AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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La Sierra {Privé}
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La Sierra {Privé}
Recuerdo del primer mensaje :
Había paz, cerca del lago Ness. Aves, ciervos, la música de la brisa contra la vegetación. Un estado de quietud tal que daban ganas de llamarlo sosiego. Ocurría que una armonía tan auténtica daba la impresión de que duraría para siempre, pero no era cierto; sin previo aviso, se abrió paso entre la tierra virgen uno de los más siniestros grupos de la facción de los soldados. Tanto condenados como humanos dejaban su rastro sin cuidado, compensándolo con la velocidad de sus movimientos. Era un ataque relámpago; no se podían permitir frenar, o dejarían espacio para que los errores tuvieran consecuencias. Y a la cabeza de una brigada infernal, sobre un fino y aterrador corcel de ébano, estaba el diablo de melena roja y mejillas cortadas: Ninette Quénecánt.
Tras meses de investigación, sobornos y viajes incómodos, por fin habían entrado dentro del territorio enemigo. En lugar de quedarse entre cuatro paredes esperando que los peones terminaran el trabajo, Ninette acudió al sitio del suceso. Siempre lo hacía. De otra manera no podía quedarse «en paz» como decía, aunque hasta sus abuelos dudaban que algún día de su vida hubiera sentido ese estado interior. ¿Si tuvo que cultivar esa habilidad o era natural en ella? Nadie lo sabía. Con suerte ella lo recordaba, pero le complacía su labor de muerte con el mismo placer con el que los fornicarios revolvían sus carnes. Así creaba el tipo de muertes sobre las cuales estaban hechas las pesadillas.
Después de que las dagas asesinaran silenciosamente a los guardias por la espalda, ingresó a la lujosa residencia el resto del equipo. Se escucharon gritos y forcejeos en la habitación de la cúspide de la mansión. Ninette enfocó su vista en las escaleras y se abrió camino.
—Apártense, inútiles. Rápido. ¿Acaso olvidan que la bruja tiene un compañero? El bastardo no tarda en llegar. —despotricó contra quienes se atravesaban, retrasando el sabor de una cabeza menos. Si le hacían perder la oportunidad de capturarlos, ofrecería las cabezas de los incompetentes para compensarlo.
Efectivamente al llegar al cuarto principal acababan de someter a Lucius, la pecadora cónyuge de su blanco principal. La tenían hincada, con la cara mirando al piso, las manos atadas en la espalda, y con el filo de diferentes espadas acariciándole la yugular. No habían pasado ni veinte segundos cuando los condenados presintieron que se acercaba el esclavo de la luna, anunciándolo al instante. Con la misma velocidad, Ninette puso de pié a la blonda jalándola del cabello, amenazándola con desollarla empezando por el cuero cabelludo si intentaba hacerse la graciosa forcejeando.
—¡Aquí estamos, cerdo asqueroso! —gritó Quénecánt al oír el trueno de las puertas abriéndose estrepitosamente.
Y de un segundo a otro, ahí estaba su objetivo. El cobarde lobo entremezclado con las ovejas. Ya no más.
—Se acabaron tus años de impunidad, Ramandú. ¿O debería decir… Emerick Boussingaut? —un antifaz fue arrojado al piso: el símbolo de la revolución exhibido con desdén— No te resistas, o lo paga la golfa. Y ustedes aprésenlo.
Como admirando el clímax de una tragedia griega, la pelirroja torció una grotesca sonrisa. Ya podía ver la sangre de esos malnacidos decorando la tierra y volviéndola fértil de vidas extintas.
—Así te quería ver. Y pensar que tuviste la osadía de asentarte con un matrimonio para formar una familia. —un eco nació y murió entre las cuatro paredes cuando ella lo abofeteó. No le dolería en lo más mínimo, pero eso no molestaba en absoluto a Ninette; ella haría que el dolor fuera insoportable— ¡¿Qué te has creído?! ¿Ahora piensas que un engendro de belcebú es libre de imitar al pueblo de Dios? ¡Estúpido! No ha llegado el día en que puedas siquiera soñarlo. Debías saber que tanto tiempo burlándote de nosotros te pasaría la cuenta. Jugaste con nosotros, y ahora nosotros jugaremos contigo. ¡Llévenselos!
El siguiente paso fue volver cenizas el techo que había guarecido a esas bazofias que caminaban por la tierra. La primera antorcha en caer fue la de la líder de los soldados, directamente en la habitación matrimonial. Que no quedaran rastros de sus malditas semillas.
La ansiedad, el pánico y la tensión imperaban en el pasillo de los condenados a muerte. Aun así, había un murmullo en el aire relacionado con la próxima víctima de Ninette Quénecánt. Rumores de lo que haría con sus más recientes reos. Se decía entre barrotes que podía elegir «El toro de Falaris» aprovechando que eran un matrimonio o tal vez «La cuna de Judas» para hacerlos sufrir individualmente y que de esa forma la compañía no fuera una panacea mortuoria.
Pero no. Ni cerca. A los apresados les esperaba uno de los métodos de tortura fatales más abominables: La sierra.
Había paz, cerca del lago Ness. Aves, ciervos, la música de la brisa contra la vegetación. Un estado de quietud tal que daban ganas de llamarlo sosiego. Ocurría que una armonía tan auténtica daba la impresión de que duraría para siempre, pero no era cierto; sin previo aviso, se abrió paso entre la tierra virgen uno de los más siniestros grupos de la facción de los soldados. Tanto condenados como humanos dejaban su rastro sin cuidado, compensándolo con la velocidad de sus movimientos. Era un ataque relámpago; no se podían permitir frenar, o dejarían espacio para que los errores tuvieran consecuencias. Y a la cabeza de una brigada infernal, sobre un fino y aterrador corcel de ébano, estaba el diablo de melena roja y mejillas cortadas: Ninette Quénecánt.
Tras meses de investigación, sobornos y viajes incómodos, por fin habían entrado dentro del territorio enemigo. En lugar de quedarse entre cuatro paredes esperando que los peones terminaran el trabajo, Ninette acudió al sitio del suceso. Siempre lo hacía. De otra manera no podía quedarse «en paz» como decía, aunque hasta sus abuelos dudaban que algún día de su vida hubiera sentido ese estado interior. ¿Si tuvo que cultivar esa habilidad o era natural en ella? Nadie lo sabía. Con suerte ella lo recordaba, pero le complacía su labor de muerte con el mismo placer con el que los fornicarios revolvían sus carnes. Así creaba el tipo de muertes sobre las cuales estaban hechas las pesadillas.
Después de que las dagas asesinaran silenciosamente a los guardias por la espalda, ingresó a la lujosa residencia el resto del equipo. Se escucharon gritos y forcejeos en la habitación de la cúspide de la mansión. Ninette enfocó su vista en las escaleras y se abrió camino.
—Apártense, inútiles. Rápido. ¿Acaso olvidan que la bruja tiene un compañero? El bastardo no tarda en llegar. —despotricó contra quienes se atravesaban, retrasando el sabor de una cabeza menos. Si le hacían perder la oportunidad de capturarlos, ofrecería las cabezas de los incompetentes para compensarlo.
Efectivamente al llegar al cuarto principal acababan de someter a Lucius, la pecadora cónyuge de su blanco principal. La tenían hincada, con la cara mirando al piso, las manos atadas en la espalda, y con el filo de diferentes espadas acariciándole la yugular. No habían pasado ni veinte segundos cuando los condenados presintieron que se acercaba el esclavo de la luna, anunciándolo al instante. Con la misma velocidad, Ninette puso de pié a la blonda jalándola del cabello, amenazándola con desollarla empezando por el cuero cabelludo si intentaba hacerse la graciosa forcejeando.
—¡Aquí estamos, cerdo asqueroso! —gritó Quénecánt al oír el trueno de las puertas abriéndose estrepitosamente.
Y de un segundo a otro, ahí estaba su objetivo. El cobarde lobo entremezclado con las ovejas. Ya no más.
—Se acabaron tus años de impunidad, Ramandú. ¿O debería decir… Emerick Boussingaut? —un antifaz fue arrojado al piso: el símbolo de la revolución exhibido con desdén— No te resistas, o lo paga la golfa. Y ustedes aprésenlo.
Como admirando el clímax de una tragedia griega, la pelirroja torció una grotesca sonrisa. Ya podía ver la sangre de esos malnacidos decorando la tierra y volviéndola fértil de vidas extintas.
—Así te quería ver. Y pensar que tuviste la osadía de asentarte con un matrimonio para formar una familia. —un eco nació y murió entre las cuatro paredes cuando ella lo abofeteó. No le dolería en lo más mínimo, pero eso no molestaba en absoluto a Ninette; ella haría que el dolor fuera insoportable— ¡¿Qué te has creído?! ¿Ahora piensas que un engendro de belcebú es libre de imitar al pueblo de Dios? ¡Estúpido! No ha llegado el día en que puedas siquiera soñarlo. Debías saber que tanto tiempo burlándote de nosotros te pasaría la cuenta. Jugaste con nosotros, y ahora nosotros jugaremos contigo. ¡Llévenselos!
El siguiente paso fue volver cenizas el techo que había guarecido a esas bazofias que caminaban por la tierra. La primera antorcha en caer fue la de la líder de los soldados, directamente en la habitación matrimonial. Que no quedaran rastros de sus malditas semillas.
…
La ansiedad, el pánico y la tensión imperaban en el pasillo de los condenados a muerte. Aun así, había un murmullo en el aire relacionado con la próxima víctima de Ninette Quénecánt. Rumores de lo que haría con sus más recientes reos. Se decía entre barrotes que podía elegir «El toro de Falaris» aprovechando que eran un matrimonio o tal vez «La cuna de Judas» para hacerlos sufrir individualmente y que de esa forma la compañía no fuera una panacea mortuoria.
Pero no. Ni cerca. A los apresados les esperaba uno de los métodos de tortura fatales más abominables: La sierra.
Ninette Z. Quénecánt- Inquisidor Clase Alta
- Mensajes : 58
Fecha de inscripción : 24/09/2013
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Re: La Sierra {Privé}
El eco del impacto de las tijeras contra la superficie se oyó tan fuerte como el estruendo de un fusil en la memoria de los revolucionarios. Tantos disparates, tantas calumnias. Sabía la criada que Eustace no era de fiar; tenía esa reputación de posarse en donde calentaba el sol, pero una mentira así de estructurada era difícil de creer, y menos en su estado, en donde las filtraciones a la hora de pensar chorreaban por la lengua.
—Está loco —dijo Tulipe— Está loco con toda seguridad. No, no puedo creer en eso, en nada de lo que ha dicho. Está ebrio, eso es lo que pasa. No le ha bastado con burlarse de un inconsciente, amenazar mi honra y El señor Boussingaut es bueno y gentil. No se parece en nada a usted, así que deje de justificar sus vicios ensuciando su nombre, porque ya no es divertido.
Hasta que vio las marcas en Emerick. Ella misma había dicho que ningún hombre podía soportar tales heridas, no. Y lo que encontró en la cocina de Eustace, hasta el aroma de la cocina. ¿Adónde estaba llegando? Miró a los ojos de Eustace buscando esa falta de coordinación propia de los borrachos, pero comprobó con horror que sus pupilas estaban fijas en ella; no vaiveneaban perdidas. No, ¡ese hombre no podía estar diciendo la verdad! El cuerpo de la chica se paralizó ipso facto. Ya ni la mirada hacía serpentear.
—¿P-Por qué tenía que decírmelo? Yo le hubiera obedecido sin chistar. Usted… usted no tiene empatía alguna, ni por él ni por mí. Ahora que lo sé no volveré a dormir tranquila y él tendrá una persona más que conoce el único secreto que a estas alturas puede hacerlo peligrar.
Apenas las piezas calzaron, Tulipe tembló de sorpresa y horrenda incertidumbre. Se vio superada por la insólita información. Confiaba en su fe tanto como que la verdad desplegada en sus ojos era verídica, pero ambas se contraponían en su corazón. Era una lucha a muerte entre dos realidades que se destruían una a la otra, ahora lo sabía. Un resbalón y su paz se vería perdida. Tenía un forastero malestar tenso y jubiloso en su delgado cuerpo, como alguien que está en peligro de caer desde una gran altura, pero que no mira hacia abajo ni admite su delicada situación.
«Por piedad a mi fragilidad humana me marcharía mañana mismo» se dijo. «Pero no puedo dejarlo. Ahora que sé a quien me enfrento, menos puedo irme. Porque quienes son mis semejantes me valoraron menos que a una taza de su despensa, y usted que resulta ser mi depredador me vio como su semejante. Ay, señor Boussingaut, mire lo que me hace hacer.» Después de esa ocasión, sólo Dios juzgaría si todavía podía llamarse una mujer virtuosa en espíritu tanto como lo era en la carne.
Quiso llorar, terminar de tiritar en el suelo acurrucada buscando el consuelo de mamá. Sólo Jesucristo sabía cuánto quería correr de ese lugar hasta olvidarse de todo lo oído y escuchado. No obstante, su cuerpo solamente volvió a relajarse cuando comprendió por qué Dios la había puesto en ese lugar, a ella de entre todas las criaturas. Ése era el plan reservado para ella. Quizás, cuando lo terminara, sería mejor persona. Dependería de ella. Pero cómo costaba.
Habló como si estuviese a punto de llorar, y efectivamente así era, pero no dejó que el agua acumulada corriera por sus mejillas. Si abría esa compuerta, le tomaría un cielo volver a contenerse. No había tiempo. Tendría que hacerse la fuerte aunque la matase el miedo por dentro.
—A-amar al prójimo. Amar al prójimo sin importar qué debe ser el más difícil de los mandamientos, y ahora creo que empiezo a entender por qué: nunca terminamos de conocernos entre nosotros, y mientras más lo hagamos, más diferencias encontraremos, m-más excusas para no obedecer. Yo no seré muy lista, señor Gougeon, pero nadie puede decirme que aquel precepto no es claro, aunque sea más fácil ponerse una venda en los ojos. No diferenció entre a quiénes debíamos amar y no; sólo dijo que lo hiciéramos. Usted podría ser azul y aun así no cambiaría. —dejó resbalar una última lágrima y se prometió no llorar más hasta que hubiesen acabado con éxito el procedimiento— Así pues, donde Dios no distingue, que no corresponda a los mortales distinguir.
No deseaba en lo más mínimo que Emerick, si llegaba a despertar, pensase que le temía, que se iba por miedo a su naturaleza. El único miedo que Tulipe intentaba matar era el de su propia insignificancia. Cuando limpiara sus heridas, cuando soportase el humor más que inapropiado de Eustace, y cuando viese levantarse a Emerick no como un hombre, sino como licántropo, estaría frente a ella misma, haciéndose frente.
—Está loco —dijo Tulipe— Está loco con toda seguridad. No, no puedo creer en eso, en nada de lo que ha dicho. Está ebrio, eso es lo que pasa. No le ha bastado con burlarse de un inconsciente, amenazar mi honra y El señor Boussingaut es bueno y gentil. No se parece en nada a usted, así que deje de justificar sus vicios ensuciando su nombre, porque ya no es divertido.
Hasta que vio las marcas en Emerick. Ella misma había dicho que ningún hombre podía soportar tales heridas, no. Y lo que encontró en la cocina de Eustace, hasta el aroma de la cocina. ¿Adónde estaba llegando? Miró a los ojos de Eustace buscando esa falta de coordinación propia de los borrachos, pero comprobó con horror que sus pupilas estaban fijas en ella; no vaiveneaban perdidas. No, ¡ese hombre no podía estar diciendo la verdad! El cuerpo de la chica se paralizó ipso facto. Ya ni la mirada hacía serpentear.
—¿P-Por qué tenía que decírmelo? Yo le hubiera obedecido sin chistar. Usted… usted no tiene empatía alguna, ni por él ni por mí. Ahora que lo sé no volveré a dormir tranquila y él tendrá una persona más que conoce el único secreto que a estas alturas puede hacerlo peligrar.
Apenas las piezas calzaron, Tulipe tembló de sorpresa y horrenda incertidumbre. Se vio superada por la insólita información. Confiaba en su fe tanto como que la verdad desplegada en sus ojos era verídica, pero ambas se contraponían en su corazón. Era una lucha a muerte entre dos realidades que se destruían una a la otra, ahora lo sabía. Un resbalón y su paz se vería perdida. Tenía un forastero malestar tenso y jubiloso en su delgado cuerpo, como alguien que está en peligro de caer desde una gran altura, pero que no mira hacia abajo ni admite su delicada situación.
«Por piedad a mi fragilidad humana me marcharía mañana mismo» se dijo. «Pero no puedo dejarlo. Ahora que sé a quien me enfrento, menos puedo irme. Porque quienes son mis semejantes me valoraron menos que a una taza de su despensa, y usted que resulta ser mi depredador me vio como su semejante. Ay, señor Boussingaut, mire lo que me hace hacer.» Después de esa ocasión, sólo Dios juzgaría si todavía podía llamarse una mujer virtuosa en espíritu tanto como lo era en la carne.
Quiso llorar, terminar de tiritar en el suelo acurrucada buscando el consuelo de mamá. Sólo Jesucristo sabía cuánto quería correr de ese lugar hasta olvidarse de todo lo oído y escuchado. No obstante, su cuerpo solamente volvió a relajarse cuando comprendió por qué Dios la había puesto en ese lugar, a ella de entre todas las criaturas. Ése era el plan reservado para ella. Quizás, cuando lo terminara, sería mejor persona. Dependería de ella. Pero cómo costaba.
Habló como si estuviese a punto de llorar, y efectivamente así era, pero no dejó que el agua acumulada corriera por sus mejillas. Si abría esa compuerta, le tomaría un cielo volver a contenerse. No había tiempo. Tendría que hacerse la fuerte aunque la matase el miedo por dentro.
—A-amar al prójimo. Amar al prójimo sin importar qué debe ser el más difícil de los mandamientos, y ahora creo que empiezo a entender por qué: nunca terminamos de conocernos entre nosotros, y mientras más lo hagamos, más diferencias encontraremos, m-más excusas para no obedecer. Yo no seré muy lista, señor Gougeon, pero nadie puede decirme que aquel precepto no es claro, aunque sea más fácil ponerse una venda en los ojos. No diferenció entre a quiénes debíamos amar y no; sólo dijo que lo hiciéramos. Usted podría ser azul y aun así no cambiaría. —dejó resbalar una última lágrima y se prometió no llorar más hasta que hubiesen acabado con éxito el procedimiento— Así pues, donde Dios no distingue, que no corresponda a los mortales distinguir.
No deseaba en lo más mínimo que Emerick, si llegaba a despertar, pensase que le temía, que se iba por miedo a su naturaleza. El único miedo que Tulipe intentaba matar era el de su propia insignificancia. Cuando limpiara sus heridas, cuando soportase el humor más que inapropiado de Eustace, y cuando viese levantarse a Emerick no como un hombre, sino como licántropo, estaría frente a ella misma, haciéndose frente.
Tulipe Enivrant- Humano Clase Baja
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Fecha de inscripción : 04/11/2012
Localización : París, en Casa de los patrones
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Re: La Sierra {Privé}
”Si no entras en la madriguera del tigre, no puedes coger sus cachorros.”
Proverbio japonés
Proverbio japonés
Simplemente le regresó la mirada en silencio, mientras enarcaba una ceja y dejaba su sonrisa fija en el rostro, como si pareciera que estaba observando un espectáculo la mar de entretenido y a la vez interesante, pues de un modo u otro, el comportamiento de la criada para él se traducía en aquellas dos palabras; divertido e interesante. Sin embargo, cuando llegó el momento en que la chica mencionó que ya no podría dormir tranquila, toda la pasividad del brujo casi se va nuevamente al carajo, pero se detuvo antes de soltar la carcajada, ya que vio en los ojos de la criada un fulgor cristalino que no denotaba otra cosa que lágrimas verdaderas, así que calló y continuó escuchándole en silencio, pareciendo alegrarse con sus ultimas palabras.
—¡Exacto! Ese es el punto, Tulipe. Habéis dado en el blanco, pues si ese Dios al que seguís nos creó a nosotros de esta manera, si él nos puso entre el resto de los hombres, si él mismo me ha entregado las herramientas para sanar y a Emerick para luchar y defender ¿por qué vuestra amada iglesia nos persigue? ¿Por qué nos caza y nos tortura como puercos en el matadero? —rió cansado de aquella batalla —Creedme, la devoción del pueblo con sus religiones es algo que jamás voy a entender y creo que voy a morir en la tumba esperando el día en que verdaderamente actuéis como se supone que él les enseñó y no a través de actos de miedos o conveniencias.
Se llevó lo último que le quedaba del café a la boca y se subió las mangas de su camisa antes de ir a rellenar un recipiente con agua y pasárselo a Tulipe.
—Aquí. Limpiad sus heridas y… entended que esto es necesario.
Le miró por un par de segundos a los ojos, como si deseara coger la certeza de que la muchacha entendía como él pedía, y enseguida comenzó a palpar los huesos del licántropo para mover y acomodar uno que otro antes de tomar una silla y acercarla a la mesa para subirse en ella y pararse en la misma mesa en donde yacía el Duque, ubicándose con una pierna a cada lado de su cuerpo, cerrar los ojos y extender la palma de su mano derecha en dirección al rostro del inconsciente.
—Animas otiosus errantus dominus huius terrae est, venire ego voco.
Una brisa fría les envolvió en ese momento, mas todas las puertas y ventanas estaban certeramente cerradas, no había lugar de donde pudiese provenir alguna corriente de aire, pero ahí estaba; rodándoles y fluyendo entre ellos de forma circundante, como si fueses el inicio tímido de un insignificante tornado. Pero tampoco era un frío nival, ni ningún otro que proviniera de las condiciones climáticas; se trataba de un frío de ultratumba, uno de aquellos inexplicables y aterradores, esos que sólo se sienten cuando uno se entrega al miedo. Mas no fue sólo el frío lo que acudió a ellos en ese momento, Tulipe podía sentirlo aún cuando no pudiese verlo, eran otras presencias, otros entes que les rodeaban, observaban y fluían entre ellos con una sensación de tristeza inexplicable. Las velas de los candelabros de la entrada también se apagaron en ese momento.
—¡Devorum recuperatio!
Exclamó el brujo, con un tono de voz que denotaba esfuerzo, convicción y lucha con las propias fuerzas a las que había invocado. Mantuvo su mano firme sobre el cuerpo del licántropo, mas sus músculos también batallaban por no alzar su mano ante el poder de aquella energía invisible que por un instante parecía querer negarse a servir. Eustace apretó los dientes con fiereza y una mezcla de grito y rugido escapó de su garganta antes de que la lucha cesara en un acto inmediato y el ex senador cayera con su mano abierta, estrellándola fuertemente sobre el pecho desnudo del Duque de Escocia quien, repentinamente, se alzó tragando una gran bocanada de aire, como quien recién despierta de las más fieras de las pesadillas.
—Abajo, recostaos. Aún no termino con vos.
Exigió Gougeon, cuya frente emitía un brillo perlado, producto del sudor de sus esfuerzos. Emerick había despertado y Tulipe ya no podría volver a dudar de su palabra. La cristiana devota, por primera vez en su vida, debía de afrontar la realidad del mundo en el que vivía.
—¡Exacto! Ese es el punto, Tulipe. Habéis dado en el blanco, pues si ese Dios al que seguís nos creó a nosotros de esta manera, si él nos puso entre el resto de los hombres, si él mismo me ha entregado las herramientas para sanar y a Emerick para luchar y defender ¿por qué vuestra amada iglesia nos persigue? ¿Por qué nos caza y nos tortura como puercos en el matadero? —rió cansado de aquella batalla —Creedme, la devoción del pueblo con sus religiones es algo que jamás voy a entender y creo que voy a morir en la tumba esperando el día en que verdaderamente actuéis como se supone que él les enseñó y no a través de actos de miedos o conveniencias.
Se llevó lo último que le quedaba del café a la boca y se subió las mangas de su camisa antes de ir a rellenar un recipiente con agua y pasárselo a Tulipe.
—Aquí. Limpiad sus heridas y… entended que esto es necesario.
Le miró por un par de segundos a los ojos, como si deseara coger la certeza de que la muchacha entendía como él pedía, y enseguida comenzó a palpar los huesos del licántropo para mover y acomodar uno que otro antes de tomar una silla y acercarla a la mesa para subirse en ella y pararse en la misma mesa en donde yacía el Duque, ubicándose con una pierna a cada lado de su cuerpo, cerrar los ojos y extender la palma de su mano derecha en dirección al rostro del inconsciente.
—Animas otiosus errantus dominus huius terrae est, venire ego voco.
Una brisa fría les envolvió en ese momento, mas todas las puertas y ventanas estaban certeramente cerradas, no había lugar de donde pudiese provenir alguna corriente de aire, pero ahí estaba; rodándoles y fluyendo entre ellos de forma circundante, como si fueses el inicio tímido de un insignificante tornado. Pero tampoco era un frío nival, ni ningún otro que proviniera de las condiciones climáticas; se trataba de un frío de ultratumba, uno de aquellos inexplicables y aterradores, esos que sólo se sienten cuando uno se entrega al miedo. Mas no fue sólo el frío lo que acudió a ellos en ese momento, Tulipe podía sentirlo aún cuando no pudiese verlo, eran otras presencias, otros entes que les rodeaban, observaban y fluían entre ellos con una sensación de tristeza inexplicable. Las velas de los candelabros de la entrada también se apagaron en ese momento.
—¡Devorum recuperatio!
Exclamó el brujo, con un tono de voz que denotaba esfuerzo, convicción y lucha con las propias fuerzas a las que había invocado. Mantuvo su mano firme sobre el cuerpo del licántropo, mas sus músculos también batallaban por no alzar su mano ante el poder de aquella energía invisible que por un instante parecía querer negarse a servir. Eustace apretó los dientes con fiereza y una mezcla de grito y rugido escapó de su garganta antes de que la lucha cesara en un acto inmediato y el ex senador cayera con su mano abierta, estrellándola fuertemente sobre el pecho desnudo del Duque de Escocia quien, repentinamente, se alzó tragando una gran bocanada de aire, como quien recién despierta de las más fieras de las pesadillas.
—Abajo, recostaos. Aún no termino con vos.
Exigió Gougeon, cuya frente emitía un brillo perlado, producto del sudor de sus esfuerzos. Emerick había despertado y Tulipe ya no podría volver a dudar de su palabra. La cristiana devota, por primera vez en su vida, debía de afrontar la realidad del mundo en el que vivía.
Eustace Gougeon- Hechicero Clase Media
- Mensajes : 60
Fecha de inscripción : 12/11/2012
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Re: La Sierra {Privé}
”Tras el vivir y el soñar, está lo que más importa: el despertar.”
Antonio Machado
Antonio Machado
Las horas habían sido oscuras para el Duque de Escocia. Se había tornado a un sueño profundo, del cual creía jamás volvería a despertar. Lejos había quedado el dolor y las memorias que le harían sufrir y le torturarían probablemente por el resto de su vida. Su cabeza estaba totalmente apagada, desconectada, no sabía lo que sucedía en el mundo y tampoco lo que ocurría con su cuerpo, pero ahí estaba, vagando en el vacío infinito de la inexistencia mientras su carne luchaba por traerle de regreso.
La primera sensación que pudo percibir, el primer atisbo de que aún estaba vivo, es que de pronto se sintió alcanzado por una enorme fuerza invisible, como si un centenar de brazos le cogieran de pronto y le jalaran con todas sus fuerzas para hacerle estrellar contra la tierra, pues esa fue la sensación, sentir que se clavaba de regreso a su cuerpo, más por la fuerza que por la misma razón. Pero lo que vino fue peor.
Se sintió penetrado por la ajenidad de aquellos mismos entes que le trajeron de regreso; penetrado, profanado, usurpado, como si verdaderamente hubiese sido alimentado a la fuerza por una sustancia viva que rápidamente se expandía como una descarga eléctrica a través de todo su cuerpo. Una fuerza ajena a este Mundo, que tuvo el poder necesario para hacerle reaccionar de golpe, como si se hubiese despertado después de la más terrible de las pesadillas.
Sus ojos chocaron con la mirada inmediata de un hombre a quien tardó al menos dos segundos en poder reconocer. Su memoria trabajaba de nuevo y le hacía notar que estaba en compañía de quien antiguamente había sido su mano derecha, Eustace Gougeon, ex senador de la República, desaparecido del mapa cuando volvió a vencer la monarquía.
Obedeció a las palabras del brujo, volviendo a recostarse sobre la dureza de lo que fuera que le sostenía. Aún se sentía confundido y necesitaba recordaran sus ideas, pero entonces también comenzó a ser consciente del dolor de sus heridas y alzó sus manos para ver las marcas hechas por la plata de los Inquisidores. Y ahí vino la primera imagen, el primer recuerdo de lo ocurrido; Lucius muriendo entre sus manos, las mismas que aún observaba y que habían dado el desdichado golpe de gracia a la que hasta ese momento era su mujer. Volvió a levantarse con un alarido de rabia, pena y dolor.
—¡¿QUÉ DÍA ES HOY?! —rugió impasible.
Fue ahí cuando vio a la persona detrás del brujo y también le reconoció; Tulipe Enivrant, su antigua criada personal, a quien había contratado por su juventud y mente abierta, aún cuando la chica jamás pareció darse cuenta de todo lo que ocurría por delante de su nariz. Era como si la muchacha quisiese fingir que todo era como decían las sagradas escrituras y todo lo que pareciera ser diferente, era totalmente invisible a sus ojos. ¡¿Cuántas veces estuvo a punto de gritarle las verdades en la cara y ordenarle por misericordia de su propio Dios que abriera los ojos?! Ni siquiera él tenía ya la cuenta, pero ahí estaba, mirándole con la sorpresa destilando a través de sus pupilas, como si por fin hubiese abierto los ojos y le mirase con ellos a través del cristal de la verdad.
—Tulipe… —le llamó con sorpresa.
Por un momento imaginó que Eustace se había quedado con la chica, pues cuando él se hubo marchado dejó a Tulipe una buena suma de dinero, que luego se enteró ella jamás tomó. La joven habría preferido ganarse el dinero a sudor, tal y como decía su credo, mismo que parecía castigarle a veces por tener bajos recursos. Pero no tuvo tiempo de analizar las cosas, ya que Eustace le empujó de regresó a la mesa para volver a acomodarle los huesos rotos que en ese momento sí que los sentía. Volvió a gritar del dolor, esta vez con más sentimiento que fiereza y luego optó por morderse sus propios labios y resistir de esa manera hasta que el curandero le dejó en paz.
—¿Cuánto tarda un barco en cruzar el océano desde Escocia a Francia? —preguntó haciendo rodar los engranajes de sus primeros planes —Necesito interceptar el móvil de la Inquisición —miró a Eustace —. Necesito vuestra ayuda… Asesinaron a mi esposa… y a mi hijo… me descubrieron —sus orbes cristalinas, corrompidas una vez más por el dolor de la muerte de sus amados, se deslizaron nuevamente hacia la criada —. Le torturaron, la violaron… y finalmente la partieron en dos… sólo por ser un tulipán de siete pétalos.
Eustace no entendió a que se refería, pero Emerick estaba seguro de que sí lo haría Tulipe, si acaso aún recordaba la conversación por medio de la cual se habían conocido. Y aunque el Duque no lo sabía, no había sido sólo él quien había despertado en ese momento, también lo había hecho Tulipe.
La primera sensación que pudo percibir, el primer atisbo de que aún estaba vivo, es que de pronto se sintió alcanzado por una enorme fuerza invisible, como si un centenar de brazos le cogieran de pronto y le jalaran con todas sus fuerzas para hacerle estrellar contra la tierra, pues esa fue la sensación, sentir que se clavaba de regreso a su cuerpo, más por la fuerza que por la misma razón. Pero lo que vino fue peor.
Se sintió penetrado por la ajenidad de aquellos mismos entes que le trajeron de regreso; penetrado, profanado, usurpado, como si verdaderamente hubiese sido alimentado a la fuerza por una sustancia viva que rápidamente se expandía como una descarga eléctrica a través de todo su cuerpo. Una fuerza ajena a este Mundo, que tuvo el poder necesario para hacerle reaccionar de golpe, como si se hubiese despertado después de la más terrible de las pesadillas.
Sus ojos chocaron con la mirada inmediata de un hombre a quien tardó al menos dos segundos en poder reconocer. Su memoria trabajaba de nuevo y le hacía notar que estaba en compañía de quien antiguamente había sido su mano derecha, Eustace Gougeon, ex senador de la República, desaparecido del mapa cuando volvió a vencer la monarquía.
Obedeció a las palabras del brujo, volviendo a recostarse sobre la dureza de lo que fuera que le sostenía. Aún se sentía confundido y necesitaba recordaran sus ideas, pero entonces también comenzó a ser consciente del dolor de sus heridas y alzó sus manos para ver las marcas hechas por la plata de los Inquisidores. Y ahí vino la primera imagen, el primer recuerdo de lo ocurrido; Lucius muriendo entre sus manos, las mismas que aún observaba y que habían dado el desdichado golpe de gracia a la que hasta ese momento era su mujer. Volvió a levantarse con un alarido de rabia, pena y dolor.
—¡¿QUÉ DÍA ES HOY?! —rugió impasible.
Fue ahí cuando vio a la persona detrás del brujo y también le reconoció; Tulipe Enivrant, su antigua criada personal, a quien había contratado por su juventud y mente abierta, aún cuando la chica jamás pareció darse cuenta de todo lo que ocurría por delante de su nariz. Era como si la muchacha quisiese fingir que todo era como decían las sagradas escrituras y todo lo que pareciera ser diferente, era totalmente invisible a sus ojos. ¡¿Cuántas veces estuvo a punto de gritarle las verdades en la cara y ordenarle por misericordia de su propio Dios que abriera los ojos?! Ni siquiera él tenía ya la cuenta, pero ahí estaba, mirándole con la sorpresa destilando a través de sus pupilas, como si por fin hubiese abierto los ojos y le mirase con ellos a través del cristal de la verdad.
—Tulipe… —le llamó con sorpresa.
Por un momento imaginó que Eustace se había quedado con la chica, pues cuando él se hubo marchado dejó a Tulipe una buena suma de dinero, que luego se enteró ella jamás tomó. La joven habría preferido ganarse el dinero a sudor, tal y como decía su credo, mismo que parecía castigarle a veces por tener bajos recursos. Pero no tuvo tiempo de analizar las cosas, ya que Eustace le empujó de regresó a la mesa para volver a acomodarle los huesos rotos que en ese momento sí que los sentía. Volvió a gritar del dolor, esta vez con más sentimiento que fiereza y luego optó por morderse sus propios labios y resistir de esa manera hasta que el curandero le dejó en paz.
—¿Cuánto tarda un barco en cruzar el océano desde Escocia a Francia? —preguntó haciendo rodar los engranajes de sus primeros planes —Necesito interceptar el móvil de la Inquisición —miró a Eustace —. Necesito vuestra ayuda… Asesinaron a mi esposa… y a mi hijo… me descubrieron —sus orbes cristalinas, corrompidas una vez más por el dolor de la muerte de sus amados, se deslizaron nuevamente hacia la criada —. Le torturaron, la violaron… y finalmente la partieron en dos… sólo por ser un tulipán de siete pétalos.
Eustace no entendió a que se refería, pero Emerick estaba seguro de que sí lo haría Tulipe, si acaso aún recordaba la conversación por medio de la cual se habían conocido. Y aunque el Duque no lo sabía, no había sido sólo él quien había despertado en ese momento, también lo había hecho Tulipe.
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: La Sierra {Privé}
Lo que Eustace esperaba ver no se diferenciaba mucho de lo que Tulipe anhelaba. Y por supuesto se incluía a ella misma en esa aspiración de ver a través de los ojos de Dios, con un alma abierta al mundo, amante de la existencia en su totalidad. La cristiana no sabía leer, y por tanto no podía repasar la Biblia como ella quisiera, pero para regular los principios que salvaguardaban su moral y espíritu, se hacía una pregunta cada vez que tenía una disyuntiva: ¿Qué haría Jesús? Nunca le daría la espalda a los necesitados, ni aunque se tratasen de los pecadores más contumaces que hubieran pisado la tierra. ¿Qué derecho tenía ella a retirarse? Ninguno. Pero siéndose a sí misma honesta, tampoco quería hacerlo. El miedo, el egoísmo, sentimientos negativos la incentivaban a mirar su ombligo y a concentrarse en él. Pero los benignos la recompensaban. Más allá de sus creencias, Tulipe Enivrant limpiaba la sangre sólo como un soldado que cargaba a sus compañeros al hombro en medio del combate podía entender.
«Yo también espero verlo, señor Gougeon. Yo también.» se decía al tiempo que todo lo demás desaparecía y se llenaba de un aire helado, como la nieve de invierno. Tembló imitando a los espíritus de ultratumba, sintiendo los labios helados y tiritones. Así y todo se mente cerraba esa percepción; su cuerpo sentía el hielo seco, pero a su cabeza no le alteraba ello. Debía ser la adrenalina o el mismo Dios.
Un rugido rompió con la concentración, impulsando a los instintos a proteger a su portadora. Tulipe se ubicó tras Eustace cuando ocurrió lo buscado y a la vez inesperado: Emerick despertó. Y lo hizo con un alarido que hubiera sobresaltado al más valiente de los hombres. Ahora sabía que era un licántropo, pero nada sabía de ellos más que leyendas y cuentos populares. ¿Cómo tener siquiera una mínima idea de qué esperar? Ya lo averiguaría, pero por ahora lo importante era que él había abierto los ojos.
—Oh, señor Boussingaut. Gracias al cielo ha despertado. No vuelva a asustarnos así, por favor. —sonrió la muchacha con melancolía.— No se preocupe; no vamos a dejar que desvanezca. Hoy no es el día.
Eustace volvió a trabajar, al igual que Tulipe ypero Emerick no estaba ayudando, no del todo. Que siguiera hablando cuando el dolor de los huesos le robaba el aliento solamente perjudicaba a su estado ya débil. Físicamente estaba ahí, pero la mente en otro lugar. Y la criada entendió muy bien con esa última frase.
—¿Qué?, ¡su familia! —exclamó con espanto la chica. Los habían matado la severa inquisición, y lo peor es que fueron torturados. Eso quería decir que era una bendición que Emerick estuviera vivo.— No es posible. ¿Por qué esa frialdad? Y yo que pensé que peligraba aquí dentro, pero ahora veo que rudo es el mundo fuera de esta casa, sobretodo con quienes son diferentes. Esos falsos profetas… censuran a quienes son diferentes porque ven la vida desde la óptica del amor, pero ellos la ven desde la óptica del odio y despecho. Esa no es la óptica de Dios, no lo es. No da ningún derecho a tanta crueldad.
Resultó un encuentro un tanto envarado, triste más semejante a la verificación de una defunción que de la supervivencia. Tulipe miró a Emerick con ojos penetrantes y labios entreabiertos. Él estaba estupefacto dentro de su alboroto, como si el alma del mundo se hubiera alojado en su pecho se golpeara contra sus costillas. Y la francesa, contemplándole, vio el insólito y penoso desconsuelo de sus ojos, un desconsuelo profundo y rencoroso que hacía llover sobre sus cabezas como un diluvio. Sabía Tulipe que Emerick era fuerte, que podía sobreponerse a todo, pero comprobaba tristemente que incluso él era incapaz de olvidar y no sufrir. Eso se quedaría para siempre en la conciencia de Tulipe, y le estaba haciendo efecto ya, llenándole la realidad las entrañas, retorciéndolas como si la quisieran despertar de un largo sueño. Y es que a pesar de todas las dificultades y caídas descomunales que había pasado por su vida por ser vulnerable, éstas habían sido esperadas. Nunca nadie la había preparado para esto.
Y las lágrimas finalmente empezaron a caer, pero no así el espíritu de lucha de la mujer, quien insistió en su combate por la vida. Por palabras tuvo un llanto imperioso.
—¡Señor Boussingaut, escúcheme, por el amor de Dios! —llamó su atención al tiempo que tomaba uno de los paños mojados y lo ubicaba cerca de la boca del paciente— Deje de hablar. Deje de hablar y muerda esto, o si no… ¡o si no los tres morirán! ¿Quiere que sus verdugos acaben con usted también? ¿quién honraría las almas de su mujer y su hijo? ¡Sabe que sólo usted puede! Hemos roto el cielo por su causa. No sea negligente consigo mismo. Tendrá nuestra ayuda, ya verá. Le juramentaré algún día, serle útil en su travesía si, porque sé que no será posible detenerlo aunque esté caminando en línea recta a una muerte atroz. Pero será con usted en una pieza. Ahora obedezca, por su bien. Por el bien de ellos también.
«Esta flor no se va a marchitar» prometió. Que el que estaba arriba oyera sus palabras.
«Yo también espero verlo, señor Gougeon. Yo también.» se decía al tiempo que todo lo demás desaparecía y se llenaba de un aire helado, como la nieve de invierno. Tembló imitando a los espíritus de ultratumba, sintiendo los labios helados y tiritones. Así y todo se mente cerraba esa percepción; su cuerpo sentía el hielo seco, pero a su cabeza no le alteraba ello. Debía ser la adrenalina o el mismo Dios.
Un rugido rompió con la concentración, impulsando a los instintos a proteger a su portadora. Tulipe se ubicó tras Eustace cuando ocurrió lo buscado y a la vez inesperado: Emerick despertó. Y lo hizo con un alarido que hubiera sobresaltado al más valiente de los hombres. Ahora sabía que era un licántropo, pero nada sabía de ellos más que leyendas y cuentos populares. ¿Cómo tener siquiera una mínima idea de qué esperar? Ya lo averiguaría, pero por ahora lo importante era que él había abierto los ojos.
—Oh, señor Boussingaut. Gracias al cielo ha despertado. No vuelva a asustarnos así, por favor. —sonrió la muchacha con melancolía.— No se preocupe; no vamos a dejar que desvanezca. Hoy no es el día.
Eustace volvió a trabajar, al igual que Tulipe ypero Emerick no estaba ayudando, no del todo. Que siguiera hablando cuando el dolor de los huesos le robaba el aliento solamente perjudicaba a su estado ya débil. Físicamente estaba ahí, pero la mente en otro lugar. Y la criada entendió muy bien con esa última frase.
—¿Qué?, ¡su familia! —exclamó con espanto la chica. Los habían matado la severa inquisición, y lo peor es que fueron torturados. Eso quería decir que era una bendición que Emerick estuviera vivo.— No es posible. ¿Por qué esa frialdad? Y yo que pensé que peligraba aquí dentro, pero ahora veo que rudo es el mundo fuera de esta casa, sobretodo con quienes son diferentes. Esos falsos profetas… censuran a quienes son diferentes porque ven la vida desde la óptica del amor, pero ellos la ven desde la óptica del odio y despecho. Esa no es la óptica de Dios, no lo es. No da ningún derecho a tanta crueldad.
Resultó un encuentro un tanto envarado, triste más semejante a la verificación de una defunción que de la supervivencia. Tulipe miró a Emerick con ojos penetrantes y labios entreabiertos. Él estaba estupefacto dentro de su alboroto, como si el alma del mundo se hubiera alojado en su pecho se golpeara contra sus costillas. Y la francesa, contemplándole, vio el insólito y penoso desconsuelo de sus ojos, un desconsuelo profundo y rencoroso que hacía llover sobre sus cabezas como un diluvio. Sabía Tulipe que Emerick era fuerte, que podía sobreponerse a todo, pero comprobaba tristemente que incluso él era incapaz de olvidar y no sufrir. Eso se quedaría para siempre en la conciencia de Tulipe, y le estaba haciendo efecto ya, llenándole la realidad las entrañas, retorciéndolas como si la quisieran despertar de un largo sueño. Y es que a pesar de todas las dificultades y caídas descomunales que había pasado por su vida por ser vulnerable, éstas habían sido esperadas. Nunca nadie la había preparado para esto.
Y las lágrimas finalmente empezaron a caer, pero no así el espíritu de lucha de la mujer, quien insistió en su combate por la vida. Por palabras tuvo un llanto imperioso.
—¡Señor Boussingaut, escúcheme, por el amor de Dios! —llamó su atención al tiempo que tomaba uno de los paños mojados y lo ubicaba cerca de la boca del paciente— Deje de hablar. Deje de hablar y muerda esto, o si no… ¡o si no los tres morirán! ¿Quiere que sus verdugos acaben con usted también? ¿quién honraría las almas de su mujer y su hijo? ¡Sabe que sólo usted puede! Hemos roto el cielo por su causa. No sea negligente consigo mismo. Tendrá nuestra ayuda, ya verá. Le juramentaré algún día, serle útil en su travesía si, porque sé que no será posible detenerlo aunque esté caminando en línea recta a una muerte atroz. Pero será con usted en una pieza. Ahora obedezca, por su bien. Por el bien de ellos también.
«Esta flor no se va a marchitar» prometió. Que el que estaba arriba oyera sus palabras.
Tulipe Enivrant- Humano Clase Baja
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Re: La Sierra {Privé}
”La paciencia en un momento de enojo evitará cien días de dolor.”
Proverbio tibetano
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Eustace se giró a mirar sorprendido a la criada, cuando ésta echó afuera su discurso de lo que debía hacer el mundo de afuera y lo que debía de ser el camino de su Dios. La muchacha le sorprendía de verdad, hasta ese momento sólo la había creído una chiquilla callada, que más aceptaba lo que le ponían por delante que lo que concluía por ella misma, pero ahí estaba ella, demostrándole que se equivocaba. Sonrió sin poder evitarlo, la sorpresa era buena y no tan sólo le gustaba, sino que además le ayudaba a ver que Tulipe Enivrant era realmente una caja de sorpresas.
Respondió a Emerick con la fecha y hora actuales, la fecha y hora exactas, y la diferencia horaria que tenían con las tierras escocesas. Sacó también cuentas y teorías en voz alta, mientras vendaba sus manos y pies, que aún se encontraban desgarradas por el arpón y punzón de la huella de plata. Aún debían de venir cruzando el océano y no les faltaría mucho por tocar la tierra. Emerick había llevado la delantera en tocar el mar, pues había sido arrojado a éste mucho antes de que los soldados regresaran de nuevo a tierra firme para poder armar su equipaje y organizar su regreso. Además, con la tormenta que había era probable que el viaje incluso se hubiese postergado para el siguiente día, ese día que apenas comenzaba. Si así era, tenían incluso más tiempo para que el Duque sanara sus heridas y recuperase algo de fuerzas, además la oportunidad otorgada por el tiempo para recolectar a unos cuantos aliados y poder atacar a la caravana inquisidora.
—Consultaré a los muertos para mayor seguridad —concluyó al fin.
Pero ello no era un inmediato, primero lo más urgente. Trajo también hilo, aguja y sus implementos médicos. La sangre había manchado las vendas de sus extremidades, así que supo que debía cocerle. No necesitó preguntar al Duque si quería esperar por el efecto de un anestesia, pues estaba ya más que claro que lo que menos tenía ese hombre era tiempo y paciencia. Simplemente le entregó algo para poder, vertió un poco de brandi sobre las heridas y, haciendo caso omiso del nuevo alarido de dolor que hubo provocado, dio la primera puntada con la aguja atravesando la piel y la carne y unió las piezas desmembradas antes de enjugarlas con alcohol y vendarlas una vez más. El mismo paso repitió para la otra mano y ambos pies, mientras exigía ayuda a Tulipe para esterilizar las agujas con un mechero.
—¿Y cuál sería vuestro plan en el caso de lograr interceptar la caravana? ¿Mostraos que estáis vivo para volver a ser el enemigo más buscado de la Inquisición? Recordad de que a pesar de que os habéis marchado, Francia seguía poniendo precio por vuestra cabeza, Ramandú?
Preguntó con la intención de hacer poner a Emerick los pies de regreso a la tierra. No se le ocurría como podía salir exitoso de un plan que implicase atacar a una cuadrilla completa, cuando más aún su identidad había quedado al descubierto. Quizás darse por muerto sería la opción más sensata y la que hubiesen tomado muchos en su lugar, pero algo le decía que el Boussingaut no servía para esconderse y se lamentaba anticipadamente por el Inquisidor que se atreviese a cruzarse en su paso.
Respondió a Emerick con la fecha y hora actuales, la fecha y hora exactas, y la diferencia horaria que tenían con las tierras escocesas. Sacó también cuentas y teorías en voz alta, mientras vendaba sus manos y pies, que aún se encontraban desgarradas por el arpón y punzón de la huella de plata. Aún debían de venir cruzando el océano y no les faltaría mucho por tocar la tierra. Emerick había llevado la delantera en tocar el mar, pues había sido arrojado a éste mucho antes de que los soldados regresaran de nuevo a tierra firme para poder armar su equipaje y organizar su regreso. Además, con la tormenta que había era probable que el viaje incluso se hubiese postergado para el siguiente día, ese día que apenas comenzaba. Si así era, tenían incluso más tiempo para que el Duque sanara sus heridas y recuperase algo de fuerzas, además la oportunidad otorgada por el tiempo para recolectar a unos cuantos aliados y poder atacar a la caravana inquisidora.
—Consultaré a los muertos para mayor seguridad —concluyó al fin.
Pero ello no era un inmediato, primero lo más urgente. Trajo también hilo, aguja y sus implementos médicos. La sangre había manchado las vendas de sus extremidades, así que supo que debía cocerle. No necesitó preguntar al Duque si quería esperar por el efecto de un anestesia, pues estaba ya más que claro que lo que menos tenía ese hombre era tiempo y paciencia. Simplemente le entregó algo para poder, vertió un poco de brandi sobre las heridas y, haciendo caso omiso del nuevo alarido de dolor que hubo provocado, dio la primera puntada con la aguja atravesando la piel y la carne y unió las piezas desmembradas antes de enjugarlas con alcohol y vendarlas una vez más. El mismo paso repitió para la otra mano y ambos pies, mientras exigía ayuda a Tulipe para esterilizar las agujas con un mechero.
—¿Y cuál sería vuestro plan en el caso de lograr interceptar la caravana? ¿Mostraos que estáis vivo para volver a ser el enemigo más buscado de la Inquisición? Recordad de que a pesar de que os habéis marchado, Francia seguía poniendo precio por vuestra cabeza, Ramandú?
Preguntó con la intención de hacer poner a Emerick los pies de regreso a la tierra. No se le ocurría como podía salir exitoso de un plan que implicase atacar a una cuadrilla completa, cuando más aún su identidad había quedado al descubierto. Quizás darse por muerto sería la opción más sensata y la que hubiesen tomado muchos en su lugar, pero algo le decía que el Boussingaut no servía para esconderse y se lamentaba anticipadamente por el Inquisidor que se atreviese a cruzarse en su paso.
Eustace Gougeon- Hechicero Clase Media
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Re: La Sierra {Privé}
”Una persona que quiere venganza guarda sus heridas abiertas.”
Sir Francis Bacon
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Podía notarse en la mirada de Eustace cuan sorprendido y alegre estaba por el cambio de actitud de la criada, un sentimiento que normalmente también habría compartido el Duque de Escocia, mas no había verdadera seguridad de que fuese el mismo hombre quien había despertado en ese momento. Había algo diferente en su mirada, en su aura y en su manera de ver las cosas; ya poco le importaba la gente y poco le importaba él mismo, prácticamente le costaba un poco más sentir la empatía que antes poseía y lo único que deseaba era destrozar a los soldados de la Inquisición, pues una gran parte del Lobo había muerto junto a su esposa, una gran parte de él había sido también cortada por aquella sierra maldita y se había marchado a dimensiones desconocidas junto con quienes había amado.
Precisamente había dicho lo ocurrido con su familia más como un método de conseguir la ayuda de quienes le rodeaban, que por querer compartirlo con ellos. Había sido una frase calculada, algo dicho a conveniencia a pesar del dolor que le provocaba su recuerdo. Las respuestas recibidas habían sido las esperadas, y más que satisfacción por un propósito logrado, sólo pudo sentir como el odio crecía un poco más en su interior, amenazando con hacerse incontenible.
—¡NO VOY A DESCANSAR HASTA VER MORIR A ESOS VASTAGOS DEL DEMONIO!
Rugió repentinamente ante las suplicas de Tulipe, cuyos ojos se encontraban anegados en lágrimas de la preocupación y la pena que la chica compartía con él, e intentó arrojar lejos aquel trozo de madera que la criada le entregaba para que mordiera, pero sus manos aún estaban dañadas y no coordinaban perfectamente, por lo que el objeto sólo acabó a centímetros más allá.
—¡Y no me importa perecer en el camino! —exclamó con los ojos brillantes de rabia —¿Podríais vos descansar cuando os han arrebatado para siempre lo que más podríais haber amado en la vida y de una manera tan sádica que de sólo recordar la imagen os destruye la mente y el corazón desgarrándolo a cada latido? ¿Podríais vos?
Miró a la mujer por unos segundos, esperando ver la respuesta de sus ojos más allá de la que pudiera decirle su boca, entonces se giró a mirar al brujo, quien a pesar de su sorpresa por el anterior arrebato del escocés le increpaba a preguntas prácticas de lo que sería su idea de asalto a la caravana de la Inquisición, lo que hizo que Emerick volviese a poner un poco los pies en la tierra y bajase —momentáneamente— el nivel de su odio.
—Matarlos… matarlos a todos… o al menos quedarme con sus memorias… ¿podéis hacer aquello? ¿podéis manipular sus memorias para que olviden lo ocurrido? —le miró a los ojos —. No voy vivir esta vida para esconderme entre los muertos, si acaso tengo que ser un fugitivo lo seré entre ellos… Los destruiré desde dentro.
Ese era el plan, un plan que acababa de improvisar en el mismo momento, pero que le parecía realmente indiscutible. Emerick no servía para vivir una vida oculto, para hacerse pasar por muerto, ya no tenía ninguna razón por la cual proteger su pellejo y no lo haría ni siquiera por la paz de los suyos. Los vengaría, en esta vida o en la otra, y lo haría a cualquier precio, incluso el gran costo que implicaba entrar a las filas de la Inquisición.
Precisamente había dicho lo ocurrido con su familia más como un método de conseguir la ayuda de quienes le rodeaban, que por querer compartirlo con ellos. Había sido una frase calculada, algo dicho a conveniencia a pesar del dolor que le provocaba su recuerdo. Las respuestas recibidas habían sido las esperadas, y más que satisfacción por un propósito logrado, sólo pudo sentir como el odio crecía un poco más en su interior, amenazando con hacerse incontenible.
—¡NO VOY A DESCANSAR HASTA VER MORIR A ESOS VASTAGOS DEL DEMONIO!
Rugió repentinamente ante las suplicas de Tulipe, cuyos ojos se encontraban anegados en lágrimas de la preocupación y la pena que la chica compartía con él, e intentó arrojar lejos aquel trozo de madera que la criada le entregaba para que mordiera, pero sus manos aún estaban dañadas y no coordinaban perfectamente, por lo que el objeto sólo acabó a centímetros más allá.
—¡Y no me importa perecer en el camino! —exclamó con los ojos brillantes de rabia —¿Podríais vos descansar cuando os han arrebatado para siempre lo que más podríais haber amado en la vida y de una manera tan sádica que de sólo recordar la imagen os destruye la mente y el corazón desgarrándolo a cada latido? ¿Podríais vos?
Miró a la mujer por unos segundos, esperando ver la respuesta de sus ojos más allá de la que pudiera decirle su boca, entonces se giró a mirar al brujo, quien a pesar de su sorpresa por el anterior arrebato del escocés le increpaba a preguntas prácticas de lo que sería su idea de asalto a la caravana de la Inquisición, lo que hizo que Emerick volviese a poner un poco los pies en la tierra y bajase —momentáneamente— el nivel de su odio.
—Matarlos… matarlos a todos… o al menos quedarme con sus memorias… ¿podéis hacer aquello? ¿podéis manipular sus memorias para que olviden lo ocurrido? —le miró a los ojos —. No voy vivir esta vida para esconderme entre los muertos, si acaso tengo que ser un fugitivo lo seré entre ellos… Los destruiré desde dentro.
Ese era el plan, un plan que acababa de improvisar en el mismo momento, pero que le parecía realmente indiscutible. Emerick no servía para vivir una vida oculto, para hacerse pasar por muerto, ya no tenía ninguna razón por la cual proteger su pellejo y no lo haría ni siquiera por la paz de los suyos. Los vengaría, en esta vida o en la otra, y lo haría a cualquier precio, incluso el gran costo que implicaba entrar a las filas de la Inquisición.
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: La Sierra {Privé}
«Como habéis cambiado, vuestra excelencia» comprobó la joven con tristeza y resignación. No había nada de noble ahí, ni en sus palabras ni en su temple. Hasta dio miedo. Sí, miedo. El corazón de Tulipe se sobrecogía tras Eustace, cambiando de temor. Del temor a que se les escapase su vida irremediablemente al pavor que provocaba no estar segura de conocerlo del todo. Porque algo le decía a la joven que no “se le había escapado” esa furia, sino que la había calculado en exceso, como si de alguna forma quisiera que ella compartiese en algo el martirio que estaba atravesando solamente con respirar sin ellos. En parte tenía razón: Tulipe no había sido testigo de carnicerías como aquella, y si alguna vez le tocaba tal infortunio, pedía a Dios que no viviera para contarlo.
Se impactó en la primera impresión, aferrándose a un brazo de Eustace por instinto, volteando el rostro y mirando hacia abajo. No quería contestar esa pregunta, porque no conllevaba una respuesta lo que capaz de alivio alguno, ni tampoco le interesaba a Emerick escucharla. Lo que hacía era dejar en claro que nadie viviría un dolor semejante, y tenía razón. Pero Tulipe no había nacido ni sería jamás una privilegiada. No conocería el dolor de Emerick ni mucho menos lo viviría a su nivel, pero Dios sabía que las lágrimas derramadas en su camino no habían salido gratuitas.
—Disculpe, señor Gougeon. Sólo será un momento. Voy a continuar con el procedimiento, aunque sea sola. —soltó la extremidad con un susurro que daba cuenta de que estaba a punto de quebrarse, pero se recompuso.
Sin decir nada, la joven se hincó, tomó el trozo de madera que Emerick había arrojado torpemente, lo sacudió con sus propias faldas, y volvió a intentar.
—Yo… también he visto el mundo, señor Boussingaut. —ella también ojos— Quizás nunca me toque ver de frente el suyo, que es más amplio de lo que jamás creí posible, pero tengo otra mirada que ve y llora de la misma forma. Es casi gracioso, porque por ser joven le prometen a una muchas cosas, como que se da por hecho que alguien de esta edad tiene que ser feliz o que el mundo está repleto de posibilidades para quienes son como nosotros. Será en el mundo del cual usted proviene, porque… qué gran mentira es para mi cepa; tengo diecisiete años y mi única constante decisión ha sido elegir entre ser pobre o más pobre aún. ¿Sabe lo que significa estar al fondo, señor? —Ojalá no lo supiera. Para entenderlo, primero tendría que oír a su madre siendo violada por el capataz para impedir que se propasara con él— Significa que todos los que están arriba lo pueden pisar, hacer cuanto se les antoje, y que nadie luchará por usted. Aunque Dios no haga diferencia entre sus hijos, usted y yo sabemos lo que eso implica. Nunca saldré de aquí, y eso hasta los niños de cinco años lo saben. Ni siquiera se necesita que mamá lo explique; la vida misma ahorra a los padres esa tarea. No es teoría ni palabras; se puede ver y tocar en el cuarto sin ventanas en el que se duerme en estrechez, y también afuera, donde al amanecer se descubrirá que algunos murieron de hambre y otros cuantos de frío. Oh no, no es posible descansar. Se aprende a no hacerlo. Pero se aprende también a acatar las reglas de este laberinto al que llamamos vida. Dios decidió que era lo suficientemente fuerte como para soportarlo. Y si se supusiera que usted debiera morir, no estaríamos hablando aquí. Con la misma facilidad con la que se da la vida, se quita.
No conocía a este Emerick ni por si acaso, pero sobre la agresividad y la incertidumbre, estaban los recuerdos. Procuraría no temer. Tal vez él, consumido por la ira y la desolación, ya no la reconocía. Pero ella sí sabía quién era él. Y fue con esa única certeza que aproximó nuevamente la madera.
—Ahora muerda esto bien fuerte. Que se rompa; le daré más. Necesito que muerda pensando en todo lo que hará cuando se levante. Deténgase en los detalles que quiera, vuelva a repasar lo que se quedó estancado. No se quedará con las memorias de nadie si no se recompone, señor Boussingaut. Y es lo que hará. No importa lo que quiera; está vivo y su cuerpo responde. —sonrió con la boca, mas no con los ojos. El cansancio, la tensión y las emociones fuertes hacían estragos en la habitual gentileza de su rostro— He devuelto a demasiados pacientes desde el borde de la muerte como para no reconocer a los que han sido elegidos para quedarse.
Se impactó en la primera impresión, aferrándose a un brazo de Eustace por instinto, volteando el rostro y mirando hacia abajo. No quería contestar esa pregunta, porque no conllevaba una respuesta lo que capaz de alivio alguno, ni tampoco le interesaba a Emerick escucharla. Lo que hacía era dejar en claro que nadie viviría un dolor semejante, y tenía razón. Pero Tulipe no había nacido ni sería jamás una privilegiada. No conocería el dolor de Emerick ni mucho menos lo viviría a su nivel, pero Dios sabía que las lágrimas derramadas en su camino no habían salido gratuitas.
—Disculpe, señor Gougeon. Sólo será un momento. Voy a continuar con el procedimiento, aunque sea sola. —soltó la extremidad con un susurro que daba cuenta de que estaba a punto de quebrarse, pero se recompuso.
Sin decir nada, la joven se hincó, tomó el trozo de madera que Emerick había arrojado torpemente, lo sacudió con sus propias faldas, y volvió a intentar.
—Yo… también he visto el mundo, señor Boussingaut. —ella también ojos— Quizás nunca me toque ver de frente el suyo, que es más amplio de lo que jamás creí posible, pero tengo otra mirada que ve y llora de la misma forma. Es casi gracioso, porque por ser joven le prometen a una muchas cosas, como que se da por hecho que alguien de esta edad tiene que ser feliz o que el mundo está repleto de posibilidades para quienes son como nosotros. Será en el mundo del cual usted proviene, porque… qué gran mentira es para mi cepa; tengo diecisiete años y mi única constante decisión ha sido elegir entre ser pobre o más pobre aún. ¿Sabe lo que significa estar al fondo, señor? —Ojalá no lo supiera. Para entenderlo, primero tendría que oír a su madre siendo violada por el capataz para impedir que se propasara con él— Significa que todos los que están arriba lo pueden pisar, hacer cuanto se les antoje, y que nadie luchará por usted. Aunque Dios no haga diferencia entre sus hijos, usted y yo sabemos lo que eso implica. Nunca saldré de aquí, y eso hasta los niños de cinco años lo saben. Ni siquiera se necesita que mamá lo explique; la vida misma ahorra a los padres esa tarea. No es teoría ni palabras; se puede ver y tocar en el cuarto sin ventanas en el que se duerme en estrechez, y también afuera, donde al amanecer se descubrirá que algunos murieron de hambre y otros cuantos de frío. Oh no, no es posible descansar. Se aprende a no hacerlo. Pero se aprende también a acatar las reglas de este laberinto al que llamamos vida. Dios decidió que era lo suficientemente fuerte como para soportarlo. Y si se supusiera que usted debiera morir, no estaríamos hablando aquí. Con la misma facilidad con la que se da la vida, se quita.
No conocía a este Emerick ni por si acaso, pero sobre la agresividad y la incertidumbre, estaban los recuerdos. Procuraría no temer. Tal vez él, consumido por la ira y la desolación, ya no la reconocía. Pero ella sí sabía quién era él. Y fue con esa única certeza que aproximó nuevamente la madera.
—Ahora muerda esto bien fuerte. Que se rompa; le daré más. Necesito que muerda pensando en todo lo que hará cuando se levante. Deténgase en los detalles que quiera, vuelva a repasar lo que se quedó estancado. No se quedará con las memorias de nadie si no se recompone, señor Boussingaut. Y es lo que hará. No importa lo que quiera; está vivo y su cuerpo responde. —sonrió con la boca, mas no con los ojos. El cansancio, la tensión y las emociones fuertes hacían estragos en la habitual gentileza de su rostro— He devuelto a demasiados pacientes desde el borde de la muerte como para no reconocer a los que han sido elegidos para quedarse.
Tulipe Enivrant- Humano Clase Baja
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Fecha de inscripción : 04/11/2012
Localización : París, en Casa de los patrones
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Re: La Sierra {Privé}
”El hombre es un lobo para el hombre.”
Thomas Hobbes
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Miró a la criada con escepticismo, aún recordaba como había sido su huida; había alcanzado a despedirse de ella y era, precisamente ella, la única que sabía que se había marchado para buscar su felicidad en los brazos de quien se había convertido en su esposa. Recordaba esa despedida como si hubiese sido hace apenas cinco minutos, él le había ofrecido que se quedase en su mansión, aún trabajando para él y eso era entre comillas, porque lo que él pedía es que se quedase a cargo, viviendo en ella como ama y señora y más aún le pagaría por ello, pero había sido ella misma quien había decidido que eso era demasiado porque ella “merecía” ser pobre. ¡Pamplinas! pensaba ahora el aún Duque de Escocia. No podía venir a hablar ahora de sus miserias cuando ella misma había elegido seguir en ellas, pues había llegado a pensar que hasta le gustaba ser pobre y provocar lastima al resto. Sin embargo, funcionaba…
Resopló guardando silencio y apenas abrió la boca, sin emitir protesta alguna, sólo para recibir entre sus dientes el trozo de madera que ella le volvía a ofrecer. Lo mordió, aunque no lo hizo fuertemente sino hasta que sintió verdadero dolor. Él mismo se aferró a la mesa en donde le trataban, sin necesidad de amarras y con total valentía, sometiéndose a los cuidados tanto del curandero como de la criada. Dejó que le cocieran, que le quebraran nuevamente los huesos para que estos volviesen a soldar en la posición correcta, dejó que le armaran y desarmaran a su antojo, abrazando al dolor como un viejo amigo a quien veía con frecuencia, pero no reposó. Dejó que sus heridas y huesos rotos sanaran lo justo y necesario para volver a ponerse de pie sin peligro de que se ubicasen erróneamente y, ante la mirada sorprendida de ambos, se dirigió a la cocina para engullir una rebanada de pan mientras daba nuevas instrucciones a Eustace aún con la boca llena.
Sabía que el brujo podía controlar el clima y que además se manejaba perfectamente en la fabricación de explosivos, artefactos que por la época sólo se habían visto a través de los cañones, pero que Eustace había logrado disfrazar en una pila de leña para una de las anteriores revueltas de la Alianza.
Dejó que la criada se marchara en paz, a seguir disfrutando de la pobreza a la que tanto se aferraba y se llevó al brujo y al halcón para interceptar la caravana de la Inquisición. Fue la fiel Gealach quien dio con ella y chilló en el aire antes de perderse nuevamente entre las ramas del bosque en donde se encontraba escondido el Duque. Emerick había tenido tiempo de pensar en el camino y por ello había cambiado de estrategia al menos tres veces, había comenzado desde un ataque directo, pero luego se había dado cuenta de sus fallas, Quénecánt no era una tonta, ni mucho menos una novata, debía saber ponerse en su cabeza y anticipar sus movimientos si quería tener al menos una remota posibilidad de derrotarla.
—Se acercan —advirtió el brujo.
Pero el Duque no respondió, ni tampoco se escondió. Me dictaba sobre la misma roca en la que se había sentado desde los últimos veinte minutos. Repasaba su plan, una y otra vez, poniéndose en la cabeza de la inquisidora.
¿Qué faltaba? ¿Qué sobraba?
Ya había previsto que no se acercaría con toda la caravana a inspeccionar el carruaje volcado y abandonado relleno con la pólvora; que tendría que ser él mismo quienes los distrajeran para que Eustace pudiese lanzar la flecha de fuego y que el mismo fuego debía estar oculto y su aroma en dirección contraria, por lo que el brujo había tenido también que manejar la brisa. Sabía también que Quénecánt no se acercaría más de lo que fuese necesario, por tanto había tenido que montar su trampa al giro de una curva y esconder aún más pólvora entre la hojarasca a la altura en donde antes pudiese detenerse.
—Emerick… —volvió a insistir el francés y el Duque por fin le sostuvo la mirada.
—Mi nombre es Ramandú.
Sonrió para infundirle confianza y se ató el antifaz y la banana negra por detrás de la cabeza. Lo tenía, acababa de descubrir una nueva falla, él debía de aparecer por detrás del grupo enemigo o estaría en medio del alcance de la explosión. Tenía que correr.
*****
La columna marchaba engañosamente con paso tranquilo, cualquier observador podía darse cuenta de la farsa; estaban alerta, siempre lo estaban. La Inquisición jamás había sido una institución realmente apreciada, todos le temían o le odiaban y no sería este el primer ataque al que se verían enfrentados. Y así al dar la vuelta a la curva decisiva, vieron ahí los restos maltraídos de un carruaje volcado.
La marcha se detuvo inmediatamente y los hombres de la delantera se observaron los unos con otros, esperando por una orden que no tardó en llegar. Ninette Quénecánt se había asomado en cuanto se hubo reducido la marcha y antes de decir una sola palabra olisqueó el aire como un verdadero sobrenatural. El viento iba en contra de la pequeña fogata que Eustace escondía con tanto esmero, pero un aroma a pescado muerto vino a llegarle por la retaguardia. Emerick había prácticamente reciclado de entre los peces muertos y aunque ella no lo sabía, supo de inmediato que tenían compañía.
—Corred a revisar lo que sucede. Sólo uno.
Ordenó mientras empuñaba su espada por detrás de las cortinas del carruaje en el que aún montaba y sigilosamente volteó la mirada hacia la parte trasera del camino. Ahí estaba, como un fantasma penándole las culpas que jamás sentiría; Ramandú, el jinete negro y enmascarado, como si ella jamás le hubiese visto la cara y dado con su verdadero nombre.
Ninette replicó su sonrisa ya eterna, más no hubo palabra que alcanzara a de su rostro, ni aviso de su descubrimiento que alertara a sus soldados. La explosión de las pilas de los costados engulló en su fuego a todas las intenciones. Eustace, el fiel Eustace, le había visto girar la mirada y en último minuto cambió el plan sin autorización de su líder. Hizo explotar la caravana antes que al vigía y ésta estalló con estridencia e hizo volar varios miembros y trozos de carne mezclados entre los restos de hierro y madera.
Algunos alaridos de dolor emergían de entre las llamas y aún a pesar de no escuchar nada —porque todos, incluido el Duque, se encontraban invadidos por un pitido ensordecedor— el brujo enjugó otra de sus flechas en fuego y la atravesó en el cuerpo caído del vigía, pero éste también había lanzado una suya y ambos adversarios se atravesaron a tiempos diferentes, como si el destino aún apoyase a uno de sus favoritos.
Emerick había caído también y apenas levantaba la cabeza desde detrás de un trozo de leña en llamas, para visualizar el sorpresivo panorama. No había rastros de Quénecánt y aún cuando no se confiaba de su muerte, sin mirada recayó inevitablemente sobre el brujo, el último de sus amigos vivientes, a quien vio caer fatalmente herido delante de sus ojos.
—Eustace…
Apenas escapó su nombre de su boca, como si fuese algo tan sagrado que incluso había sido capaz de enmudecer el zumbido rezagado de la explosión, pero una risa demasiado profunda y despreciable se atrevió a profanar la consagrada despedida. Era Ninette Quénecánt; asesina de su esposa, su hijo y líder de la Inquisición.
Emerick se invadió de ira, solo el sonido de su risa fue suficiente para erizarle el cabello y azotar contra su mente todos los recuerdos que debilitaban con tanta fuerza lo último que le quedaba de humanidad. Rápidamente se puso de pie y desenvainó la espada para buscarla entre las llamas que lentamente comenzaban a alimentarse también del bosque y les rodeaban invitándoles a la muerte. Sin Eustace ya no había esperanza de apaciguar el fuego y el escocés aceptaba en su conciencia entregar su cuerpo como ofrenda a venganza, pero dónde… ¿Dónde estaba?
Intentaba encontrarla, aún a pesar de sus planes, todo se había vuelto un caos, y aún cuando parecía haber ganado la batalla, una punzada le atravesó la pierna, haciéndole rugir de dolor como un león herido. Uno de los soldados aún se encontraba en el suelo con vida y le había enterrado la espada por la espalda, atravesándole uno de los muslos, pero Emerick había rugido tan fuerte y con tanta rabia, que incluso el fuego parecía haberse callado de pronto. Entonces el Duque sujeto su acero con ambas manos y le hizo girar en un sentido y en otro atravesando a ese y a todos los otros soldados y sus restos que encontrara a su paso, sin importar si ya estaban muertos, destrozados o calcinados. Se había vuelto un asesino, un carnicero sediento del sonido de la carne atravesando su filo. Buscaba aún entre los difuntos a la dueña de esa risa perversa que aún le perturbaba los oídos sin saber si lo que escuchaba era realidad o un nuevo estado de su propia demencia. Y entonces… le encontró.
Riendo estaba, tal y como había reído sobre el cadáver de tantos de sus aliados asesinados, pero ya no más… ya no más.
Emerick se irguió sobre su cuerpo a medias calcinado y blandió su espada en el aire para cortarle la cabeza como leño con el hacha, mas se detuvo en medio del golpe de gracia dejando caer la espada sobre uno de los costados.
—No soy como vos… —señaló con asco en la mirada y se dejó caer desarmado sobre ella, para apoyarse en sus manos a cada uno de sus costados y mirarle a los ojos —Soy peor…
Y, sin pensamiento humano y con instinto casi animal, se abalanzó sobre ella con sus fauces abiertas para devorarle el rostro aún en vida, para nutrirse con su odio y su locura, y a cada grito de su boca alimentarse con su alma y hacer de una presa el infierno de sus últimos minutos consientes.
Resopló guardando silencio y apenas abrió la boca, sin emitir protesta alguna, sólo para recibir entre sus dientes el trozo de madera que ella le volvía a ofrecer. Lo mordió, aunque no lo hizo fuertemente sino hasta que sintió verdadero dolor. Él mismo se aferró a la mesa en donde le trataban, sin necesidad de amarras y con total valentía, sometiéndose a los cuidados tanto del curandero como de la criada. Dejó que le cocieran, que le quebraran nuevamente los huesos para que estos volviesen a soldar en la posición correcta, dejó que le armaran y desarmaran a su antojo, abrazando al dolor como un viejo amigo a quien veía con frecuencia, pero no reposó. Dejó que sus heridas y huesos rotos sanaran lo justo y necesario para volver a ponerse de pie sin peligro de que se ubicasen erróneamente y, ante la mirada sorprendida de ambos, se dirigió a la cocina para engullir una rebanada de pan mientras daba nuevas instrucciones a Eustace aún con la boca llena.
Sabía que el brujo podía controlar el clima y que además se manejaba perfectamente en la fabricación de explosivos, artefactos que por la época sólo se habían visto a través de los cañones, pero que Eustace había logrado disfrazar en una pila de leña para una de las anteriores revueltas de la Alianza.
Dejó que la criada se marchara en paz, a seguir disfrutando de la pobreza a la que tanto se aferraba y se llevó al brujo y al halcón para interceptar la caravana de la Inquisición. Fue la fiel Gealach quien dio con ella y chilló en el aire antes de perderse nuevamente entre las ramas del bosque en donde se encontraba escondido el Duque. Emerick había tenido tiempo de pensar en el camino y por ello había cambiado de estrategia al menos tres veces, había comenzado desde un ataque directo, pero luego se había dado cuenta de sus fallas, Quénecánt no era una tonta, ni mucho menos una novata, debía saber ponerse en su cabeza y anticipar sus movimientos si quería tener al menos una remota posibilidad de derrotarla.
—Se acercan —advirtió el brujo.
Pero el Duque no respondió, ni tampoco se escondió. Me dictaba sobre la misma roca en la que se había sentado desde los últimos veinte minutos. Repasaba su plan, una y otra vez, poniéndose en la cabeza de la inquisidora.
¿Qué faltaba? ¿Qué sobraba?
Ya había previsto que no se acercaría con toda la caravana a inspeccionar el carruaje volcado y abandonado relleno con la pólvora; que tendría que ser él mismo quienes los distrajeran para que Eustace pudiese lanzar la flecha de fuego y que el mismo fuego debía estar oculto y su aroma en dirección contraria, por lo que el brujo había tenido también que manejar la brisa. Sabía también que Quénecánt no se acercaría más de lo que fuese necesario, por tanto había tenido que montar su trampa al giro de una curva y esconder aún más pólvora entre la hojarasca a la altura en donde antes pudiese detenerse.
—Emerick… —volvió a insistir el francés y el Duque por fin le sostuvo la mirada.
—Mi nombre es Ramandú.
Sonrió para infundirle confianza y se ató el antifaz y la banana negra por detrás de la cabeza. Lo tenía, acababa de descubrir una nueva falla, él debía de aparecer por detrás del grupo enemigo o estaría en medio del alcance de la explosión. Tenía que correr.
*****
La columna marchaba engañosamente con paso tranquilo, cualquier observador podía darse cuenta de la farsa; estaban alerta, siempre lo estaban. La Inquisición jamás había sido una institución realmente apreciada, todos le temían o le odiaban y no sería este el primer ataque al que se verían enfrentados. Y así al dar la vuelta a la curva decisiva, vieron ahí los restos maltraídos de un carruaje volcado.
La marcha se detuvo inmediatamente y los hombres de la delantera se observaron los unos con otros, esperando por una orden que no tardó en llegar. Ninette Quénecánt se había asomado en cuanto se hubo reducido la marcha y antes de decir una sola palabra olisqueó el aire como un verdadero sobrenatural. El viento iba en contra de la pequeña fogata que Eustace escondía con tanto esmero, pero un aroma a pescado muerto vino a llegarle por la retaguardia. Emerick había prácticamente reciclado de entre los peces muertos y aunque ella no lo sabía, supo de inmediato que tenían compañía.
—Corred a revisar lo que sucede. Sólo uno.
Ordenó mientras empuñaba su espada por detrás de las cortinas del carruaje en el que aún montaba y sigilosamente volteó la mirada hacia la parte trasera del camino. Ahí estaba, como un fantasma penándole las culpas que jamás sentiría; Ramandú, el jinete negro y enmascarado, como si ella jamás le hubiese visto la cara y dado con su verdadero nombre.
Ninette replicó su sonrisa ya eterna, más no hubo palabra que alcanzara a de su rostro, ni aviso de su descubrimiento que alertara a sus soldados. La explosión de las pilas de los costados engulló en su fuego a todas las intenciones. Eustace, el fiel Eustace, le había visto girar la mirada y en último minuto cambió el plan sin autorización de su líder. Hizo explotar la caravana antes que al vigía y ésta estalló con estridencia e hizo volar varios miembros y trozos de carne mezclados entre los restos de hierro y madera.
Algunos alaridos de dolor emergían de entre las llamas y aún a pesar de no escuchar nada —porque todos, incluido el Duque, se encontraban invadidos por un pitido ensordecedor— el brujo enjugó otra de sus flechas en fuego y la atravesó en el cuerpo caído del vigía, pero éste también había lanzado una suya y ambos adversarios se atravesaron a tiempos diferentes, como si el destino aún apoyase a uno de sus favoritos.
Emerick había caído también y apenas levantaba la cabeza desde detrás de un trozo de leña en llamas, para visualizar el sorpresivo panorama. No había rastros de Quénecánt y aún cuando no se confiaba de su muerte, sin mirada recayó inevitablemente sobre el brujo, el último de sus amigos vivientes, a quien vio caer fatalmente herido delante de sus ojos.
—Eustace…
Apenas escapó su nombre de su boca, como si fuese algo tan sagrado que incluso había sido capaz de enmudecer el zumbido rezagado de la explosión, pero una risa demasiado profunda y despreciable se atrevió a profanar la consagrada despedida. Era Ninette Quénecánt; asesina de su esposa, su hijo y líder de la Inquisición.
Emerick se invadió de ira, solo el sonido de su risa fue suficiente para erizarle el cabello y azotar contra su mente todos los recuerdos que debilitaban con tanta fuerza lo último que le quedaba de humanidad. Rápidamente se puso de pie y desenvainó la espada para buscarla entre las llamas que lentamente comenzaban a alimentarse también del bosque y les rodeaban invitándoles a la muerte. Sin Eustace ya no había esperanza de apaciguar el fuego y el escocés aceptaba en su conciencia entregar su cuerpo como ofrenda a venganza, pero dónde… ¿Dónde estaba?
Intentaba encontrarla, aún a pesar de sus planes, todo se había vuelto un caos, y aún cuando parecía haber ganado la batalla, una punzada le atravesó la pierna, haciéndole rugir de dolor como un león herido. Uno de los soldados aún se encontraba en el suelo con vida y le había enterrado la espada por la espalda, atravesándole uno de los muslos, pero Emerick había rugido tan fuerte y con tanta rabia, que incluso el fuego parecía haberse callado de pronto. Entonces el Duque sujeto su acero con ambas manos y le hizo girar en un sentido y en otro atravesando a ese y a todos los otros soldados y sus restos que encontrara a su paso, sin importar si ya estaban muertos, destrozados o calcinados. Se había vuelto un asesino, un carnicero sediento del sonido de la carne atravesando su filo. Buscaba aún entre los difuntos a la dueña de esa risa perversa que aún le perturbaba los oídos sin saber si lo que escuchaba era realidad o un nuevo estado de su propia demencia. Y entonces… le encontró.
Riendo estaba, tal y como había reído sobre el cadáver de tantos de sus aliados asesinados, pero ya no más… ya no más.
Emerick se irguió sobre su cuerpo a medias calcinado y blandió su espada en el aire para cortarle la cabeza como leño con el hacha, mas se detuvo en medio del golpe de gracia dejando caer la espada sobre uno de los costados.
—No soy como vos… —señaló con asco en la mirada y se dejó caer desarmado sobre ella, para apoyarse en sus manos a cada uno de sus costados y mirarle a los ojos —Soy peor…
Y, sin pensamiento humano y con instinto casi animal, se abalanzó sobre ella con sus fauces abiertas para devorarle el rostro aún en vida, para nutrirse con su odio y su locura, y a cada grito de su boca alimentarse con su alma y hacer de una presa el infierno de sus últimos minutos consientes.
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Fecha de inscripción : 23/09/2012
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