AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Cuando se cierra una puerta, se abre una ventana | Privado
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Cuando se cierra una puerta, se abre una ventana | Privado
Fue entonces que las plegarias parecían resultar tan escasas como inútiles y no había oración adecuada a semejante situación. Siendo todas ellas mitigadoras de los dolores y padecimientos de la joven Dominique, ahora sólo podían observar como lo hacía ella. Impotente y débil, aguardando de forma pasiva lo que vendría tras aquello. En su boca alcanzaba a paladear lo agridulce del hospicio en el que tuvo que criarse y al que esperaba no tener que regresar. Se aferraba tanto a sus ilusiones como al cuerpo de su madre, tumbado sobre aquella cama. Dejando solo éste en ocasiones para entregarse al perdón y a la expiación con el fin de salvar al único objeto de su cariño. La única persona que se había preocupado por ella, enseñado con amor y cuidado desde que se conocieran por primera vez, no sólo aceptando su procedencia ligada a la hechicería, sino mostrándole que no estaba sola y que el rechazo hacia las personas como ella, hacía las veces de lazo entre todos aquellos ligados a las artes mágicas y formaba familias donde todos eran salvaguardados por los suyos.
Madame de Bricassart se encontraba al borde de la muerte. Su cuerpo había sido tomado hacía tiempo ya por una enfermedad todavía sin nombre y respirar era una de las pocas cosas que esta enfermedad le permitía hacer, aunque de forma costosa. Dominique, su hija, velaba por ella a todas horas, ¿qué otra cosa podía hacer? No tenía a nadie más que a ella, a la que además quería con todo su corazón.
Fue entonces cuando la madre de ésta, abrió cansada los ojos y apretó vigorosamente la mano de la niña para que la joven advirtiera que su madre se encontraba en disposición de dedicarle unas palabras. Dominique alzó la vista ilusionada, esperando que aquello no fuera más que el primer paso hacia una futura recuperación. Pobre ilusa.
- Hola brujita –y la sonrisa por fin se mostró en el rostro de ambas. Dominique, sin embargo, no dejaba las lágrimas todavía-. ¿Qué te digo siempre?
- Que llorar es de gente débil.
- Exacto. Y tú eres la persona más fuerte que conozco.
Aun con los halagos de su madre, la joven siempre se había sentido de todo menos fuerte.
- Oh Dominique, dulce Dominique –acarició suavemente su mejilla- ¿sabes lo que va a pasar ahora, verdad?
- Que te irás… y yo me quedaré sola.
-Oh no, no te quedarás sola, cariño. No dejaré que vuelvas a ese hospicio, te lo prometo. Mi hermana ha aceptado acogerte en su casa. Podrás vivir con ella y ella cuidará de ti. ¿Te parece bien?
A estas alturas cualquier cosa era mejor que aquel lugar que tanto había odiado desde que tenía razón. No conocía a su tía lo suficiente, pero la niña pensaba que era cierto lo que decían: cuando una puerta se cierra, se abre una ventana. Asintió vivamente, besando la mano de su madre y secando sin querer sus lágrimas en ella.
-Hay algo más que quizás… -comenzó su madre sin saber si había hecho bien empezando una frase de la que quizás podría arrepentirse lo poco que le quedara de vida. Cobarde de ella, borró ese pensamiento de su cabeza. La idea de confesar a su hija los auténticos lazos de sangre que las ataban. Por el contrario, otras fueron las palabras que salieron de su boca- verás amor, hay alguien de quien nunca te he hablado. Es un… -no sabía cómo describirlo. Lógico, por otro lado, pues era un hombre indescriptible- viejo amigo mío. Un querido, querido amigo. Le voy a pedir que haga un hueco en sus quehaceres y que de vez en cuando… pase algo de tiempo contigo. Se asegure de que estás bien en casa de tu tía. Estoy segura que será de tu agrado. Aunque sólo sea por esa tonta manía de rezar a todas horas que tienes –algo que su madre aceptaba, pero no compartía dada su naturaleza, y que sin embargo, en este caso dijo sonriendo por las tontas manías que echaría en falta de aquella niña una vez no pudieran volver a verse-. Dominique… -la sonrisa había desaparecido y las lágrimas comenzaban a adueñarse de sus ojos- te quiero -la joven no quería oír aquello. Dentro de ella, una negación tras otra. Era injusto que llegara esa parte, la parte de la despedida. Al menos tan pronto-. No lo olvides, ¿vale? Y no olvides de dónde vienes ni lo que eres. Mucho menos lo que llegarás a ser.
- Mamá, te quiero, no te vayas, por favor. No me dejes.
- Ya hemos hablado de esto mil veces, hija -siempre se despedían y siempre era lo mismo. Al igual que lo serían las veces siguientes-.
Aquella situación se repetía ya con demasiada constancia, por lo que la tía de Dominique creyó que lo mejor sería trasladar a la joven a su casa cuanto antes. La niña, a regañadientes, terminó por ceder –si su madre no se lo hubiera pedido, nunca hubiera cedido-. Los días se sucedieron y Dominique continuaba la costumbre que hubo tomado una vez se hubo mudado, de mentir a su tía para visitar a su madre. Por desgracia para la pequeña, sus estudios comenzaban a ser dejados de lado y sus notas se resentían, por lo que debía dedicarle un tiempo que no tenía. Un tiempo que sólo era de su madre. Y así fue que más adelante se arrepintió de todo el tiempo que no pudo darle, pues ya nunca más podría dárselo.
Dominique de Bricassart- Hechicero Clase Alta
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Re: Cuando se cierra una puerta, se abre una ventana | Privado
Todo lo realizado en el pasado tiene repercusión en el presente, y por consiguiente en el futuro. En ocasiones no somos conscientes de ello, quizá pecamos de ignorancia o de la confianza propia en nuestra juventud. ¿Cómo es el famoso dicho? Más vale arrepentirse de lo que se ha hecho,que de lo que no. Este refrán parece haber sido escrito para el Cardenal de París, para Alphonse de La Rive.
Cuando Angelo, quien fuera amante de Alphonse, y su primer amor de juventud, pereció prácticamente solo en una mugrienta habitación de un hospital parisino, Alphonse se sumió en una depresión de la cual no sabía cómo escapar. Tras la desaparición del italiano, decidió compensar sus malos actos, intentar mitigar esa culpa que había germinado en su interior -una culpa en verdad inexistente, pues él, a su pesar, no era capaz de controlar los caprichos de Tánatos. Él, un hombre entregado al servicio de Dios, no tenía ni voz ni voto en la marcha de los moribundos-. El camino hacia el propio perdón era a través de acciones caritativas -¿Alphonse siendo un buen samaritano? Pensaréis que os estoy mintiendo, mas todo lo contrario. No todas las personas corrompidas por la crueldad lo son por naturaleza, en la mayoría de las ocasiones esta maldad aparece, de hecho, a causa del dolor, del arrepentimiento, y de la eterna culpa. Algo parecido le sucedía a de La Rive. No obstante, esto tampoco justificaba su forma de actuar-. La extremaunción es el último de los sacramentos. Tras éste, las puertas del Reino de los Cielos nos son abiertas. Los pecados son perdonados gracias a la benevolencia del Señor. Postrados en la cama somos capaces de cualquier cosa con tal de no temer a la muerte, con tal de aferrarnos a la salvación. La fe de Alphonse, en aquellos años, se fue apagando -lo de siempre, ¿cómo Dios es capaz de llevarse a un hombre tan bueno y tan entregado como el que fue Angelo? Quizá precisamente por eso era necesario en el Edén, sentado a la derecha del Todopoderoso...-. Siendo sinceros, y a pesar de la imagen que el Arzobispo proyecta a los demás, su fe no ha desaparecido del todo -no es tan sencillo dejar de creer en lo que has sido educado casi desde nacer, alejarse de lo que has sido tu vida entera-. Sin embargo, las dudas, el odio hacia la institución eclesiástica y sobre todo hacia Dios, empezó a formarse desde que él mismo posó la yema de sus dedos sobre los párpados de Angelo, de modo que sus cálidos ojos quedaran ocultos para siempre -y así la paz que aparecía en cuanto le miraba, quedó oculta también-.
Tras sus misas en la iglesia Saint Pierre de Montmartre, acudía al Hospital de la Pitié-Salpêtrière. Los recuerdos le atormentaban nada más entrar por sus puertas, mas la búsqueda de ese mencionado perdón era superior a cualquier cosa. Así fue como se convirtió, voluntariamente, en sacerdote de la capilla de este hospital. Hablaba con los enfermos -aquellos repudiados, aquellos que nadie quería ver, y aún menos tocar. Ni siquiera los médicos. Éstos eran los que más disfrutaban de la compañía del francés-. La casualidad -o como queramos llamarla-, caprichosa como siempre, planificó un encuentro del que más tarde saldría un fruto condenado, una nueva Eva, una nueva tentación para el hombre santo.
Jacqueline de Bricassart era una reciente viuda. Una mujer burguesa, criada en altas cunas gracias a los negocios de su familia, y a la extraña suerte que parecían tener en lo referente a la economía. Nunca perdían, solo ganaban. Ella, al igual que el joven Alphonse, había perdido a su compañero -al poco de contraer matrimonio-. La tristeza también le invadía, y un singular masoquismo la llevaba hasta el hospital. Decía que allí sentía la presencia de su esposo, cuando para Alphonse la atmósfera estaba formada únicamente por olores nauseabundos, de ésos que están al borde de la muerte.
Su amistad comenzó sin apenas darse cuenta. Ninguno de los dos tenía con quien desahogarse, y ambos conocían a la perfección el dolor del otro. Dolor que fue atenuado gracias a sus largas conversaciones. Conversaciones que se fueron transformando en auténticas confesiones. Confesiones inconfesables, y un amor perdido que resurgió entre ambos. ¿Culpabilidad, de nuevo? Por supuesto, tanto Jacqueline como Alphonse sentían que engañaban el recuerdo de sus respectivos amantes, sin embargo necesitaban alguien a quien abrazar, alguien a quien querer. Los dos eran -y son- humanos, dejándose llevar por los instintos más básicos.
Así fue como una relación prohibida hizo acto de presencia, refugiándose en la oscuridad para que nadie les pudiera ver. Un pecado más en la interminable lista del Cardenal. Y, por fin, el fruto, el fin, el pasado que vuelve para hacer justicia. Madame de Bricassart desapareció, se despidió de Alphonse, diciéndole que su huida era por el bien de ambos. Jamás volvió a saber de ella. Jamás volvió a verla. Hasta el lunes pasado, cuando recibió una misiva desde la residencia Bricassart. En la carta le pedían que acudiera en cuanto pudiera, que necesitaban su ayuda, su perdón. La firma: Jacqueline. No se lo podía creer -en apenas unos meses tres fantasmas de los días pasados volvían a encontrarse con el maldito-. De modo que no lo pensó dos veces, y acudió hasta el centro de París -donde la familia de burgueses vivía rodeada de lujos y sirvientes-.
Le recibieron dos criados, y éstos le guiaron hasta la habitación de la enferma. En el camino vio a una muchachita de rubios cabellos -la viva imagen de Jacqueline en sus días de juventud. Los mismos ojos caobas, el pelo largo y ceniza, el pequeño lunar sobre los labios-. Ella pareció no percatarse de la presencia del religioso, como si estuviera absorta en sus pensamientos.
-Jacqueline, cuánto tiempo... -susurró el arzobispo, al ver a la mujer ya casi muerta, cubierta con sábanas blancas-. Esa niña, en el salón... ¿no se parece mucho a ti?
Y, finalmente, la confesión. ¿Cuánto tiempo pasó allí, dentro de la habitación? No era la primera -ni sería la última- vez que se enfrentaba a la muerte de un ser querido, no obstante cuanto más se acercaba a la vejez, más le costaba combatir los sentimientos naturales en una situación como aquella. La joven, la muchacha de rostro dulce y angelical había nacido de un pecado imperdonable -¿Alphonse, en su lecho de muerte, se lamentaría de este hecho y rogaría por la salvación, como todos aquellos que él absolvió?-. Aquellas noches furtivas, el deseo llamado hasta su máxima expresión, la soledad, el dolor y el odio habían dado a luz a una bestia de apariencia dulce y amable. ¿Cómo sería aquella niña, formada en el vientre de una viuda pecadora, con la semilla del que ahora es el hombre más temido y repudiado de todo París? La muerte, llamando a la puerta. Expiación, culpas saldadas. Y el último suspiro, el último aliento -¿cuántos había presenciado ya?-. Y, de nuevo, los ojos que jamás volverían a abrirse. Un último beso, sobre su frente. Requiescat in pace. Amén
El golpe inicial al saberse padre -figuradamente como eclesiástico, y en la realidad por haber engrandado una vida-, no era sencillo de sobrellevar. Y menos aún cuando, al salir de la habitación, la chiquilla le miraba fijamente, sentada en aquel sofá. Una taza de té reposaba sobre la mesita, justo delante de ella. No había dado ni un solo trago. Alphonse suspiró, pasándose una mano por la nuca. Se retiró el capelo, sosteniendo éste con fuerza. Avanzó hacia la joven, planteándose qué decir, cómo actuar.
-Mademoiselle de Bricassart... Dominique -la primera vez que pronunciaba su nombre. Entrecerró los ojos, manteniéndose de pie-. Tu madre... se ha ido.
Él mismo sentía lástima por la muchacha. Su futuro era complicado, y más teniendo un padre como Alphonse de La Rive.
Alphonse de La Rive- Inquisidor Clase Alta
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Re: Cuando se cierra una puerta, se abre una ventana | Privado
La joven de Bricassart acudió a visitar a su madre como acostumbraba desde que ésta cayera enferma en cama. La mujer aguardaba una visita fuera de las habituales. Los criados aseguraron a la niña que se trataba de algo sumamente importante, por lo que Dominique permaneció en la casa hasta que finalmente supo –llamémoslo intuición, llamémoslo percepción del aura- que el hombre con el cual se hubo topado momentos después y cuyos pasos iban en dirección al cuarto de su madre, era la susodicha visita. Aunque no fue difícil para Dominique saber que aquel hombre no era una visita sin más. Un cura en aquel lugar, fuera del rango que fuera, vaticinaba lo peor que Dominique podía concebir en aquel instante: la muerte de su madre estaba más próxima con los días y el ambiente comenzaba ya a sobrecargarse con el hedor que desprendía aquel de la guadaña que se sentaba todos los días al lado de la cama de ésta. Y aunque la muchacha sabía –de nuevo por arte de magia- que aquel hombre era el encargado de expiar los pecados de su madre moribunda, atisbó también otro matíz en el motivo de su visita. Era algo nuevo. Como si el aura del hombre presentara un color que nunca había visto. Evidentemente ella no sabía nada sobre sus auténticos orígenes, pero aquel aura le decía a la joven de Bricassart que ambos llevaban la misma sangre. Sin embargo, puesto que la joven todavía pecaba de ser novata a la hora de comprender y utilizar sus poderes –por mucho que su madre hubiera intentado ayudarla a sacar todo el poder que llevaba dentro- ese curioso resplandor en el aura del hombre simplemente le hizo intuir que era él el amigo del que su madre le hubo hablado días antes y que ambos compartía un lazo común. Comenzó a crear una falsa imagen en su cabeza del religioso. Atribuía a éste muchas de las características que su madre poseía. Bondad, carácter, era divertida como nadie y amaba a Dominique con todo su corazón. Resulta bastante curioso que un par de minutos le bastaran para algo así, pero no sólo la niña contaba con aptitudes fuera de lo normal, sino que todavía creía que las personas eran ante todo de naturaleza amable. Por eso mismo hizo oídos, ojos –lo que quiera que fuera dada aquella peculiaridad- sordos a los pecados que podía haber intuido en aquel hombre –sin ningún nombre dado a cada uno de ellos ni un número exacto-, pues todos cometemos errores.
Dominique había pedido un té que ni siquiera hubo tocado. Permaneció pensativa durante el tiempo que durara la visita de aquel hombre junto al lecho de su madre y cuando Alphonse de La Rive salió de la habitación de Jacqueline, la joven le miró expectante. Aunque la respuesta de De La Rive no agradó en absoluto a la joven. De hecho, le rompió el corazón en mil pedazos. Así pues, separó bruscamente su mirada de la del clérigo pensando que éste podía ver los pedazos - la niña solía ser en muchas ocasiones un libro abierto-. Intuyéndose débil y a punto de echarse a llorar, suspiró y dio las gracias a Alphonse todo lo serena que pudo por darle la noticia. Sus manos se enfriaron a una velocidad pasmosa y la niña reparó en que ahora ya nadie más acariciaría éstas como lo hacía su difunta madre.
- ¿Y ahora qué? –quería decir algo, hablar. Entretener su pensamiento, frenar sus lágrimas con lo que fuera. Sabía que aquella pregunta no tenía mucho sentido y que el hombre no podía decirle más que lo que se suele decir en esas situaciones. Sabía que debería vivir con su tía. Sabía tantas cosas…
Dominique de Bricassart- Hechicero Clase Alta
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Re: Cuando se cierra una puerta, se abre una ventana | Privado
Los fantasmas existen. La mayor parte de la población no cree en ellos, a pesar de todo. Mas ahí están, ocultos en cualquier parte, en cualquier rincón. Nos acechan sin que lo sepamos, sin advertir cualquiera de sus sombras arrastrándose por el suelo y clamando por un poco de atención. ¿Un tormento justificado? Quizá ellos ni siquiera son conscientes de lo que son. El desazón que se advierte en los corazones de los incautos puede ser un castigo. El castigo por ser capaz de verles, cuando deberían mantenerse ocultos entre esas sombras. Reptando por la tierra, serpientes y demonios pasados. Satanás oculto entre sus escamas. Fantasmas de los pecados.
El amor, por otro lado, podía ser un regalo divino. ¿Cuántos han escrito sobre él, sobre sus síntomas? Una enfermedad, digan lo que digan. Así lo veía Alphonse. Cualquier tipo de amor, fuera el de un hombre hacia una mujer, el de un hijo a su padre, o el de un padre a su hija... -un pequeño temblor le atacó en ese momento. ¿Era posible querer a alguien con tan solo cruzar la mirada ajena un instante? Ella, la muchacha, su retoño perdido. ¿Era real el instinto del que tanto le habían hablado? Esa protección por la extensión de la propia sangre. Aquella niña era también Alphonse, era una parte de él. Y sería así por siempre. Sus ojos, idénticos a los de su madre, también escondían la astucia de su padre. Y el miedo de éste-. Temor ante lo desconocido. Él, el cardenal, sabía bien lo que era amar. Y también los inconvenientes que este sentimiento acarrea. Había amado y deseado a hombres y mujeres por igual. Sin embargo, el temblor de sus manos era provocado por algo totalmente diferente. Y debía guardar la calma, lo sabía.
Dominique, perteneciente a Dios. Su madre había pensado en él cuando aquella inocente alma abrió sus ojos por primera vez. Su nombre y el significado de éste no era baladí. Como si las morias existieran, como si el mismísimo Dios existiera, alguien movía los hilos. Augurios escondidos para nosotros, ciegos ante las señales. Ahora, Dominique, le pertenecía a él y haría lo que fuera por protegerla.
Fantasmas, ¿no? Y el fantasma de su antigua amada dando sus últimos suspiros antes de iniciar su vuelo hacia el Reino de los Cielos. Los espíritus que no cesaban en torturar a aquel pobre clérigo. Y lo peor, bajo la forma de preciosas mujeres. Dominique, una niña en apariencia, ¿cierto? Se sentó a su lado, recolocando las faldas de su rojizo atuendo, y paseando distraído una mano por su perilla. Sus ojos analizaban cada gesto ajeno, cada pestañeo -unas pestañas rizadas, acentuando la belleza de unos cálidos ojos a pesar de las lágrimas que asomaban por ellos. Unas mejillas sonrosadas, con el reflejo de la niñez todavía en ellos, a juego con unos finos labios, propios de una señorita como ella. Unas cejas despeinadas y casi rubias, ayudando a la imagen infantil que lucía. Ni una pizca de maquillaje, ni una sola imperfección. Aún no lo necesitaba, todavía guardaba la hermosura característica de la infancia. Y Alphonse suspirando al compás del fantasma que les acompañaba. Dominique, Dominique... en manos del Señor. ¿Suerte la suya, o la mayor de las desgracias?-.
-Yo me haré cargo -no sabía qué decir. No era la primera vez que vivía una situación similar, desde luego. Cuántas veces escuchó las últimas palabras de ancianos y enfermos, alentándoles en la busca de la ya famosa luz al final del túnel, ayudando a sus más allegados en la desesperanza. No obstante, aquí todo era diferente. Él mismo necesitaba ser consolado, él mismo necesitaba llorar sobre un hombre ajeno, lograr que sus penas desaparecieran entre otro tipo de suspiros y respiraciones al unísono-. ¿Sabes quién soy? Un viejo amigo de tu madre. La conocí cuando ella era joven, ¿comprendes? Cuando lo sonrosado de su rostro era similar al tuyo... -y tomó el rostro de la muchacha entre sus manos, guiando su mirada hasta que se encontrara con la de él mismo. Creyó por unos segundos haberse perdido entre el encanto heredado de la criatura. ¿Sería ella consciente de aquel poder que se le había sido otorgado? Un muestra de cariño, sutil. Sus dedos apenas rozaron su piel, como una pequeña caricia de padre a hija-. Todo irá bien, no te preocupes. Tu tía se hará cargo de ti, pero yo estaré aquí también -y le sonrió. Una sonrisa sincera para su sorpresa-. Puedes llamarme padre. Después de todo, soy el padre de todos aquellos buenos cristianos.
Y se mantuvo observándola, en silencio. Y la serpiente arrojó de su boca, tras la mujer, agua como un río, para hacer que fuera arrastrado por la corriente. Apocalipsis. La serpiente, el propio diablo, cohabitando con las malévolas mentes de las mujeres. Ella, Dominique, una fémina en esencia. Y él, siendo arrastrado por el río de sus instintos más pueriles y repugnantes.
Alphonse de La Rive- Inquisidor Clase Alta
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Re: Cuando se cierra una puerta, se abre una ventana | Privado
Ajena a los pensamientos del Cardenal, a cada sentimiento encontrado y a cada redescubrimiento interno de calor humano, la pizpireta Dominique poco o nada mostraba en aquella ocasión de su auténtica forma de ser. Cargaba con el peso de una losa que todavía no había sido colocada, de un cadáver que todavía no había sido enterrado y de un futuro que todavía no había sido escrito, mucho menos pensado. Su mirada, a veces inquieta y otras inmóvil, era fruto de todo aquello que su pequeña cabecita intentaba asimilar. Esfuerzo en vano.
¿Sabes quién soy? La joven alzó la mirada, esperanzada, pero sin saber qué esperar. Cuando lo sonrosado de su rostro era similar al tuyo... Aquellas palabras le hicieron apartar la mirada. Volvió a perderla entre los cojines del sofá. Pensó en su madre. No en la mujer que ella conocía, pensó en la Jacqueline que el Cardenal decía conocer. ¿Jacqueline? Jacquie. Piel blanca, ojos claros, tacto suave y sonrisa cálida. Dominique a veces se olvidaba de que madame de Bricassart no era su auténtica madre – o al menos para ella-, pues las dos se parecían demasiado. Ella lo deseaba, no recordaba un solo instante en el cual no lo deseara. Deseaba que así hubiera sido, que su alumbramiento se hubiese dado bajo los brazos de una madre como lo era Jacqueline. ¿Qué nombre le habría puesto? Ay, pobre Dominique. Pobre, pobre Dominique. Su nombre hubiera sido exactamente el mismo y sus mejillas y labios hubieran compartido similar tono al que poseen ahora. Aunque las cosas hubieran sido diferentes, en esencia habrían sido iguales.
Fue entonces cuando el Cardenal posó sus manos sobre el rostro de la joven, consiguiendo que la mirada de ésta fuera fijada únicamente en él y sus palabras sirvieran de bálsamo para la muchacha. Alzó sus propias manos, alcanzó las de aquel viejo amigo de su madre y vertió alguna que otra lágrima indeseada sobre éstas, sin apartarlas de su rostro, haciendo más firme un gesto ajeno que desapareció pronto.
- A lo largo de mi vida –una vida no muy larga si tenemos en cuenta su corta edad- he llamado padre a tantas personas, tantos hombres… fueran siervos del Señor o no –aquellos padres que escrutaban en el hospicio a una niña que no podían conseguir pero que ella ya tachaba de familia únicamente por sus ganas locas de formar parte de una, los curas a los que se confesó en más de una ocasión…-. ¿Podría llamarle de otra manera? Usted era amigo de mi madre, me gustaría distinguirle del resto.
Llamarlo padre habría sido una burla hacia la condición de ambos. Sin embargo, muchos nombres surgirían con el tiempo. Nombres más acordes a la relación que se profesarían el uno al otro. Nombres, actos, sentimientos… que probablemente no se hubieran dado en su totalidad si Dominique hubiera recordado a Alphonse constantemente que era su padre con un tonto y distraído juego de palabras. Dominique de La Rive. Un nombre que cuanto menos pensara el Cardenal, mejor.
Dominique de Bricassart- Hechicero Clase Alta
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Re: Cuando se cierra una puerta, se abre una ventana | Privado
Aunque no quisiera reconocerlo, su nombre jamás permanecería en la Historia con mayúsculas debido a su condición. Su legado desaparecía en cuanto él mismo diera el último aliento. Adiós. Jamás sería como todos aquellos a los que ha admirado y admira. No sería como Armand, no sería como Torquemada. Su misión en el Valle de Lágrimas sería olvidado, como tantos otros...
... no obstante, allí estaba ella. Dominique. Sin haberlo planeado, su alma seguiría en este mundo cuando su ascenso al Reino de los Cielos se pronunciara -¿cielo o infierno? Es obvio cuál puerta le será abierta y cuál le será cerrada para siempre-. Aquella muchacha, tan parecida a su madre. Asustadiza, creyente. La fe no se había quebrado todavía en su inocente alma. Ya que aquello era la esencia de todo, la inocencia. No solo creía ver a la que tiempo atrás fue un amor fugaz, sino también su propio reflejo. Engañado, adoctrinado. Creyendo en fantasías, en dragones expulsando fuego por la boca como las serpientes del Infierno, princesas encerradas en sus castillos, juzgadas sin ningún tipo de cese por la sociedad -Magdalena, insultada y despreciada por los que eran, en esencia, sus iguales-. Y un Salvador. Un hombre que tiende su mano a quiénes más lo necesitan. Quién abandona su comodidad por el simple hecho de hacer el bien. ¿Y quién era la pequeña Dominique en este cuento? La princesa, dulce y temerosa, rogando por ayuda. Gritando desde su interior sálvame, temiendo ser castigada por una horrible madrastra si se atrevía a ser ella misma. Mas, su mirada, lo decía todo. Y Alphonse de La Rive estaría allí para tender su mano, para ser un buen hombre, aunque eso contradijera su esencia.
Quizá no existía misión alguna. Ni para él, ni para nadie. Quizá, su misión era cuidar a aquella pequeña. Un ángel caído desde el mismísimo cielo. ¿Quién lo negaba? Tal vez ese Dios al que renegaba existía, tal vez le estaba lanzando una señal desde lo más alto. Quizá era cierto, y los muertos volvían a la vida. Ella, su pasada amante, renacida en una chiquilla de pálida tez.
-Llámame, pues, Alphonse -terminó por decir-. Solo Alphonse -y la sonrisa allí permanecía. Auténtica. ¿Amor?
Y allí comenzaba el encuentro entre padre e hija. La muerte y el nacimiento. Dominique jamás volvería a estar sola.
Hijos, obedeced en el Señor a vuestros padres, porque esto es justo.
Honra a tu padre y a tu madre, que es el primer mandamiento con promesa;
para que te vaya bien, y seas de larga vida sobre la tierra.
Y vosotros, padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos,
sino criadlos en disciplina y amonestación del Señor.
Efesios 6:1-4
Honra a tu padre y a tu madre, que es el primer mandamiento con promesa;
para que te vaya bien, y seas de larga vida sobre la tierra.
Y vosotros, padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos,
sino criadlos en disciplina y amonestación del Señor.
Efesios 6:1-4
FIN
Cuando se cierra una puerta, se abre una ventana
Alphonse de La Rive & Dominique de Bricassart
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Alphonse de La Rive- Inquisidor Clase Alta
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