No es fácil, chérie {Privado | +18}

La campana de la catedral sonó a lo lejos avisando a todos los ciudadanos de que había llegado la hora de volver a casa. A las siete de la tarde era cuando todos los negocios cerraban sus puertas, y no pasaba mucho tiempo hasta que los dueños y los dependientes salían para cerrar la puerta desde fuera hasta el día siguiente. La noche cada vez llegaba antes, síntoma indiscutible de que el otoño había llegado. Las primeras luces artificiales de la calle se habían encendido para alumbrar a los transeúntes que volvían a casa guarecidos dentro de sus abrigos.

En la calle principal de negocios de París todas las tiendas se encontraban con las luces apagadas excepto la de la hechicera. Cosette despidió al último cliente y se acercó a la puerta de la herboristería. Giró el cartel de abierto para mostrar el de cerrado, pero no cerró la puerta desde dentro. No tardaría en volver a casa, sólo recogería un par de cosas en la trastienda. O eso es lo que quería creer, ya que nunca encontraba la hora de volver. Su casa le traía demasiados recuerdos, recuerdos dolorosos que no desaparecían nunca, pero que en el hogar que compartía con Albert eran muchísimo más intensos. La cuna vacía de su hijo seguía en el mismo lugar que se había quedado al morir el pequeño, y la sola visión de su cuarto sin luz le rompía el corazón en mil pedazos.

Cerró las ventanas de la trastienda para mantener el poco calor que quedaba en el local. La chimenea hacía un rato que se había apagado, una manera de terminar la jornada que Cosette no respetaba. Se sentó en una de las sillas y comenzó a leer uno de los últimos libros que había descubierto en la tienda. Jugaba con las hierbas, probaba mezclas y realizaba hechizos con ellas. Buscaba algo, pero no sabía qué. Era consciente de que devolverle la vida a su hijo era imposible, pero en el fondo de su alma quería creer que era posible. Sentía que podía ser mejor, que podía hacer más por los demás. La luz había disminuido rápidamente y apenas entraba por la ventana, obligando a la hechicera a encender una vela en su escritorio, que estaba lleno de botes, platos, vasos y libros abiertos. Tenía toda su atención centrada en un viejo grimorio recientemente encontrado entre los bártulos de la tienda. Muchos hechizos los había aprendido hacía tiempo, pero otros le eran completamente desconocidos. Practicó algunos, los más suaves, pasando de largo los que le parecían más peligrosos. Su madre siempre le había inculcado la precaución con la magia, algo que había llevado consigo toda la vida.

Las campanillas de la puerta sonaron haciendo que cerrara el libro de golpe. Se levantó y salió de la trastienda quitando un polvo inexistente del regazo de su vestido.

-Lo lamento, la tienda está cerrada -dijo saliendo detrás del mostrador. Levantó la cabeza y vio que la persona que había entrado no era un cliente, era alguien que la venía a buscar. -Albert, ¿Qué haces aquí? -preguntó preocupada. Había perdido completamente la noción del tiempo y cuando escuchó las ocho campanadas del reloj de la iglesia supo que había estado una hora allí.

Su primer pensamiento cuando le vio fue de que algo malo había sucedido, aunque en realidad no había nada peor que pudiera pasarle. Él estaba allí y estaba sano y salvo, y eso le bastaba. Su casa podía arder, su pequeña tienda podía desplomarse, incluso París podía desaparecer. Siempre que Albert estuviera bien lo que pasara a su alrededor no le importaba. Porque él era lo único que le importaba. Recibió el beso como un bálsamo reparador, la suavidad de los labios de su esposo seguía igual que la primera vez. Por un segundo olvidó todo lo que la rodeaba y se concentró en ellos, pero no tardó en volver a la realidad, esa realidad que la mataba muy lentamente. Posó sus manos sobre las de Albert y le sonrió a su vez.

-No me he dado cuenta de la hora que es, no quería preocuparte -dijo mientras se separaba ligeramente para abrir la puerta que unía la parte de atrás del mostrador con la parte donde esperaban los clientes. Salió para acercarse a él y se percató de que sólo traía su camisa sobre el cuerpo. -¿Y tu abrigo? Cielo santo Albert, vas a resfriarte. -Un escalofrío le recorrió la espalda, empezaba a hacer frío dentro de la tienda y la chimenea llevaba un rato apagada. -Aun tengo que recoger la trastienda, me llevará un rato -comentó. -Vamos, preparé un té mientras termino de limpiarlo todo. -Le dio la mano y lo llevó como a un niño a la parte trasera del local. Preparó una pequeña tetera que guardaba en un armario para sus pócimas y sopló dentro para quitar los restos de hierbas y polvo que se habían quedado pegados en el interior. Encendió un pequeño fuego en la chimenea y dejó la tetera llena de agua y hierbas suspendida sobre él por unas cadenas. Después sacó dos tazas del mismo armario y las dejó sobre la mesa, esperando a que la bebida estuviera lista.

Comenzó a guardar las hierbas que había sobre la mesa con sumo cuidado. Con la yema de los dedos cogía los trozos más pequeños haciendo que se pegaran en sus dedos y metiendolos en los botes correspondientes. Se movía de manera automática, como si fuera un ser que tan sólo supiera reproducir un conjunto de movimientos una y otra vez, sin parar y sin variar ni un ápice. Dejó los libros que había esparcidos por la habitación en un montón sobre la mesa, dejando en primera posición el libro que había estado leyendo el último. Lo observó durante unos segundos pasando la mano por la portada del mismo. Tenía unos grabados que se habían difuminado con el tiempo, y las esquinas estaban muy estropeadas por culpa la humedad, pero aún se podía leer perfectamente.

La tetera comenzó a silbar, señal de que el té estaba terminado. Con ayuda de unas herramientas para sacar utensilios calientes del fuego posó la tetera sobre un salvamanteles en la mesa, y sujetando el asa con un trapo sirvió la bebida en ambas tazas.

-Ven, siéntate y bebe el té. Hace frío fuera para salir así -dijo mientras ella se sentaba en una de las sillas.

-Mi día bien -contestó mirando durante unos segundos a su esposo. -Sin mucho trabajo. Madame D’Andigné ha venido a última hora buscando un remedio para un resfriado. Ya sabes cómo es. Creo que su nieta mayor está prometida, pero no le gusta el hombre que han elegido para ella -comentó quitándole importancia.

Madame D’Andigné era una mujer que rondaría los setenta y cinco años y que visitaba casi a diario la herboristería. Cada vez traía una dolencia distinta, llegado a acumular hasta cinco en una semana. Cosette estaba segura de que sólo venía para hablar con ella, ya que podía pasar más de una hora sentada en un taburete que la bruja tenía para las personas que tenían que esperar su turno. Mientras la mujer hablaba, Cosette se dedicaba a realizar tareas que tenía pendientes, asintiendo de vez en cuando y contestando a sus preguntas, pero muchas veces perdía por completo el hilo de la conversación.

El té estaba muy caliente, por lo que dejó la taza sobre la mesa para que se enfriara. Albert había comenzado a hablar, y supo que lo que vendría después no le estaba resultando fácil. Le conocía bien, los gestos, el tono de su voz, todo le daba una pista de lo que estaba por venir. Notó su tristeza y su nerviosismo, y esos sentimientos se colaron dentro de ella, haciendo que su corazón latiera con más fuerza sobre lo que él iba a decir. Cuando las palabras llegaron, la garganta se cerró como si hubieran bajado una compuerta. Notó el nudo previo al llanto y tomó aire profundamente. Con una mano temblorosa cogió la taza por el asa y se la acercó sujetándola con ambas manos. El té temblaba como si un seísmo lo estuviera agitando. Acercó la taza a los labios para dar un sorbo mientras pensaba en las consecuencias de lo que Albert le había propuesto. Guardar las cosas de Henri para siempre, hacer como si esa habitación hubiera estado vacía. La taza temblaba demasiado para poder beber, así que la devolvió a la mesa.

Se levantó de la silla y se acercó a la ventana sin poder decir nada. El nudo de la garganta seguía tan prieto que las palabras se le atascaban sin llegar a salir. Se abrazó a sí misma intentando darse fuerzas para contestar a su esposo. Sabía que lo hacía por ella, que para él también era doloroso. Pero no podía, esa habitación era lo único que le quedaba de su hijo.

-¿Sabes qué día es hoy? -Su voz se quebró sin poder hacer nada. También se había acordado al levantarse por la mañana de que el hijo de ambos cumplía un mes más aquel día. La última vez que lo habían celebrado Cosette hizo una bonita tarta para él.

-Sus cosas… -siguió, pero tuvo que parar durante uno segundos. El llanto se avecinaba. -es lo único que nos queda de él, Albert. -su voz sonó muy bajito, apenas un susurro. Se volvió para mirar a su marido. Con una mano se tapó la boca intentando así aguantar las lágrimas que se avecinaban. -Yo no puedo hacerlo Albert. No puedo. -Negó con la cabeza hasta que no pudo aguantar más y comenzó a llorar.

Cuando el llanto comenzó volvió a girarse para quedar mirando a la ventana. Se abrazaba con sus propios brazos tan fuerte como podía, intentando por todos los medios controlar el temblor causado por la propia angustia. Sabía que ese momento llegaría, que las cosas de Henri no podían seguir en su habitación de por vida. Ver su cuarto intacto era algo que le causaba tanto dolor que se quedaba paralizada siempre que lo veía, impidiendo que hiciera nada al respecto. Sabía que su esposo no lo estaba pasando mejor, era capaz de saber sus sentimientos con solo mirarle. No podía hacerlo, pero, ¿cómo explicar lo que la torturaba de todo aquello? Sentía que si guardaban todas aquellas cosas, todos los recuerdos materiales que tenían del pequeño, su recuerdo se esfumaría poco a poco hasta que lo único que quedara fuera un leve sueño de un tiempo en el que abrazaron a su retoño.

Quería explicárselo, pero no encontraba las palabras. Y cuando las encontraba no era capaz de pronunciarlas, se le trababan en la garganta como siempre que hablaban de él. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano, sólo para limpiar el camino por donde unas nuevas iban a marcar los nuevos surcos. Sintió los brazos de Albert rodear su cuerpo sujetando los brazos. Cosette los abrazó a su vez acercándole más a ella, sintiendo su calor en la espalda y su respiración en el rostro. Sus palabras la calmaron unos segundos tan sólo, pero lo suficiente para dejarle tomar aire. Cerró los ojos y giró la cabeza para sentir la mejilla de Albert en la frente. Sabía que tenía razón, que había que hacerlo.

-Yo tampoco quiero estar así. -Su voz sonó triste, apagada. Se secó las últimas lágrimas que quedaban en sus mejillas con una sola mano, que rápidamente devolvió a su lugar junto al brazo de su esposo. -Es sólo que... -Giró la cabeza hacia el frente, mirando las luces a través de la ventana cerrada. -No encuentro las fuerzas. Simplemente se han ido con él. -

Tomó aire despacio hasta llenar los pulmones y mientras lo soltaba se dio la vuelta quedando frente a Albert. Se acercó a él y apoyó la cabeza en su hombro, cerca de su cuello, mientras posaba las manos en el pecho del brujo.

-Dime de donde las sacas, porque yo no sé -murmuró mientras las lágrimas volvían a salir, silenciosas e inevitables. Se mantuvo lo más pegada al cuerpo de su esposo que podía, intentando absorber parte de esas fuerzas que necesitaba. Se mantuvo así durante un tiempo que no supo especificar pero durante el cual casi consiguió olvidar todo alrededor. Sólo sentía el latido del corazón de Albert en su cuerpo, un latido rítmico que poco a poco acompasó el suyo propio, haciendo que al final ambos latieran a la vez. Se separó levemente para poder mirarle a los ojos.

-No deberías hacerlo solo -dijo, posando la mano izquierda sobre la mejilla de él. Sentía que no era justo, que aquello era un trago por el que debían pasar los dos. Pero no sabía si sería capaz de hacerlo sin derrumbarse de nuevo. Como siempre. -No quiero que lo hagas solo. -

Un nuevo beso, esta vez en la frente, la serenó como una medicina. No se movió un solo milímetro en el tiempo que duró aquel gesto de amor y cariño. Cuando terminó todavía sentía los labios de Albert sobre su piel y la sensación duró unos segundos más.

-Lo entiendo Albert, créeme que lo entiendo. -Cerró los ojos mientras él limpiaba las lágrimas que quedaban en sus mejillas. Sus labios se volvieron a encontrar en otro beso. La bruja sintió cada cambio en el ánimo de su esposo, casi podía saber lo que pensaba. La mayoría de las veces no necesitaba de sus poderes para saberlo, lo conocía demasiado bien. Cualquier mujer en su situación sería capaz de conocer los movimientos de aquellos a los que amaban. Claro que Cosete tenía cierta ventaja. Era consciente de la separación que había surgido entre ellos tras la muerte de Henri, como su relación había ido enfriándose poco a poco. Ella, al igual que él, anhelaba muchas cosas, cosas cotidianas de su día a día. Sabía que algún día volverían, sólo esperaba que no fuera demasiado tarde.

El calor de Albert la volvió a embriagar. Pasó sus brazos alrededor de su cintura y le abrazó con fuerza mientras su cabeza reposaba donde momentos antes había estado. La chimenea por fin comenzó a hacerse notar y en la trastienda se podía disfrutar de una temperatura más que agradable. Cosette había conseguido dejar su mente en blanco, tan sólo estaban ellos dos abrazados en aquel lugar. No supo cuánto tiempo estuvieron así, pudieron ser minutos u horas.

Levantó la cabeza sin separar su cuerpo del de él y acercó su cara al cuello de Albert. La inclinó hacia arriba para darle un pequeño beso al final de la mandíbula, junto a la oreja. Con una mano giró ligeramente el rostro del brujo para darle un segundo beso en los labios, esta vez más largo que el anterior. Peinó un par de veces uno de esos mechones rebeldes de pelo oscuro que siempre se empeñaba en domar pero que nunca conseguía y que siempre le sacaban una sonrisa.

-¿Por qué no terminas el té mientras recojo los libros? -preguntó mientras enredaba sus dedos en el pelo corto de Albert. -Después nos iremos a casa. -

Poniéndose de puntillas le dio un tercer beso en la mejilla. No dejó de mirarle hasta que recibió la respuesta.

Sentía los brazos de su esposo pasando por cada parte de su cuerpo, como si intentara recuperar el tiempo perdido. Cosette se dejó querer, recibiendo cada caricia como un animal mimoso que sólo busca un poco de cariño. Las caricias de la espalda le erizaron la piel allí por donde pasaban los dedos de Albert. Cerró los ojos mientras dejaba sus manos rodeando la cintura de él. Sólo levantó la mirada cuando habló, la subió buscando esos ojos que tantas otras veces había mirado.

Una sensación de culpa la invadió. No supo por qué, todo aquello la había sobrepasado tanto que apenas se percataba de lo que ocurría su alrededor. Y entre todo aquello estaba su esposo, sentía el deseo de él creciendo a cada segundo. Las caricias se fueron intensificando, los besos dejaban transmitir una pasión que la contagió. Empezó a sentir el mismo deseo de Albert dentro de ella, iba naciendo poco a poco en algún lugar profundo de su cuerpo. Su espalda chocó suavemente contra la mesa para después acabar sentada encima de ella. Su pulso se aceleró en la medida que aquel deseo crecía.

-Yo también te quiero, Albert. Te quiero más que a nada en este mundo. -Esas palabras fueron las primeras que sonaron firmes aquella tarde. Podía dudar de muchas cosas, temer muchas otras, pero lo que tenía claro eran los sentimientos hacia él. Sujetando la cabeza del brujo entre sus manos continuó el beso que él le había dado antes.

El deseo se abría paso por todo su cuerpo. Era una sensación cálida y agradable que había llegado a olvidar. El dolor y la pena habían desaparecido, incluso Henri se había llegado a borrar de su mente. Sólo estaban el crepitar del fuego, ellos dos y ese deseo que se había contagiado como un virus. Sabía que esa sensación de paz era momentánea, que cuando regresara a la realidad la golpearía con fuerza, pero por primera vez no le importó.

Bajó las manos hasta la cintura de su esposo y le acercó hacia ella, pegando sus cuerpos tanto como podía. Prolongó el beso mientras separaba las rodillas para acercarse todavía más a él. Separó la cabeza para mirarle a los ojos mientras respiraba agitadamente. No dijo nada más, simplemente le miró con ese brillo destinado a los amantes que se vuelven a reencontrar después de un largo tiempo.

Una vez lo tuvo pegado a su cuerpo cerró sus piernas en torno a la cadera de Albert y sus brazos alrededor de su cuello, como si temiera que fuera a salir huyendo de allí. La pasión que sentía por ella se hizo notar nada más lo tuvo abrazado. Los besos se habían vuelto salvajes, lejos habían quedado las caricias suaves de consolación. Ya no eran necesarias, ambos estaban deseosos de seguir.

Las manos del brujo recorrieron cada milímetro de su cuerpo, y cuando más la acariciaba más fuerza hacía Cosette con sus piernas y brazos. Los dos habían entrado en un círculo vicioso en el que ella se aferraba cada vez con más fuerza y él respondía cada vez con más pasión. Levantó los brazos para que Albert pudiera quitarle el vestido, quedando así únicamente con la ropa interior. Antes de abrazarle de nuevo desabrochó la camisa que llevaba y se la quitó dejándola caer al suelo junto a sus pies. Se deleitó mirando el cuerpo de su esposo mientras desabrochaba el pantalón con suavidad, justo en el momento en el que sintió como sus manos la rozaban entre ambas piernas. Un pequeño jadeo salió de su garganta y llevó sus brazos de nuevo al cuello de Albert, abrazándolo con fuerza.

No pasó apenas tiempo hasta que le sintió dentro de ella. Definitivamente, había olvidado aquella sensación de ingravidez que le producía ese placer que crecía por momentos. Su garganta emitía sonidos por voluntad propia que no era capaz de controlar. Su esposo la estaba nublando todos los sentidos, era incapaz de escuchar nada más que los jadeos y las respiraciones agitadas de ambos. El placer se abría paso como un ejército en el campo de batalla, arrasando con todo lo que encontraba por delante. Con cada embestida crecía más y más, llegando desde el centro de su cuerpo hasta la punta de sus dedos.

De pronto sintió que sus piernas comenzaban a temblar y perdió parte de la fuerza que estaba ejerciendo con ellas. Sentía que el clímax estaba muy próximo, que esa burbuja de placer que se había ido creando dentro de ella explotaría llevándose parte de la rabia y la pena que había acumulado durante este tiempo. Su espalda se arqueó mientras sus manos se agarraban al cabello de Albert con más fuerza que antes. Su pulso no podía ir más deprisa, haciendo que la vista se le nublara levemente. Cerró los ojos dejando que su cuerpo fuera quien mirara por ella. Ya no había nada que mirar, sólo sentir.

Sentía que con cada embestida Albert entraba más y más haciendo que sus pelvis chocaran de manera inevitable. Las piernas de la bruja se abrían cada vez más, dejando espacio para que él siguiera embistiendola con la misma frecuencia que la hacía enloquecer. Hacía rato que su cuerpo se movía de manera automática, dejando que el instinto fuera quien moviera cada músculo donde mejor función podían ejercer.

Notó la mano de Albert acercándose a su entrepierna con tranquilidad, como si tuvieran todo el tiempo del mundo. Sabía el porqué de aquello, y el ansia por sentir el orgasmo, uno de los placeres más intensos que el ser humano era capaz de producir, hizo que sus caderas se abrieran todavía más. Comenzaban a dolerle, pero no le importaba. Es más, le resultaba incluso agradable. Los dedos de Albert pusieron el punto final. Hicieron que su cuerpo se tensara y acompañado de un grito la invadió el clímax. Sentía una tranquilidad inmensa dentro de ella, sin rastro de dolor alguno. Hacía tanto tiempo que no se sentía así que había olvidado la paz que le producía.

Su esposo no tardó en seguirla después de unas pocas embestidas más. Se tumbó sobre la mesa recibiendo sobre ella al brujo, que respiraba de manera entrecortada y besaba cada centímetro de piel que se cruzaba con sus labios. Cosette, a su vez, acariciaba la espalda de Albert con las yemas de los dedos, dejándose querer. El aliento de él fue subiendo hasta llegar a su cuello, y de allí a su oreja.

-De ninguna manera, monsieur. -Rodeó su cuello con los brazos mientras acompañaba el gesto con una risa que sólo hizo que su sensación de bienestar aumentara como hacía mucho que no lo hacía.

Se miraron a los ojos y Cosette recordó la primera vez que habían compartido el lecho. Se mordió el labio inferior ligeramente y sonrió mientras jugueteaba con algunos mechones del cabello de Albert.

-Ven, tumbate a mi lado -dijo haciéndose a un lado y apartando un poco los libros. Se acurrucó a su lado y le abrazó con fuerza apoyando la cabeza en su hombro. Si por ella fuera, pasaría días enteros así. -¿Crees que debería cambiar la mesa por un colchón?- preguntó juguetona besando el hombro de Albert.

Allí por donde pasaban las yemas de Albert su vello se erizaba como si una ráfaga de aire gélido la acariciara. Sabía que él era la única persona que podía hacerle sentir algo así, un roce suave que se convertía en una corriente eléctrica a su paso. Lo supo desde el momento en que lo conoció, tanto tiempo atrás. Los dos eran unos jóvenes con esperanza y con ganas de vivir el uno junto al otro. Tenían la cabeza llena de sueños y planes que se desmoronaron como un castillo de naipes el día en que Henri desapareció de sus vidas. Desde aquel día, Cosette no había pasado un segundo sin recordarlo con pena y congoja, hasta aquella tarde.

Alzó el rostro para mirar a su esposo. Si alguien podía sacarla de aquella espiral en la que había caído era él. Sólo él. A la vez que Albert acariciaba sus pezones ella hacía lo mismo en los de él, copiando cada movimiento éste hacía. Una risa aguda y divertida acompañó a las palabras del brujo, seguida de una mueca con la nariz cuando Albert la tocó con la punta del dedo. Sus ojos azules se llenaron de amor y pasión por él, porque a pesar de todo la seguía queriendo, igual que ella a él.

Le siguió con la mirada cuando se incorporó sobre su brazo observando su expresión. Se había vuelto seria, lo que provocó en Cosette cierto nivel de duda y curiosidad. No contestó a la pregunta inmediatamente, si no que se quedó acariciando el brazo y la espalda de Albert en círculos mientras fijaba sus ojos en los suyos. Después de unos segundos suspiró y giró la cabeza hacia la chimenea. El fuego había dejado de crepitar hacía un rato, pero ninguno se había dado cuenta hasta ahora.

—No sé, Albert. —Movía la cabeza de un lado a otro, negando lentamente pero afirmando así sus palabras. —No sé qué debemos hacer. —

Volvió a mirarle, llevando uno de sus brazos por encima de su cabeza. Con esa mano enredó un mechón de su melena entre sus dedos, jugando con él aparentemente tranquila, aunque nada más lejos de la realidad. La tristeza inicial había dado paso a una pasión contenida durante demasiado tiempo. Pero ahora tocaba reordenar su mundo de nuevo, elegir si seguían donde lo habían dejado o empezaban de nuevo.

—Hasta ahora no había asimilado lo de Henri. Y todavía sigo sin creerlo del todo, es como una pesadilla que no se termina nunca. —Comenzó a hablar casi sin freno, desahogandose por todo lo que había guardado dentro durante aquel tiempo.

—Todavía hay noches en las que me despierto porque le oigo llorar y después me doy cuenta de que sólo era un sueño —confesó. —Apenas nos habíamos acostumbrado a tenerle en casa y ahora tenemos que acostumbrarnos a no tenerlo. Y esa es la parte difícil. —Se mordió el labio inferior aguantando el llanto que amenazaba con salir de nuevo. Respiró profundamente antes de continuar.

—Creo que tienes razón, deberíamos empezar por guardar sus cosas —contestó al fin a la pregunta del brujo. —Y luego iremos viendo. —

Con una mano le acarició la mejilla y bajó el pulgar hasta sus labios, para después sonreírle. Definitivamente, sólo él podía devolverle aquella felicidad que un día invadió la vida de ambos.

Spoiler:

Seguía triste, esa sensación de vacío no la abandonaba, pero después de tanto tiempo por fin veía algo de luz al final del túnel. Era un pequeño punto brillante, pero ya podía ver el camino que tenía que recorrer. Hasta entonces se había sentido como si caminara por aquel oscuro pasillo sola y perdida, andando a ciegas con las manos en el frente para no chocar contra las paredes. Ahora era como si su amado esposo la hubiera encontrado y le diera la mano para que los dos siguieran juntos por aquel túnel oscuro, un poco a ciegas todavía pero teniéndose el uno al otro.

Sintiendo las manos de él por su cuerpo se relajó sobre la mesa, cerrando los ojos y sintiendo como si se hubiera quitado un gran peso del cuerpo. Sólo sentía las caricias pero no por dónde pasaban, como si fuera un fantasma que la rozara haciéndola saber que estaba allí. A punto estuvo de dormirse cuando la voz grave de Albert la sacó de su letargo.

Abrió los ojos y le miró. Parecía preocupado por algo, se había puesto serio y apenas respiraba. Ella, inconscientemente, adoptó una postura más rígida y fijó su vista en la de él, esperando. Los golpes en la puerta la sorprendieron tanto como al brujo y no pudo evitar dar un respingo. Giró su cabeza inmediatamente mirando hacia la tienda, que estaba oscura y quieta. Su garganta se movió cuando tragó saliva, un tanto nerviosa.

—No. —Fue la única respuesta, dicha entre susurros.

Se incorporó sobre sus codos mientras seguía mirando hacia la parte de fuera. Su melena, desecha, caía libremente hasta rozar la mesa. Tras unos segundos los golpes volvieron a escucharse y esta vez Cosette se levantó apartando con suavidad a su marido. Se acercó a su vestido tirado en el suelo y se vistió mientras aquel que estuviera fuera insistía cada vez más. Mientras se ataba el lazo del corsé se acercó a la montaña de libros y los escondió sobre una silla, lejos de la vista desde fuera pero todavía visibles si se le ocurría entrar en la trastienda.

—Iré a ver —le dijo a su marido mientras le daba un beso en el hombro desnudo.

Recogió su pelo en un moño simple y se acercó a la puerta. Corrió la cortinilla ligeramente y miró hacia la calle oscura. Movió la cabeza hacia los lados buscando a la persona que tanto estaba insistiendo, y ante ella vio a un hombre uniformado con boina y abrigo abotonado. Abrió la puerta inmediatamente dejándola ligeramente entornada.

—¿Puedo ayudarle, agente? —preguntó un poco confundida.

El hombre no dijo nada y miró tras ella. La luz de la trastienda seguía encendida y fue lo que le había llamado la atención en un primer momento. Se había acercado a comprobar que todo estaba en orden. Cosette abrió la puerta para que el policía pudiera ver el interior. Dio unos pocos pasos y entró en el pequeño vestíbulo de la herboristería.

—Es un poco tarde para seguir aquí. ¿No cree, madame? —comentó mirando a su alrededor.

La bruja arrugó la frente en un gesto de pesadez. «Siempre igual, qué les importará.» se dijo para sí, pero enseguida devolvió a su rostro un gesto natural. Caminó despacio hasta el mostrador mirando hacia el interior de la trastienda donde seguía Albert.

—Estábamos haciendo inventario. Es algo que lleva tiempo —dijo mientras se giraba, quedando frente al agente.

Éste miró un par de veces más a su alrededor y se despidió tocando su gorra. Cosette caminó detrás de él para cerrar la puerta cuando hubo salido y, tras haber cerrado el pestillo, soltó todo el aire que tenía en los pulmones y se apoyó de espaldas contra la puerta. Miró a Albert un segundo y empezó a reír de manera imparable soltando la tensión que se había generado dentro de ella.

—Ha faltado poco —consiguió decir cuando hubo dejado de reír. Algunas lágrimas seguían corriendo por sus mejillas. —Pensaba que tiraría la puerta. Qué vergüenza. —Fue acercándose hasta la puerta de la trastienda para reunirse con el brujo. —Creo que ahora sí deberíamos volver a casa. Pero antes, ¿qué querías decirme?—