Karma || Privado

Nada quedaba ahora que todo lo que en antaño le ataba en su tierra natal, en un abrir y cerrar de ojos los regocijos y vivencias que alimentaban su corazón jovial se había esfumado de sus manos. De la nada le fue arrebatado todo y sin embargo poseía una fortaleza digna de aplaudir para continuar adelante y unas raíces bien cimentadas para no perder el suelo. Las memorias otroras en su mente se desvanecían mientras las tonalidades policromas en el atardecer poco a poco cedían a la venidera oscuridad. Se encontraba dando un paseo vespertino antes de la puesta de sol, una mano dentro del bolsillo del pantalón y la otra sopesaba un par de francos que había recién adquirido en una lectura previa. Sin embargo sabía que no sería suficiente para pasar una buena noche. Trataba de maquinar una estrategia perfecta para no tener que soportar un asalto o algo peor, algún ataque de seres sobrenaturales, esas efigies que tanto aborrecía.

Poco a poco con pasos mezquinos se abrió lugar entre el tumulto de personas que aún deambulaban como ovejas sin pastor en ese rincón alejado de las portentosas mansiones y petrificadas muecas pertenecientes a la realeza y clase alta. Matías se reía de tales títulos puesto que estaba consciente que dentro de esos disfraces, corría una misma sangre, un mismo color carmesí. Los murmullos incesantes de los transeúntes le turbaban en ocasiones de sus pensamientos propios, necesitaba un lugar más sereno para descansar. Entonces a tan solo unos pasos de donde él se detuvo escudriñó a la perfección a un hombre de complexión más desarrollada que la suya, traje sobrio y reloj de bolsillo. Divisó la forma en que este tomaba  un par de manzanas de un puesto, sabía que no era lo correcto pero así mismo lo que estaba a punto de hacer no lo era en lo más mínimo.

Caminó hacia él una vez guardados los francos nuevamente en el bolsillo chocando adrede en su contra. Los frutos rojos rodaron inevitablemente y en el proceso de disculpa y auxilio al caballero el chico se hizo con una facilidad del reloj de bolsillo.

–Perdón Monsieur, esto es suyo– dijo mientras devolvía las manzanas.

El hombre dirigió una mirada inquisidora, barriéndole de arriba hacia abajo sin soltar comentario alguno. Matías tomó nuevamente su dirección cuando los gritos desesperados del sujeto le percataron que venía tras él.

–¡Maldito ladronzuelo! ¡Deténganle!–

Escapar no era precisamente algo que hubiera planeado, había hurtado antes y supuso que todo sería igual de fácil que en aquel entonces. Abruptamente se vio enfrascado en una persecución, durante su trayecto hacia ningún lugar en particular se llevó consigo a un par de mujeres que charlaban plácidamente.

–¡Disculpen!– soltó, mientras sus pies le impulsaban en su escape, un par de calles había ya de distancia, no habría forma de alcanzarle ahora. Con la respiración agitada sonrió cínicamente y se detuvo en seco desplomándose sobre los arbustos.

Intoxicado aun por los efectos que la adrenalina provocan, se mantuvo por unos minutos más recostado mientras su respiración regresaba a su ritmo habitual. Sus dedos recorrieron detenidamente cada centímetro del objeto robado. El tenue lustre que la escasa iluminación nocturna le prestaba era suficiente para quedar embelesado con tan singular pertenencia. A lo lejos un par de canticos propios de las criaturas ocultas entre los matorrales, eclipsaban momentáneamente el incesante tic tac.

Cerró los ojos evocando un par de memorias, si su madre le viera en esa situación le daría una reprimenda segura, pues a pesar de su condición nómada, le pidió nunca robar o engañar. Poseía demasiadas habilidades que podía usar a favor de los otros para evitar recurrir en lo fácil y es que el estigma que recae sobre los de su condición había sido siempre una constante para que le trataran con desdén. Salvo que hoy en día no tenía nada que perder ya y si aquella confesión escrita resultaba ser cierta, debía hacerse de la mayor cantidad de bienes posibles para encontrarla a la brevedad posible.

Suspiró. Diez minutos antes que las manecillas marcaran las once, seguro podría llegar aún a descansar en algún hostal o pasar inadvertidamente en la carpa de alguien más en al área gitana de la capital. Se levantó con premura al escuchar un par de pasos acercarse, una voz grave, la mirada serena en aquel hombre parecía escudriñarle pero sin menospreciarle. El chico se mantuvo sentado y rápidamente ocultó el reloj dentro de sus bolsillos.

–Gracias por el consejo– respondió tajantemente.

Reparó en la condición del sujeto. Seguramente se trataba de alguien con clase, alguien quien podía mal gastar su fortuna en las formas más banales que pudiese imaginar. Arqueó una de sus cejas mostrándose ligeramente cínico.

–¿Qué hace alguien como usted en un lugar como este?–

Llevó sus brazos hacia atrás recargando su peso sobre las manos. Le parecía divertido admirar a un personaje como él. ¿Qué podría ofrecerle? Nada, absolutamente nada. Por su mente cruzó la posibilidad de que pudo haber sido visto en la persecución y había llegado hasta él para distraerle mientras era aprendido. La vida en la capital era mucho más difícil que en su natal Argentina, todo estaba regido por una serie de reglas bastante aburridas.

Etiquetas y artificialidades en todas partes. Matías sin embargo era lo suficientemente ágil para burlar a la autoridad y al hombre que se encontraba frente a él ahora en caso las cosas se tornaran en su contra. Pero, antes que eso sucediera, no se iría sin quitarle algo, estaba casi seguro que algo de valor encontraría en su oyente. Se tomó su tiempo entonces para advertir en cada detalle a su alrededor, diseñando su posible ruta de escape. No había comido casi nada durante todo el día, temió que ese detalle pudiera significar un punto menos a su favor.

Se levantó entonces, mostrando una seguridad simulada. Su pequeño morral estaba a tan solo unos pasos, tranquilo, de peores situaciones se había librado antes, solo debía mantener la fachada y todo iría bien.

–Es un lugar bastante desolado Monsieur ¿No teme a ser asaltado?–