene la culpa, que me limité a ignorar en pos de una explicación por su parte, llegaran a mí con la fuerza con la que lo hacían.
Me confirmó que no iba a ser posible con una mirada llena de furia que sólo se ganó por mi parte una de leve interés, sin perder nunca la serenidad por mucho que la curiosidad en mi interior estuviera bullendo con fuerza y me instara a saber más. Años de controlar mis emociones y mis semblantes tenían que dar sus frutos de alguna manera: de ahí mi natural semblante impertérrito aún cuando se me daba una mala noticia. Había que reconocerle el esfuerzo, no obstante, de mantener los modales y de no llegar a mostrar más furia que en su expresión, pues en mi caso, por ejemplo, cuando sentía la furia suficiente consideraba que lo mejor era dejarla salir...con consecuencias funestas para quien fuera que tuviera alrededor, todo sea dicho. Para conseguirlo se levantó, quitándose la chaqueta, y se desabrochó los botones de la camisa por el cuello y los puños de aquella. Aquel gesto, tan sumamente humano pero a la vez práctico, pareció calmarle lo suficiente como para que sus facciones se relajaran y su voz volviera a lo que había sido antes: llena de educación hasta cuando se disculpaba diciendo que no se encontraba bien. Bueno, eso podía entenderlo y aceptarlo sin discusiones.
Dos vasos de ginebra salieron de un armario cercano, uno para él y otro para mí que, tras serme ofrecido, pronto encontró refugio entre mis labios. Él, mientras tanto, bebió un trago y procedió a explicarse, diciendo que poseía dos pianolas en el teatro pero que ambas estaban en un lugar de difícil acceso (en aquel momento volvió a dar un trago y se interrumpió, indicando sin palabras claras que le costaba hablar del tema, probablemente porque no le gustaba) y que podría pedirles a los trabajadores que lo subieran, pero en aquel momento sólo quedaban vigilantes. La pregunta que iba a hacerle murió en mi garganta, antes de salir de ella, pues la contestó antes de que fuera capaz de decírsela: ¿dónde estaba, pues, el otro piano? Arreglándose porque se había desajustado, según él, pero en sus palabras o en su tono, ya ni sabía demasiado bien en cuál de los dos, se apreciaba la mentira, mentira que me llenaba de curiosidad acerca de las razones por las cuales no me contaba la verdad (ni razones que tenía acabando de conocerme, pero aún así mi curiosidad era ilógica y buscaba saberlo) y de cuál sería dicha verdad. En aquellos pensamientos sobre miles de teorías acerca de su verdad me tenía inmersa cuando dejó el vaso de ginebra en la mesa y dijo que necesitaba a un pianista en su orquesta y que no sabía qué podríamos hacer. Se me ocurrían un par de alternativas que incluían ir a cualquier lugar que tuviera un piano (mi hogar mismo, aunque no sería muy sabio por mi parte enseñárselo a un vampiro cuyas intenciones además desconocía) y tocar la melodía para él, pero algo me decía que no iba a ser la mejor opción y que tendría que buscarme otra. – La verdad es que es muy mala suerte que no dispongáis de un piano, monsieur Lumière, pero no por ello se nos han de acabar las opciones. La alternativa que se me ocurre, dado que probablemente disponga de algún instrumento cuyo dominio mis conocimientos abarquen, es que confíe usted en mi palabra de que el piano es lo que mejor se me da y hasta que dispongamos de la oportunidad para tocar en uno, me escuche en algún otro. Todo esto, por supuesto, sólo si os parece buena idea. Al fin y al cabo, vos sois el dueño del teatro y quien busca miembros para la orquesta. – comenté, dando un trago al vaso de ginebra medio lleno que yacía en mis manos y dedicándole mi atención en pleno. Por alguna razón, aquella noche se la había ganado a pulso.
Me confirmó que no iba a ser posible con una mirada llena de furia que sólo se ganó por mi parte una de leve interés, sin perder nunca la serenidad por mucho que la curiosidad en mi interior estuviera bullendo con fuerza y me instara a saber más. Años de controlar mis emociones y mis semblantes tenían que dar sus frutos de alguna manera: de ahí mi natural semblante impertérrito aún cuando se me daba una mala noticia. Había que reconocerle el esfuerzo, no obstante, de mantener los modales y de no llegar a mostrar más furia que en su expresión, pues en mi caso, por ejemplo, cuando sentía la furia suficiente consideraba que lo mejor era dejarla salir...con consecuencias funestas para quien fuera que tuviera alrededor, todo sea dicho. Para conseguirlo se levantó, quitándose la chaqueta, y se desabrochó los botones de la camisa por el cuello y los puños de aquella. Aquel gesto, tan sumamente humano pero a la vez práctico, pareció calmarle lo suficiente como para que sus facciones se relajaran y su voz volviera a lo que había sido antes: llena de educación hasta cuando se disculpaba diciendo que no se encontraba bien. Bueno, eso podía entenderlo y aceptarlo sin discusiones.
Dos vasos de ginebra salieron de un armario cercano, uno para él y otro para mí que, tras serme ofrecido, pronto encontró refugio entre mis labios. Él, mientras tanto, bebió un trago y procedió a explicarse, diciendo que poseía dos pianolas en el teatro pero que ambas estaban en un lugar de difícil acceso (en aquel momento volvió a dar un trago y se interrumpió, indicando sin palabras claras que le costaba hablar del tema, probablemente porque no le gustaba) y que podría pedirles a los trabajadores que lo subieran, pero en aquel momento sólo quedaban vigilantes. La pregunta que iba a hacerle murió en mi garganta, antes de salir de ella, pues la contestó antes de que fuera capaz de decírsela: ¿dónde estaba, pues, el otro piano? Arreglándose porque se había desajustado, según él, pero en sus palabras o en su tono, ya ni sabía demasiado bien en cuál de los dos, se apreciaba la mentira, mentira que me llenaba de curiosidad acerca de las razones por las cuales no me contaba la verdad (ni razones que tenía acabando de conocerme, pero aún así mi curiosidad era ilógica y buscaba saberlo) y de cuál sería dicha verdad. En aquellos pensamientos sobre miles de teorías acerca de su verdad me tenía inmersa cuando dejó el vaso de ginebra en la mesa y dijo que necesitaba a un pianista en su orquesta y que no sabía qué podríamos hacer. Se me ocurrían un par de alternativas que incluían ir a cualquier lugar que tuviera un piano (mi hogar mismo, aunque no sería muy sabio por mi parte enseñárselo a un vampiro cuyas intenciones además desconocía) y tocar la melodía para él, pero algo me decía que no iba a ser la mejor opción y que tendría que buscarme otra. – La verdad es que es muy mala suerte que no dispongáis de un piano, monsieur Lumière, pero no por ello se nos han de acabar las opciones. La alternativa que se me ocurre, dado que probablemente disponga de algún instrumento cuyo dominio mis conocimientos abarquen, es que confíe usted en mi palabra de que el piano es lo que mejor se me da y hasta que dispongamos de la oportunidad para tocar en uno, me escuche en algún otro. Todo esto, por supuesto, sólo si os parece buena idea. Al fin y al cabo, vos sois el dueño del teatro y quien busca miembros para la orquesta. – comenté, dando un trago al vaso de ginebra medio lleno que yacía en mis manos y dedicándole mi atención en pleno. Por alguna razón, aquella noche se la había ganado a pulso.
Invitado- Invitado
Re: Caprice (Dimitri)
Su alternativa me pareció justa, palpable y factible. Sin embargo, nopodía consentir contratarla sin más, fiándome únicamente de su palabra.¿O si? En aquel momento podía pensar en muchas cosas menos en aquello.Lo cierto es que algo me decía que ella tendría las capacidades de lasque me hablaba, y de que el Réquiem de Mozart que quería tocar sonaríaperfecto bajo dirección de sus manos. Y así sería, seguramente. Casipodía escuchar la melodía en mi mente, y visionaba la imagen de aquellainmortal pelirroja sentada sobre la banqueta de mi piano y deslizandosus dedos marmóreos por el marfil del hermoso instrumento.
Pero esa imagen se hizo pedazos en un instante. Mi mirada marchita seperdía en la distancia que nos separaba, y aún así me parecíainsuficiente. El propio eco de sus palabras me parecía lejano,inalcanzable a mis oídos perdidos ahora en un mar de recuerdos que sólome hacían daño.
Asentí finalmente, sin ser realmente consciente de mis actos.
-Te haré llamar cuando recupere el piano, y entonces podré deleitarmecon tu melodía -le dije aún serio.- De momento el puesto es tuyo, y ano ser que cuando toques para mí suenes como un gato pisado, serás elpiano de mi orquesta.
Levanté la mirada y la enfoqué en sus ojos. Claros, abismales. Infinitos.
-¿Sois parisina, mademoiselle? -dije volviendo en mí. Mis últimaspalabras habían sonado a despedida, pero para nada quería perderla devista. Ahora que había vuelto a recordar el piano, necesitabaentretenerme, gastar mi tiempo en algo. Y aquel algo que tenía delante mío era sencillamente perfecto.
-Vuestro nombre suena inglés, pero no me atrevería a decir ningunanacionalidad. Me temo que en esta orquesta no habrá ninguna mujernativa, sois todas extranjeras. Una gran variedad -...donde elegir, me hubiese gustado terminar.
Giré mi cabeza hacia el reloj de péndulo que marcaba que había pasado media hora desde que la mujer llegó. Quizá era demasiado dado a recordar momentos que me hacín daño. Quizá era la única esencia que quedaba de mi corta humanidad. Pero no podía evitar recordar a aquel hombre, mi maestro, quien me había mostrado todo lo que sabía acerca de la música en este mundo, acerca del amor, al fin y al cabo. En el fondo deseaba olvidar aquel instrumento y a mi maître, pero sabía que no era capaz de hacerlo. Deseaba reencontrarme con él, ansiaba aquel momento con toda mi alma, pero sabía que no iba a llegar. Al menos, no de momento. Él había decidido aburrirse de mí, y yo no había puesto pegas a la hora de marcharme de allí. Era algo que había asumido desde el principio; sabía que esa día iba a llegar, y cuando llegó, sin embargo, no estuve preparado para afrontarlo. Deseaba volver a escuchar su música y a reírme con sus palabras. Deseaba el placer que conseguía en sus fiestas, las mujeres que lo visitaban, el vino que le hacían llegar, incluso el opio que había probado en contadas ocasiones. Sin embargo, era consciente de que, aunque volviese a verlo a él o a tocar su instrumento, aquellos momentos ya habían pasado y no volverían. Jamás.
Volví a desechar aquellos pensamientos de mi mente y me centré en la mujer que tenía frente a mí. Sentía que perdía el tiempo al encontrarme junto a una mujer tan preciosa, puesto que lo gastaba en pensar algo que ya no tenía sentido.
-Disculpadme, mademoiselle. Me temo que últimamente tengo demasiados temas en los que ocuparme, y me están quitando más tiempo del que desearía -y mi cordura...
Pero esa imagen se hizo pedazos en un instante. Mi mirada marchita seperdía en la distancia que nos separaba, y aún así me parecíainsuficiente. El propio eco de sus palabras me parecía lejano,inalcanzable a mis oídos perdidos ahora en un mar de recuerdos que sólome hacían daño.
Asentí finalmente, sin ser realmente consciente de mis actos.
-Te haré llamar cuando recupere el piano, y entonces podré deleitarmecon tu melodía -le dije aún serio.- De momento el puesto es tuyo, y ano ser que cuando toques para mí suenes como un gato pisado, serás elpiano de mi orquesta.
Levanté la mirada y la enfoqué en sus ojos. Claros, abismales. Infinitos.
-¿Sois parisina, mademoiselle? -dije volviendo en mí. Mis últimaspalabras habían sonado a despedida, pero para nada quería perderla devista. Ahora que había vuelto a recordar el piano, necesitabaentretenerme, gastar mi tiempo en algo. Y aquel algo que tenía delante mío era sencillamente perfecto.
-Vuestro nombre suena inglés, pero no me atrevería a decir ningunanacionalidad. Me temo que en esta orquesta no habrá ninguna mujernativa, sois todas extranjeras. Una gran variedad -...donde elegir, me hubiese gustado terminar.
Giré mi cabeza hacia el reloj de péndulo que marcaba que había pasado media hora desde que la mujer llegó. Quizá era demasiado dado a recordar momentos que me hacín daño. Quizá era la única esencia que quedaba de mi corta humanidad. Pero no podía evitar recordar a aquel hombre, mi maestro, quien me había mostrado todo lo que sabía acerca de la música en este mundo, acerca del amor, al fin y al cabo. En el fondo deseaba olvidar aquel instrumento y a mi maître, pero sabía que no era capaz de hacerlo. Deseaba reencontrarme con él, ansiaba aquel momento con toda mi alma, pero sabía que no iba a llegar. Al menos, no de momento. Él había decidido aburrirse de mí, y yo no había puesto pegas a la hora de marcharme de allí. Era algo que había asumido desde el principio; sabía que esa día iba a llegar, y cuando llegó, sin embargo, no estuve preparado para afrontarlo. Deseaba volver a escuchar su música y a reírme con sus palabras. Deseaba el placer que conseguía en sus fiestas, las mujeres que lo visitaban, el vino que le hacían llegar, incluso el opio que había probado en contadas ocasiones. Sin embargo, era consciente de que, aunque volviese a verlo a él o a tocar su instrumento, aquellos momentos ya habían pasado y no volverían. Jamás.
Volví a desechar aquellos pensamientos de mi mente y me centré en la mujer que tenía frente a mí. Sentía que perdía el tiempo al encontrarme junto a una mujer tan preciosa, puesto que lo gastaba en pensar algo que ya no tenía sentido.
-Disculpadme, mademoiselle. Me temo que últimamente tengo demasiados temas en los que ocuparme, y me están quitando más tiempo del que desearía -y mi cordura...
Dimitri Lumière- Vampiro Clase Alta
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Re: Caprice (Dimitri)
Parecía que, aunque era él mismo el que había dirigido la conversación hasta el punto en el que nos encontrábamos en aquel momento, hablando de la posibilidad de salvar el obstáculo que la ausencia de un piano suponía para una aspirante a pianista, que era yo en aquel caso, su mente parecía ausente, en cierto modo, a todas las palabras que le decía en respuesta a su pregunta de antes. Tal vez estuviera sumido en unos pensamientos profundos cuya naturaleza no podía sino atisbar, todo juzgando sus miradas y sus gestos muchas veces inconscientes, o tal vez en el fondo sólo me lo había preguntado por la posibilidad de mantener una conversación de cualquier tipo con alguien, pero el detalle de que parecía estar a miles de kilómetros de donde ambos estábamos aún encontrándonos en la misma sala no me pasaba desapercibido, ni siquiera cuando asentía a mis palabras o cambiaba el tono de sus palabras para tutearme, diciéndome que me haría llamar en cuanto tuviera el piano a su disposición pero que, casi con toda probabilidad, el puesto sería mío. No tocaba como un gato aplastado exactamente, demasiadas horas utilizadas enfrente de un piano para perfeccionar mi técnica como para evitar aquel pequeño detalle así me lo aseguraban, así que ya podía considerarme en parte satisfecha por tener alguna ocupación en la que ocupar algo de tiempo de mi inmortal vida. Aún así, aquellas palabras suyas habían sonado a despedida, algo así como si yo fuera un asunto a tratar y, una vez despachado, ya pudiera alejarme de su vista. De ser eso, no habría respondido de mí misma porque ego tenía bastante y me habría molestado la ofensa, pero no tardó en borrar toda impresión errónea de sus intenciones al cambiar de tema, abriendo una conversación distinta. Sólo por eso, y por la impresión que me había dado, mi futuro jefe ya me agradaba.
Su pregunta, queriendo saber si era parisina, hizo que una media sonrisa se instalara en mi rostro, sonrisa que no hizo sino aumentar cuando él dijo que mi nombre parecía ser británico. Cuando se vivía tanto como lo había hecho yo, el concepto de nacionalidades y de lugares de pertenencia quedaba difuminado porque, en casos como el mío, se era ciudadano del mundo y no sólo de un estado determinado cuyas fronteras, como llevaba toda la Historia pasando, cambiarían con el paso de los siglos y las guerras, a veces más rápidamente que todo eso. En la orquesta, al parecer, habría mujeres de toda nacionalidad aparte de la francesa, y era un detalle divertido a tener en cuenta, pues podía significar que más de una sería vampiresa y probablemente lo haría todo más interesante de lo que, per se, ya era. En el momento siguiente desvió su mirada al reloj que colgaba de la pared, que ni me esforcé en contemplar porque había perdido la noción del tiempo hacía ya mucho tiempo, valga la redundancia, y pareció volver a sumirse en sus pensamientos que, al parecer, tenían algo de hipnótico y de atrayente que hacían que no pudiera evitarlos, aunque al parecer fueran dolorosos. Lo más sencillo con esa clase de recuerdos era dejarlos correr: eso mismo había hecho yo misma en innumerables ocasiones para evitar caer presa del dolor que producían y me iba bastante bien, limitándome sólo a los recuerdos menos dolorosos. Consiguió combatirlos, o al menos evitarlos lo suficiente como para volver a mirarme y disculparse porque tener temas de los que ocuparse le robaba más tiempo del que le gustaría mientras mi mirada seguía posada en él, comprensiva.
– Respondiendo a vuestra pregunta anterior, no sé ya si considerarme hija del mundo o simplemente de algún país. Olvidé mi antiguo nombre hace tiempo, y por puro convencionalismo fruto de una estancia en Inglaterra, hace unos años, adopté el que tengo ahora, aunque tal vez tenga significado si recuerdo que nací precisamente allí, hace ya mucho tiempo. – respondí, con expresión melancólica en el rostro porque hacía tiempo, bastante tiempo, que no me ponía a recordar nada de mi nombre, mi nacimiento o mi (breve) vida humana, pues había sido transformada bastante joven, aunque en la sociedad en la que había vivido joven no era precisamente la palabra. De no haber sido una esclava, ya habría arrastrado el peso de un matrimonio de conveniencia y, probablemente, varios hijos. Al parecer hasta el sufrimiento de mi vida humana había tenido, a largo plazo, mejores consecuencias que una vida cómoda. Interesante. – El consejo que puedo daros es no dejar que los asuntos que sólo perjudican tomen el tiempo que otros menos perjudiciales puedan tomarnos. Somos inmortales, sí, mas no por ello tenemos que olvidarnos de lo que con los placeres de la vida. – le dije, pues era mi opinión que siempre llevaba a rajatabla que la vida estaba hecha de obligaciones y placeres y que no había que privarse ni de unas ni de otras.
Su pregunta, queriendo saber si era parisina, hizo que una media sonrisa se instalara en mi rostro, sonrisa que no hizo sino aumentar cuando él dijo que mi nombre parecía ser británico. Cuando se vivía tanto como lo había hecho yo, el concepto de nacionalidades y de lugares de pertenencia quedaba difuminado porque, en casos como el mío, se era ciudadano del mundo y no sólo de un estado determinado cuyas fronteras, como llevaba toda la Historia pasando, cambiarían con el paso de los siglos y las guerras, a veces más rápidamente que todo eso. En la orquesta, al parecer, habría mujeres de toda nacionalidad aparte de la francesa, y era un detalle divertido a tener en cuenta, pues podía significar que más de una sería vampiresa y probablemente lo haría todo más interesante de lo que, per se, ya era. En el momento siguiente desvió su mirada al reloj que colgaba de la pared, que ni me esforcé en contemplar porque había perdido la noción del tiempo hacía ya mucho tiempo, valga la redundancia, y pareció volver a sumirse en sus pensamientos que, al parecer, tenían algo de hipnótico y de atrayente que hacían que no pudiera evitarlos, aunque al parecer fueran dolorosos. Lo más sencillo con esa clase de recuerdos era dejarlos correr: eso mismo había hecho yo misma en innumerables ocasiones para evitar caer presa del dolor que producían y me iba bastante bien, limitándome sólo a los recuerdos menos dolorosos. Consiguió combatirlos, o al menos evitarlos lo suficiente como para volver a mirarme y disculparse porque tener temas de los que ocuparse le robaba más tiempo del que le gustaría mientras mi mirada seguía posada en él, comprensiva.
– Respondiendo a vuestra pregunta anterior, no sé ya si considerarme hija del mundo o simplemente de algún país. Olvidé mi antiguo nombre hace tiempo, y por puro convencionalismo fruto de una estancia en Inglaterra, hace unos años, adopté el que tengo ahora, aunque tal vez tenga significado si recuerdo que nací precisamente allí, hace ya mucho tiempo. – respondí, con expresión melancólica en el rostro porque hacía tiempo, bastante tiempo, que no me ponía a recordar nada de mi nombre, mi nacimiento o mi (breve) vida humana, pues había sido transformada bastante joven, aunque en la sociedad en la que había vivido joven no era precisamente la palabra. De no haber sido una esclava, ya habría arrastrado el peso de un matrimonio de conveniencia y, probablemente, varios hijos. Al parecer hasta el sufrimiento de mi vida humana había tenido, a largo plazo, mejores consecuencias que una vida cómoda. Interesante. – El consejo que puedo daros es no dejar que los asuntos que sólo perjudican tomen el tiempo que otros menos perjudiciales puedan tomarnos. Somos inmortales, sí, mas no por ello tenemos que olvidarnos de lo que con los placeres de la vida. – le dije, pues era mi opinión que siempre llevaba a rajatabla que la vida estaba hecha de obligaciones y placeres y que no había que privarse ni de unas ni de otras.
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Re: Caprice (Dimitri)
Escuché sus palabras pensativo y me limité a asentir con una leve sonrisa.
-Ciudadana del mundo...[/b] -sopesé, volviendo al tema anterior. De nuevo sentí la necesidad de preguntar por su antigüedad, a pesar de que sabía de sobra que eso sería una descortesía por mi parte. Sin embargo, no pude evitar pensarlo una vez más, y cuestionarme acerca de cuándo sería el momento oportuno para preguntarle acerca de aquel tema. -[b] En realidad, eso carece de importancia para mí, mademoiselle. Tan sólo pienso en vuestras dotes artísticas y musicales.
La orquesta iba viento en popa, ya iba consiguiendo algunos miembros, y Carolina sería la mejor compositora, sin duda.
-Me gustaría mostraros el teatro, Amanda. -dije levantándome de mi asiento y acercándome a ella. Le tomé una mano para que se levantara y nos dirijimos hacia la puerta- Aunque aún no seáis miembro oficial de mi orquesta, algo me dice que muy pronto seremos buenos amigos, y vos seréis mi mejor pianista.
Sabía de sobra que aquella confianza ciega tan sólo podía depararme problemas. Sin embargo, había algo que se escapaba a mi vista e incluso a mi instito que me instaba a pedirle que se quedara trabajando conmigo. ¿Estaría manipulándome ella? Era una opción. La miré de reojo sin parecer descortés mientras caminábamos por el pasillo que nos llevaría al hall, desde donde comenzaría nuestro recorrido. Realmente al ver aquel rostro pícaro y aquellas facciones forjadas con el tiempo, la manipulación podría ser una opción bastante factible. Quizás era suficientemente vieja como para haber adquirido semejante habilidad. Aunque por otro lado, dudaba que fuese a pedirme trabajo y a la vez me usara para manipular mis recuerdos o mis emociones. No era la forma de actuar, desde luego. Al menos, no si realmente quería aquel trabajo.
So, caballo, pensé. Sólo estoy construyendo castillos en el aire, no es muy probable. Quizá simplemente me daba buena espina, un instinto del que los vampiros no podíamos deshacernos. Había personas que no aguantaba desde un primer contacto -como sucedió con Vestein, el marido de mi difunta hermana- o podía suceder justo lo contrario, como probablemente sucedía con Amanda.
En cualquier lugar, ahora tendría que enseñarle el lugar donde con toda seguridad acabaría trabajando. Mi hermoso teatro, con el retrato que Ophelia había hecho de mí situado en la pared frontal del hall, entre las dos escaleras, se convertiría en un hogar para ella.
-Ciudadana del mundo...[/b] -sopesé, volviendo al tema anterior. De nuevo sentí la necesidad de preguntar por su antigüedad, a pesar de que sabía de sobra que eso sería una descortesía por mi parte. Sin embargo, no pude evitar pensarlo una vez más, y cuestionarme acerca de cuándo sería el momento oportuno para preguntarle acerca de aquel tema. -[b] En realidad, eso carece de importancia para mí, mademoiselle. Tan sólo pienso en vuestras dotes artísticas y musicales.
La orquesta iba viento en popa, ya iba consiguiendo algunos miembros, y Carolina sería la mejor compositora, sin duda.
-Me gustaría mostraros el teatro, Amanda. -dije levantándome de mi asiento y acercándome a ella. Le tomé una mano para que se levantara y nos dirijimos hacia la puerta- Aunque aún no seáis miembro oficial de mi orquesta, algo me dice que muy pronto seremos buenos amigos, y vos seréis mi mejor pianista.
Sabía de sobra que aquella confianza ciega tan sólo podía depararme problemas. Sin embargo, había algo que se escapaba a mi vista e incluso a mi instito que me instaba a pedirle que se quedara trabajando conmigo. ¿Estaría manipulándome ella? Era una opción. La miré de reojo sin parecer descortés mientras caminábamos por el pasillo que nos llevaría al hall, desde donde comenzaría nuestro recorrido. Realmente al ver aquel rostro pícaro y aquellas facciones forjadas con el tiempo, la manipulación podría ser una opción bastante factible. Quizás era suficientemente vieja como para haber adquirido semejante habilidad. Aunque por otro lado, dudaba que fuese a pedirme trabajo y a la vez me usara para manipular mis recuerdos o mis emociones. No era la forma de actuar, desde luego. Al menos, no si realmente quería aquel trabajo.
So, caballo, pensé. Sólo estoy construyendo castillos en el aire, no es muy probable. Quizá simplemente me daba buena espina, un instinto del que los vampiros no podíamos deshacernos. Había personas que no aguantaba desde un primer contacto -como sucedió con Vestein, el marido de mi difunta hermana- o podía suceder justo lo contrario, como probablemente sucedía con Amanda.
En cualquier lugar, ahora tendría que enseñarle el lugar donde con toda seguridad acabaría trabajando. Mi hermoso teatro, con el retrato que Ophelia había hecho de mí situado en la pared frontal del hall, entre las dos escaleras, se convertiría en un hogar para ella.
Dimitri Lumière- Vampiro Clase Alta
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Fecha de inscripción : 25/07/2010
Re: Caprice (Dimitri)
Una leve sonrisa, un asentimiento, esa fue la respuesta que, en una primera instancia, me mostró respecto a mis palabras, convenciéndome de mi inicial impresión de que o bien era un hombre de pocas palabras (probable porque la elocuencia, al menos en aquel momento, no le sobraba), o simplemente por alguna razón que desconocía, aquella noche parecía haberle comido la lengua el gato. No le conocía lo suficiente como para poder juzgar y decir que la razón era una o era la otra, pero algo me decía que, siendo un inmortal con, como él mismo antes me había permitido saber, mil asuntos en la cabeza a los que prestar atención, sería la segunda con mayores probabilidades que la primera. Tras sopesar mi respuesta, sincera o al menos sorprendentemente nada falsa para lo que yo solía ser (me gustaba eso de manipular y de ir con medias tintas y lo raro era que dijera algo veraz, aunque no fuera la verdad completa, porque para eso se necesitaba demasiado tiempo, más del que como inmortal estaba dispuesta a perder y, sobre todo, en un asunto tan baladí), me dijo que en realidad no importaba, sino que lo único importante eran mis dotes artísticas y musicales. Partiendo de la base de que había dedicado muchísimas horas de mi inmortal vida a tocar y a perfeccionar mi técnica bajo el cuidado de maestros que, si bien eran humanos, lograban arrancar sonidos del instrumento que dejaban a los inmortales mal a su lado, era obvio que tocaba bien y no sólo eso, sino que además disfrutaba sentada frente a un piano, acariciando sus teclas y logrando sacar de él melodías que reflejaban algún matiz de cómo me sentía, nunca la totalidad de mi interior porque era demasiado para una sola pieza de música.
De todas maneras no dije nada porque sobraban las palabras en momentos como aquellos, palabras que podrían malinterpretarse y que no vendrían bien, y sólo me limité a seguir estudiando su rostro inmortalmente hermoso y joven, al menos mucho más que el mío...o eso sería si yo no aparentara tener la misma edad con la que me convirtieron, más joven incluso que él, apenas una niña teniendo en cuenta la época en la que nos encontrábamos y que, en mi propia época, ya habría sido adulta. Su voz sonó melodiosa cuando dijo de ir a dar una vuelta por el teatro; su mano, firme cuando sostuvo la mía y me ayudó a levantarme en un gesto que, si bien fue innecesario, fue un auténtico retazo de la caballerosidad que desprendía. Nunca me cansaría de detalles como aquel, daba igual en qué época de la historia nos encontráramos, y sus palabras acompañaban a sus gestos perfectamente, diciendo que probablemente sería su mejor pianista y, también, su amiga. Pura galantería o tal vez palabras llenas de significado, el caso es que, dócil como un gato doméstico, me levanté y fui con él en dirección al primer lugar de nuestra visita del lugar que, con suerte, se convertiría en mi segundo hogar.
No se me pasó el detalle de que me observaba de reojo sutilmente al caminar, como si tratara de averiguar si mis intenciones eran tan transparentes como parecían o si, por el contrario, tramaba algo contra él o contra su teatro. En realidad iba totalmente improvisando según el ánimo con el que me había levantado aquella noche y, sin duda, la manipulación o el engaño no me parecían alternativas posibles ni por lo agradable de la compañía ni por ninguna razón que se me ocurriera. Estaba con ánimo poco belicoso aquella noche en contra de los ánimos que siempre parecía tener, y fuera buena señal o no había que aprender a disfrutar de momentos como aquellos en los que sólo buscaba algo de compañía y trabajo, sin segundas intenciones. Terminamos por llegar, yo sumida en aquellos pensamientos, al hall del teatro, el lugar del que nacían dos escalinatas que llevaban a partes que sin duda conocería y que estaba coronado por un enorme retrato que enseguida llamó mi atención, lo suficiente como para decidirme a satisfacerla y a preguntar. – Es un retrato magnífico, ese que reina el hall, y como tal tendrá una historia igual de magnífica o, por lo menos, interesante. ¿Podríais contármela, monsieur Lumière, o es mucho pedir por esta noche? – inquirí, con la curiosidad grabada en la voz mas no en el rostro, aún impertérrito.
De todas maneras no dije nada porque sobraban las palabras en momentos como aquellos, palabras que podrían malinterpretarse y que no vendrían bien, y sólo me limité a seguir estudiando su rostro inmortalmente hermoso y joven, al menos mucho más que el mío...o eso sería si yo no aparentara tener la misma edad con la que me convirtieron, más joven incluso que él, apenas una niña teniendo en cuenta la época en la que nos encontrábamos y que, en mi propia época, ya habría sido adulta. Su voz sonó melodiosa cuando dijo de ir a dar una vuelta por el teatro; su mano, firme cuando sostuvo la mía y me ayudó a levantarme en un gesto que, si bien fue innecesario, fue un auténtico retazo de la caballerosidad que desprendía. Nunca me cansaría de detalles como aquel, daba igual en qué época de la historia nos encontráramos, y sus palabras acompañaban a sus gestos perfectamente, diciendo que probablemente sería su mejor pianista y, también, su amiga. Pura galantería o tal vez palabras llenas de significado, el caso es que, dócil como un gato doméstico, me levanté y fui con él en dirección al primer lugar de nuestra visita del lugar que, con suerte, se convertiría en mi segundo hogar.
No se me pasó el detalle de que me observaba de reojo sutilmente al caminar, como si tratara de averiguar si mis intenciones eran tan transparentes como parecían o si, por el contrario, tramaba algo contra él o contra su teatro. En realidad iba totalmente improvisando según el ánimo con el que me había levantado aquella noche y, sin duda, la manipulación o el engaño no me parecían alternativas posibles ni por lo agradable de la compañía ni por ninguna razón que se me ocurriera. Estaba con ánimo poco belicoso aquella noche en contra de los ánimos que siempre parecía tener, y fuera buena señal o no había que aprender a disfrutar de momentos como aquellos en los que sólo buscaba algo de compañía y trabajo, sin segundas intenciones. Terminamos por llegar, yo sumida en aquellos pensamientos, al hall del teatro, el lugar del que nacían dos escalinatas que llevaban a partes que sin duda conocería y que estaba coronado por un enorme retrato que enseguida llamó mi atención, lo suficiente como para decidirme a satisfacerla y a preguntar. – Es un retrato magnífico, ese que reina el hall, y como tal tendrá una historia igual de magnífica o, por lo menos, interesante. ¿Podríais contármela, monsieur Lumière, o es mucho pedir por esta noche? – inquirí, con la curiosidad grabada en la voz mas no en el rostro, aún impertérrito.
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Re: Caprice (Dimitri)
Aquel retrato... El retrato. Bueno, no vendría mal ganar algo de tiempo y confianza hablándole de él, aunque siempre odiaba hablar de cosas que llevaban sujetas a ella sentimientos personales, privados. Sin embargo, quizá sería una manera de darme a conocer a la vampiresa y hacerla sentir bien en mi compañía, en mi teatro.
-Por supuesto, mademoiselle. Aunque me temo que no puedo contaros mucho de él. -de nuevo, recordé a Ophelia. Miré aquel retrato una vez más, y sin dejar de mirarlo, comencé a hablar.- Como véis, aparezco de perfil, mirando sin embargo al frente, con el cuello girado levemente, y la cabeza ladeada casi imperceptiblemente. Dice muchísimo de mí. Yo soy una persona que siempre mira al frente, a pesar de que la situación me lo niegue o intente imposibilitarlo. En este retrato, con una camisa burdeos sin chaleco ni corbata, se palpa también mi forma de tratar a los demás, elegante siempre, pero un poco reacio a mostrar formalismos cuando no son necesarios. Aquí, en el teatro, yo soy un simple peón más, el que más trabaja, me atrevería a decir. Puede que no realice tareas de limpieeza, ni tampoco cobre las entradas personalmente, o puede que tampoco cuelgue los abrigos de las personas que entran allí a disfrutar de las obras las noches de estreno, pero al fin y al cabo, este teatro sin mí se derrumbaría. Todo el mundo sabe realizar esas tareas, cualquier persona es capaz de hacerlo tal y como yo se lo ordene, pero lo que yo hago aquí es quizá la tarea más ardua y difícil, y sin embargo, la más bella. Yo hago disfrutar a la gente contratando unas u otras obras, y a veces yo mismo compongo la música que ellos tocan. Incluso he llegado a ser yo el músico que reproduce sus propias notas en público, por el mero hecho de querer que la música que para mí es la más bella, la que mejor suena en mi violín o... en mi piano, sea la que pueda transmitir al público que paga una buena cantidad para disfrutar. Jamás los he decepcionado, y tampoco quiero hacerlo ahora. -suspiré- De alguna manera, eso es lo que refleja el retrato cuyo fondo es mi piano -dije volviendo al tema por el que Amanda me había preguntado.- Refleja mi pasión, refleja mi locura por ese instrumento, casi adictiva. Retrata sin duda la mejor de mis facetas como músico, pero también retrata mi personalidad a la perfección, mi forma de ser.
La media sonrisa que porto en la pintura es la forma más eufémica de llamarme cínico y a veces, incluso, perverso. Los ojos azules, exactamente del mismo tono que veo cuando me miro al espejo, ha quedado perfecto, pero si os fijáis, la pupila no es del todo negra, sino que tiene tintes rojos. Refleja mi sed insaciable, mi naturaleza a veces mortífera y sobre todo, el vampirismo que vos misma conocéis.
Ladeé la cabeza, apartando mi vista de aquel retrato en el que podía perderme horas.
-Puedo pasarme las horas muertas hablando de él, creedme, y aún así no podría contaros todo lo que hay encriptado, reflejado en cada trazo del pincel. Pero si me preguntáis por su historia y no por su contenido, entonces tendré que hablaros de ella.
Miré a Amanda, consciente de que estaba compartiendo información de la que jamás había hablado con nadie a ella. Quizá era su hipnótico cabello, o sus profundos ojos, o quizá el alivio de encontrarse a un inmortal que comprenda tus años de agonía que, pese a ser perfectos, no tendrían fin jamás.
Puesto que llevaba a la mademoiselle del brazo, le pedí que me acompañara a sentarnos en los cálidos sofás rojos que había en una de las esquinas del hall. Allí solían sentarse las estrellas después de sus éxitos, a disfrutar de una copa junto a sus admiradores o simplemente a recibir las felicitaciones de los asistentes como público.
-Hubo una noche en la que desperté preso del miedo -comencé a decirle una vez estuvimos allí sentados. - Quizá fue un mal sueño o simplemente un día con demasiado ruido. -esperé unos segundos para continuar hablando-, el caso es que me encontré en una casa antiquísima, la mía propia, llena de historia y sin embargo con las paredes demasiado vacías. Había probado a redecorarlo todo, pero cuanto más lo cambiaba, menos me sentía en casa, en el hogar que me había visto crecer y donde había vivido junto a mis padres y a mi preciosa hermana. Así que todo volvió a sus inicios, incluso las paredes de frío marmol que continuaban sin nada en ellas.
Decidí ir a visitar a una mujer, una pintora de la que me habían hablado contadas veces. Decían de ella que era extravagante, pero que poseía una dote inmejorable. Así que fui hasta su estudio, y la conocí. Ophelia Rainy, más conocida como Lady Rain, tenía unas pinturas horribles. Siempre había una niña pelirroja que moría en sus cuadros, y unos ojos amarillos de licántropo. Estaba encadenada en sus propias pesadillas, en su propio mundo. Aunque los retratos que hacía por encargo, eran más que perfectos. Los cuadros que poseía en su estudio no me instaron a decorar mi casa, pero sí a conocerla mejor a ella. El caso es que, supe que tenía una dote artística maravillosa que encerraba en la jaula de sí misma, de sus miedos y sus malos recuerdos. Le propuse retratarme, pero de una manera distinta. Quería que me conociese bien, a la perfección, casi tanto como yo mismo, hasta el punto que todo cuanto supiera de mí pudiese ser plasmado en el retrato. Así pues, ella lo hizo tal y como se lo pedí. Tardó meses en finalizar el retrato, pero creo que mereció la pena -dije volviendo a mirar el retrato.
Estaba orgulloso de ella, ciertamente, pero no podía evitar odiarme cada vez que pensaba en ella. Había llegado a convertirse en mi obsesión, en mi más oscura pasión, y sin embargo, su final había sido más que horrible.
-Por supuesto, mademoiselle. Aunque me temo que no puedo contaros mucho de él. -de nuevo, recordé a Ophelia. Miré aquel retrato una vez más, y sin dejar de mirarlo, comencé a hablar.- Como véis, aparezco de perfil, mirando sin embargo al frente, con el cuello girado levemente, y la cabeza ladeada casi imperceptiblemente. Dice muchísimo de mí. Yo soy una persona que siempre mira al frente, a pesar de que la situación me lo niegue o intente imposibilitarlo. En este retrato, con una camisa burdeos sin chaleco ni corbata, se palpa también mi forma de tratar a los demás, elegante siempre, pero un poco reacio a mostrar formalismos cuando no son necesarios. Aquí, en el teatro, yo soy un simple peón más, el que más trabaja, me atrevería a decir. Puede que no realice tareas de limpieeza, ni tampoco cobre las entradas personalmente, o puede que tampoco cuelgue los abrigos de las personas que entran allí a disfrutar de las obras las noches de estreno, pero al fin y al cabo, este teatro sin mí se derrumbaría. Todo el mundo sabe realizar esas tareas, cualquier persona es capaz de hacerlo tal y como yo se lo ordene, pero lo que yo hago aquí es quizá la tarea más ardua y difícil, y sin embargo, la más bella. Yo hago disfrutar a la gente contratando unas u otras obras, y a veces yo mismo compongo la música que ellos tocan. Incluso he llegado a ser yo el músico que reproduce sus propias notas en público, por el mero hecho de querer que la música que para mí es la más bella, la que mejor suena en mi violín o... en mi piano, sea la que pueda transmitir al público que paga una buena cantidad para disfrutar. Jamás los he decepcionado, y tampoco quiero hacerlo ahora. -suspiré- De alguna manera, eso es lo que refleja el retrato cuyo fondo es mi piano -dije volviendo al tema por el que Amanda me había preguntado.- Refleja mi pasión, refleja mi locura por ese instrumento, casi adictiva. Retrata sin duda la mejor de mis facetas como músico, pero también retrata mi personalidad a la perfección, mi forma de ser.
La media sonrisa que porto en la pintura es la forma más eufémica de llamarme cínico y a veces, incluso, perverso. Los ojos azules, exactamente del mismo tono que veo cuando me miro al espejo, ha quedado perfecto, pero si os fijáis, la pupila no es del todo negra, sino que tiene tintes rojos. Refleja mi sed insaciable, mi naturaleza a veces mortífera y sobre todo, el vampirismo que vos misma conocéis.
Ladeé la cabeza, apartando mi vista de aquel retrato en el que podía perderme horas.
-Puedo pasarme las horas muertas hablando de él, creedme, y aún así no podría contaros todo lo que hay encriptado, reflejado en cada trazo del pincel. Pero si me preguntáis por su historia y no por su contenido, entonces tendré que hablaros de ella.
Miré a Amanda, consciente de que estaba compartiendo información de la que jamás había hablado con nadie a ella. Quizá era su hipnótico cabello, o sus profundos ojos, o quizá el alivio de encontrarse a un inmortal que comprenda tus años de agonía que, pese a ser perfectos, no tendrían fin jamás.
Puesto que llevaba a la mademoiselle del brazo, le pedí que me acompañara a sentarnos en los cálidos sofás rojos que había en una de las esquinas del hall. Allí solían sentarse las estrellas después de sus éxitos, a disfrutar de una copa junto a sus admiradores o simplemente a recibir las felicitaciones de los asistentes como público.
-Hubo una noche en la que desperté preso del miedo -comencé a decirle una vez estuvimos allí sentados. - Quizá fue un mal sueño o simplemente un día con demasiado ruido. -esperé unos segundos para continuar hablando-, el caso es que me encontré en una casa antiquísima, la mía propia, llena de historia y sin embargo con las paredes demasiado vacías. Había probado a redecorarlo todo, pero cuanto más lo cambiaba, menos me sentía en casa, en el hogar que me había visto crecer y donde había vivido junto a mis padres y a mi preciosa hermana. Así que todo volvió a sus inicios, incluso las paredes de frío marmol que continuaban sin nada en ellas.
Decidí ir a visitar a una mujer, una pintora de la que me habían hablado contadas veces. Decían de ella que era extravagante, pero que poseía una dote inmejorable. Así que fui hasta su estudio, y la conocí. Ophelia Rainy, más conocida como Lady Rain, tenía unas pinturas horribles. Siempre había una niña pelirroja que moría en sus cuadros, y unos ojos amarillos de licántropo. Estaba encadenada en sus propias pesadillas, en su propio mundo. Aunque los retratos que hacía por encargo, eran más que perfectos. Los cuadros que poseía en su estudio no me instaron a decorar mi casa, pero sí a conocerla mejor a ella. El caso es que, supe que tenía una dote artística maravillosa que encerraba en la jaula de sí misma, de sus miedos y sus malos recuerdos. Le propuse retratarme, pero de una manera distinta. Quería que me conociese bien, a la perfección, casi tanto como yo mismo, hasta el punto que todo cuanto supiera de mí pudiese ser plasmado en el retrato. Así pues, ella lo hizo tal y como se lo pedí. Tardó meses en finalizar el retrato, pero creo que mereció la pena -dije volviendo a mirar el retrato.
Estaba orgulloso de ella, ciertamente, pero no podía evitar odiarme cada vez que pensaba en ella. Había llegado a convertirse en mi obsesión, en mi más oscura pasión, y sin embargo, su final había sido más que horrible.
Dimitri Lumière- Vampiro Clase Alta
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Fecha de inscripción : 25/07/2010
Re: Caprice (Dimitri)
El retrato era, como mínimo, la obra cumbre de algún artista que, si bien su nombre me resultaba desconocido, era sin duda alguien genial porque, en aquel lienzo, había sido capaz de reflejar la realidad de un ser sobrenatural como era el monsieur Lumière, Dimitri. Había leves matices propios de la realidad vampírica, como la palidez antinatural de nuestra piel imposible o al menos muy complicada de imitar con pinturas, que estaban magistralmente realizadas, o detalles como el brillo de su mirada que no pasaban desapercibidos. No había sido casualidad que hubiera captado mi interés casi desde que había posado la vista en él por primera vez: era soberbio y rebosaba talento por todas partes. Y, además, como todo lo que nos envolvía a los sobrenaturales, estaba rodeado de misterio que, como poco, me llenaba de curiosidad. No sabía si él iba a estar dispuesto a contarme lo que atañía a aquel retrato, pero si lo hacía sería, desde luego, una apertura de su interior capaz de hacer que incluso yo, desconfiada por naturaleza, confiara en mi nuevo “jefe”, por así llamarle. Era un buen primer paso para una relación como la que nos iba a incluir a ambos tras mi decisión de trabajar con él, y por eso, cuando accedió a contarme algo de él que, sin embargo y de acuerdo a sus propias palabras, no iba a ser mucho, centré toda mi atención en él, en sus palabras y en sus gestos a la espera de oír lo que encerraba aquel lienzo tan soberbio.
Lo primero que empezó a decirme incluía una descripción de lo que podía atisbarse en el cuadro, de su imagen reflejada en él sólo que no limitándose a lo que era empírico y visible por nuestros ojos, sino también a detalles que a cualquiera que no los conociera podrían pasarles desapercibidos. Él se introdujo con palabras en la realidad paralela que era aquel retrato y me introdujo a mí con él, guiada por la suavidad del tono de su voz y escuchando lo que tenía que decir al respecto como embobada, deseosa de saber más y anhelando conocimientos que sólo él podría darme. Así, por su posición corporal frontal pero con la cabeza ligeramente ladeada, podía deducirse que él era una persona que siempre miraba al frente pasara lo que pasara; por su forma de vestir, elegante tanto en el lienzo como en la realidad, a la que en aquel momento y por un instante había dejado de pertenecer, se podía apreciar que él era elegante en todas las parcelas de su vida y que, a pesar de todo, rehusaba los formalismos innecesarios y abogaba por la mayor sencillez posible. Él, en el teatro, era quien más trabajo realizaba por mucho que no estuviera ni tocando, ni limpiando, ni haciendo el resto de tareas: él era el soporte del teatro, los cimientos que permitían y garantizaban su soporte. Obedecía, sin duda y como él mismo confirmó, a una necesidad de garantizar siempre lo mejor en lo que hacía, y todo aquello era lo que el piano, de fondo, reflejaba, además de su pasión por el instrumento y de sus facetas como músico que, si bien no había podido disfrutar, con sus palabras estaba logrando hacerme desear escuchar porque, sin duda alguna, sería soberbio. La sonrisa ladeada que lucía reflejaba su cinismo, y sus ojos, con leves matices rojizos en el azul que predominaba en ellos, veían en sí fieles representaciones de la sed y del vampirismo que le corroían y que, como yo, portaba por la eternidad como un lastre. Ahí terminaba la descripción más fiel al propio sentido de la palabra del retrato, pero de ahí quedaba un camino abierto para algo aún más interesante: su historia, su auténtico contenido oculto. Dimitri, según sus propias palabras, podía pasarse horas hablando del cuadro y aún así no lo abarcaría del todo y, dado lo vehemente de su tono y lo propiamente magnético del mismo, no lo ponía en duda. La pasión que le había puesto a sus palabras era difícil de disimular y, por tanto, visible a los ojos de alguien que, como yo, observaba siempre los detalles en profundidad.
Lo que comenzó como una declaración de intenciones, eso de que me iba a hablar de ella, continuó con él tomándose su tiempo y conduciéndome (a pesar de que no me hubiera dado demasiada cuenta, todavía seguía agarrada a su brazo, siendo escoltada por él en mi visita a aquel teatro de fantasía) hasta un sofá rojo de terciopelo en el que nos sentamos, yo expectante por su historia y él, tras tomarse algo de tiempo para tal vez ordenar sus ideas, comenzar a hablar. Precisamente por cargar yo misma con un sinnúmero de recuerdos dolorosos de mi vida tanto vampírica como humana comprendía que abrirse de semejante manera, y más hacia un desconocido como lo era yo, no era precisamente fácil, y lo admirable de él era que a pesar de su dificultad lo estuviera haciendo conmigo. No me sentía digna de semejante honor por el celo con el que yo misma guardaba mi intimidad y, por ello, me limitaba a aceptar aquel inesperado obsequio de boca de Dimitri para absorber todas sus palabras y llegar a entender a alguien tan complicado como él era.
Comenzó contándome que, una noche, despertó presa del pánico en una casa, la suya propia, que aún llena de historia le parecía vacía y desnuda, y que así todo volvió a sus inicios. Para solucionar aquella desnudez fue a ver a una pintora llamada Ophelia Rainy, más conocida como Lady Rain, cuyos retratos eran horribles, siempre con una niña pelirroja que moría y unos ojos amarillentos de licántropo. Aún así, a pesar de su excentricidad, se decía que la pintora poseía un don inmejorable, visible en la mejoría de sus retratos por encargo. Su particular “arte” le había llevado a conocerla mejor y supo así que poseía un don, y de acuerdo a ese don le propuso pintar un retrato diferente de él, uno en el que no solamente hubiera lo que se veía, el físico de Dimitri, sino que fuera un fiel reflejo de él, visible en cada detalle del lienzo. Tardó meses en acabarlo pero a la vista estaba que había merecido la pena el resultado final, pues aquel retrato poseía una vivacidad y una similitud con el propio Dimitri que se ponía en duda que hubieran sido manos humanas las que lo habían pintado. Estaba claro que se sentía orgulloso del cuadro y del resultado final y no era para menos, era una obra admirable que, ganándose que desviara mi mirada hacia ella y que observara no sólo los detalles que él me había explicado, sino también una visión en conjunto de él reflejado en el lienzo, mientras sus palabras acerca de Ophelia resonaban aún en mi cabeza. – Es, sin duda, una obra magnífica, monsieur Lumière, y vuestro orgullo es más que comprensible. No es sólo un simple retrato pintado con un singular talento: os refleja de la misma manera que si se os viera en persona, como yo estoy haciendo ahora mismo. Y, si me permitís decirlo, cuenta más de vos de lo que probablemente estéis dispuesto a admitir ante una desconocida por mucho que vuestras palabras y vuestra historia ya no puedan calificarme a vuestro lado de desconocida. Me siento en deuda con vos, monsieur, y a pesar de que normalmente me costaría años de relacionarme con una persona que supiera algo de mí, con vos haré una excepción. Podéis preguntarme lo que queráis, si es que hay alguna pregunta respecto a mí que queráis formular. – le dije, desviando la mirada por fin del retrato a él, observándole para, de alguna manera, esperar su pregunta.
Lo primero que empezó a decirme incluía una descripción de lo que podía atisbarse en el cuadro, de su imagen reflejada en él sólo que no limitándose a lo que era empírico y visible por nuestros ojos, sino también a detalles que a cualquiera que no los conociera podrían pasarles desapercibidos. Él se introdujo con palabras en la realidad paralela que era aquel retrato y me introdujo a mí con él, guiada por la suavidad del tono de su voz y escuchando lo que tenía que decir al respecto como embobada, deseosa de saber más y anhelando conocimientos que sólo él podría darme. Así, por su posición corporal frontal pero con la cabeza ligeramente ladeada, podía deducirse que él era una persona que siempre miraba al frente pasara lo que pasara; por su forma de vestir, elegante tanto en el lienzo como en la realidad, a la que en aquel momento y por un instante había dejado de pertenecer, se podía apreciar que él era elegante en todas las parcelas de su vida y que, a pesar de todo, rehusaba los formalismos innecesarios y abogaba por la mayor sencillez posible. Él, en el teatro, era quien más trabajo realizaba por mucho que no estuviera ni tocando, ni limpiando, ni haciendo el resto de tareas: él era el soporte del teatro, los cimientos que permitían y garantizaban su soporte. Obedecía, sin duda y como él mismo confirmó, a una necesidad de garantizar siempre lo mejor en lo que hacía, y todo aquello era lo que el piano, de fondo, reflejaba, además de su pasión por el instrumento y de sus facetas como músico que, si bien no había podido disfrutar, con sus palabras estaba logrando hacerme desear escuchar porque, sin duda alguna, sería soberbio. La sonrisa ladeada que lucía reflejaba su cinismo, y sus ojos, con leves matices rojizos en el azul que predominaba en ellos, veían en sí fieles representaciones de la sed y del vampirismo que le corroían y que, como yo, portaba por la eternidad como un lastre. Ahí terminaba la descripción más fiel al propio sentido de la palabra del retrato, pero de ahí quedaba un camino abierto para algo aún más interesante: su historia, su auténtico contenido oculto. Dimitri, según sus propias palabras, podía pasarse horas hablando del cuadro y aún así no lo abarcaría del todo y, dado lo vehemente de su tono y lo propiamente magnético del mismo, no lo ponía en duda. La pasión que le había puesto a sus palabras era difícil de disimular y, por tanto, visible a los ojos de alguien que, como yo, observaba siempre los detalles en profundidad.
Lo que comenzó como una declaración de intenciones, eso de que me iba a hablar de ella, continuó con él tomándose su tiempo y conduciéndome (a pesar de que no me hubiera dado demasiada cuenta, todavía seguía agarrada a su brazo, siendo escoltada por él en mi visita a aquel teatro de fantasía) hasta un sofá rojo de terciopelo en el que nos sentamos, yo expectante por su historia y él, tras tomarse algo de tiempo para tal vez ordenar sus ideas, comenzar a hablar. Precisamente por cargar yo misma con un sinnúmero de recuerdos dolorosos de mi vida tanto vampírica como humana comprendía que abrirse de semejante manera, y más hacia un desconocido como lo era yo, no era precisamente fácil, y lo admirable de él era que a pesar de su dificultad lo estuviera haciendo conmigo. No me sentía digna de semejante honor por el celo con el que yo misma guardaba mi intimidad y, por ello, me limitaba a aceptar aquel inesperado obsequio de boca de Dimitri para absorber todas sus palabras y llegar a entender a alguien tan complicado como él era.
Comenzó contándome que, una noche, despertó presa del pánico en una casa, la suya propia, que aún llena de historia le parecía vacía y desnuda, y que así todo volvió a sus inicios. Para solucionar aquella desnudez fue a ver a una pintora llamada Ophelia Rainy, más conocida como Lady Rain, cuyos retratos eran horribles, siempre con una niña pelirroja que moría y unos ojos amarillentos de licántropo. Aún así, a pesar de su excentricidad, se decía que la pintora poseía un don inmejorable, visible en la mejoría de sus retratos por encargo. Su particular “arte” le había llevado a conocerla mejor y supo así que poseía un don, y de acuerdo a ese don le propuso pintar un retrato diferente de él, uno en el que no solamente hubiera lo que se veía, el físico de Dimitri, sino que fuera un fiel reflejo de él, visible en cada detalle del lienzo. Tardó meses en acabarlo pero a la vista estaba que había merecido la pena el resultado final, pues aquel retrato poseía una vivacidad y una similitud con el propio Dimitri que se ponía en duda que hubieran sido manos humanas las que lo habían pintado. Estaba claro que se sentía orgulloso del cuadro y del resultado final y no era para menos, era una obra admirable que, ganándose que desviara mi mirada hacia ella y que observara no sólo los detalles que él me había explicado, sino también una visión en conjunto de él reflejado en el lienzo, mientras sus palabras acerca de Ophelia resonaban aún en mi cabeza. – Es, sin duda, una obra magnífica, monsieur Lumière, y vuestro orgullo es más que comprensible. No es sólo un simple retrato pintado con un singular talento: os refleja de la misma manera que si se os viera en persona, como yo estoy haciendo ahora mismo. Y, si me permitís decirlo, cuenta más de vos de lo que probablemente estéis dispuesto a admitir ante una desconocida por mucho que vuestras palabras y vuestra historia ya no puedan calificarme a vuestro lado de desconocida. Me siento en deuda con vos, monsieur, y a pesar de que normalmente me costaría años de relacionarme con una persona que supiera algo de mí, con vos haré una excepción. Podéis preguntarme lo que queráis, si es que hay alguna pregunta respecto a mí que queráis formular. – le dije, desviando la mirada por fin del retrato a él, observándole para, de alguna manera, esperar su pregunta.
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Re: Caprice (Dimitri)
Pese a lo difícil que podía resultar a veces seguirme cuando hablaba, la mademoiselle permaneció todo el tiempo atenta a mis palabras, como si desease que éstas saliesen prestas de mis labios para escucharlas. En efecto, había seguido el hilo de la conversación, y ahora fue ella quien me felicitó por lo maravilloso del cuadro. Tal y como ella había comentado, parecía como si el cuadro no hubiese sido fabricado por manos humanas.
Volví la vista de nuevo hacia el retrato. Era sencillamente magnífico, y era precisamente su magnificencia lo que había hecho que el viejo hall del teatro recuperase todo el esplendor que siempre había merecido. Odiaba haber perdido toda pista de ella, tanto de la artista, Lady Rain, como de la frágil muñeca, Ophelia, aquella que consiguió obsesionarme durante tantos y tan largos días. Ahora, cada vez que llovía maldecía en silencio en busca de su rostro tras los cristales de mi hogar, aquel que la habían visto en toda su gracia casi divina.
Volví al presente, donde la mujer de cabellos ígneos me hablaba con la voz segura y serena. Ella sugirió entonces que le preguntara cuanto quisiera saber de ella, como compensación quizás a mi apertura sentimental. Sin embargo, aún no sabía si sería el momento idóneo para formular aquella cuestión que me surgía en la mente cada vez que la escuchaba hablar o cada vez que observaba sus gestos. Pero en realidad, ¿cuándo si no entonces podría preguntarle acerca de aquel dato? Podría considerarse un mero formalismo dado que sería música en mi teatro.
-Bueno, lo cierto es que sí que hay algo que me gustaría preguntaros, mademoiselle. Si me permitís el atrevimiento, claro está. -volví mis ojos azules hacia los suyos, mirando fijamente sus pupilas negras. Parecía levemente inquieta, como si ansiase saber lo que tenía que decirle, lo que quería saber de ella.- ¿Qué... -comencé- edad tenéis? -permanecí un instante quieto, sin poder continuar hablando, con la boca entreabierta, esperando su reacción- Me refiero a la edad vampírica, por supuesto -dije muy lentamente.
Volví la vista de nuevo hacia el retrato. Era sencillamente magnífico, y era precisamente su magnificencia lo que había hecho que el viejo hall del teatro recuperase todo el esplendor que siempre había merecido. Odiaba haber perdido toda pista de ella, tanto de la artista, Lady Rain, como de la frágil muñeca, Ophelia, aquella que consiguió obsesionarme durante tantos y tan largos días. Ahora, cada vez que llovía maldecía en silencio en busca de su rostro tras los cristales de mi hogar, aquel que la habían visto en toda su gracia casi divina.
Volví al presente, donde la mujer de cabellos ígneos me hablaba con la voz segura y serena. Ella sugirió entonces que le preguntara cuanto quisiera saber de ella, como compensación quizás a mi apertura sentimental. Sin embargo, aún no sabía si sería el momento idóneo para formular aquella cuestión que me surgía en la mente cada vez que la escuchaba hablar o cada vez que observaba sus gestos. Pero en realidad, ¿cuándo si no entonces podría preguntarle acerca de aquel dato? Podría considerarse un mero formalismo dado que sería música en mi teatro.
-Bueno, lo cierto es que sí que hay algo que me gustaría preguntaros, mademoiselle. Si me permitís el atrevimiento, claro está. -volví mis ojos azules hacia los suyos, mirando fijamente sus pupilas negras. Parecía levemente inquieta, como si ansiase saber lo que tenía que decirle, lo que quería saber de ella.- ¿Qué... -comencé- edad tenéis? -permanecí un instante quieto, sin poder continuar hablando, con la boca entreabierta, esperando su reacción- Me refiero a la edad vampírica, por supuesto -dije muy lentamente.
Dimitri Lumière- Vampiro Clase Alta
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Fecha de inscripción : 25/07/2010
Re: Caprice (Dimitri)
Resultaba cuanto menos justo darle permiso para que conociera cualquier detalle respecto a mí que le interesara preguntar y que, en condiciones normales, no le diría, porque si él se había abierto de semejante manera, hasta el punto de contar a una total desconocida cosas como las que me había narrado, ¿por qué no iba a hacer yo lo mismo? Tal vez porque muchos siglos de experiencia y vivencias me han dicho que no es bueno fiarse de otro vampiro que no sea tu creador, tal vez porque mis propias circunstancias, inherentes a mi persona, me hacían una persona (si aún se me podía llamar así) cerrada y taciturna por naturaleza, mas su presencia lograba que esos miles de velos de medias verdades y palabras vacías bajo los que se ocultaba la auténtica Amanda se difuminaran, hasta el punto de que era posible entrever a aquella chiquilla británica que había caído en las garras de una Roma corrupta hacía tantos siglos. No sólo por mera gratitud, sin embargo, le había permitido su curiosidad: también había sido, en parte, por la mía propia. Su interés respecto a mí podía ser de muchas maneras, pero la pregunta que fuera a hacerme diría, sin duda, mucho de él, más de lo que probablemente pensara que hiciera ante los ojos de alguien tan experimentado como yo, y estaba dispuesta a aprovechar cualquier gesto o palabra suyas para descubrir lo que él no estuviera dispuesto a contarme con palabras.
Su pregunta fue, sin embargo, una que hizo que una mirada divertida se grabara en mi rostro al escucharla, pues en contra de los convencionalismos sociales (a los que él después se agarró al disculparse por su pretendido “atrevimiento”, que a mí en particular me divertía y me agradaba) se había decidido a preguntar algo que cualquiera tildaría de poco caballeroso: mi edad. No había necesidad de que especificara que se refería a la vampírica, pues un breve atisbo a mi imagen era suficiente para darse cuenta de que, cuando había muerto, no contaba con más de veinticinco años. Mi aspecto aniñado era, en realidad, el que distraía porque bien podía parecer una vampiresa relativamente joven cuando, en realidad, no lo era en absoluto. El peso de cada año que había pasado caminando sobre la Tierra caía sobre mí, en ocasiones, como si de piedras en mi espalda se tratara, mas normalmente era capaz de disimularlo y mantener la ilusión engañosa de mi juventud. Que se atreviera a ignorar algo en lo que tan fuertemente creía, como era la caballerosidad, para preguntarme mi edad, rompiendo todas las normas de cortesía absurdas y demasiado rígidas de la época, fue algo que me intrigó respecto a él: esa aparente falta de decoro por algo cuando se quería llegar a una verdad o a un objetivo más interesante era sumamente delicioso. Igual que lo que había atisbado de él hasta el momento. – Es una pregunta interesante, monsieur Lumière. Me gustaría preguntaros qué edad pensáis que tengo, pero poneros en un aprieto semejante no es algo que diga mucho de mí, así que no lo haré. – comencé a decir, alabando su pregunta e inclinando la cabeza en un gesto de cierto aprecio. – Exactamente no lo sé, pues en aquel momento los años y su cómputo no eran algo fácil precisamente y menos para una vampiresa recién convertida, pero yo calculo que, año arriba año abajo, mi edad es de un milenio y medio. – terminé por decirle, aunque sin estar segura del todo. Creía que era algo más, pero no sabía cuánto exactamente.
Su pregunta fue, sin embargo, una que hizo que una mirada divertida se grabara en mi rostro al escucharla, pues en contra de los convencionalismos sociales (a los que él después se agarró al disculparse por su pretendido “atrevimiento”, que a mí en particular me divertía y me agradaba) se había decidido a preguntar algo que cualquiera tildaría de poco caballeroso: mi edad. No había necesidad de que especificara que se refería a la vampírica, pues un breve atisbo a mi imagen era suficiente para darse cuenta de que, cuando había muerto, no contaba con más de veinticinco años. Mi aspecto aniñado era, en realidad, el que distraía porque bien podía parecer una vampiresa relativamente joven cuando, en realidad, no lo era en absoluto. El peso de cada año que había pasado caminando sobre la Tierra caía sobre mí, en ocasiones, como si de piedras en mi espalda se tratara, mas normalmente era capaz de disimularlo y mantener la ilusión engañosa de mi juventud. Que se atreviera a ignorar algo en lo que tan fuertemente creía, como era la caballerosidad, para preguntarme mi edad, rompiendo todas las normas de cortesía absurdas y demasiado rígidas de la época, fue algo que me intrigó respecto a él: esa aparente falta de decoro por algo cuando se quería llegar a una verdad o a un objetivo más interesante era sumamente delicioso. Igual que lo que había atisbado de él hasta el momento. – Es una pregunta interesante, monsieur Lumière. Me gustaría preguntaros qué edad pensáis que tengo, pero poneros en un aprieto semejante no es algo que diga mucho de mí, así que no lo haré. – comencé a decir, alabando su pregunta e inclinando la cabeza en un gesto de cierto aprecio. – Exactamente no lo sé, pues en aquel momento los años y su cómputo no eran algo fácil precisamente y menos para una vampiresa recién convertida, pero yo calculo que, año arriba año abajo, mi edad es de un milenio y medio. – terminé por decirle, aunque sin estar segura del todo. Creía que era algo más, pero no sabía cuánto exactamente.
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Re: Caprice (Dimitri)
Decir que me había sorprendido sería como llamar casa al Taj Mahal. Me había quedado completamente anonadado, con los ojos bien abiertos y la boca entrecerrada. Era sencillamente increíble.
Me mantuve unos segundos observando los ojos marinos de Amanda. Debía haberlo imaginado.
Desde el primer momento mi pensamiento había apuntado hacia una edad bastante elevada, pero quizá, no había sopesado la posibilidad de que estuviese hablando con una antigüedad latente.
-Vaya -comenté sin más.
Volví a mirar a aquella preciosa vampiresa que tenía frente a mí, y empecé a ver las cosas desde otra perspectiva distinta. Seguro que tocaba el piano como el mismísimo diablo, puesto que había tenido para practicar desde que se inventó el instrumento mismo. Fascinado, comencé a hablar con lentitud.
-Estoy seguro de que haréis grandes cosas aquí, Amanda. -dije.- Estoy deseando oíros tocar.
Decidí no comentar más acerca de su edad. Al fin y al cabo, sólo era un dato significativo. Sí, era cierto que eso cambiaba muchas cosas, y por supuesto dudaba que aprobase al resto de músicos, pero en cualquier caso, tenía que poner la orquesta a la altura que la merecía, y sin duda, ella era la mujer idónea para hacerlo.
-Me gustaría pediros que volviéseis al teatro la próxima semana. Así podremos realizar dicha prueba, puesto que para entonces contaré con la pianola -mentí. Buscaría una cualquiera, puesto que no podía estar dependiente todo el rato de si el piano desaparecido volvía o no a mí. Mi maître así lo había querido, y así sería.-. Para entonces, podré escucharos tocar y podremos, con toda seguridad, firmar el contrato que os incluirá como miembro de la Orquesta Lumière. -le ofrecí una gran sonrisa. En cierto modo, tenía ganas de volver a casa aquella noche. Estaba sediento, y quizá aquella sed la había levantado Amanda. En cualquier caso, no sería cortés pedirle que me acompañara, así que decidí que volvería a casa, y encontraría a mi presa nocturna por el camino.
-¿Os parece bien, querida?
Me mantuve unos segundos observando los ojos marinos de Amanda. Debía haberlo imaginado.
Desde el primer momento mi pensamiento había apuntado hacia una edad bastante elevada, pero quizá, no había sopesado la posibilidad de que estuviese hablando con una antigüedad latente.
-Vaya -comenté sin más.
Volví a mirar a aquella preciosa vampiresa que tenía frente a mí, y empecé a ver las cosas desde otra perspectiva distinta. Seguro que tocaba el piano como el mismísimo diablo, puesto que había tenido para practicar desde que se inventó el instrumento mismo. Fascinado, comencé a hablar con lentitud.
-Estoy seguro de que haréis grandes cosas aquí, Amanda. -dije.- Estoy deseando oíros tocar.
Decidí no comentar más acerca de su edad. Al fin y al cabo, sólo era un dato significativo. Sí, era cierto que eso cambiaba muchas cosas, y por supuesto dudaba que aprobase al resto de músicos, pero en cualquier caso, tenía que poner la orquesta a la altura que la merecía, y sin duda, ella era la mujer idónea para hacerlo.
-Me gustaría pediros que volviéseis al teatro la próxima semana. Así podremos realizar dicha prueba, puesto que para entonces contaré con la pianola -mentí. Buscaría una cualquiera, puesto que no podía estar dependiente todo el rato de si el piano desaparecido volvía o no a mí. Mi maître así lo había querido, y así sería.-. Para entonces, podré escucharos tocar y podremos, con toda seguridad, firmar el contrato que os incluirá como miembro de la Orquesta Lumière. -le ofrecí una gran sonrisa. En cierto modo, tenía ganas de volver a casa aquella noche. Estaba sediento, y quizá aquella sed la había levantado Amanda. En cualquier caso, no sería cortés pedirle que me acompañara, así que decidí que volvería a casa, y encontraría a mi presa nocturna por el camino.
-¿Os parece bien, querida?
Dimitri Lumière- Vampiro Clase Alta
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Fecha de inscripción : 25/07/2010
Re: Caprice (Dimitri)
La sorpresa era patente en su rostro que, si bien normalmente poseía la frialdad del mármol blanco más puro, frialdad que como en todo buen vampiro hasta las estatuas podrían envidiarnos, en aquel momento hizo un exceso anormal al conceder semejante conocimiento de su estado de ánimo. Sorpresa, sí, le producía encontrarse con un vampiro que cómodamente sobrepasaba el milenio y que había vivido con ojos inmutables el paso de los siglos; sorpresa, la que le producía la presencia a su lado de alguien que no había mentido acerca de sus posibilidades a la hora de tocar el piano. Cosas como esas no eran comunes, y no muchos éramos los inmortales que superábamos el milenio de edad, ni siquiera varios siglos. Todos habían, como mi maestro, muerto durante ese lapso de tiempo siendo los más antiguos ahora contables con los dedos de ambas manos y, tal vez, un pie, y no era común que alguien de una edad inferior, como era él, se encontrara con uno de nosotros....así como tampoco lo era que uno de nosotros acabara apreciando, en cierto modo, a uno de edad y experiencias inferiores. Debía haber una primera vez para todo, al parecer, y en aquel momento había sido la primera vez para ambos en dos cosas radicalmente diferentes y que, aún así, estaban relacionadas. Con razón el encuentro parecía haber resultado fructífero para ambos... Sólo un simple vaya salió de sus labios, siendo la única palabra que utilizó para calificar el descubrimiento de mi edad, y una mueca divertida asomó a mi rostro por su aparente contrariedad frente a alguien como yo, mueca que sólo se tradujo en una media sonrisa que ni siquiera llegó a mis ojos porque seguían serenos y clavados en él, algo mucho más interesante que mi posible hilaridad.
El poco tiempo que le costó asimilar el dato, apenas segundos aunque siendo seres de vida infinita podía haberse tomado lo que necesitara, lo pasó con su vista clavada en la mía, y sólo cuando ya lo asimiló, celebró mi adhesión a su orquesta particular, diciendo que tenía ganas de oírme tocar y que estaba seguro de que haría grandes cosas en la orquesta. Probablemente sí, sobre todo si el piano con el que podría tocar en su pequeño pero elegante teatro se adaptaba a mis deseos. Siendo un piano, a decir verdad, me conformaba prácticamente con que sonara bien y estuviera finado, importándome poco su aspecto porque, siendo inmortal, yo misma podía perfectamente suplir la belleza del instrumento en caso de no poseerla éste. La cuestión primordial era la música, y conociéndome como lo hacía sabía que no iba a ser problema arrancarle al instrumento sonidos aptos para oídos selectos que supieran apreciarlos.
Aparcando el tema hasta entonces tratado, me pidió volver al teatro la semana siguiente para firmar el contrato y realizar la prueba con la pianola con la que entonces contaría, y un breve asentimiento fue lo que se llevó como respuesta porque iba a añadir algo más y no sería cortés por mi parte interrumpirle, así que en cuanto me preguntó acerca de mi opinión al respecto, la media sonrisa divertida de antes desembocó en una sonrisa completa, no totalmente falsa como normalmente lo eran sino en su mayor parte sincera, celebrando el comienzo de una nueva relación de negocios y, tal vez, una posible amistad con un vampiro del que, como de todas las personas, podría aprender algo interesante. – Me parece perfecto, Monsieur Lumière. La semana próxima, entonces, vendré a visitarle para realizar la susodicha prueba y ver si soy digna de vuestro teatro. Hasta entonces, volveré a mis quehaceres. Ha sido un enorme placer conocerle, Monsieur. – le dije, terminando mi frase en una leve inclinación de cabeza y sintiendo la sed en mi interior, sed que en cuanto saliera del teatro me esforzaría en paliar para volver a sumergirme en mi rutina de todas las noches.
El poco tiempo que le costó asimilar el dato, apenas segundos aunque siendo seres de vida infinita podía haberse tomado lo que necesitara, lo pasó con su vista clavada en la mía, y sólo cuando ya lo asimiló, celebró mi adhesión a su orquesta particular, diciendo que tenía ganas de oírme tocar y que estaba seguro de que haría grandes cosas en la orquesta. Probablemente sí, sobre todo si el piano con el que podría tocar en su pequeño pero elegante teatro se adaptaba a mis deseos. Siendo un piano, a decir verdad, me conformaba prácticamente con que sonara bien y estuviera finado, importándome poco su aspecto porque, siendo inmortal, yo misma podía perfectamente suplir la belleza del instrumento en caso de no poseerla éste. La cuestión primordial era la música, y conociéndome como lo hacía sabía que no iba a ser problema arrancarle al instrumento sonidos aptos para oídos selectos que supieran apreciarlos.
Aparcando el tema hasta entonces tratado, me pidió volver al teatro la semana siguiente para firmar el contrato y realizar la prueba con la pianola con la que entonces contaría, y un breve asentimiento fue lo que se llevó como respuesta porque iba a añadir algo más y no sería cortés por mi parte interrumpirle, así que en cuanto me preguntó acerca de mi opinión al respecto, la media sonrisa divertida de antes desembocó en una sonrisa completa, no totalmente falsa como normalmente lo eran sino en su mayor parte sincera, celebrando el comienzo de una nueva relación de negocios y, tal vez, una posible amistad con un vampiro del que, como de todas las personas, podría aprender algo interesante. – Me parece perfecto, Monsieur Lumière. La semana próxima, entonces, vendré a visitarle para realizar la susodicha prueba y ver si soy digna de vuestro teatro. Hasta entonces, volveré a mis quehaceres. Ha sido un enorme placer conocerle, Monsieur. – le dije, terminando mi frase en una leve inclinación de cabeza y sintiendo la sed en mi interior, sed que en cuanto saliera del teatro me esforzaría en paliar para volver a sumergirme en mi rutina de todas las noches.
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Re: Caprice (Dimitri)
Correspondí su saludo y, con una cortés sonrisa, la informé de que había un coche de caballos esperando en la puerta. Observé cómo abandonaba el Teatro, y subía a aquella pequeña carroza que bien era digna de la mujer que portaba. Ella, al contrario que Sakura, no había sido recomendada por el mejor músico que conocía, y sin embargo para mí era equiparable a aquello. Ambas tenían algo, algo que hacía que no necesitara oírlas tocar para saber que merecían un puesto en mi Orquesta. Sin embargo, en el caso de Sakura, era clara la influencia que Zouis había ofrecido sobre mí. Unas meras líneas habían bastado para convencerme por completo y para introducirme una idea que no era mía. Pero Amanda había sido ella misma la que se había ganado aquel respeto y curiosidad insaciable que me había provocado. Y eso, me encantaba.
La acompañé hasta el porche y la ayudé a subir al coche. Sabía de sobra que ella podía sola. No sólo por su fuerza sobrenatural, sino porque cualquier mujer habría podido. Sin embargo, era un mero formalismo que me permití. La belleza vampírica de aquella mujer seguía aún resplandeciendo cuando el coche se fue. Mantuve la mirada durante todo el trayecto, hasta que el coche desapareció de mi punto de vista. Su olor y el recuerdo de su cabello rojizo permanecieron conmigo mientras entraba de nuevo al teatro. Había sido una noche larga y hermosa.
Cuando entré en mi Teatro, ahora solitario y oscuro, supe que jamás volvería a cerrarlo. Lo había maltratado dejándolo inactivo, consciente aún de las obras de arte que habían quedado sin exponer durante todo aquel tiempo que había pasado fuera de París. Sin embargo, ahora volvía a reabrirlo, y lo haría con un interesante proyecto entre manos que no dejaría indiferente a nadie.
Mientras me acercaba al escenario, con paso lento y una media sonrisa, supe que había tomado la decisión correcta.
La acompañé hasta el porche y la ayudé a subir al coche. Sabía de sobra que ella podía sola. No sólo por su fuerza sobrenatural, sino porque cualquier mujer habría podido. Sin embargo, era un mero formalismo que me permití. La belleza vampírica de aquella mujer seguía aún resplandeciendo cuando el coche se fue. Mantuve la mirada durante todo el trayecto, hasta que el coche desapareció de mi punto de vista. Su olor y el recuerdo de su cabello rojizo permanecieron conmigo mientras entraba de nuevo al teatro. Había sido una noche larga y hermosa.
Cuando entré en mi Teatro, ahora solitario y oscuro, supe que jamás volvería a cerrarlo. Lo había maltratado dejándolo inactivo, consciente aún de las obras de arte que habían quedado sin exponer durante todo aquel tiempo que había pasado fuera de París. Sin embargo, ahora volvía a reabrirlo, y lo haría con un interesante proyecto entre manos que no dejaría indiferente a nadie.
Mientras me acercaba al escenario, con paso lento y una media sonrisa, supe que había tomado la decisión correcta.
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