Kindness | Caprice [FB] +18

Últimamente el doctor Schnitzler no ha parado de escribir y repasar las ultima novedades en cuando a técnicas de cirugías se tratan. Inspirado y emocionado, ha intentado por todos los medios conseguir libros, textos científicos, e incluso, diagramas robadas de médicos ingleses, todo con tal de saber pronto las primeras novedades. Las ideas y las hipótesis eran recopiladas en su bitácora, Albert se caracterizaba por ser un hombre ordenado y pulido, y eso se reflejaba no solo con sus vestimentas o el exagerado orden de su casa, sino que también en sus estudios y trabajo.

Pero la suerte, durante las últimas semanas, no acompañaban al vampiro.

Por desgracia, su bitácora la ha perdido, no sabe dónde la ha dejado, recuerda vagamente la última vez que la ha utilizado, y por desgracia, fue en las calles de Londres. Enfadado con la situación, le es casi imposible no desahogarse por su torpe falta de cuidado; a veces dando fuertes golpes a las mesas, o asesinando brutalmente a sus víctimas después de alimentarse de ellas, la piedad para él estaba lejos de ser considerada en una situación tan delicada como ésta, y cada día que pasaba sin sus apuntes, su cólera no parecía disminuir. Su chofer, con quien tiene una cercanía bastante cordial, le ha sugerido dejar una publicación en el diario de la ciudad, pero Albert sabe que debe abstenerse a exponerse ante extraños, y con mayor razón si no está dentro de un área conocida, él era un extranjero, e Inglaterra aun le parecía tan novedosa como la primera vez. De todas formas, le pidió a su chofer ofrecer una importante recompensa a cambio de la bitácora, las transacciones solo se llevarían a cabo entre el humano y quien consiguiera dar con el importante cuaderno.

El placer y la euforia se apoderaron de Albert la noche en que encontró su bitácora en el recibidor. Sus ojos se movieron rápidamente de un lado a otro, leyendo con suma concentración cada palabra escrita en la carta su autora…Caprice Broussard, repetía su nombre, una y otra vez, y aunque le pareciese desconocido el apellido, ya comenzaba a venerar la generosa voluntad de la mujer en tomarse las molestias de enviarle su bitácora de vuelta a sus manos. Pero por desgracia, ha expresado por escrito que no siente interés en cobrar la generosa recompensa, aun así, el doctor estaba en deuda y de alguna forma tenía que agradecérselo.

Antes de partir con su chofer y darle la tarea de investigar, interrogó a la única mujer que era parte de la servidumbre en la casa Schnitzel. Le preguntó los detalles de cómo fue su encuentro con el gran tesoro de Albert, y el solo hecho de que volviera a su puerta, sin un mensajero, le dejaba mucho en qué pensar. ¿Quién era esa tal Braussard, acaso mi dinero no era de su deleite?

El señor Thomas, su chofer, prometió hacer las indagaciones correspondientes para dar con el paradero de la misteriosa dama a cambio de una cantidad de dinero. La curiosidad de herr Schnitzel debía ser saciada a como dé lugar, sobre todo si se trataba de la persona responsable de encontrar su más preciada reliquia.
Pasaron solo algunos días para que los esfuerzos del señor Thomas dieran frutos. Se decía que miss Broussard era extranjera, perteneciente a una familia pudiente y de gran capital, era una joven muy hermosa, y estaba en la mira de alguno que otro pretendiente soltero en la ciudad. Sus apariciones eran incalculables, por lo tanto, nadie sabía a qué fiestas asistiría durante la temporada. El doctor siente una enorme curiosidad por saber más de ella, y pidió esa misma noche ir a la morada.

Antes de bajarse y acercarse a lo que parecía ser una ostentosa residencia, observa con cuidado el lugar desde el ventanal del coche. La luz del hogar brillaba desde dentro, no parecía haber contundente movimiento dada la percepción vampírica del doctor. Y viendo bello que parecían ser los jardines, estaba seguro que su recompensa solo valdría la pena para pagarle al jardinero por todo un mes completo, dándole a pensar, ¿Qué podría ofrecer el alemán alguien que parecía tenerlo todo?
Albert, sin poder resistirlo más, tomó su sombrero de copa y lo acomodó para bajar de una vez por todas.

Como era acordado cada vez que Albert entraba un recinto, su chofer se marcharía por unos minutos para así nuevamente regresar y esperar a su señor por un breve tiempo. Si herr Schnitzler no salía para ese momento, Thomson tenía la autorización de marcharse.
Una vez dentro de la preciosa casa (que a simple vista, parecía ser más grande que la propia), se detiene a admirar sus lujos. Cuadros de pinturas por todos lados, los candelabros brillaban y relucían con la luz artificial, el piso contaba con un hermoso alfombrado. La decoración era de su propio gusto, y eso al alemán le agradaba.
Sin expresión alguna, y con la mayor de su tranquilidad, percibió la presencia de uno de los suyos, muy cerca. Sus pupilas se dilataron lo suficiente debido a su incontrolable tensión, pero que, aun así, logra mantener un semblante amable y tranquilo con quien ahora se encontraba, la criada. Se despoja de su sombrero, abrigo y guantes de cuero, aun atento ante la inesperada presencia de un vampiro.

Guiado después por quien parecía ser el mayordomo, continúo evaluando la situación. Los vampiros que ha tenido la oportunidad de conocer y de socializar en su pasado, han sido pocos. Su creadora siempre le ha advertido no bajar la guardia y mucho menos transmitir una actitud defensiva, sobre todo con vampiros mayores. La neutralidad es esencial para no tener enemigos, decía.

Cada vez lo sentía más cerca, hasta que entraron a un amplio salón.
—Señorita Broussard, el señor Schnitzler. —Los presentó como era debido el mayordomo. Una joven mujer, de su misma especie, se lucía con gracia y esplendor sobre uno de los sofás de la habitación, lo que le hizo recordar a las hermosas cortesanas de París en su breve recorrido hace algunos años. Mostraba sin pudor y sin vergüenza parte de su cuerpo, féminas y largas piernas, unos voluptuosos pechos, y una mirada sumamente atrayente, sin lugar a dudas, era una mujer digna de ser admirada por hombres y mujeres, una espléndida especie esculpida por la magia negra del vampirismo. Albert no recordaba conocer a mujeres de tales características provocativas, la señorita Broussanrd parecía relucir sus cualidades vampíricas a la perfección, con orgullo y sin temor, siquiera su propia creadora jugó con tales atributos para seducirlo. Definitivamente, a Albert le queda mucho por ver y recorrer en su eterna vida maldita.

—Señorita Broussard, buenas noches —saludó con una suave inclinación antes de querer acercarse, acompañado por una leve sonrisa y un poderoso acento alemán, (notable que a estas alturas aun no quisiera quitar de su vida), la observa complacido. —Albert Schnitzler. Creo que… ya ha tenido el placer de conocer una parte de mí. —Le era agradable verla a los ojos, y como bien aprendió en sus primero años de neófito, calculo los años aproximados de la anfitriona del espléndido hogar… una vampiresa bastante joven. —No he venido solo a darle las gracias por su muy amable acción, si no a expresar mi enorme deuda. —Y a pesar de todo lo que su creadora le ha advertido del cuidado de conocer a nuevos vampiros, Albert quiso aventurarse a expresarse cortes y afable con una desconocida.
Finalmente se acerca para saludarla formalmente, pidiendo una de sus manos para estrecharla con suavidad.

No, Albert no estaba acostumbrado a demostraciones tan abiertas como lo eran las habilidades vampíricas. La velocidad era algo que cuidaba con mucho esmero, prevenía el no sobrepasarse y llamar la atención de los humanos que lograban observarlo con detención y asombro. Pero en cambio… la señorita Broussard, estando dentro de su hogar y con la servidumbre activa y en movimiento por la residencia, le era difícil asimilar a Albert, como con tanta confianza se desplazaba y ser quien real realmente es, sin obligación a reprimirse.

Notó su rápido movimiento sin ningún tipo de sorpresa, pero aun así se quedó quieto, escuchando su suave susurro chocar con su oreja, atento a cualquier intención extraña que pudiese tener. El actuar, no parecía una amenaza, y la entonación de su voz reflejaba una cordial coquetería que ponía en alerta al alemán, inexperto en temas de seducción y en mujeres. Pero fue ese sencillo beso lo que hizo romper su barrera de confortabilidad. Antes de poder girarse y tener un contacto visual directo, observa su rapidez al volver al mismo sofá. Algo confundido por su presentación, Albert no supo cómo reaccionar. Un poco boquiabierto, la sigue observando, tal cual una hermosa modelo posaba para su pintor.

—Gracias, señorita Broussard —asintió una vez más, ahora un poco menos inseguro que antes. Aceptó su recibimiento y se acercó a uno de los sofás individuales, uno frente a ella, y se acomodó como buen caballero. Por unos segundos sus ojos se desvían para ver la curvilínea figura femenina, pero no sería si no una traición de su masculinidad. Recobró su postura, y volvió a ser el mismo Albert Schnitzler de siempre, rígido a primera vista, una seriedad intachable, y su inmaculada postura altiva.
Sin otra alternativa, el hombre entiende que los humanos de la vampiresa conocen y saben de la sobrenaturalidad de la ama y dueña del hogar (a no ser que pudieran estar hipnotizados), algo que Albert poco entiende y que sabe no es apropiado de hacer. Su postura de mantener alejados a los humanos (a excepción considerarlos como su fuente de supervivencia), era tajante, jamás consideraría a un humano como un amigo.  

—Si, doscientos años y un poco más —aproximó —Bueno, entenderá que… —carraspeo, aun inseguro si querer seguir hablando sobre su condición tan abiertamente —nuestra raza, se caracteriza por atraer físicamente a nuestro rebaño… —se explayó, justificando la belleza que Caprice veía sobre Albert.

“¿Ca-cariño?”
Sonrió divertido ante la extrema confiabilidad de la mujer, no le molestó y mucho menos lo considero atrevido, más bien, parecía ser encantador.
—Lamentablemente, señorita Broussard, ya no practico mi profesión como es debido, y… usted entenderá los motivos —se explayó tal cual como hablaría frente a un comité de expertos —durante muchos años, muy joven, ejercí como médico cirujano en Alemania, en Hamburgo específicamente. —calló inmediatamente en cuanto vio al criado llegar con sangre sobre una bandeja, un aroma que aumentó el grosor de sus pupilas por inercia y provocó el recuerdo de aquel sabor férrico en su paladar.
A Albert jamás le ha resultado bien el elaborar su propia reserva de sangre humana tal cual vino tinto, la manipulación excesiva de la sangre para quitar sus factores de coagulación terminaba siempre por resultar desagradable en cuanto a sabores. Definitivamente, no había nada mejor que morder el cuello y succionar la sangre fresca. Una vez la bandeja fue dejada sobre la mesa de centro, Albert continúa —actualmente soy empresario, soy más bien el accionista de una empresa de coches, en Paris. —sonrío de lado, finalmente. —Está usted en lo correcto, mi profesión siempre ha sido mi vida y mi dedicación, aunque no ejerza como médico, sigo estudiando y aprendiendo de nuevos métodos de diagnóstico. —Miró de reojo las copas con el abundante líquido vital, sentía curiosidad de como lo había obtenido. —debo decirle que, aun así, me siento en deuda con usted, de alguna forma tendré que pagar mi gratitud por tan esplendido favor, señorita Broussard. ¿En verdad encuentra interesante todo lo que tiene escrito dentro? Podría llegar a ser muy aburrido para usted.

Dedujo algo perverso en su cabeza.
¿Qué hubiese pasado si Albert no fuese un vampiro en éste preciso momento? Caprice, por los pocos minutos que Albert llevaba conociéndola, diría que es una mujer de armas tomar, tenas, ambiciosa, una vampiresa que de seguro, cualquier capricho que se le presentara, debía ser cumplido sin negación alguna. Imaginó que quizás juagaba con sus víctimas antes de alimentarse de ellas, o que tal vez tenía varios amantes por la ciudad, amantes hipnotizados por su belleza y cautivadora sensualidad. El doctor, podría dar por hecho que su condición de humano diera con la vampiresa, terminaría por ser la cena de la encantadora Caprice. De alguna u otra forma, tal vez… Albert sí estaba destinado a ser un vampiro.

—¿Dice usted que hay vampiros… feos? —Preguntó divertido con una ceja alzada, mirando de reojo la coquetería de la vampiresa, ahora, sus pálidas manos jugando sobre su amplio pecho. Albert no podía ser tan estúpido y ciego para no considerar que la mujer le estimulaba demasiado, era mucho más bella que cualquier vampiresa conocida en su pasado, y cargaba con una lujuria que, de seguro, dejaría a cualquier ser sobrenatural sobre sus pies, y el doctor no sería la excepción. Pero su prevención y cuidado eran una barrera que no le permitían al vampiro ceder tan fácil y tan rápido a los encantos, ella seguía siendo una desconocida para él, y por más agradecido que estuviese, mantendría las distancias correspondientes, al menos hasta saber, y conocer más sobre la señorita Broussanrd.  
 
Ahora, sentada en sus piernas, buscó sus ojos para ver la reacción y las intenciones de la vampiresa. El reaccionar del alemán era serio, y parecía ser más rígido que antes, no estaba incomodo ni exaltado, estaba mesmerizado por su encanto, concentrado en cualquier otro movimiento que pudiera resaltarlo. Pero aun así consideraba todo extraño, casi sospechoso, que una mujer estuviese interesada en él, sobre todo, una de su misma especie, ¿Por qué tan rápido había sido el encanto?, no, él no participaba en ese tipo de transacciones. Podría un vampiro quedar cautivado con la persuasión y belleza de otro?, ¿era eso posible? Dejó escapar un potente suspiro con un contacto tan íntimo como el de un beso en su mejilla, y por inercia, levantó el mentón, para zafarse de lo que peligrosamente podría seguir. Ella era joven, y tenía una vida por delante para seguir experimentando.

bebió del líquido burdeo que nadaba sobre una copa, espeso y brillante. Le dio el visto bueno, y estaba ansioso por conocer más de su elaboración.  
—No diré que ha sido fácil, todos tenemos una historia que contar —le explicó en voz baja, la tenía tan cerca que no había necesidad de alzar la voz— la mía aun me parece dolorosa de recordar. —Dejó a un lado la pequeña copa y observo la siguiente escena. Caprice tentaba contra Albert peligrosamente, la pequeña gota de sangre sobre sus labios lo llamaba, le pedía a gritos ser él quien se adueñada de su boca.

—Yo quisiera proponerle conocernos más, definitivamente ha captado mi atención, Caprice— su gigante mano derecha y sus deseos reprimidos de poseer a la sensual criatura, dieron lugar a una suave caricia a las níveas piernas, parecían de porcelana, tan tersas y perfectas. —cuénteme sobre usted —le pidió, ahora mirando cómo se adentraba cada vez más por ese largo vestido hasta llegar a la mitad de sus muslos, parecía no querer detenerse ante tal bello placer, un placer que como vampiro y como hombre disfrutaba poco y sin grandes ambiciones. La sangre humana, sumado con una Caprice sobre sus piernas, jugaban en contra de sus principios —¿es una vampiresa solitaria? —Con las únicas mujeres que Albert ha tenido contacto íntimo sobre una cama, han sido su ex esposa, su convertidora, y cortesanas que eran contadas con los dedos de sus manos, y no estaba seguro si querer agregar a Caprice en su lista. Subió la misma mano que acariciaba sus piernas, al cuello desnudo, la yema de sus dedos percibe la suavidad y perfección de la piel —usted no me conoce, ni tampoco sabe de mis intenciones —su mano se apodera del cuello , sin brusquedad alguna, jugando a ser manipulador —debería de tener más cuidado a quien logra cautivar… no todos tenemos buenas intenciones. —Albert no quería detenerse. Subió su mano hasta dar con la mejilla, y con su dedo pulgar acaricia sus carnosos labios, los mismo que hace uno segundos quiso besar.

Sí, era lo mismo que Albert pensaba, sea cual sea el proceso de formación, o el arrebato de vida humana, el resultado sería el mismo: la condena de vivir por siempre. Durante su viaje por Europa, tuvo la oportunidad de conocer al vampiro más longevo hasta el momento dentro de su experiencia, con casi dos mil años de edad, con la apariencia de un hombre de veinte años. En cambio, los llamados Nosferatus, aún siguen rehuyendo de sus practicas vampíricas, y siendo Albert un hombre que lo quiere saber todo, no se bastaba con solo leerlo en los libros o escucharlo de la misma boca de su creadora, él necesitaba verlo con sus propios ojos.  


Parecía gracioso y adorable, como tan amable comentario, pudiese alterarse en palabras tan suaves, sensuales y casi en un susurro, interpretándose de otra manera, definitivamente, Caprice, conocía muy bien el juego de seducción.
—¿Una excepción? —preguntó en voz baja, alzando una ceja, cuestionando sus palabras —debería sentirme afortunado de poseer tal privilegio… —dejó escapar lo que parecía ser un gruñido suave desde lo más profundo de su garganta, era el resultado de una agradable sensación en su entrepierna —¿cómo podría desagradarme algo tan placentero como su compañía, Caprice? —la presencia de su chofer fuera de la casa hizo que perdiera el hilo de sus mínimas satisfacciones, el señor Thomas esperaba por él en la calle, como había sido acordado. Pero miss Broussard hizo de las suyas nuevamente.

A Albert se le presento una nueva oportunidad de poseer aquella gota danzante sobre la boca de la mujer que lo tenía atrapado sobre el sofá, sintió una repentina sed en su lengua y necesitaba urgentemente saciarla a como dé lugar. Pero ésta vez, no dejo que ella se alejara ni un centímetro más.
Con una mano sostiene la nuca para evitar que escapara, aun estando a centímetros de su boca, Albert la mira desafiante, casi enfadado por todo lo que le hacía pasar y provocar. Al igual que ella, relamió su sangre, despacio para disfrutar de ese mínimo placer… pero él quería más. No quiso contestar a su ultima pregunta y tampoco salir de la morada para responder al llamado de su chofer, al parecer, el alemán, se hospedaría junto a Caprice Broussard esa noche.
Se acercó para besarla, al mismo tiempo que una de sus manos apretaba levemente uno de los muslos de la vampiresa, incitándola a acercarse más y ser bien recibida por el placer del doctor. La mano de su nuca, bajó por la espalda, rozando la piel únicamente con sus gruesos dedos. Detrás, en su vestido, se encontró con una serie de complejos eventos: cierres, amarras de corsé, y la tela refinada. Parecía ser un desafío, del cual estaba dispuesto a enfrentar para llegar a su plena satisfacción.

—¿Estás segura de que no te debo nada?— preguntó, olvidando su cordialidad al tratarla como una señorita.

Y así fue como su chofer, Thomas, no siguió esperándolo. Era como si conociera la comprometedora escena por la que estaría a punto atravesar el doctor.

Albert solo se dejó llevar. Los labios de Caprice lo tenían aturdido y desconcentrado, aceptando caer en su juego e itineraria etapa de seducción, porque para mala suerte del vampiro, sus experiencias amorosas y de cortejo eran escasas, y así era como justificaba su poca creatividad con las damas.
Le era extraño pensar que comenzaba a sentir un calor crecer desde sus entrañas, como si su cuerpo volviese a tener vida nuevamente, percibir e imaginar su sangre correr con fuerza cada esquina de sus extremidades, y sentir la molesta taquicardia de su corazón… pero nada de eso ocurría.  

Dejó que Caprice lo siguiera provocando, sus fogosos movimientos de caderas hacían bien en aumentar el lívido del hombre que prometió no involucrarse más de lo debido, pero que débil era, pensó. Su erección seguía aumentado a cada roce, y cada vez se sentía más molesto el estar atrapado en su pantalón. Cerro los ojos en cuando recorrió su cuello, y sus manos por fin encontraron un trabajo que hacer. Pasaron por todo ese enjambre de telas, hilos y tirantes en su espalda, e hizo todo lo posible por soltarlos por sus ganas de verla desnuda cuanto antes, era tanto su deseo, que temió por romper su precioso vestido. No quería ser una bestia, al menos, no en ésta situación.

La miro a los ojos, concentrado en querer escuchar y leer sus pensamientos ¿estaría planeando algo?, se preguntó, pero sus inquietudes fueron respondidas con unas juguetonas palabras.


La vio irse, corriendo a una velocidad inhumana. El doctor la observa hasta desaparecer por la puerta y solo se queda allí, por unos segundos, vigilando que ningún humano estaría espiando o escuchando la nueva propuesta. Pasó su mano por su cabello y acomodó su cuello para levantarse sin presiones ni apuros. Tenía toda la noche para disfrutar de la bella Caprice Broussard.

Desde la puerta y con una media sonrisa en la boca, se deleita con la decoración. Las velas serían las únicas en guiar a los vampiros en el encuentro inesperado e improvisado. Cerró la puerta tras él con la llave puesta, no quería interrupciones, no quería fisgones.
Aflojó su cuello al mismo tiempo que ve el vestido caer al suelo, aliviado por no tener que enfrentarse a un sinfín de acertijos para poder sacárselo (o arrebatárselo de un solo tirón). Se acerca y la sostiene del brazo con un poco de brusquedad, sin dejar de mirarla desafiante y con una enorme profundidad. El tamaño entre ambos era considerable, Albert medía casi un metro noventa. Decidió soltarla para que continuara con su rutina de despojarse de sus delicadas prendas mientras la miraba deseo, cautivado y un poco embobado. Cada centímetro de su cuerpo era perfecto, sus pechos eran perfectos, voluptuosos y redondos, su cintura de avispa resaltaba sus curvas, y sus piernas… largas y féminas. Deseoso de estar pronto entre ellas.

—Deberías estar acostumbrada a estas miradas, Caprice, ¿acaso no te das cuenta lo que logras provocar? —la tomó por la cintura y la levanto hasta cargarla, sus piernas rodearon las caderas del vampiro, ahora la tenía en frente, y sus pechos, cada vez más cerca de su rostro. Fue directamente a la cama y se sentó en la orilla. Posó su mano en la delicada espalda femenina para darle un respaldar cómodo. Su boca estaba sedienta de su piel desnuda y sin imperfección alguna. Lamio uno de sus pezones, saboreando y deleitándose con la sangre vertida en ella. Su lengua hace el trabajo de erizar cada centímetro, mientras que con otra mano, moldea con delicadeza su otro pecho, repitió el mismo trabajo con ambos, una y otra vez, hasta sentir su placer.

Sin previo aviso, bajó su mano hasta dar con su vientre, recorriéndolo lentamente hasta llegar a su zona más intima, su clítoris. Lo toca con suavidad y en diversas repeticiones. Sus ojos se posaron en los de ella, observando cada facción, cada reacción que pudiese tener ante tal atrevida acción.  

Sus helados y largos dedos parecían buscar refugio en su zona intima, delicado y a la vez potente, gozaba con estimular su placer y escuchar como resultado, dulces gemidos de la propia boca de su amante. Parecía disfrutarlo tanto, que los rosados pezones de Caprice se erectaron sin ser tocados nuevamente por Albert. Cada entonación de sus gemidos incrementaba la erección de su miembro que comenzaba a tomar forma debajo de todo ese incomodo atuendo. Daría lo que fuera por estar dentro de ella cuanto antes y hacerla gritar su nombre.

—Bueno, ser delicioso tiene muchos sentidos, ¿y que puedo decir de usted?, aahh… —lo interrumpió un gemido entre cortado. Todo lo que la vampiresa hacía allí abajo, necesitaba ser supervisado y visto por el doctor, le llenaba de gozo el tener que verla frente a su miembro, si la mujer había logrado, con candentes movimientos y besos húmedos, su rápida excitación, ¿qué le esperaría el tenerla frente a su intimidad?
Uno de sus brazos dejo ver sus fuertes músculos al pasarlo por detrás de su cabeza y ayudarle como almohada. Se delitó con ver bajo la tenue luz de las velas, el cuerpo esculpido de Caprice, una figura que no olvidaría jamás y que sin dudas, estaría entre sus mejores recuerdos. Podía ver sus bien formados glúteos, y una espalda perfecta y esbelta, sus preciosos pechos reposaban sobre la cama, mientras que su rostro, estaba cada vez más cerca de la intimidad de Albert.

Su miembro ya no podía estar más erecto en manos de la amante, sin reprimirse, Albert deja escapar otro gemido, esta vez parecía ser un gruñido seco y potente, abriendo su boca de tal forma que deja ver sus colmillos. Bajó su mano para acariciar la rubia cabellera y quitar algunos cabellos que impedían dejar ver con mayor claridad la excitante escena. Por inercia y con un forcejeó inevitable de sus caderas, quiso que la preciosa boca se introdujera aún más hasta la garganta, después de aquello, descansó de una gigantesca ola de fuego que iba y venía, extendió sus brazos en la cama y recostó su cabeza para dejarse llevar ante el contacto. Siquiera la mejor cortesana de Paris había logrado tal maravilla…

Una vez más, teniéndola encima, Albert no duda en posar sus manos en las anchas caderas. El contacto de su miembro con la humedad y la estreches de su vagina, fue lo que puso a fuego el cuerpo del vampiro. Coordinando sus candentes y delicados movimientos, introduce cada vez más su pene a esa zona de confort que lo volvían cada vez más desesperado. Era una vista espectacular desde su posición, Caprice Broussard lo miraba a los ojos, con una carnosa boca que expendía gemidos cada vez más dulces, sus pechos danzan sobre el aire acompañando la hermosura de su cuerpo, y su intimidad, logró desaparecer de un minuto a otro teniéndola arriba. Con una mano recorrió su abdomen para moldear uno de sus redondos pechos, sus dedos jugaron con su pezón, el cual aun contenía algunos rostros de sangre seca.

Su gigantesco cuerpo se acomodó para estar delante de ella ahora sentado en la cama, acercó su rostro para besar una vez más sus labios mientras su miembro aun disfrutaba de estar en su interior. La tomó firmemente entre sus brazos y la recostó sobre la cama. Acaricio parte del glúteo y el muslo, y acomodó las piernas para que siguieran rodeando sus caderas. Con un solo movimiento, se adentró totalmente a la intimidad de Caprice, logrando chocar su pelvis con la suya, y empujándola con una sola embestida, Albert, tratando de evitar gemir nuevamente, cierra fuertemente los ojos boquiabierto. Su erección era tan potente que incluso llegaba a ser dolorosa.
Cada embestida lenta y profunda que daba, veía la fémina figura rebotar sobre la acolchada cama, sus pechos lo volvían loco, se movían con gracia e hipnosis. Parecía ser dominante, estando sobre ella y sostenido su cuerpo con sus poderosos brazos apoyados en la cama, imitando la posición del misionero.  

Besó varias veces el perfumado cuello de Caprice, mientras que sus envestidas (cada vez con un intervalo mucho más corto), intensificaban los gemidos de la rabia sobre su oreja. La mujer parecía moverse con una placentera desesperación bajo el extenso cuerpo de Albert, y no dudo en pasar uno de sus brazos por debajo de la espalda, y apegarla más al musculoso modelo.

Como era sabido, sin reprimir sus cualidades de vampiresa, la hermosa musa cambia de posición. El vampiro opta por dejarse llevar y extiende sus brazos a la altura de su cabeza, admirando cada centímetro de la figura pálida de la señorita Broussard. Sus pechos, nuevamente lo encandilaban, lo llamaban, y le pedían a gritos que sus manos se apoderaran de ellas, pero prefirió observar la tranquilidad de sus movimientos.

Bajando la intensidad de la escena, el alemán logra meditar sobre su aventurada y extraña noche. Caprice había resultado ser un tesoro escondido bajo una extensa arena, ¿Quién iba a pensar que teniendo intenciones de ser amable y educado al expresar su gratitud por encontrar su bitácora, terminaría junto a ella en la cama?, fue innegable evitarse, abstenerse ante tal perfección de mujer, incluso pensaba que podía llegar a superar a su creadora, pero la excitación del momento y el descontrolado placer de tenerla desnuda sobre él, lo cegaban al deducir tales cosas, porque solo había una vampiresa en su vida, y esa era su creadora.

Se levantó nuevamente, y con un solo brazo, rodeo la cintura, se acercó para besar su cuello, luego su mentón, hasta llegar a la boca. No pudo evitar soltar unas cuentas carcajadas ante sus comentarios. —Mírate donde estas, al parecer ya has terminado por ser mía… —Comentó Albert, con una sonrisa en su boca y dejando ver sus colmillos, al parecer siquiera se había dado cuenta de lo reveladora que había sido aquellas palabras de Caprice.
No deja de mirarla, la tenía muy cerca suyo, su respiración chocaba con la mejilla ajena. —Eres preciosa… —le confesó en voz baja mientras acomodaba los rubios cabellos detrás de los hombros.
Ambas manos bajaron hasta llegar a los moldeados glúteos de Caprice, y los apretó con suavidad, aprovechando la ocasión se mover sus caderas para sentir nuevamente el roce de su miembro dentro de su vagina.

Tomó una de sus manos para girarla y recostarla sobre la cama boca abajo. El vampiro se acerca con sigilo y cuidado sobre la espalda, presionando su miembro contra las cómodas sentaderas. Realizó un camino de besos sonoros por toda su columna hasta llegar a la nuca, y finalizando en el cuello, sus colmillos rozaron con cuidado la piel. Estaba ansioso por morderla y beber de ella, y pensó que tal vez no era el momento de hacerlo…

Nuevamente, se introduce dentro de ella y comienza a dar cortos movimientos.

Dejándose llevar por el momento, y lo atrapado y ahogado que estaba en un mar de placer, el vampiro no se percata de la breve tristeza de Caprice. Él tenía ojos para ella únicamente como una mujer sagrada sobre la cama, no pensaba más allá de eso, las cosas se dieron para disfrutarlas y eso era lo que estaba haciendo.

Sostuvo sus caderas, y la incentivo a ponerse de rodillas. De manera cuidadosa, Albert sigue explorando el suave y fuerte cuerpo, bajó su torso superior para apoyarse sobre la espalda de Caprice, y besar uno de los hombros mientras continuaba penetrándola, con profundidad y lentitud. Su mano, deseosa por recorrer cada rincón, paso a uno de sus pechos que colgaba por la gravedad, lo sostuvo con cuidado, y lo moldeo con cariño.

—Repite mi nombre… —le pidió con voz grave y aterciopelada —quiero escucharte gritar mi nombre… —la ayudó a levantarse, y así apoderarse con sus brazos del pequeño cuerpo de apariencia delicada y frágil. Los cabellos de la dama, perfumados y sedosos cayeron sobre los hombros, y el pecho de Albert. Sus brazos la rodearon y cada una de las manos se fue por un camino diferente, con una abarcaba los grandes pechos, y con la otra exploraba parte de su intimidad, tal cual como si ayudara a la pintura de venus a cubrirse sus partes más privadas. —No, no quiero hacerlo aun... —contesto ante la insistencia, muy cerca de su oreja. —o tal vez tú quieras intentarlo… —recordó fugazmente las veces que ha mordido a las cortesanas de Paris, todas ellas en uno de sus muslos (que era la parte favorita de Albert) o en la ingle, mucho más atractivo, pero aún más doloroso.

Albert saciaba muy poco sus placeres carnales, estaba tan inmerso en sus propios asuntos (estudios, negocios, alimentación), que olvidaba o no tomaba en cuenta el gran poder de seducción que podría tener con las damas, sobre todo las humanas. ¿Pero para qué? Claramente, él no consideraba aquellas necesidades como una prioridad. Su experiencia con Broussard quedaría dentro de sus recuerdos, no lo olvidaría nunca, y de momento parecía ser único e imborrable. ¿Qué pasaría después de esto? Siquiera el vampiro lograba imaginárselo estando tan abstraído en ella, en su cuerpo, y en la sensualidad que expendía con tanta naturalidad y facilidad.