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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Alec Windsor Sáb Feb 14, 2015 3:59 pm

Preciosa. Esa era la única palabra que le venía a la cabeza cuando contemplaba la enorme masa de piedra cristal y metal que se alzaba en el lado este de aquella plaza. Construida desde finales del s. XIII, la catedral de Notre Dame había sido el símbolo ilustre de Paris. Al igual que otros grandes edificios y obras arquitectónicas de Europa, esta catedral había sido financiada por el clero, como una señal de devoción a Dios antes que a cualquier hombre. Curioso que hiciesen cosas semejantes cuando la mitad del mundo en aquella época podía estar muriéndose de hambre. Aun así, debía de admitir que la figura del centro religioso parisino era una visión abrumadora. Sus chapiteles y torres contrastaban con el colorido de Paris, dándole un aspecto como de otra época y de otra realidad, una visión que daba a todo el que la veía la clara idea de que aquello era más obra de la inspiración divina que la mano del hombre. El sol poniente, que lanzaba sus últimos estertores hacia la cara delantera de Notre Dame y hacia que su tan elogiado rosetón lanzase reflejos de colores, era la clara indicación de que Paris se preparaba para dormir, y que de alguna manera aquella mole sería un refugio, un ala donde cobijarse cuando los monstruos saliesen a buscar presas fáciles a las que hincar el diente. Aun así, ni si quiera aquella catedral permanecía abierta de noche. Notre Dame tenía tres entradas básicas por donde colarse. La primera, la puerta principal, quedaba cerrada a cal y canto desde el ocaso, lo que hacía imposible el acceso, pues nadie podía mover una puerta reforzada de hierro y mármol que debía de pesar varios cientos de kilos. La segunda era una puerta menor situada en el lateral derecho, de cara al norte, era la puerta usada por los curas y miembros de la congregación, así como de los reyes y nobles lo bastante ricos que no podían esperar para recibir el perdón. Sin duda, por la cantidad de tentaciones, fetiches y depravaciones que Paris ofrecía tan a la ligera. La última, estaba en la zona posterior; una entrada de servicio que se usaba para el movimiento de determinados tesoros de la iglesia. No obstante, al igual que con las dos opciones anteriores, también permanecía vigilada durante el periodo nocturno. Su eminencia se había asegurado perfectamente de eso.

Desde su posición en uno de los altos tejados del Hotel Dieu, situado en la zona norte de la plaza de Notre Dame, Gerarld observaba el edificio con malos ojos. Le molestaba que algo tan hermoso fuese a causarle tantos problemas. Desde siempre se había sentido orgulloso de poder colarse en cualquier parte, es más, se emocionaba ante la idea de nuevos desafíos. Versalles, por ejemplo, había ocupado un lugar predominante en su lista desde que había llegado a Paris, pero por alguna razón la gente había dejado de querer que el rey muriese. Sin embargo, se estaba dando cuenta de que su actual objetivo podía ser incluso más difícil que el palacio real. La catedral estaba protegida en todas sus puertas, con guardias que sin duda no eran miembros comunes del clero, algunos de aquellos hombres no movían una pestaña, estaban disciplinados y entrenados. Eso solo podía significar dos cosas: uno, De La Rive estaba empezando a ser más precavido; y dos, que su reunión de esa noche podía ser un tanto más divertida de lo que solía ser de por sí. Las puertas no eran una opción viable, eso estaba claro, pero por mucho que el no entrar a pie fuese un obstáculo no era lo más complicado. El cazador sabía que el verdadero problema no era entrar en un sitio, sino poder salir después. Su nivel de confianza en su compañera de aquella noche no llegaba ni por asomo al aprecio que sentía por su propia vida, aunque claro, si teníamos en cuenta que sin ella bien podría estar ya muerto…. Suspiro nuevamente, siendo consciente de que aquello no era buena idea, y que debería darse la vuelta y volver a su residencia, pero se contuvo de marcharse. Por alguna razón, sabía que lo que tenía entre manos era importante, y que merecía el riesgo al que tenía que exponerse. Se caló la capucha de su traje de ejecutor y se adentró en la joven noche, corriendo por el tejado y saltando para cruzar la rue d’Arcole.

Siguió corriendo durante unos cinco minutos hasta alcanzar el lateral de la catedral, cuando ya se acercaba a la zona posterior diviso su punto de acceso. Desde la revolución francesa y la caída de la Bastilla en 1789, Notre Dame había estado en reformas para devolverla a su esplendor de antaño y eliminar los pequeños desperfectos sufridos por el conflicto civil. De ahí precisamente que las poleas estuviese puesta en la zona posterior, pegadas al muro. Gerarld accedió a la calle y, silenciosamente, se agarró a la cuerda de las poleas que sostenían los pesados listones de madera para las reparaciones. Trepo durante unos ocho metros, hasta que encontró una de las vidrieras de la zona superior. Tardo unos cinco minutos en desplazar uno de los cristales para colarse dentro del edificio. Ya completada la parte fácil solo necesitaba pasar desapercibido. Se bajó la capucha y procedió a quitarse el abrigo, que dejo prudentemente apartado fuera de la vista. Con su nueva indumentaria preparada, bajo las escaleras que había a ambos lados del gran órgano de tubo hasta la gran galería. Al llegar a la sala principal se topó con su primer problema, un grupo de monjas que se movían en dirección a la sacristía. – Buenas noches tengáis, hermanas. – Dijo con tono suave y amigable, juntando las manos delante de él. – Buenas noches para usted también, padre. – Respondieron las mujeres a su vez. Al oír como le llamaban así casi pudo sentir la bilis subiéndole por la garganta, pues entre el crucifijo, la sotana y el que le llamasen padre, casi le apetecía tirarse por un puente y bañarse en el Sena. Hasta ese punto se sentía sucio.

En cuanto las mujeres pasaron de largo fue derecho a su objetivo. En el ala izquierda de la iglesia se situaban los cubículos destinados a la confesión de todos aquellos que querían el perdón de Dios. Se metió en el cuarto de ellos, tal como había acordado previamente y cerró la puerta. Durante media hora aproximadamente espero, no porque hubiese llegado pronto, sino porque sabía perfectamente que la mujer con la que iba a reunir le estaba probando. Al igual que él, tenía cierta predilección por hacer las cosas a su manera y controlar la situación, por lo que solo podía esperar que tuviese la confianza suficiente como para dar la cara. – Esto es una pérdida de tiempo… - Dijo en un susurro para si mismo mientras tanteaba la pistola oculta dentro de su deprimente disfraz. Cuando por fin oyó unos pasos que se acercaban se puso en tensión un momento, hasta que los zapatos se frenaron y la persona entro en el cubículo con tiguo. - Quelle belle surprise, mon exécuteur.
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Mensaje por Invitado Jue Feb 19, 2015 11:38 am

Si alguien tenía muy buena vista, y ese evidentemente era mi caso, podían verse aún los desperfectos que habían producido los revolucionarios cuando, en su apogeo de cortar cabezas sin ton ni son, habían decidido que era apropiado tirar todas las estatuas de la portada de Notre Dame al creerlos reyes de Francia. En condiciones normales a mí me importaría bien poco el destino de unos pedazos de piedra que había mandado construir la institución a la que pertenecía por derecho de sangre y por obligación, pero a mí me encantaban las ironías, y que hubieran confundido a los reyes de Francia con los reyes de Israel y ese hubiera sido el motivo por el que las estatuas todavía estaban descabezadas... en fin, eso entraba dentro de mi clase preferida de ironías, no podía evitarlo. Aún no habían conseguido el dinero suficiente para repararlo, y aunque estaba segura de que desde el obispado estarían encantados de retomar la costumbre que hacía unos siglos había traído bastantes problemas de vender indulgencias para sacar dinero de donde se pudiera, de momento la obra estaba paralizada y sólo era visible para aquellos que, como yo, nos estábamos fijando en la portada de la catedral. En mi defensa debía reconocer, eso sí, que aunque no fuera la única plantada en la plaza de Notre Dame a aquellas horas intempestivas, sí que era la única que se estaba fijando precisamente en ese detalle, ya que el resto de mi compañía eran prostitutas, mendigas y gente de los barrios más bajos que se habrían acercado a robarme de no ser por mi aspecto de inquisidora y por mis cuchillos, que brillaban con la luz de la luna a cada movimiento que realizaba. Normalmente odiaba ser tan obvia porque me quitaba el factor sorpresa, y eso era algo en lo que yo me apoyaba siempre que podía, pero en aquellas circunstancias me estaban comprando una valiosa tranquilidad que, además, era la única responsable de que en mi cabeza se estuviera formando un plan.

Era toda una odisea entrar en Notre Dame de noche, tanto el cazador con el que estaba citada como yo lo sabíamos perfectamente, y tenía mis sospechas de que ese había sido el motivo por el que había elegido ese lugar y no, qué sé yo, la plaza del Tertre, que a aquellas horas estarían tan vacía como lo estaba mi casa. Lo que no estaba desierto era la iglesia; a través de las vidrieras del gran rosetón se podía ver, solamente si se era tan observador como yo por cierto, el tenue fulgor de las llamas de las velas que titilaban en el interior para alumbrar a alguien que, estaba segura, no era un cazador. Una sonrisa se me dibujó en el rostro al comprender, rápidamente, el motivo de que las velas estuvieran prendidas, y ni corta ni perezosa me moví de mi posición frente a la entrada principal de Notre Dame hacia el norte, hacia una de las laterales que, por supuesto, estaban vigiladas. Si no fuera porque el templo pertenecía a una congregación religiosa que me provocaba sarpullidos casi literales, la idea me habría parecido hasta buena por la cantidad de tesoros que se escondían dentro de aquellos muros, pero una vez más tenía que venir la Iglesia a arruinarme los pensamientos alegres que se me ocurrían una vez cada mucho, mucho tiempo. Sin acercarme del todo, me apoyé en los muros y esperé pacientemente, escuchando el sonido del tranquilo Sena para distraerme del mundanal ruido y para concentrar mis sentidos en los sonidos que me interesaban: los pasos que se acercaban a la puerta y que terminaron llegando hasta la salida, pasos de unas religiosas que mantuvieron el acceso abierto el tiempo suficiente para que yo pudiera colarme sin ser siquiera invitada. Tan fácil como robarle un caramelo a un niño incluso aunque yo lo hubiera hecho difícil, pues solamente con mi uniforme podía perfectamente entrar allí a cualquier hora que me apeteciera, siempre y cuando alegara un motivo de peso mayor como, qué sé yo, una necesidad imperiosa de confesarme.

Aquella, contra todo pronóstico, se convirtió en mi excusa (dicha por supuesto con la cantidad de sufrimiento cristiano para que resultara perfectamente creíble) cuando me encontré con uno de los monaguillos que había allí y que se encargaban de estar presentes velando la iglesia cuando los curas se encontraban, casi con toda seguridad, en el burdel más cercano. En realidad, ni siquiera estaba segura de si el chaval me había escuchado; su vista se había clavado en mi escote como si fuera un imán y él una daga de metal, y su expresión atolondrada era tan evidente que no arrojaba demasiadas dudas al respecto, mas yo lo hice de todas maneras porque, bueno, nunca se sabía cuándo podría darle por recordar nuestro encuentro y encontrar fallos en mi actuación. Prefería, como los cirujanos que intentaban solucionar como podían las heridas tan variadas que presentábamos los de mi gremio (o que lo hacían los que no se curaban tan rápido como yo), cortar por lo sano y escudarme en lo que conocía, que en aquel caso era mi capacidad de mentir y, también, la planta de aquella iglesia. De hecho, Notre Dame era un edificio que me sabía mejor que mi propia casa, y lo mismo me sucedía con la Sainte Chapelle, todo porque evitaba en la medida de lo posible pasar demasiado tiempo allá donde Gregory pudiera encontrarme fácilmente. Gregory... Él era el motivo por el que Gerarld, mi cazador preferido, me había citado; el recuerdo del hombre al que odiaba incendió mis pensamientos y mi sangre, de tal manera que rápidamente me vi dirigiéndome hacia el confesionario donde sabía que él estaría esperándome, a ver si así concluía la transacción y estaba un paso más cerca de mi ansiada venganza, de aquella obsesión que movía todos mis movimientos y de la que aún no había podido librarme. Con suerte aquella noche, para bien o para mal, todo cambiaría... Y no veía el momento de que sucediera, de una vez por todas, para poder seguir adelante por mí misma, no anclada al pasado.

– Sí, yo también me alegro de verte... De oírte, en este caso, porque la rejilla no me permite disfrutar de tu cara tanto como debería, pero ya me has entendido. ¿Hay algún motivo por el que no te has buscado un edificio más difícil...? No sé, quizá Versalles tenga algo menos de vigilancia, pero en eso el experto eres tú, no me olvido.
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Mensaje por Alec Windsor Sáb Feb 28, 2015 3:17 am

La iglesia siempre había tenido un camino muy raro. Desde su concepción todos los que la habían integrado se habían vuelto contra sus propias creencias. Los propios romanos que habían adorado a sus dioses paganos durante siglos, habían descubierto de repente la “iluminación” que realmente era Dios. Por dicha divinidad habían arrasado las calles de cada población romana, quemando y destruyendo lo que durante siglos se había considerado la verdad absoluta. La biblioteca de Alejandría había sido un vivo ejemplo de ello. Cientos de siglos de conocimientos desaparecidos en segundos porque, según lo cristianos, aquello no era más que herejía pura y dura que contravenía la supremacía y el derecho de Dios de controlar todas las cosas. Lo llamaron: orgullo humano. Curioso cómo, los primeros en pasarse a ese movimiento, habían sido los mismos responsables de la propia crucifixión de Cristo. Desde entonces, todos los siervos de la iglesia se habían valido de un doble rasero propiciado por el hecho de ser mensajeros del todopoderoso. Cuando, durante el saqueo de Jerusalén por parte de Saladino, los obispos dijeron que debían huir y dejar al pueblo morir porque era la voluntad de Dios, a nadie se le ocurrió ni por asomo contradecirle. Eso era precisamente lo que hacía que la vestimenta que llevaba en ese momento fuese algo que le daba repulsión, y la misma por la que mataba a inquisidores de la misma manera que a cualquier otro ser sobrenatural por el que la gente estuviese dispuesta a pagar. No es que odiase a esa gente por ser diferentes, ni si quiera por ser creyentes; no obstante, si que detestaba tener que lidiar con hombres y mujeres lo bastante hipócritas como para creer que su servicio a un Dios que nunca respondía a las plegarias les garantizaría una vida más decente y más de su agrado una vez muertos. Por eso los inquisidores no solían caerle bien. Con excepción de la mujer que tenía delante ahora mismo, se entiende.

Abigail Zarkozi, era una mujer joven. O al menos eso parecía para cualquiera que la mirase de forma superficial. No aparentaba ni si quiera veinte años, pero cualquiera que la mirase fijamente se daría cuenta de que era una mujer completamente madura, con unas experiencias a cuestas que podían llegar a rozar las del propio Gerarld. Quizás por eso es por lo que había congeniado tan bien con ella desde el principio. Tenía una larga melena castaña acompañada de unos enormes ojos que serían capaces de quitarle el hipo a cualquiera que tuviese el valor de mirarlos directamente más tiempo de aconsejable, eso era precisamente lo que la convertía en un arma tan letal. Bueno, eso y que era lo bastante rápida con los cuchillos como para suponer un problema hasta para el cazador. Por otro lado, también estaba el echo de que no era alguien que actuase por fe o por fanatismo, sino que la movía un impulso mucho más egoísta y, por tanto, mucho más real y efectivo que cualquier otro. Para Abigail, la iglesia, incluso puede que el propio Gerarld, solo eran herramientas de las que se aprovechaba para conseguir un objetivo simple: venganza. Hacía apenas cuatro años que la conocía, y sabía perfectamente que aquella capacidad de seducción era algo innato en ella, así como su capacidad de abrir en canal a cualquier que se interpusiese en su camino. Cierto, se habían salvado mutuamente en aquella ocasión, razón por la que los unía una grata relación de trabajo. Incluso se diría que el tan desconfiado cazador había empezado a ver en ella a una amiga, cosa que no había tenido desde hacía más de una década. Sin embargo, en el momento en que entro en el confesionario y se sentó en el sitio que le correspondía, Gerardl saco de entre los pliegues de su disfraz un cuchillo de plata. Confiaba en Abigail lo bastante como para reunirse con ella allí, pero no por ello dejaría de ser precavido y aplicar todo lo que había aprendido a lo largo de su vida. Y es que bajar la guardia era lo mismo que pedir que te matasen.

- Vamos Abigail. Conozco lo bastante tu refinada vista como para saber que con un perfil en sombras te basta. – Dijo con media sonrisa. La vista de los lobos era algo increíble, incluso en una noche sin luna eran capaces de ver con toda claridad. En más de una ocasión hasta los había envidiado. De todas maneras trato de ocultar un poco su alegría por verla. Respiro un poco de aquel perfume tan sutil pero inconfundible que siempre llevaba y relajo las pulsaciones de su corazón. Detestaba que los sobrenaturales pudiesen detectar su estado de ánimo por su pulso o por las variaciones en su aroma. – Durante un momento lo pensé… pero con tanta gente pendiente de los toques de queda y los ataques de vampiros en la ciudad supuse que esto era lo mejor para hablar tranquilos. Además, ¿qué mejor lugar para enterarme de tus pecados recientes? – Aquello tenía los visos de ser una broma, pero el Diablo sabía que la única razón de querer enterarse de todo lo que le pasaba por la cabeza a la loba era porque le atraía casi tanto como desconfiaba de ella. Las mujeres hermosas siempre eran un arma muy peligrosa, porque del mismo modo que podían ayudarte, también podían ser tu mayor perdición. No se le pasaba el hecho de que ella también le estaba alagando de manera gratuita, pero Gerarld sabía que de ser en otras condiciones, ella podría haber hecho lo mismo que él y colarse en la catedral. En cualquier caso, las razones por las que quería ver a Abigail esa noche no tenían nada que ver con apreciar su figura, ni con perderse en pensamientos a cerca de la clase de mujer que se escondía tras la máscara de mortal seducción que siempre llevaba puesta, para eso ya tenía cualquier otro momento. De hecho, lo que realmente le venía a la mente en aquel momento era en darle lo que guardaba en aquel sobre bajo la toga de sacerdocio. No obstante, aun debía contenerse un poco. Todo en el mundo era una negociación, y Gerarld debía de saber que podía ganar por darle a la mujer lo que llevaba tanto tiempo deseando conseguir.

Se incorporó un poco en aquel incomodo banco y miro directamente a la mujer al otro lado de la rejilla. Tenía más o menos claro lo que necesitaba de ella, pero debía de tener cuidado con como planteaba la situación sin que llegase a hacerse demasiadas preguntas, pues si la iglesia comenzaba siquiera a averiguar sus intenciones, lo más probable es que un escuadrón de condenados derribasen las puertas de su casa en Paris para exigirle respuestas que no pensaba darles. – Ahora, mi preciosa loba, entiende que podría pasarme toda la noche pensando en lo bien que te verías sin ese… inconveniente de la rejilla; mas temo que debemos hablar de negocios primero. – Cogió un pequeño papel que tenía en un bolsillo y lo paso a través de la rejilla. – Los nombres de esa lista, seria todo un detalle que la iglesia no se pusiese a… hacer preguntas sobre ellos. – La lista solo contenía cuatro nombres, pero eran suficientemente importantes como para que cualquiera se preguntase porque el cazador pedía impunidad. La duquesa Dianceht y su marido, la bruja Landry y por supuesto la riquísima mercader Marcovic.- Necesito que los mantengas alejados de las listas de búsqueda y del radar de tus amiguitos con cruces. ¿Harías eso por mi?


Última edición por M. Gerarld Steiner el Lun Mayo 25, 2015 2:22 pm, editado 1 vez
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Mensaje por Invitado Sáb Mar 28, 2015 5:34 pm

Lo más divertido de la situación no fuera que él se hubiera colado en un confesionario, sino probablemente que yo estaba mucho más dispuesta a contarle mis pecados a aquel cazador con el que mi relación era complicada que a un sacerdote que se suponía que había estudiado para garantizarme el perdón de Dios. ¿Por qué sería, porque me recordaba menos a un cuervo y sabía que no me iba a juzgar, o sencillamente porque quizá tenía la esperanza de inspirarlo a que se uniera a mí en la vida pecaminosa que llevaba sin que me diera ningún tipo de vergüenza...? Probablemente se tratara de ambas, y no podía ignorar la buena idea que me parecía utilizar el confesionario para traducir todas nuestras insinuaciones al lenguaje de los hechos, pero me vi obligada a detener el rumbo de mis pensamientos porque sabía que él tenía algo que decirme, y yo sentía curiosidad por escuchar de qué se trataba. Como mínimo, debía ser lo suficientemente importante para justificar que profanara una iglesia, no por respeto al edificio sino por haber corrido el riesgo de que lo pillaran y tuviera que rendir cuentas a una Inquisición que no era tan benévola como podía llegar a serlo yo... con él, al menos. Con el resto de asuntos a los que me tocaba enfrentarme podía ser magnánima si estaba de humor o, más importante, si me convenía; por las consecuencias apropiadas podía arriesgarme a fastidiar mi reputación (inexistente a aquellas alturas, al menos en lo referido a cosas buenas) aún más y a hacer cualquier cosa, por extraña o ajena a mí que fuera. Seguramente por eso me había elegido él a mí de entre todos sus contactos para darme una lista de personas que tenían precio sobre sus cabezas (aunque, bueno, ¿quién no lo tenía en aquella ciudad...?): sabía que, como mínimo, escucharía su propuesta. Lo que era ya más complicado era que aceptara.

– Mi vista vale lo suficiente para saber que te has puesto un hábito, y sólo por verte así sería capaz de pagarte lo que me pidieras. ¿Quién sabe? Quizá puedas incluso conseguir que el clero empiece a resultarme atractivo.

Bromeé como había bromeado él, e incluso con la luz tenue de la iglesia que se colaba a través de las rejillas del confesionario él pudo verlo, pero la sonrisa que esbocé fue solamente con los labios, porque mi mirada estaba clavada en el papel que tenía entre los dedos y al que daba vueltas mientras sopesaba lo que él me había pedido. Dado mi reciente ascenso y mi pertenencia a la facción de los espías, en vez de a la habitual de los soldados, mi capacidad de influir en las decisiones de la Inquisición había aumentado exponencialmente, pero seguía sin ser la líder y tendría que trabajármelo mucho si de verdad quería mantener fuera de las pesquisas del Santo Oficio a seres tan notorios como aquellos que él me había indicado. Supondría gastar una considerable cantidad de favores que me había costado mi esfuerzo acumular, y también supondría meterme en unos problemas que se podían infectar con el paso del tiempo y podrían llegar a pesarme en el futuro. Así pues, ¿merecía la pena cumplir con su petición o tendría que negarme cordialmente? Ese era el quid de la cuestión: no estaba nada segura de si debía arriesgarme por él o si por el contrario era preferible hacer como Poncio Pilato y lavarme las manos en el asunto para que esas personas se las apañaran como buenamente pudieran, con sus propios recursos y sin que yo influyera. Esa opción era la más fácil, y dado que no me provocaba ningún tipo de conflicto interno tenía serias posibilidades de convertirse en la que elegiría... si no se tratara de un favor que me estaba pidiendo él, claro estaba. Tenía una relación con Gerarld que, cuando menos, podía calificarse de complicada, pero si algo tenía claro era que nuestra lealtad era mutua en ciertas cosas, y aún más si se trataba de la venganza que yo llevaba planteándome tanto tiempo que prácticamente se había convertido en lo único en lo que pensaba, por encima incluso de la carne y sus placeres.

– No voy a preguntar por qué quieres que esta lista esté fuera de los objetivos de mi gremio. Si tienes interés en ellos, será por un motivo de peso, aunque no puedo evitar sentir cierta curiosidad, y supongo que no te resultará extraño que así sea, con lo que nos conocemos...

Se lo dije con tono jovial, y el gesto de mi rostro esta vez sí que acompañó a mis palabras y a su intención, pero en realidad estaba ganando tiempo para pensar en su propuesta, y él lo sabía tan bien como yo. Aun así, era perfectamente normal que lo hiciera con el peso de la decisión que había puesto sobre mí sin despeinarse, así que no creía que fuera a echármelo en cara lo más mínimo... Y, si lo hacía, francamente, me decepcionaría tanto que no sabría ni cómo reaccionar al respecto. ¡Menudo drama! Ni siquiera en el teatro la gravedad de las situaciones se asemejaba ni lo más mínimo a lo que él y yo teníamos entre manos, pero teniendo en cuenta que se trataba de la relación entre un cazador y una inquisidora, ¿qué más podía esperarse? Finalmente me guardé el papel en uno de los bolsillos de mi atuendo y lo miré a través de la rejilla, valiéndome de la semioscuridad reinante para examinar su rostro y volver a ver en él a aquel compañero cuya vida había salvado del mismo modo que él había salvado la mía, hacía tanto tiempo. Con lentitud, alcé una mano hacia el impedimento que se había colocado entre nosotros y acaricié el tejido, en el que mis dedos se enganchaban tanto que, al final, resultó evidente el motivo de que se me acabara la paciencia y me valiera de mi fuerza para rasgar el material y abrir una vía directa de comunicación entre nosotros. Ah, no había nada como el contacto visual... Bueno, en realidad sí, el contacto físico, pero aún era pronto y no iba a ser yo quien lo comenzara después de mi brusca actuación, por lo que opté por acercarme a él y apoyar los antebrazos en la madera donde aún quedaba algo de la rejilla rasgada, que se me clavaba en la piel aunque a mí ni siquiera me importara. Así, indolente, me di el banquete que antes había deseado de su atuendo de eclesiástico y me relamí, haciendo visible el apetito que sentía desde el primer momento e, incluso, la primera vez que nos habíamos conocido.

– Acepto, pero no sé por cuánto tiempo voy a ser capaz de frenar a los perros de caza con los que trabajo, eso debes tenerlo en cuenta. Ni siquiera yo tengo tanta influencia para borrarlos completamente de las listas de los más buscados, aunque no va a poder decirse que no lo he intentado. Y, ahora que esto está solucionado, ¿no tenías algo que decirme...?
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Mensaje por Alec Windsor Dom Abr 05, 2015 5:41 am

Era una situación que valía la pena registrar en su memoria. Lo cierto es que pocas veces había tenido la oportunidad de experimentar lo que podía llegar a sentir un cura en un confesionario. En realidad, la idea de ser cura siempre le había horrorizado, quizás por las simples restricciones que se ponían a si mismo cuando en ningún momento Dios había dicho que fuese necesario. La verdad es que la biblia está repleta de contradicciones incomprensibles, regulaciones interminables. El saber quién se salvaba y quien no debía de ser con todo pronóstico la parte más complicada que debía aprender un seminarista. No obstante, lo que realmente había despertado el interés del cazador en todo este asunto era la idea de conocer los secretos de la gente. ¿De cuánto podía enterarse un cura solo con estar allí sentado? La idea simplemente era aterradora, pues todos contarían sus pecados con tal de tener la absolución a un hombre al que ni siquiera podían distinguir. La cantidad de personas que debían de haber caído en manos de la iglesia solo por no saber en quien confiar y habían acudido a un cura, en la firme creencia de que la organización no utilizaría su confesos supuestamente secreta en su propio beneficio. Evidentemente, con la mujer con la que se encontraba en aquel momento eso no era un problema. Cuando eras miembro de los mejores espías de la iglesia, una aprendía a decir solo aquello que quería decir, ni más ni menos, pero se sorprendió a si mismo queriendo saber absolutamente todo lo que hubiese podido hacer. Abigail tenía un don para conseguir que la gente se centrase en otra cosa mientras ella hacia lo que quería. Esa misma habilidad era la que les había salvado a ambos. En combate tal vez no fuese tan buena como Gerarld, pero no cabía duda de que ningún cazador había hecho mejor combinación nunca con el barón francés. Si al menos pudiese confiar plenamente en ella…

Sonrió a pesar de sí mismo. Ese era otro inestimable talento que tenía la mujer, era capaz de hacer que alguien como Gerarld sonriese en serio, pues sus bromas, tachadas de un humor negro y ligeramente catastrofista, además de erótico claro, eran muy similares a las del propio cazador, y su comodidad con ella empezaba a ser mayor cuanto más tiempo pasaba. – Estoy seguro de que muchas monjas han pensado lo mismo que tú en algún momento. -  Por desgracia, el clero ya tenía bastante mala reputación como para que encima se plantease vestir así más a menudo. – Yo, por el contrario, empiezo a pensar que las lunas llenas son menospreciadas. Son las noches en las que, con más posibilidad, puedes ver cosas asombrosas... y peludas. – Dijo devolviéndole la broma. Aquella situación en la que ambos se devolvían la pelota constantemente era hasta divertida. Cada uno resaltaba puntos que le gustaban de otro, todo mientras había cierta burla en la broma por el camino, pues ella sabía cuánto detestaba el hombre a la inquisición y al clero en general. De hecho, uno de sus principales objetivos era precisamente su jefe, un hombre de Dios que distaba mucho de seguir las enseñanzas de su propio ser supremo. Su petición, por otro lado, estaba claro que estaba siendo medida, calculada y sopesada hasta el mínimo detalle; él lo comprendía, desde luego, pues si los altos mandos de la iglesia descubrían que una de sus espías estaba alterando las listas de búsqueda, y que encima dos de los nombres incluidos eran de su propia especie… bueno, digamos que el destino de Juana de Arco seria envidiable en comparación con lo que podrían hacerle a ella. A Gerarld no le gustaba tener que depender de nadie, prefería ser consciente de que lo que tenía era porque había dado algo a cambio, y por supuesto que pensaba compensar a Abigail de modo que todo aquel esfuerzo y sacrificio mereciese la pena. Aun así, espero pacientemente, dejo que tomase las medidas y pensase en las repercusiones como quisiese. Le desagradaba bastante admitir que aquella mujer empezaba a convertirse en algo más que una compañera de sangre y muerte, era una mujer que le importaba en cierta medida, le agradaba y hasta la deseaba. Últimamente estaba empezando a tomarse las cosas demasiado a la ligera.

- Supuse que preguntarías algo así… - Dijo al escucharla. Evidentemente que quería saber porque le pedía semejante favor. Nadie pedía algo semejante y podía esperar que no le preguntasen por los motivos. – Baste decir que algunas de esas personas me resultan de un gran interés. Con otros tengo tratos similares a los que tengo contigo, y como siempre has sabido, mi preciosa loba, los negocios siempre imperan por encima de la fe. – Hay una cosa en la que si debía admitir que estaba de acuerdo con las escrituras bíblicas: Dios hizo a las mujeres solo para torturar a los hombres. Desde pequeño había tenido la impresión de que las mujeres tenían más poder del que la sociedad admitía, y aquello se hizo patente cuando conoció a su maestra de los placeres. ¿Qué poder podía tener una prostituta? Se dijo, y la respuesta era simple: todo. Ese poder se manifestó en su compañera cuando la tela que separaba ambas cabinas de confesionarios desapareció, y un rostro joven y hermoso apareció al otro lado. Aquella mujer era un cumulo de bendiciones, si es que aun existían tales cosas. El propio Gerarld conocía de sobra las curvas de su cara, cada mínima marca de aquella sonrisa que se manifestaba de forma traviesa en sus enormes ojos con una mezcla de marrón y verde. Por un momento estuvo tentado de alzar una mano tocarla, pero se contuvo. Esto era precisamente lo que le habían enseñado, no dejarse llevar por los deseos mientras los negocios aún estaban sobre la mesa, de lo contrario podías acabar sin un centavo. O sin cabeza. – Y te agradezco enormemente  que hagas esos esfuerzos. De todas maneras, es probable que tus amigos estén más centrados en mi durante una temporada. – Había matado a media docena de inquisidores en el último mes, todo ello con la esperanza de que De La Rive centrase sus recursos en un humano, no en un sobrenatural. Con eso, más el tiempo que pudiese proporcionarle Abigail, sería más que suficiente. – Mientras los tenga alejados de las listas me parecerá bien. Después de eso ya se me ocurrirá algo.

Sí que tenía algo que decirle, y evidentemente tenía pensado hacerlo desde el principio, pero también quería saber si ella estaba dispuesta a “rascar su espalda” de la misma manera que él estaba dispuesto a hacerlo. A pesar de ello, su respuesta afirmativa a su petición si que pudiese llevarse nada a cambio, al menos presuntamente, le había dado todo cuanto necesitaba para terminar de convencerse. Se acomodó un poco más en el banco, de manera que pudiese mirarla directamente sin tener que desnucarse. – Hace aproximadamente dos semanas, una manada de cambiantes asalto uno de mis barcos mercantes llevándose varios miles de francos en mercancía. Como comprenderás, eso me disgusto muchísimo… - Y eso era quedarse muy corto. Aquella manada podría haber vivido cómodamente durante mucho tiempo sin que el cazador hubiese reparado en ellos, pero Vane tuvo que fijarse precisamente en uno de sus barcos. Esa fue su perdición. – Cuando los encontré, revise su refugio y vi que no solo robaban barcos, sino también otras mercancías que podían encontrar por el camino y a burgueses moderadamente ricos. Entre todos esos botines, encontré esto. – Desato un par de botones de su indumentaria clériga para acceder a un bolsillo interior, de donde saco lo que parecía ser un reloj de bolsillo, en el habían una inscripción con un nombre muy significativo y unas iniciales. El apellido Zarkozi no era lo bastante habitual como para pasarlo por alto. – He encontrado a tu padre, Aby.
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Mensaje por Invitado Miér Abr 22, 2015 7:18 am

Oh, pues claro que lo comprendía... Aunque me hubiera criado como inquisidora y en una familia más católica que el Papa, lo cual tampoco solía ser demasiado difícil, la fe era lo último que ocupaba mi mente en cualquier situación de mi vida, ya fuera la cotidiana o la de aniquilar monstruos semejantes a mí por orden de la Santa Sede. En el ámbito de los negocios, de hecho, consideraba que las creencias dogmáticas como las que yo estaba obligada a profesar no hacían sino perjudicar lo que podía ser beneficioso para ambas partes, así que hacía mucho tiempo que había renunciado a aplicar la fe en ese sentido... en los demás, hacía todavía más tiempo, dado que no creía haber creído nunca en ningún dios y en nada que no fuera yo misma. ¿Para qué iba a hacerlo? Un ser superior que se suponía que era todo paz y amor no despreciaría a las criaturas que se habían generado en su seno, y no consideraría malditas a personas que no habían cometido más pecado que encontrarse en el lugar equivocado en el momento erróneo... Un ser inmortal, superior, no permitiría que se produjeran plagas como la de los chupasangres o los controlaría de alguna manera, en vez de dejar que fuéramos las creaciones quienes tuviéramos que poner orden en el desastre que él había organizado. Había demasiados posibles argumentos que me habían convencido de niña para ser una descreída, y encontrarme con alguien que compartía exactamente mis impresiones resultaba tan refrescante como siempre lo era luchar a su lado, por alguna extraña clase de vínculo que habíamos forjado sin siquiera ser conscientes de ello hacía ya bastante tiempo. Ese era uno de los motivos por los que Gerarld me caía bien: era pragmático, siempre se aferraba a lo que se podía convertir en un beneficio, y sobre todo cumplía su palabra y era capaz de mantenerse a la altura en un intercambio como aquel.

– Lo reconocería hasta sin el apellido grabado, Ger. Fue un regalo de mi madre.

Cualquier otra persona habría sonado melancólica ante un recuerdo tal, ante una imagen de un pasado que por las palabras que había elegido podía ser hermoso y lleno de amor y cariño. Yo soné entre excitada y rabiosa, una mezcla que me caracterizaba siempre que se trataba de la alegría de encontrar una nueva pista que me acercara un poco más a mi enemigo mortal: Gregory Zarkozi. Mi padre. Por si mi familia no fuera ya lo suficientemente extraña y digna de que toda clase de rumores se extendieran entre las capas más altas de la sociedad y de la Iglesia (desventajas de pertenecer a ambos mundos), bajo toda la apariencia de un hogar profundamente católico el clan Zarkozi estaba absolutamente deshecho y prácticamente no quedaba nadie de nosotros que fuera feliz. Los problemas habían empezado antes incluso de la muerte de Baptiste, es cierto, porque yo ni siquiera de niña había apreciado al hombre que en vez de leerme cuentos me había enseñado a afilar cuchillos e incluso a forjarlos, aunque eso lo tenía más olvidado. Aun así, todo se había agravado desde que mi hermano mayor había tenido a bien dejar este mundo y adentrarse en lo que demonios viniera después de que el corazón se parara, y lo que habían sido semillas ya habían germinado y se habían convertido en un bosque tan denso que era imposible vislumbrar lo que había debajo. Únicamente mi hermano Roland era capaz de mantener cierta cordialidad, y solamente porque no quería enfadar a mi padre para que sus torturas no fueran peores de lo que ya sabía (demasiado bien para mi gusto) que eran... por mi culpa. Exactamente como la mayoría de los problemas que habíamos tenido y que no eran responsabilidad directa de Gregory, por eso estaba tan empeñada en vengarme y en salvar a mi hermano de una vez por todas. Podía no parecerlo, pero aún albergaba sentimientos buenos y sinceros en mi corazón negro y podrido, y era precisamente eso lo que me había arrastrado por el camino del odio en el que me movía ahora, casi a tientas salvo cuando gente como Gerarld me daba la información que necesitaba para avanzar hacia la luz... mediante el asesinato de un enemigo. ¿Y aún a alguien le quedaba alguna duda de por qué yo no era buena católica...?

– Salgamos de aquí, ¿de acuerdo? El desafío de entrar ha estado bien, y aunque nos vendría maravillosamente que alguien se enterara de que estás aquí porque así la atención se centraría aún más en ti, prefiero tomar el aire antes de seguir discutiendo. Supongo que entenderás por qué, ¿no es cierto?

No lo pedí, ni tampoco lo ordené. Simplemente lo sugerí con un razonamiento pausado, tan impropio de mí como lo era la calma que se estaba apoderando de cada uno de mis miembros, una especie de placidez que me recordaba a los momentos inmediatamente anteriores a quedarme dormida. El aire pesado del interior del confesionario podía tener algo que ver, igual que su maldita cercanía, que no ayudaba precisamente a que me centrara, pero en realidad sabía que lo que pasaba era que mi mente racional estaba planeando ya cómo sería el momento de capturarlo y había sustituido al animal cuyos impulsos siempre seguía. Lo estaba haciendo, además, antes incluso de saber dónde se encontraba mi enemigo cómo me encargaría de atraparlo, torturarlo (eso quedaba fuera de toda cuestión) y después aniquilarlo; estaba adelantándome a los acontecimientos, y la mejor manera que se me ocurría de volver a la realidad era salir a tomar el aire y que la noche parisina, mi aliada más fiel y certera, me devolviera la claridad que yo misma me había arrebatado. La otra opción era que me confundiera todavía más, y era perfectamente posible conociéndome a mí alrededor de un hombre tan atractivo como lo era él, pero debía correr el riesgo por mi bien y por el de mi capacidad (escasa) de raciocinio. Por eso, cuando él me hizo una señal afirmativa me escabullí del confesionario y, entre las sombras, me dirigí corriendo hacia la salida sin hacer ningún ruido, como lo haría un animal en medio de una cacería. Ese silencio fue lo que me dio la posibilidad de pillar desprevenido al guardia de la entrada para noquearlo y que no diera la voz de alarma respecto a que me había colado en el interior del templo, y lo que me dio también los segundos de ventaja que necesité para volver a ser yo misma antes de enfrentarme a Gerarld, que pronto estuvo a mi altura.

– Dime todo lo que sepas acerca del escondrijo de esa maldita alimañana, Ger...
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Mensaje por Alec Windsor Sáb Mayo 23, 2015 7:07 am

Los negocios eran los negocios. La gente siempre tendía a creer que los sentimientos en ellos podían dar algo más de chispa, de emoción a la vida. Se equivocaban. Cuando uno trataba de conseguir algo no solo consistía en obtener la meta, sino en poder llegar a conservar lo obtenido, y para ello se necesitaban tener controlados los detalles. Cierto, las personas que estaban en su lista no necesariamente eran de su agrado, de hecho alguna de ellas ni si quiera eran relevantes a largo plazo, pero aun así se veía obligado a dejar sus opiniones personales con el fin de poder hacerse con lo que si le interesaba. En cierto modo Abigail era del mismo modo. Ella no era como los otros inquisidores. La mayoría de ellos eran hipócritas como poco, y decían que su vida era una maldición y bla, bla, bla… Ella, por el contrario, usaba a la iglesia como lo que era: una herramienta. Sus habilidades y poderes eran usados por los católicos del mismo modo que ella tiraba de sus recursos e influencias para obtener lo que buscaba. Una relación de negocios de verdad. Y evidentemente, ¿Cuál era ese objetivo? Gerarld nunca había conocido a su padre; en realidad los acontecimientos que rodearon su nacimiento daban a entender de manera contundente que su relevancia era inexistente para sus progenitores. En ocasiones, de niño, se preguntó que habría sido de sus padres, si seguirían vivos en alguna parte, y si su madre lamentaba lo que había hecho segundos antes de abandonarlo, decidiendo que estrangularle ella misma no merecía el esfuerzo. Aunque dejo de hacerse preguntas como esa hace mucho tiempo, sustituidas por cosas más importantes, como el sobrevivir por ejemplo, seguía recordando aquellos momentos de niño cuando miraba la cara de Abigail al reconocer aquel pequeño suvenir que le había traído. Ella había estado siempre en pleno control de sus expresiones, no por ello era la reina de la seducción de la iglesia. Pero esto… esto era diferente.

- Y yo que pensaba que desharías de la emoción. Pero esto es incluso mejor. – Aquel rostro solo reflejaba ira, odio y deseos de carnicería. Cosa curiosa, pero al cazador le pareció incluso más atractiva con esa cara que cuando se ponía coqueta. Siempre se había preguntado qué era lo que Gregory Zarkozi había hecho para ganarse el odio de su hija, pero lo cierto es que tampoco le interesaba, solo le importaba que Abigail consiguiese lo que tanto se proponía. – Supongo que llevabas mucho tiempo intentando conseguir algo así. Lo cierto es que lo encontré por casualidad, pero cuando lo vi creí oportuno investigarlo. – Había tardado una semana en reunir la información suficiente sobre Gregory como para poder estar seguro de que era él. Aquel hombre era escurridizo y astuto, lo bastante como para que la propia iglesia tuviese dificultades para localizarlo. ¿O era ese el problema? No tenía ninguna certeza pero… ¿Debía decírselo? Permaneció en silencio durante un par de minutos, sopesando las posibilidades y consecuencias, tanto para ella como para él. Al final, no sabe muy bien cómo, pudo con él la palabra que le había dado a la licántropo. Colaboración, por encima de todo. – Abigail no puedo demostrarlo, aun, pero tengo motivos para pensar que tu padre se ha mantenido oculto todo este tiempo ayudado activamente por tus propios jefes. – Como bien había dicho, no tenía pruebas, pero era una impresión que se había aferrado a sus huesos desde que empezó a observar a Gregory. Cierto, aquel hombre tenía habilidades para pasar desapercibido, pero Gerarld había pasado desapercibido toda su vida, simplemente porque su subsistencia dependía de ellos, y aquel hombre no había podido ser tan discreto sin la ayuda de alguien, alguien con poder y dinero suficiente. Pero como ya hemos dicho, no tenía certezas de nada. Esto, como tantas otras cosas, seguía siendo una prueba, una pequeña muestra para ver hasta qué punto podía fiarse Abigail de él. ¿Creería en sus jefes, los que le habían dado un objetivo en la vida? ¿O creería al hombre que le había salvado la vida y viceversa? Gerarld comenzaba a contradecirse a si mismo, dependiendo de las opiniones y criterios, así como de los sentimientos, de otros y no de sus propias capacidades. Este era el tipo de decisiones que le costaban la vida a uno.

- Lo entiendo. – Después de lo dicho no era precisamente una conversación que tener en un confesionario. Además si, por un casual, Abigail tomaba la decisión de creer más en la iglesia que en él, estar en el exterior le daría mas posibilidades de acabar con sus perseguidores y escapar. Algo que le decepcionaría bastante, pero estaba preparado para ese tipo de situación si hacía falta. Salió del confesionario con aire tranquilo, manteniendo la mirada fija en los brazos de la mujer, pues sabia de su habilidad para ocultar cuchillos por todas partes, incluso con su ajustado vestido, que llamaba la atención a propios y a extraños, el cazador estaba seguro de que había por lo menos una docena de escondites de donde podía sacar un arma. La acompañó hasta una de las puertas laterales manteniendo cierta distancia. Volvió la esquina para darse cuenta de cómo su acompañante había noqueado sin problemas al guardia que tanto se había esforzado por esquivar hacía apenas una hora. “Si que está emocionada con esto.” Se dijo a si mismo, convencido de que al menos ahora podrían hablar con normalidad sin tener que preocuparse porque alguien los oyese. Avanzo sin preocuparse lo más mínimo por el cuerpo y se adentró en la noche al lado de la mujer. Su siguiente pregunta no le pilló desprevenido, después de todo era la pregunta mas obvia. – Aunque me sorprenda decirlo, los cambiantes que tenían el reloj llevaban un registro aproximado de donde habían obtenido cada objeto, supongo que para coordinar sus asaltos mejor. – Cosa que resultaba impresionante, debía darle las gracias a Diana por esa información tan interesante. – El reloj lo encontraron en el transporte de un alto burgués en la carretera del sur de París. Seguí su rastro hasta Orleans, allí encontré a tu padre. – Más que encontrar había tenido que sobornar, y no con precios baratos la verdad. – Al parecer lleva unos seis meses escondiéndose en la casa de un mercader muy adinerado de América. – Una familia muy apegada a la iglesia dicho sea de paso, otra piedra que añadir a su teoría de que los católicos le protegían. – Es una mansión de hace unos cien años, en esta dirección. – Dijo antes de pasarle un trozo de papel con una dirección garabateada con la fina letra de Gerarld. Ahora bien, ahora venían las malas noticias. – Tu padre compro pasaje para América hace tres días. Supongo que su intención es marcharse a Nueva York o Nueva Orleans en cuanto llegue. El barco es el Perséfone, zarpara de los muelles de Marsella dentro de dos semanas. – Tiempo más que suficiente para encontrarlo y hacer… - ¿Qué harás cuando le tengas?
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Mensaje por Invitado Lun Jul 06, 2015 11:45 am

Lo que él había contemplado como una posibilidad yo lo tenía como la certeza que alimentaba el fuego de mi odio a la maldita Inquisición: él lo estaba ayudando. ¡Pues claro! Era la única manera de explicar que, hasta con mis cada vez más importantes contactos, no fuera capaz de localizar al maldito bastardo responsable tanto de mi existencia como de la maldición con la que cargaba a diario, no precisamente la lupina; alguien poderoso lo protegía, y ese alguien sólo podía ser la Iglesia. Mi certeza era inexplicable, cierto, pues no tenía pruebas que me dieran la total seguridad de la que siempre hacía gala y que en esto parecía ser aún más extraña e impropia que en lo demás, pero respondiendo a la lógica era la única manera de explicar los misterios que me había visto obligada a desentrañar desde que había entrado en la boca del lobo para ahogarlo desde dentro. Ninguna realeza tendría el suficiente interés para proteger a un loco como él, que además estaba lo suficientemente seguro de su posición para hacer experimentos con chupasangres y corromperse a sí mismo. Ni siquiera los reyes franceses eran capaces de perder la cabeza lo suficiente (¡qué apropiada expresión!) para hacer la tontería de proteger a un hombre como él, y los únicos que gozaban de unos recursos similares a los míos eran, precisamente, los eclesiásticos. La verdad sea dicha, y aunque me molestara reconocerlo, la idea era brillante: ¿qué mejor que utilizar el mismo recurso que la persona que te busca para protegerte de ella y evitar que barra el suelo de París con tu maldito e impuro cuerpo? Suponía que a mí la retorcida inteligencia tenía que venirme de alguna parte, y por fin acababa de encontrar un potencial lugar para rastrear ese talento que me caracterizaba desde... bueno, desde siempre. Chapeau, señor Gregory Zarkozi, pero aún y todo había algo con lo que no había contado: yo. Y, más que yo, mi capacidad para buscarme aliados hasta en el Infierno, si era necesario.

– Ni siquiera me sorprende que el bastardo se haya apoyado en la cúpula corrupta de la Inquisición para protegerse de mí, ¿quién si no sería capaz de proteger a semejante sabandija de una tumba que él mismo se ha excavado? No tiene el mismo valor para ellos un hombre que se mantiene puro que una condenada, siguen considerándonos peor que perros, y por mucho que en mi caso sea apropiado, era lo que me hacía sospechar que ellos debían de estar ayudándolo. Gracias por la confirmación, de todas maneras.

Tenía la mirada clavada en un punto lejos de él y, aun así, para cualquier observador imparcial podía parecer que lo estaba mirando cuando me encontraba perdida en mis pensamientos. Si podía hacer alarde de contactos, unos Inquisidores aliados en Orleans podrían frenarlo el tiempo suficiente para que yo llegara allí y me encargara de la bestia, pero ¿y entonces qué? Había pasado tanto tiempo planeando la manera de atraparlo que mi fantasía nunca había llegado al punto de qué hacer una vez lo hubiera atrapado, quizá porque confiaba en mi odio lo suficiente para saber que no se me quedaría la mente en blanco, precisamente, al dominarlo y someterlo a mi voluntad. Pese a ello, no podía responder a la pregunta de Gerarld, no con el detalle que se merecía tras la enorme ayuda que me había prestado y que se encontraba físicamente primero en mi mano y después entre mis ropas, en el lugar más seguro que se me ocurría. Él, por ser el aliado más valioso del que disponía en la búsqueda de venganza que me había obsesionado desde que era una niña, merecía algo más que una simple mentira, pero sabía perfectamente que en cuanto abriera la boca para responder me saldría alguna bravata de las mías, medio en broma medio en serio, que él sabría interpretar a la perfección. Por algo nos llevábamos tan bien, ¿no? Aparte del mutuo beneficio, claro estaba, pues no había olvidado mi parte de responsabilidad en aquel trato y sabía que debía hacer lo imposible por que la Inquisición no hiciera más preguntas de las que debía respecto a los nombres que me había dado. No había mentido antes al decir que sería complicado, él ni siquiera imaginaba cuanto, pero si así conseguía incordiar a aquellos que me habían estado impidiendo conseguir mi venganza... que así fuera. Lucharía contra quien hiciera falta para remediarlo.

– ¿Quieres que te dé detalles de cómo va a ser el parricidio, Gerarld, o simplemente que te confirme que disfrutaré con él como no he disfrutado con nada en mucho tiempo? Ni siquiera tengo planeado nada aparte de traerlo a París para que éste sea mi campo de juegos, prefiero estar en un lugar donde pueda tener ventaja, aunque él también pudiera tenerla, porque así el desafío estará a la altura de lo que me ha costado superarlo. Aparte de eso... Créeme, estás mejor sin saber nada más.

Igual que yo también lo estaba, porque estaba segura de que la muerte de mi progenitor sería, para mí, un punto de no retorno del que, estaba segura, yo saldría completamente cambiada. ¿Y qué si así era? Llevaba años preparándome, con cada maldita cosa que hacía, para el momento en que tomaría la venganza que nos correspondería a Roland y a mí, lo que fuera que pasara a partir de ese momento era una incógnita, pero que yo estaba dispuesta a recibir con los brazos abiertos y la tranquilidad que, en aquel momento, empezó a recorrer mi cuerpo. Todo estaba en marcha, se había iniciado el mecanismo que pondría fin a las fechorías de un Inquisidor, la hipocresía máxima de las que había conocido, y aunque sabía que aún debía ponerme en contacto con quienes me ayudarían en Orleans a evitar la huida a América de Gregory, a esas alturas de la partida absolutamente nada ni nadie sería capaz de pararme. Y lo que sentía era euforia, una auténtica paz interior mezclada con un estallido de fuerza tal que se apoderó de mí y me hizo actuar sin pensar un instante, frente a él, y precisamente con él como protagonista. Así pues, lo besé, y no fue un beso que apenas constituyó un roce de nuestros labios, sino una auténtica explosión de lujuria por mi parte que mezcló el agradecimiento que sentía (aunque se lo fuera a pagar mediante un favor, eso no importaba) con el deseo por él que sentía desde que nos habíamos conocido y salvado los respectivos cuellos, hacía ya tanto tiempo. Seguramente mi actitud fuera inmadura y, quizá, podría tildarse de loca e inapropiada, pero eso no me había importado nunca y no iba a empezar a hacerlo en aquel momento. Suficiente tenía con disfrutar del beso que él me estaba dando como para, encima, pensar en nada más... Como que me lo estaba devolviendo. Pero, bueno, era imposible que no lo hiciera a sabiendas de lo bien que se me daba usar la boca en todos los aspectos de mi vida.
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Mensaje por Alec Windsor Jue Sep 03, 2015 9:23 am

La posibilidad la convenció. Bueno, ¿no era eso lo que pretendía? Por alguna razón seguía dudando de Abigail cuando se trataba de escoger entre la lealtad hacia la Iglesia y la lealtad a sus amigos. Desde hacía tiempo, Gerarld tenía claro que los condenados no eran más que una herramienta más, una muy peligrosa sí, pero posiblemente la más práctica de todas. ¿Qué mejor manera de cazar a los seres a los que llamaban demonios que con otros demonios? En realidad tenia muchísimo sentido, y conocía a De la Rive lo bastante como para estar seguro de que no le temblaría el pulso a la hora de hacer lo necesario para conservar a un recurso tan valioso como Abigail. A fin de cuentas, nadie podía asegurarle que ella seguiría siendo fiel a la Inquisición una vez que hubiese cumplido su venganza. Existía la posibilidad de que la joven licántropo se marchase, llevándose consigo secretos eclesiásticos, contactos y, lo que podía ser peor, a un grupo de condenados con ella. Esa clase de amenaza sin duda sería algo muy preocupante. Es mas, el cazador estaba dispuesto a apostar su mejor pistola contra un gramo de hierro a que tenían correas similares alrededor de todos los condenados reclutados, por si acaso alguno de ellos tenía intención de apartarse de lo que la Inquisición llama “el camino recto”. Si era por esa regla de tres, puede que Abigail nunca terminase de estar libre de cualquier influencia de su padre. Tal vez no directamente, pero si como repercusión por sus actos. De una manera u otra, los actos de Zarkozi debían llevarse a término, precisamente por eso es que no había dudado en absoluto en darle a la loba la información de que disponía. Cuando acabase con su venganza personal, ya calibraría los niveles de amenaza provenientes de sus propios jefes. Y si ella no era capaz de hacerlo, lo haría el propio Gerarld. Lo cierto es que, para bien o para mal, Abigail era una de las pocas personas que mantenía en su vida no solo por beneficio, sino también por gusto y placer. En ciertos aspectos, tener a alguien que entendiese su trabajo y los riesgos que conllevaba era algo digno de conservar. Aunque, y de esto estaba seguro, su mentor solo le diría que estaba cometiendo un error.

- Lo que haga la iglesia me trae sin cuidado, Aby. Lo que me preocupa es que se estén tomando tantas molestias. ¿Qué les reporta tu padre que tanto les conviene? – Esa era una pregunta digna de plantearse, sobre todo porque ese recurso que pudiese proporcionar podía acabarse si su preciada hija acababa con él antes de tiempo. – Sea lo que sea, está claro que no es solo por ti y tus hermanos, y si no quieres ser la próxima muriente por la que me paguen, te sugiero encarecidamente que lo averigües. – Aquello último lo dijo muy en serio. Miro a la joven como quien no bromea en absoluto. ¿Aceptaría un contrato por Abigail? Si, sin duda. ¿Sería barato? Ni por asomo, es probable que el precio fuese lo bastante desorbitado como para creer que no merecía la pena pagar, pero no por ello significaba que fuese a rechazarlo.

En aquel momento, caminando por las calles de parís, con Notre Dame apuntando al cielo, estuvo convencido de que estaba calibrando perfectamente su respuesta. La pregunta era evidente, pero no porque así debiera ser, sino porque esta era la primera vez que tenía la posibilidad de planteársela. La primera vez que estaba lo bastante cerca como para cumplir con su propósito. Y solo con mirar su cara lo sabía: no tenía ni idea. No tenía pensado juzgarla por ello, a fin de cuentas el tampoco podría considerarse un ejemplo de objetivos a largo plazo, así que no le importaba. De hecho, quizás un futuro en blanco era lo que Abigail necesitaba, la posibilidad de decidir lo que quisiese una vez que la necesidad de su cacería hubiese quedado satisfecha. La idea de su relación no se basaba en confesiones íntimas a la luz de las velas como dos amantes perdidos que se esconden por el bien de su amor. Si ella quería contarle algo, seria cuando lo decidiese, y él prestaría la debida atención a sus palabras, como había hecho siempre. No había espacio para la ternura en la venganza, y ahora eso era lo único que la movía; pensar cualquier cosa diferente solo seria debilidad que llevaría a que Gregory Zarkozi escapase a la parca. – En ese caso, creo que no necesitas mi ayuda para nada. – Dijo con lo más parecido a una sonrisa de lo que fue capaz. – Como dirían tus jefes: los pecados del padre solo serán superados por los pecados del hijo. – Dijo parándose delante de ella y agarrándole suavemente de la barbilla, mientras miraba aquellos ojos, ardientes ante la posibilidad de la matanza. – Dicho lo cual, mi preciosa loba, ¿querrás hacer algo por mí? – Se acercó un poco más a ella, para asegurarse de que entendiese bien sus palabras, por innecesario que fuese. – Haz que sufra. – Gerarld nunca había sido participe de la violencia y el dolor innecesarios, cierto. No obstante, en esta ocasión creía que merecía la pena que esa norma se obviase. Zarkozi moriría, y lo haría de maneras que ni la mente de Gerarld era capaz de calibrar. Y se lo merecería.

Aunque lo siguiente que aconteció le venía de manera desprevenida, no por ello lo rechazo. Como había dicho antes, Abigail entendía mas que nadie en que situación estaba el cazador, como era y como debía comportarse. No la freno, pues la deseaba casi tanto como le parecía ocurrir a ella. Su boca era una explosión de ira, lujuria y violencia, algo que el jamás había sentido en su vida y que, el Diablo le perdonase, le gustaba. En su juventud, Gerarld había aprendido que el deseo era una cosa, y que como cualquier cosa era un arma para usar contra tus objetivos. Sin embargo, aquella mujer era un arma en sí misma, y aunque jamás había osado desear a una de las putas que gobernaba su mentora, ninguna de ellas podía siquiera aproximarse al calor de Abigail. Quizás fuese la confianza que ambos se tenían, pero no le importaba eso ahora. Volver a respirar después de aquel beso casi podría haberse considerado un castigo, pero no podía permitirse decirle cuanto había disfrutado, eso era capaz de entenderlo ella sola. – Cuando vuelvas, si quieres cambiar esto. – Dijo mientras señalaba a Notre Dame. – Mi puerta y mi casa siempre están abiertas. – Era una proposición poco común viniendo de él, pues siempre había preferido trabajar solo, pero aun así no le preocupaba, es más, creía que la licántropo sería una socia más que interesante. Sin embargo, tenía la impresión de que la mujer no iba a moverse de ninguna parte. – En cuanto a ti… Espero que no te olvides de algo muy importante. Y es que esto que acabas de hacer te saldrá caro.


Off: mil perdones por la tardanza.
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The sins of the father [privado] Empty Re: The sins of the father [privado]

Mensaje por Invitado Mar Dic 01, 2015 2:12 pm

Sonreí aunque hubo una amenaza de por medio, aunque él me hubiera dicho que pagaría por lo que había hecho, algo que por cierto los dos deseábamos que hiciera aunque solamente yo hubiera dado el paso. Sonreí porque sabía que la cuerda floja en la que caminaba cada vez que me juntaba con Gerarld estaba más tensa que nunca, y ese era mi momento favorito para practicar las acrobacias que me podrían costar el cuello aunque supiera que no había dinero en el mundo suficiente para convencerlo de que me matara. Sonreí por eso y porque no sabía cómo sentirme, tenía una auténtica explosión de emociones en mi mente por las noticias y por la primera prueba real del paradero de Gregory, así que tan pronto podía sonreír como gritar y, dadas las circunstancias y la compañía, prefería la primera opción con tanta intensidad que casi hasta me dolía. Y, hablando de doler, al final tuve que borrar la sonrisa porque las comisuras de mis labios me molestaban por la tensión de mantener el gesto tanto rato como lo había hecho y de una manera no sardónica, que era a la que más acostumbrada estaba. Sin embargo, no por ello dejé de mirarlo con un deje de humor en la cara, de eso estaba absolutamente segura, porque seguían resonándome en los oídos las palabras de aquella proposición tan indecorosa que cualquier mujer de sociedad se habría ruborizado, aunque ni siquiera significara necesariamente lo que a mí se me había ocurrido tras aquel beso. Vamos, ¿qué podía decir? Él era un hombre atractivo físicamente y que se convertía en aún más interesante por el hecho de que en cualquier momento podría matarme, si era lo que le apetecía. Por mucho menos que él yo me había dejado convencer para ser arrojada a un lecho y que el hombre en cuestión hiciera lo que quisiera (y lo que yo le dejara) conmigo y con mi cuerpo; ante tal tentación, apenas si podía resistirme a buscarle el doble sentido a palabras que ni estaba segura de que lo tuvieran.

– Sufrirá por sus crímenes, Ger, no por ti. Lo que sí puedo prometerte es que me ensañaré con él como si tú estuvieras guiando mi mano mientras lo destrozo y lo humillo hasta que no quede más de ese bastardo despreciable.

Bajé las manos hasta mi regazo y entrelacé los dedos en un intento por tenerlas quietas y por controlar el temblor excitado que me había invadido desde el momento en que había catado mi venganza tan cerca que casi podía acariciarla con la boca. El resto del cuerpo no había supuesto un desafío para los escalofríos, que podía disimular tan bien que ni él se daría cuenta a menos que mirara mis pechos endurecidos y no precisamente por la temperatura nocturna. Las manos, sin embargo… Esas eran otra historia. Ansiaban convertirse en la herramienta de destrucción del bastardo Zarkozi tanto como mi mente y el lobo en el que me convertía en ocasiones físicamente, un lobo que ya casi podía saborear la sangre del demonio con el que había tenido que convivir demasiados años, muchos más de los que habrían sido deseables. ¿Y yo? Yo moría por liberarnos a mi hermano y a mí, a mi pobre Roland que había firmado su sentencia de muerte para que yo pudiera ser liberada de las cadenas que nos ahogaban igual a los dos. Por primera vez en toda mi breve vida podría ser una hermana de la que él se enorgullecería y no al contrario, como siempre había sucedido entre nosotros, aunque yo hubiera sido la única capaz de ver lo que él realmente valía. Por encima de la Inquisición, por encima de nuestra familia, por encima de toda la maldita ciudad de París, yo había sido la única capaz de ver a mi hermano Roland por el hombre que era y no por quien Gregory ansiaba que fuera, y en cuanto quedara libre del yugo de la bestia él mismo podría demostrar a todos su auténtico potencial. Ante los constantes pensamientos que estaba dedicando a mi hermano alcé la mirada y la clavé de nuevo, aunque no recordaba cuándo la había desviado, en el hombre que había hecho posible que mi venganza fuera a cumplirse como llevaba años debiendo hacer, desde el momento en que había empezado a ponerme la mano encima y los golpes se habían comenzado a suceder sin parar ni un solo día.

– Y, créeme, soy consciente de que me saldrá caro… Pero me gusta jugar con fuego y quemarme, me conoces lo suficientemente bien para saberlo, ¿no crees? Bien, ahora debería prepararme. Muchas gracias por todo, e intentaré mantener mi parte del trato. Si no lo consigo, ya sabes dónde encontrarme para hacérmelo pagar.

No pude evitar morderme el labio inferior y sonar lujuriosa al hablar de que me lo hiciera pagar, y eso que realmente lo intenté. Al menos, durante medio segundo completo, pero dado el efecto que tenía Gerarld sobre mí pretender que consiguiera liberarme de su embrujo era una absoluta tontería que a ninguno de los dos, inteligentes por naturaleza, se nos ocurriría jamás. Pese a mi inteligencia, no obstante, lo último que le había dicho era una verdad demasiado cierta: amaba sentir las llamas del fuego con el que jugaba entre los dedos, amenazando con devorarme entera y con su calor casi marcándome la piel de por vida. Tal amor por el peligro se tradujo, en esa situación, en acercarme a él y robarle un beso sumamente rápido antes de guiñarle el ojo y marcharme de allí. Así daba yo por terminada nuestra conversación, pese a que sabía que habría futuros encuentros para mantener una alianza tan compleja como la que él y yo manteníamos, especialmente si él debía asegurarse de que yo cumplía mi parte del trato. Y, de verdad, planeaba hacerlo, aunque eso supusiera proteger a seres que me eran absolutamente indiferentes y gastar favores que me debían en gente que yo no habría considerado jamás, pero así funcionaban las alianzas… Una por ti, una por mí, o en aquel caso la protección de seres que valían algo para él a cambio de la destrucción de alguien que valía para mí más de lo que estaba dispuesta a admitir, incluso en la intimidad de mis pensamientos. Parecía un trato justo, ¿no? O, al menos, a mí sí… Pero dado que estaba dispuesta a dar mi propia vida a cambio de llevar a cabo mi venganza, seguramente cualquier cosa me lo parecería. Y con esos pensamientos me adentré en la noche parisina, desapareciendo de la vista de Gerarld hasta la próxima vez que nos encontráramos, y que algo me decía que sería más pronto que tarde.
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