AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Rojo sobre blanco {Privado}
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Rojo sobre blanco {Privado}
”La ira es una locura de corta duración.”
Horacio
Horacio
Rabia, ira, impotencia, furia.
No había palabras mejores que esas para describir su estado anímico en esos momentos. Aún tenía aquella maldita carta entre medio de sus dedos, la cual destrozó e hizo bola antes de arrojarla al fuego de la chimenea y se convertía en llamas, al mismo tiempo que un grito furibundo escapaba de la boca del lobo.
Nevaba suavemente, como lluvia de plumas cayendo lentamente por fuera de la ventana. Un paisaje calmo que no ayudaba a apaciguar al Duque de Escocia. Pateó la mesa de centro e hizo saltar el cristal que, por fortuna, no llegó a romperse.
Romper, destrozar, destruir, desgarrar.
Eso era todo lo que quería el lobo. ¡Cómo hubiese deseado poder transformarse en ese momento! Sin siquiera importarle madres a cuantos criados podría devorarse con su furia ciega e incontenible, pero no podía elegir sus transformaciones, no podía traicionar a la Luna, su Señora, fiel ama y mujer castigadora.
Salió del salón avanzando a grandes zancadas y abriendo la puerta de golpe. Apenas tuvo tiempo uno de sus criados para preguntarle que le ocurría al Señor, pero éste le ignoró tan abiertamente como si aquel pobre hombre en verdad no existiera. Salió de la enorme casona, apenas tomando el abrigo más accesible del closet más cercano y se cubrió con él cual manto negro y estrellado llamado noche.
Sus huellas se marcaron en la nieve, profundas, decididas; caminó a lo recto a través de los jardines hasta llegar al pequeño granero en donde guardaba algunas armas de cacería, y es que eso era realmente lo que quería. Matar… Romper, destrozar, destruir, desgarrar.
Pobres animales que se encontrasen a su paso, pues el Duque era muchas veces un fiel amante de la naturaleza y se interesaba fervientemente en la conservación de sus especies, pero no en ese momento, en ese momento ni siquiera él, era un demonio poseído por la ira, un ser irracional y demente, un loco sediento de una venganza que le era negada día a día.
No necesito siquiera de carruajes para dirigir su camino, estaba completamente decidido a dispararle a cualquier cosa que se moviera y que no llevase traje o vestido, aquellas últimas salvedades las hacía sólo porque no quería podrirse en la cárcel, pero si el asesinato no llevase una condena de por medio, era probable que también se lo pensaría.
Mala suerte de la primera hermosa y majestuosa ave que se cruzó en su camino; era un búho nival, aquellas fastuosas aves que se mimetizan perfectamente con el entorno nevado y que hacen aún más dichoso al ojo que logra verlas, pese a su escasez y capacidad de camuflarse con aquel medio. Emerick no sólo era entonces el afortunado que lograba verla, sino también el desdichado que le quitaría la vida.
Su rifle apuntó sin temblar un momento, su dedo jaló el gatillo sin dudarlo un segundo y la bala de plata salió disparada a atravesar la carne y a robar a esa ave su vida y el tiempo.
No había palabras mejores que esas para describir su estado anímico en esos momentos. Aún tenía aquella maldita carta entre medio de sus dedos, la cual destrozó e hizo bola antes de arrojarla al fuego de la chimenea y se convertía en llamas, al mismo tiempo que un grito furibundo escapaba de la boca del lobo.
Nevaba suavemente, como lluvia de plumas cayendo lentamente por fuera de la ventana. Un paisaje calmo que no ayudaba a apaciguar al Duque de Escocia. Pateó la mesa de centro e hizo saltar el cristal que, por fortuna, no llegó a romperse.
Romper, destrozar, destruir, desgarrar.
Eso era todo lo que quería el lobo. ¡Cómo hubiese deseado poder transformarse en ese momento! Sin siquiera importarle madres a cuantos criados podría devorarse con su furia ciega e incontenible, pero no podía elegir sus transformaciones, no podía traicionar a la Luna, su Señora, fiel ama y mujer castigadora.
Salió del salón avanzando a grandes zancadas y abriendo la puerta de golpe. Apenas tuvo tiempo uno de sus criados para preguntarle que le ocurría al Señor, pero éste le ignoró tan abiertamente como si aquel pobre hombre en verdad no existiera. Salió de la enorme casona, apenas tomando el abrigo más accesible del closet más cercano y se cubrió con él cual manto negro y estrellado llamado noche.
Sus huellas se marcaron en la nieve, profundas, decididas; caminó a lo recto a través de los jardines hasta llegar al pequeño granero en donde guardaba algunas armas de cacería, y es que eso era realmente lo que quería. Matar… Romper, destrozar, destruir, desgarrar.
Pobres animales que se encontrasen a su paso, pues el Duque era muchas veces un fiel amante de la naturaleza y se interesaba fervientemente en la conservación de sus especies, pero no en ese momento, en ese momento ni siquiera él, era un demonio poseído por la ira, un ser irracional y demente, un loco sediento de una venganza que le era negada día a día.
No necesito siquiera de carruajes para dirigir su camino, estaba completamente decidido a dispararle a cualquier cosa que se moviera y que no llevase traje o vestido, aquellas últimas salvedades las hacía sólo porque no quería podrirse en la cárcel, pero si el asesinato no llevase una condena de por medio, era probable que también se lo pensaría.
Mala suerte de la primera hermosa y majestuosa ave que se cruzó en su camino; era un búho nival, aquellas fastuosas aves que se mimetizan perfectamente con el entorno nevado y que hacen aún más dichoso al ojo que logra verlas, pese a su escasez y capacidad de camuflarse con aquel medio. Emerick no sólo era entonces el afortunado que lograba verla, sino también el desdichado que le quitaría la vida.
Su rifle apuntó sin temblar un momento, su dedo jaló el gatillo sin dudarlo un segundo y la bala de plata salió disparada a atravesar la carne y a robar a esa ave su vida y el tiempo.
Última edición por Emerick Boussingaut el Dom Feb 22, 2015 1:33 pm, editado 1 vez
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Fecha de inscripción : 23/09/2012
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Re: Rojo sobre blanco {Privado}
Pedía que sucediera algo emocionante en su vida. ¿Por qué solamente que ocurriera y ya? Porque no se sentía en ánimos de ir a buscarlo. Quizás se debía a que era una retraída intelectual y le faltaba fijarse más en lo que la rodeaba; a que no confiaba en que el mundo le mostrase su lado amable teniendo tantas aristas negativas, pues tampoco era una excelente persona que mereciese tal exclusividad; o simplemente le daba pereza. ¿Qué sabía ella? «Dios sabe» le decía su padre; «Tu corazón sabe» le decía su madre, pero ella no tenía nada que decir. Aquel era el problema.
Abrió la ventana de su cuarto con pésimo carácter, dispuesta a volar hacia el exterior y no dar explicaciones a ningún sirviente de adónde iría ni qué haría con las típicas mentiras de que a la Iglesia o que a caminar. Eso no lo disfrutaba, pero vaya que se regocijaba al estirar las alas, pues en el aire no eran interrumpidos sus pensamientos. La gente subestimaba el poder de la mente para modelar la vida de una persona. Sineád sabía que no era sano abstraerse en exceso, pero también era su droga estimular su cerebro mismo.
Cual brote blanco derramado sobre la tierra, Sineád dejó la piel y recogió el plumaje convirtiéndose en una briosa lechuza blanca. Aleteó furiosa contra el viento; no le gustaba dejar las paredes de su casa, pero todo antes que se como su madre, tan pasiva, tan negligente con su propio cuerpo que apenas se movía de puro gandula. Ella no. No dejaría que la quietud consumiera sus magníficos músculos de cambiante. Quería un cuerpo fuerte, digno hasta la muerte.
Se posó en una rama luego de un rato, sintiendo palpitar su anatomía del ejercicio. Ahí se dejaba estar, respirar. Concentrarse en cómo la sangre fluía orgullosa alimentaba su perseverancia. El día de mañana volaría por una o dos horas más. Eso fue lo que planeó, pero dicho esquema se quebró cuando escuchó un ruido muy ligero provenir de alguna parte. Quiso huir, pero apenas alcanzó a ladearse. ¿Consecuencia? Su ala izquierda espantosamente agujereada por una bala.
Le pasaba por distraída, por abusar de su propia suerte, y por algo más. «Esto me pasa por desear estupideces» pensó.
Cayó al suelo de inmediato, aturdida por el dolor. No pudo ni mantener su propia transformación. Ahora toda la energía de su anatomía se enfocaba en detener el sangrado y en cerrar esa herida. Así era expuesta su figura sobre la tierra, tan humana como el proyectil que la había atravesado. Instintivamente cubrió su desnudez como pudo, con su cabello y sus manos, sin moverse de su posición horizontal. A pesar de ser una cambiante, no toleraba verse en cueros ante nadie. Todavía imperaba un carácter moralista en esas venas, aunque había que añadir que tampoco le gustaba su cuerpo.
Localizó con los ojos heridos en su orgullo aquella energía que la había derribado y le devolvió el disparo con esa mirada. Esa energía no la engañaba: él sabía lo que ella era.
—¿Pero qué creéis que estáis haciendo? ¿Cuál es vuestro afán? ¿Darme caza? ¡Pero cómo podéis concebir algo así! ¡Mirad, que no soy un pato! ¿No os da vergüenza usar juguetes en lugar de vuestras propias manos? Al menos hubierais tenido la decencia de enfrentarme como hombre. —se levantó ligeramente hasta ponerse en cuchillas sin dejar que sus manos abandonaran sus zonas más íntimas— Y por favor tened la mínima atención y dadme algo con qué cubrirme. No planeé esto. Nunca pensé que alguien pudiera ser tan… —se guardó el comentario. «Incompetente» o «estúpido» fue lo que quiso decir, pero si se iba en esa parada tal vez no recibiría ayuda alguna— Haceros responsable, por honor.
«Honor». Su padre ya le había dicho que las personas hacían cada vez menos por ese concepto, que se creían muy importantes como para darle la espalda. Pero para variar, Sineád insistió.
Abrió la ventana de su cuarto con pésimo carácter, dispuesta a volar hacia el exterior y no dar explicaciones a ningún sirviente de adónde iría ni qué haría con las típicas mentiras de que a la Iglesia o que a caminar. Eso no lo disfrutaba, pero vaya que se regocijaba al estirar las alas, pues en el aire no eran interrumpidos sus pensamientos. La gente subestimaba el poder de la mente para modelar la vida de una persona. Sineád sabía que no era sano abstraerse en exceso, pero también era su droga estimular su cerebro mismo.
Cual brote blanco derramado sobre la tierra, Sineád dejó la piel y recogió el plumaje convirtiéndose en una briosa lechuza blanca. Aleteó furiosa contra el viento; no le gustaba dejar las paredes de su casa, pero todo antes que se como su madre, tan pasiva, tan negligente con su propio cuerpo que apenas se movía de puro gandula. Ella no. No dejaría que la quietud consumiera sus magníficos músculos de cambiante. Quería un cuerpo fuerte, digno hasta la muerte.
Se posó en una rama luego de un rato, sintiendo palpitar su anatomía del ejercicio. Ahí se dejaba estar, respirar. Concentrarse en cómo la sangre fluía orgullosa alimentaba su perseverancia. El día de mañana volaría por una o dos horas más. Eso fue lo que planeó, pero dicho esquema se quebró cuando escuchó un ruido muy ligero provenir de alguna parte. Quiso huir, pero apenas alcanzó a ladearse. ¿Consecuencia? Su ala izquierda espantosamente agujereada por una bala.
Le pasaba por distraída, por abusar de su propia suerte, y por algo más. «Esto me pasa por desear estupideces» pensó.
Cayó al suelo de inmediato, aturdida por el dolor. No pudo ni mantener su propia transformación. Ahora toda la energía de su anatomía se enfocaba en detener el sangrado y en cerrar esa herida. Así era expuesta su figura sobre la tierra, tan humana como el proyectil que la había atravesado. Instintivamente cubrió su desnudez como pudo, con su cabello y sus manos, sin moverse de su posición horizontal. A pesar de ser una cambiante, no toleraba verse en cueros ante nadie. Todavía imperaba un carácter moralista en esas venas, aunque había que añadir que tampoco le gustaba su cuerpo.
Localizó con los ojos heridos en su orgullo aquella energía que la había derribado y le devolvió el disparo con esa mirada. Esa energía no la engañaba: él sabía lo que ella era.
—¿Pero qué creéis que estáis haciendo? ¿Cuál es vuestro afán? ¿Darme caza? ¡Pero cómo podéis concebir algo así! ¡Mirad, que no soy un pato! ¿No os da vergüenza usar juguetes en lugar de vuestras propias manos? Al menos hubierais tenido la decencia de enfrentarme como hombre. —se levantó ligeramente hasta ponerse en cuchillas sin dejar que sus manos abandonaran sus zonas más íntimas— Y por favor tened la mínima atención y dadme algo con qué cubrirme. No planeé esto. Nunca pensé que alguien pudiera ser tan… —se guardó el comentario. «Incompetente» o «estúpido» fue lo que quiso decir, pero si se iba en esa parada tal vez no recibiría ayuda alguna— Haceros responsable, por honor.
«Honor». Su padre ya le había dicho que las personas hacían cada vez menos por ese concepto, que se creían muy importantes como para darle la espalda. Pero para variar, Sineád insistió.
Sinéad O'Neill- Cambiante Clase Alta
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Fecha de inscripción : 18/02/2015
Re: Rojo sobre blanco {Privado}
”El honor y el premio son los resortes para que no se adormezca el espíritu del hombre.”
Manuel Belgrano
Manuel Belgrano
Emociones ella quería y emociones encontró.
Los ojos del Duque vieron al ave caer desde su rama y una pequeña sonrisa con aire malévolo le cruzó el rostro. Emerick jamás había sido una persona a la que le diera lo mismo matar a otro ser vivo, pero en ese momento de su vida, incluso llegaba a causarse un poco de satisfacción y no sabía si acaso se estaba volviendo un sádico, era peor persona, había dejado de ser una o simplemente tenía demasiadas cosas dentro.
Movido por la curiosidad del hallazgo y para dar el gran golpe de gracia, quiso ir a recoger su trofeo, pero sus ojos quedaron sorprendidos al ver, aún a la distancia, como aquel hermoso búho nival de pronto se transformaba en la piel y los huesos de alguien que, en teoría, pertenecía a su misma especie.
—Un cambiante.
Murmuró apenas y el viento se llevó sus palabras en la dirección opuesta. En otro momento, Emerick habría arrojado su arma y hubiera corrido inmediatamente en socorro de aquella mujer, mas ahora era diferente, pensaba diferente. Corrió, sí, pero al mismo tiempo que volvía a cargar la escopeta, alistándole con otra de sus balas y se detuvo a tan sólo a unos metros de la fémina, con la escopeta lista y observándole a través de su mira.
Le dejó hablar, precisamente escucharle era lo que quería, saber quien era y porque volaba sobre sus tierras. Un ave cualquiera no le provocaría problemas, pero un cambiante podía ser un espía, un enemigo y ya antes le habían descubierto. El Duque frunció el ceño; “Por honor” habían sido las últimas palabras de aquella muchacha, las únicas que detuvieron que no le reventara a carcajadas encima, honor. ¿Qué clase de palabra era ella? Una que sin duda parecía olvidada incluso para su persona.
Bajó la escopeta y sin decir una sola palabra se sacó su propia capa, pero en lugar de entregársela o cubrirla con ella, como un caballero manda, se la arrojó por encima de la cabeza. Emerick Boussingaut se había cansado de ser una buena persona, pero aún así los viejos resquicios de quien era batallaban con su conciencia para, efectivamente, hacerlo responsable.
Se puso de pie y le dio la espalda con la intención de regresar a su casa, mas se detuvo apenas habiendo dado un paso y se giró levemente para mirarle hacia atrás, por encima de su hombro.
—Poneos de pie y seguidme, pato.
Se giró nuevamente, esta vez para esconderle su propio rostro, ya que en sus labios se dibujaba una nueva sonrisa, triunfal, burlona y caótica, como siempre.
—Débeis poner vuestro brazo recto antes que vuestros huesos vuelvan a sellarse en una mala postura.
Le explicó como si nada, denotando que ella estaba en lo cierto y que verdaderamente sabía de lo que se trataba. No era la primera cambiadoras que veía y bien sabía él lo que era sanarse de huesos rotos en una mala postura. Mas tampoco quería demostrar demasiada preocupación por la chica, aún cuando él fuera el responsable.
Los ojos del Duque vieron al ave caer desde su rama y una pequeña sonrisa con aire malévolo le cruzó el rostro. Emerick jamás había sido una persona a la que le diera lo mismo matar a otro ser vivo, pero en ese momento de su vida, incluso llegaba a causarse un poco de satisfacción y no sabía si acaso se estaba volviendo un sádico, era peor persona, había dejado de ser una o simplemente tenía demasiadas cosas dentro.
Movido por la curiosidad del hallazgo y para dar el gran golpe de gracia, quiso ir a recoger su trofeo, pero sus ojos quedaron sorprendidos al ver, aún a la distancia, como aquel hermoso búho nival de pronto se transformaba en la piel y los huesos de alguien que, en teoría, pertenecía a su misma especie.
—Un cambiante.
Murmuró apenas y el viento se llevó sus palabras en la dirección opuesta. En otro momento, Emerick habría arrojado su arma y hubiera corrido inmediatamente en socorro de aquella mujer, mas ahora era diferente, pensaba diferente. Corrió, sí, pero al mismo tiempo que volvía a cargar la escopeta, alistándole con otra de sus balas y se detuvo a tan sólo a unos metros de la fémina, con la escopeta lista y observándole a través de su mira.
Le dejó hablar, precisamente escucharle era lo que quería, saber quien era y porque volaba sobre sus tierras. Un ave cualquiera no le provocaría problemas, pero un cambiante podía ser un espía, un enemigo y ya antes le habían descubierto. El Duque frunció el ceño; “Por honor” habían sido las últimas palabras de aquella muchacha, las únicas que detuvieron que no le reventara a carcajadas encima, honor. ¿Qué clase de palabra era ella? Una que sin duda parecía olvidada incluso para su persona.
Bajó la escopeta y sin decir una sola palabra se sacó su propia capa, pero en lugar de entregársela o cubrirla con ella, como un caballero manda, se la arrojó por encima de la cabeza. Emerick Boussingaut se había cansado de ser una buena persona, pero aún así los viejos resquicios de quien era batallaban con su conciencia para, efectivamente, hacerlo responsable.
Se puso de pie y le dio la espalda con la intención de regresar a su casa, mas se detuvo apenas habiendo dado un paso y se giró levemente para mirarle hacia atrás, por encima de su hombro.
—Poneos de pie y seguidme, pato.
Se giró nuevamente, esta vez para esconderle su propio rostro, ya que en sus labios se dibujaba una nueva sonrisa, triunfal, burlona y caótica, como siempre.
—Débeis poner vuestro brazo recto antes que vuestros huesos vuelvan a sellarse en una mala postura.
Le explicó como si nada, denotando que ella estaba en lo cierto y que verdaderamente sabía de lo que se trataba. No era la primera cambiadoras que veía y bien sabía él lo que era sanarse de huesos rotos en una mala postura. Mas tampoco quería demostrar demasiada preocupación por la chica, aún cuando él fuera el responsable.
Última edición por Emerick Boussingaut el Sáb Mar 07, 2015 12:07 am, editado 1 vez
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: Rojo sobre blanco {Privado}
—¡Hey! —se quejó la lechuza hecha mujer, herida en su orgullo cuando se le arrojó la prenda con tan poca delicadeza.
¿Por qué infiernos tenía que estar herida? ¡¿Por qué, por la puerca madre?! Estaba roja de la impotencia. Si estuviera sana, si hubiese sido más rápida, si no hubiera estado como tonta aleteando fingiendo que el mundo era un lugar seguro. Y ahora tenía que aguantar esa clase de tratos. Sineád estaba enojada con el individuo, era cierto, pero el foco de la furia se centraba en ella. Ahora debía pasar por la humillación de aceptar la capa para cubrir su desnudez. No podía hacerse la orgullosa e ignorarlo. Viendo directamente al sujeto, se aferró a la ropa y se ubicó detrás del tronco del mismo árbol del cual había caído para vestirse.
Pero al salir, no pudo evitar refunfuñar cuando el papanatas le llamó por el mismo nombre que a ella se le había escapado.
—Tenía que decir «pato» —se reprendió— Mejor le hubiera dicho «saco de plumas» —pensó con sarcasmo.
Y lo peor era que el sujeto no se detenía. Alimentaba el coraje de la lechuza con esa sonrisa burlona. ¿Qué no veía lo que su estupidez había causado? Estaba frente a sus ojos. ¿Qué, ahora tenía que escurrirle la sangre en la cara? Ay de él si ella se recuperaba, porque haría que lo lamentara.
—Sólo eso me faltaba: un pedante que me recuerde lo torpe que soy. Pensé que tenía suficiente con mamá. —alzó la vista y se dio cuenta de que el patán ahora la estaba dejando sola. ¿Es que era un ermitaño de campo o qué? Ya lo imaginaba como líder de una secta de salvajes— ¡¿Adónde vais?! ¡Oídme, regresad!
Desesperada, se aferró a la capa, mirando hacia los lados frenéticamente sin hallar solución a la mano. ¿Pero qué le había hecho pensar que la habría?
—No, no. Tiene que haber algo que pueda hacer.
No había nada. ¿Dónde iría entonces? ¿A casa? ¡Jamás! No servía ir allí a que la vieran en esas condiciones. Los sirvientes harían volar los rumores a la velocidad de la luz, metiches sin vida. Era menos que inútil volver caminando y con una herida que no paraba de sangrar. Una decisión peligrosa se formó en su corazón como una idea fija. Estaba el impertinente, que a pesar de todo no la había dejado a su suerte, no si ella no quería.
Comenzó a caminar derecho, cruzando la tierra hacia el sobrenatural. Sus pies estaban húmedos y fríos, pesados de sangre. Pero continuó persistentemente, semejante a un viento, perpendicular y como impulsada por su destino. Se formaron grandes lagunas en su conciencia. Tenía noción de que se encontraba siguiendo a un extraño por propia supervivencia, pero no sabía del todo cómo había llegado a eso.
Sus rápidos oídos captaron el sonido de los pasos de quien había osado darle caza. ¡Ahí estaba!
—¡Aguardad! Allá voy. —lo llamó. Apresuró el paso y lo alcanzó.— Iré con vuestra merced, pero no intentéis nada extraño. Si no tengo mis alas, tengo mis trucos. Espero que vuestras intenciones sean benignas, no como la primera impresión que me hicisteis llegar de vos, porque si no es así, no descansaré hasta veros pagar. —tomó un respiro para recordar que debía trabajar en su hostilidad, aunque se tratase de un extraño.— Mas si es cierto que podéis aliviar mi brazo y que estas palabras no son más que un nuevo arranque de mi dureza pues… muchas gracias.
«Aunque era tu deber, bruto tonto»
¿Por qué infiernos tenía que estar herida? ¡¿Por qué, por la puerca madre?! Estaba roja de la impotencia. Si estuviera sana, si hubiese sido más rápida, si no hubiera estado como tonta aleteando fingiendo que el mundo era un lugar seguro. Y ahora tenía que aguantar esa clase de tratos. Sineád estaba enojada con el individuo, era cierto, pero el foco de la furia se centraba en ella. Ahora debía pasar por la humillación de aceptar la capa para cubrir su desnudez. No podía hacerse la orgullosa e ignorarlo. Viendo directamente al sujeto, se aferró a la ropa y se ubicó detrás del tronco del mismo árbol del cual había caído para vestirse.
Pero al salir, no pudo evitar refunfuñar cuando el papanatas le llamó por el mismo nombre que a ella se le había escapado.
—Tenía que decir «pato» —se reprendió— Mejor le hubiera dicho «saco de plumas» —pensó con sarcasmo.
Y lo peor era que el sujeto no se detenía. Alimentaba el coraje de la lechuza con esa sonrisa burlona. ¿Qué no veía lo que su estupidez había causado? Estaba frente a sus ojos. ¿Qué, ahora tenía que escurrirle la sangre en la cara? Ay de él si ella se recuperaba, porque haría que lo lamentara.
—Sólo eso me faltaba: un pedante que me recuerde lo torpe que soy. Pensé que tenía suficiente con mamá. —alzó la vista y se dio cuenta de que el patán ahora la estaba dejando sola. ¿Es que era un ermitaño de campo o qué? Ya lo imaginaba como líder de una secta de salvajes— ¡¿Adónde vais?! ¡Oídme, regresad!
Desesperada, se aferró a la capa, mirando hacia los lados frenéticamente sin hallar solución a la mano. ¿Pero qué le había hecho pensar que la habría?
—No, no. Tiene que haber algo que pueda hacer.
No había nada. ¿Dónde iría entonces? ¿A casa? ¡Jamás! No servía ir allí a que la vieran en esas condiciones. Los sirvientes harían volar los rumores a la velocidad de la luz, metiches sin vida. Era menos que inútil volver caminando y con una herida que no paraba de sangrar. Una decisión peligrosa se formó en su corazón como una idea fija. Estaba el impertinente, que a pesar de todo no la había dejado a su suerte, no si ella no quería.
Comenzó a caminar derecho, cruzando la tierra hacia el sobrenatural. Sus pies estaban húmedos y fríos, pesados de sangre. Pero continuó persistentemente, semejante a un viento, perpendicular y como impulsada por su destino. Se formaron grandes lagunas en su conciencia. Tenía noción de que se encontraba siguiendo a un extraño por propia supervivencia, pero no sabía del todo cómo había llegado a eso.
Sus rápidos oídos captaron el sonido de los pasos de quien había osado darle caza. ¡Ahí estaba!
—¡Aguardad! Allá voy. —lo llamó. Apresuró el paso y lo alcanzó.— Iré con vuestra merced, pero no intentéis nada extraño. Si no tengo mis alas, tengo mis trucos. Espero que vuestras intenciones sean benignas, no como la primera impresión que me hicisteis llegar de vos, porque si no es así, no descansaré hasta veros pagar. —tomó un respiro para recordar que debía trabajar en su hostilidad, aunque se tratase de un extraño.— Mas si es cierto que podéis aliviar mi brazo y que estas palabras no son más que un nuevo arranque de mi dureza pues… muchas gracias.
«Aunque era tu deber, bruto tonto»
Sinéad O'Neill- Cambiante Clase Alta
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Fecha de inscripción : 18/02/2015
Re: Rojo sobre blanco {Privado}
”Negar un hecho es lo más fácil del mundo. Mucha gente lo hace, pero el hecho sigue siendo un hecho.”
Isaac Asimov
Isaac Asimov
Disparar a una persona no era algo que hubiese estado en sus planes, aun cuando pareciera no importarle. Era como si más que preocupado se encontrara cauteloso, la vida misma le había enseñado a vivir a la defensiva y a perder poco a poco la compasión por el prójimo.
Caminaba dándole la espalda, pero aún así estaba alerta; sus oídos estaban absolutamente enfocados en los pasos de la chica y su mirada observaba sus sombras. Supuso que sería mejor mostrar una postura más relajada, por lo que recargó la escopeta sobre su hombro y la llevó con una sola mano mientras sus pasos tronaban en la nieve, dándose cuenta que los pies de la muchacha se debían estar quemando. Se detuvo en seco, mas no se dio la media vuelta, pues justo en aquel momento la cambiante le daba alcance y le advertía de sus trucos.
Tan impresionante como el sonido de un disparo, fue la gran carcajada que de pronto escapó de la boca del lobo para romper por completo el silencio. Fue como una explosión en su boca, como un deseo contenido que escapó de sus entrañas a presión y que pese a cualquier intento no se pudo contener. Hacía días que no reía sin presionarse a hacerlo, sin que lo hiciese en realidad por alguna burla o ironía, aún cuando fuese ello lo que viniera luego, pues la sierra que había asesinado a Lucius, había matado también sus sonrisas.
—¿Y que pensáis que voy a hacer con vos? —le miró riendo —Espero no hayáis estado sugiriendo que creéis que yo me podría propasar con vos… porque honestamente, niña, no me van los pañales y mucho menos si la piel que los rellena ni siquiera tiene color.
Le observó sonriendo burlesco e iba a darse la media vuelta cuando volvió a recordar sus pies y su mirada bajó hacia ellos, dando la impresión de que le estuviera evaluando desde la cabeza hasta los pies. Estaban rojos, debían de doler, pero si la mujer no se había quejado, imaginaba que se debía a la adrenalina ocasionada por el disparo. Supo que debía hacer algo, pero no estaba en sus intenciones verse como un salvador o un caballero y haría lo posible por no demostrar que tras de su apariencia se escondía una buena persona, ya que ni siquiera él estaba seguro de que aún lo fuera. Así que se echó la escopeta a la espalda y se acercó a ella con paso decidido y clavándole la mirada en los ojos.
—O… pensándolo bien, creo que podría cambiar de opinión.
Le sonrió y sin darle ninguna advertencia previa, le cogió entre sus brazos y la alzó como a una verdadera dama, sólo por temor de que si se la echaba sobre el hombro la chica tendría mejor acceso a su escopeta.
Comenzó a caminar con ella inmediatamente, mas a partir de ese momento evitó su mirada hasta que sus sentidos le alertaron de una manera u otra que la chica tenía las intensiones de atacarle. Fuese verdad o mentira, no se detuvo a analizarle, ya que en realidad prefería prevenir cualquier ataque.
—Vuestros pies se congelan.
No le quedó más remedio que explicarse, sin embargó no le miró y lo mencionó con una seriedad de ultratumba. No bromeaba, estaba claro, y al parecer tampoco deseaba agradecimientos, pero si ella aún deseaba atacarle, de seguro encontraría la entrada a su odio.
Caminaba dándole la espalda, pero aún así estaba alerta; sus oídos estaban absolutamente enfocados en los pasos de la chica y su mirada observaba sus sombras. Supuso que sería mejor mostrar una postura más relajada, por lo que recargó la escopeta sobre su hombro y la llevó con una sola mano mientras sus pasos tronaban en la nieve, dándose cuenta que los pies de la muchacha se debían estar quemando. Se detuvo en seco, mas no se dio la media vuelta, pues justo en aquel momento la cambiante le daba alcance y le advertía de sus trucos.
Tan impresionante como el sonido de un disparo, fue la gran carcajada que de pronto escapó de la boca del lobo para romper por completo el silencio. Fue como una explosión en su boca, como un deseo contenido que escapó de sus entrañas a presión y que pese a cualquier intento no se pudo contener. Hacía días que no reía sin presionarse a hacerlo, sin que lo hiciese en realidad por alguna burla o ironía, aún cuando fuese ello lo que viniera luego, pues la sierra que había asesinado a Lucius, había matado también sus sonrisas.
—¿Y que pensáis que voy a hacer con vos? —le miró riendo —Espero no hayáis estado sugiriendo que creéis que yo me podría propasar con vos… porque honestamente, niña, no me van los pañales y mucho menos si la piel que los rellena ni siquiera tiene color.
Le observó sonriendo burlesco e iba a darse la media vuelta cuando volvió a recordar sus pies y su mirada bajó hacia ellos, dando la impresión de que le estuviera evaluando desde la cabeza hasta los pies. Estaban rojos, debían de doler, pero si la mujer no se había quejado, imaginaba que se debía a la adrenalina ocasionada por el disparo. Supo que debía hacer algo, pero no estaba en sus intenciones verse como un salvador o un caballero y haría lo posible por no demostrar que tras de su apariencia se escondía una buena persona, ya que ni siquiera él estaba seguro de que aún lo fuera. Así que se echó la escopeta a la espalda y se acercó a ella con paso decidido y clavándole la mirada en los ojos.
—O… pensándolo bien, creo que podría cambiar de opinión.
Le sonrió y sin darle ninguna advertencia previa, le cogió entre sus brazos y la alzó como a una verdadera dama, sólo por temor de que si se la echaba sobre el hombro la chica tendría mejor acceso a su escopeta.
Comenzó a caminar con ella inmediatamente, mas a partir de ese momento evitó su mirada hasta que sus sentidos le alertaron de una manera u otra que la chica tenía las intensiones de atacarle. Fuese verdad o mentira, no se detuvo a analizarle, ya que en realidad prefería prevenir cualquier ataque.
—Vuestros pies se congelan.
No le quedó más remedio que explicarse, sin embargó no le miró y lo mencionó con una seriedad de ultratumba. No bromeaba, estaba claro, y al parecer tampoco deseaba agradecimientos, pero si ella aún deseaba atacarle, de seguro encontraría la entrada a su odio.
FdR: Perdón la demora, me tragaron la montaña, la aurora y los cumpleaños :3
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: Rojo sobre blanco {Privado}
Pero qué irritante risotada. De acuerdo, Sinéad también tenía su humor pesado que hasta llegaba a ser negro en ocasiones, pero que se rieran de ella en su cara cuando se forzaba a ser amable le reventaba los intestinos del coraje. Eso le pasaba por ser una señorita con idiotas. Su padre le había inculcado la importancia de la femineidad en la mujer y su madre los modales, pero ¡cielo bendito, cómo costaba mantenerse así con menuda carcajada.
—Pues fijaos que ni siquiera se me había pasado por la mente que esa fuera una alternativa, señor. —dijo sarcástica. Ya tenía comprobado que era un patán, pero no esperaba que no fuera abasiofílico o acrotomofílico.— Vuestra merced seguramente se acostumbró a las faldas de las indias americanas. —expresó con desdén, asumiendo que ese gusto por la piel tostada sólo podía venir de quien se hubiera revolcado con las indígenas y mestizas que atendían a colonias como Bolivia o Chile.— Pero aquí todavía queda pudor. Así que tampoco se os ocurra ponerme un dedo encima. Seré salvaje en ocasiones; nunca incivilizada. Pero dadme un motivo y os juro que haré una excepción.
Mas no contaba con que de pronto al imprudente se le ocurriría cargarla sin previo aviso. Para qué mencionar el asombro que apareció en su rostro y en su cuerpo. Abanicó en el aire con sus brazos para mantener el equilibrio en el agarre, imitando el vuelo que no podía emprender por las lesiones. Debía olvidar que estaba en su forma de lechuza, que no podía picotearle los ojos siquiera. Esos ojos burlones.
—¡Hey! ¡Ya, ya! Es suficiente, ¡soltadme! ¡Deteneos, como os llaméis! —intentó zafarse aún en los brazos de quien de manera extraordinaria parecía querer ayudarla. Aunque para Sinéad era un insulto— No necesito de vuestra lástima. Lograré transformarme y saldré de aquí igual que como vine--- ¡diablos! —se vio frustrada su última palabra por una punzada de dolor que atravesó la carne expuesta de su herida. Tenía que quedarse quieta o seguiría abriéndose. ¡Maldición, qué coraje!
«Vuestros pies se congelan» el cretino tenía razón. Sinéad comprendió que hasta que estuviera en mediano estado no podría hacerle frente ni romperle la nariz sin hacerse pedazos ella primero. Ay, cómo le fastidiaba esperar. Cruzó los brazos y bajó la mirada al suelo, impidiendo por todos los medios hacer contacto visual con él; no quería verlo desde abajo hacia arriba. Era una señal de sumisión que no daría.
—De acuerdo, ya. Vos ganáis. —admitió de mala gana— Si lo contáis a alguien, os sacaré los ojos.
«Esto es humillante» pensó Sinéad. Sin mencionar de que la carne del lupino estaba más cerca de lo que permitiría a cualquier desconocido. Le incomodaba en demasía que siquiera la rozasen cuando no le había dado a la otra persona ese permiso. Y no es que ella fuese una gran emperatriz, pero para ella, que era muy de piel, ese territorio era sagrado. Se le oprimía el pecho cuando no se le daba la posibilidad quién hacía contacto con las redes nerviosas de su dermis. Estaba sumamente tensa en esa estrechez. Tuvo que hacer preguntas, hablar como según su padre no le estaba permitido a las mujeres para romper ese silencio que la ahogaba casi tanto como la cercanía ajena.
—¿Es vuestra costumbre matar así? ¿Por qué la necesidad? No lo entiendo. Oléis a lobo en todo vuestro esplendor; ¿no estáis orgulloso de serlo que usáis armas del hombre sin el menor remordimiento? —bufó— He oído de humanos que no se rebajan tanto como vos.
—Pues fijaos que ni siquiera se me había pasado por la mente que esa fuera una alternativa, señor. —dijo sarcástica. Ya tenía comprobado que era un patán, pero no esperaba que no fuera abasiofílico o acrotomofílico.— Vuestra merced seguramente se acostumbró a las faldas de las indias americanas. —expresó con desdén, asumiendo que ese gusto por la piel tostada sólo podía venir de quien se hubiera revolcado con las indígenas y mestizas que atendían a colonias como Bolivia o Chile.— Pero aquí todavía queda pudor. Así que tampoco se os ocurra ponerme un dedo encima. Seré salvaje en ocasiones; nunca incivilizada. Pero dadme un motivo y os juro que haré una excepción.
Mas no contaba con que de pronto al imprudente se le ocurriría cargarla sin previo aviso. Para qué mencionar el asombro que apareció en su rostro y en su cuerpo. Abanicó en el aire con sus brazos para mantener el equilibrio en el agarre, imitando el vuelo que no podía emprender por las lesiones. Debía olvidar que estaba en su forma de lechuza, que no podía picotearle los ojos siquiera. Esos ojos burlones.
—¡Hey! ¡Ya, ya! Es suficiente, ¡soltadme! ¡Deteneos, como os llaméis! —intentó zafarse aún en los brazos de quien de manera extraordinaria parecía querer ayudarla. Aunque para Sinéad era un insulto— No necesito de vuestra lástima. Lograré transformarme y saldré de aquí igual que como vine--- ¡diablos! —se vio frustrada su última palabra por una punzada de dolor que atravesó la carne expuesta de su herida. Tenía que quedarse quieta o seguiría abriéndose. ¡Maldición, qué coraje!
«Vuestros pies se congelan» el cretino tenía razón. Sinéad comprendió que hasta que estuviera en mediano estado no podría hacerle frente ni romperle la nariz sin hacerse pedazos ella primero. Ay, cómo le fastidiaba esperar. Cruzó los brazos y bajó la mirada al suelo, impidiendo por todos los medios hacer contacto visual con él; no quería verlo desde abajo hacia arriba. Era una señal de sumisión que no daría.
—De acuerdo, ya. Vos ganáis. —admitió de mala gana— Si lo contáis a alguien, os sacaré los ojos.
«Esto es humillante» pensó Sinéad. Sin mencionar de que la carne del lupino estaba más cerca de lo que permitiría a cualquier desconocido. Le incomodaba en demasía que siquiera la rozasen cuando no le había dado a la otra persona ese permiso. Y no es que ella fuese una gran emperatriz, pero para ella, que era muy de piel, ese territorio era sagrado. Se le oprimía el pecho cuando no se le daba la posibilidad quién hacía contacto con las redes nerviosas de su dermis. Estaba sumamente tensa en esa estrechez. Tuvo que hacer preguntas, hablar como según su padre no le estaba permitido a las mujeres para romper ese silencio que la ahogaba casi tanto como la cercanía ajena.
—¿Es vuestra costumbre matar así? ¿Por qué la necesidad? No lo entiendo. Oléis a lobo en todo vuestro esplendor; ¿no estáis orgulloso de serlo que usáis armas del hombre sin el menor remordimiento? —bufó— He oído de humanos que no se rebajan tanto como vos.
Sinéad O'Neill- Cambiante Clase Alta
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Fecha de inscripción : 18/02/2015
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