El bien mayor [Privado]

por **Brent Lewis** Sáb Feb 28, 2015 10:58 pm

Es imposible saber por qué ocurre una cosa y no otra.
Cuál es la causa de qué.
Qué destruye qué.
Qué lleva a que unas cosas florezcan o mueran o cambien de rumbo.
Cheryl Strayed

No cabía la menor duda que cuando Gustav se lo planteaba, podía ser el mayor dolor de cabeza del mundo entero y ¿Qué podía hacer él? En esos momentos; absolutamente nada más que obedecer. Magnus sin duda alguna era el más sensato de ambos hermanos, siempre pensando en lo que era mejor para los miembros de la familia, pero por el simple hecho de nacer segundo, estaría siempre a la sombra del mayor. Él quería ser quien mandara, porque se encontraba consciente de que sus decisiones serían las más acertadas pues hasta ahora no había fallado; en cambio, debía estar a la voluntad de quien era el líder actual de la familia.

En esa ocasión, la mirada de Magnus fue lo único que transmitió su desacuerdo mientras que su hermano decía que existían algunos sacrificios que debían hacerse por el bien de la familia. No era necesario que se dijese nada más, pues el simple hecho de que le citara y recibiera con esas palabras significaba que los sacrificios irían de su parte. Quizás era lo mejor, pues de ser Gustav quien debiera sacrificarse, bien sabían ambos que las cosas terminaran terriblemente mal y prefería ser el que perdiera algunas cosas que permitirse que la familia se hundiese.

Magnus se creía preparado para todo lo que pudiese venir; menos para lo que en realidad vino. Cuando Gustav comenzaba a decir que le tenia preparado un compromiso y que era de vital importancia que aceptase ya que no existía otra opción, no se opuso en lo absoluto. Respondió que haría lo necesario por el bien de todos y era justo de esa manera, aunque no estaba del todo seguro en como explicaría aquello a Anaïs o como es que lo tomaría siquiera. Su prima no llevaba mucho en París y ella era la única con quien Magnus tomaba consideraciones y ¿Qué más podía esperarse? La relación entre ambos llevaba ya un buen tiempo y pese a sentirse seguro sobre que nadie sabía de ellos, algunas frases en el discurso del mayor de los Faure-Dumont le indicaron que tal vez no era de esa manera. Por eso fue que tampoco dijo nada, si es que se sospechaba algo de ellos, lo mejor era no dar más señales de que era posible y deberían andarse con mucho más cuidado que antes.

Terminaba la reunión en la que se le informaba aquello y Gustav le decía que esa misma tarde tenía una cita para conocer a su futura esposa. Nuevamente Magnus no dijo nada que contradijera lo que se esperaba de él y aunque esperaba ver a Anaïs y hablar con ella de todo aquello lo más pronto posible, sus planes debieron esperar. Aquella charla que esperaba tener con ella debería esperar para después del encuentro en que conocería sobre su prometida. La cita estaba indicada para llevarse a cabo en un famoso café del centro de París. Un mero encuentro de las partes involucradas para que desde ese momento y en delante supieran lo que el otro sería para ellos. Por su parte había recibido apenas la información básica por parte de su hermano. Su prometida se llamaba Madeleine y era una mujer importante, alguien que sin duda traería beneficios a la familia que sobre todo era algo que no podía desaprovecharse, mucho menos con la situación de los negocios y la falta de interés de Gustav en ellos.

Como era de esperarse, llegó antes de lo que lo haría la dama y tomo asiento en una pequeña mesa, reservada en aquel lugar exclusivamente para ellos. Él no sabía que era lo que ella esperaba de él, pero por su parte todo estaba claro en Magnus. No podría amarla, podía ser un buen esposo pero siempre existiría una mujer que se encontraría como prioridad en su vida. Amaba a Anais a pesar de que no debiera. Su prima era la mujer adecuada para él y era una verdadera pena que naciera en su familia.

Espero apenas un poco hasta ver como llevaban a una rubia en dirección a él y la reconoció de inmediato. Con educación se levanto, sin dejar de mirara a la dama, quien era bastante atractiva y capaz de llamar la atención de cualquier mirada masculina y generar toda clase de pensamientos en la mete de un caballero.
– Buena tarde – saludo haciendo una reverencia. Recordaba perfectamente verla en reuniones importantes de las clases más adineradas. Ella no pertenecía simplemente a la clase alta, sino que era parte de la misma realeza. Por primera vez, le sorprendía la habilidad de su hermano para hacer algo conveniente para todos.

por **Madeleine Fitzherbert** Lun Mayo 11, 2015 10:53 am

"La desobediencia es la virtud original del hombre."
Oscar Wilde

El día que menos deseaba, había llegado. Hacía pocas semanas se le había informado que, por fin, conocería a su prometido, al hombre con el que su padre la quería unir en matrimonio para que pudiese conservar la fortuna que le había heredado. Madeleine había desestimado toda aquella pantomima, segura de que nadie le haría caso a la letra de un muerto; sin embargo, el apoderado de los Fitzherbert se había presentado con la notificación y le había comentado sobre el encuentro de los futuros esposos para conocerse antes de dar el “sí”. La rubia se había mantenido impertérrita ante las afirmaciones del abogado, pero por dentro estaba en ebullición. Lo último que necesitaba era un marido que descubriese su inexistente virginidad, y en caso de que fuese lo suficientemente tonto para engañarlo, no quería hijos que criar, y las cláusulas del testamento eran muy precisas sobre su maternidad. Debía darle un heredero al ducado en menos de dos años de contraído el matrimonio, sino también le sería arrebatado todo su patrimonio. Estaba en un maldito callejón sin salida, y la única posibilidad era la que no quería utilizar: acabar con él.

Se colocó su mejor atuendo de tarde, un vestido en color rosa pálido y con bordados de flores en diversos colores pastel en la falda, sus chapines blancos de raso; las infaltables perlas cultivadas le adornaron el cuello, que dejó expuesto gracias al recogido holgado que le daba un aire fresco a sus juveniles facciones. Se colocó carmín en los labios y sólo coloreó suavemente sus mejillas. Llegó a la hora acordada, quince minutos antes de las cinco de la tarde, horario en el que tomarían el té, acompañada por su séquito de doncellas y una chaperona, que se sentaría en una mesa cercana para controlar que ni el caballero se propasase con su cordialidad, ni la dama fuese demasiado coqueta. Lo que menos deseaba Madeleine era agradarle a quien sería su esposo, y durante el trayecto lo imaginó un viejo decrépito, algo muy típico entre las muchachas de su edad. Sería más fácil terminar con su vida si era un puerco; lo que no esperaba era encontrarse a un hombre regio y varonil, mucho más alto que ella y que exudaba elegancia por cada poro de su piel. Le respondió la reverencia, con ojos tímidos y una suave sonrisa, como indicaba el protocolo.

—Buenas tardes, Monsieur —su voz salió en un hilo. Mientras la acompañante se presentaba como Lady Oriana y le explicaba que estaría en la mesa contigua, la duquesa se tomó el atrevimiento de estudiar a su prometido. Magnus Faure-Dumont era todo lo que una joven casamentera podía desear. Lo que más le gustó de él fue el hecho de que no usara aquellas pelucas empolvadas que estaban de moda, el talco que utilizaban le provocaba estornudos; por el contrario, mostraba su abundante cabello oscuro con orgullo, debía tener unos veinticinco años y su porte atlético le gustó. Pero la muchacha tenía experiencia, y sabía distinguir cuándo un hombre se fijaba en ella y cuando no. Y su prometido, por más que se esforzase, no la miraba con el deseo que Maddie provocaba. “Ya ha probado las mieles del amor…” reflexionó, y quizá eso hacía todo mucho más fácil. Cuando la mujer por fin se retiró, tomaron asiento.

—Estoy un poco sorprendida —habló por primera vez, para romper el hielo. No tenía tiempo que perder y quería ser quien llevara las riendas. Si bien juzgaba inteligente una posición contemplativa, la situación era bastante incómoda como para esperar que Magnus diese el primer paso. —Es decir. No esperaba que fuera alguien tan joven, teniendo en cuenta ciertos antecedentes —sonrió con una suavidad casi imperceptible. —Le agradecería que conmigo dejase las formalidades de lado, siempre y cuando Lady Oriana no nos escuche, puedo asegurarle que su audición no es de las mejores —comentó y le guiñó un ojo con complicidad— puede llamarme Madeleine. Si vamos a casarnos, lo mínimo que puede haber entre nosotros es un trato más cálido —sería mucho más difícil acabar con un hombre guapo, lamentaba profundamente aquello.

El mesero se acercó a con la tetera humeante, y le sirvió el té. El aroma los envolvió, y los ojos se le iluminaron cuando llenaron la mesa con postres de todo tipo y colores. Maddie era la clase de mujer que disfrutaba de la comida y, si bien no correspondía comer en abundancia, ella le hacía caso omiso a esa norma y gozaba de los manjares que la buena vida le daba a probar. De niña había pasado demasiadas necesidades alimenticias como para seguir a raja tabla aquella reglamentación social.

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