Balder Bjorn | El Bárbaro

El Demonio Rojo. Ese es el nombre con que se narran sus hazañas. Se dice que cuando él blande una espada, el Infierno se desata. Los niños se esconden cuando lo ven aparecer, los adultos fingen no verlo y las mujeres, huyen atemorizadas por las cicatrices de guerra que se ven en su curtida piel. Y es que Balder no ha luchado nunca para el ejército francés, siempre lo ha hecho para proteger a su comunidad, misma que vive apartada de la civilización. Desde que tenía la edad de su hijo mayor, decidió que quería ser el próximo centinela de su gente que, lo que es, es el resultado de sus duros años entrenando. Al no querer formar parte real de Francia, ellos se han visto obligados a luchar sus propias batallas. Bal tiene un carácter gruñón, tosco, sucio. Intimida con tan solo mirarlo. Es un gigante que ha nacido para conquistar al mundo a punta de espada. Si algo lo quiere, lo obtiene. No hay nadie que se atreva a negárselo. Es tal el miedo que los suyos tienen de él, que sus hijos no tienen amigos fuera de las murallas de su casa. Pero es que el Demonio y sus diablillos son una familia intocable. Si no fuese porque su carnicería es la única dentro de su comunidad, puesto que nadie sería tan tonto como para hacerle competencia, Balder ni siquiera tendría con quién comercializar.  


¿Otra vez? Gruñó Balder, golpeando con fuerza el tarro de cerveza sobre la larga mesa, levantándose e irguiéndose como un gigante frente a su pequeño pelirrojo ejército. ¿Cuándo se aburrirán de escuchar esa maldita historia? Murmuró entre dientes, rascándose la barba. Los gemelos idénticos, Olaf y Eskol – de tres años de edad – habían saltado de sus asientos para colgarse de sus piernas. Para ser sinceros, él no sabría decir quién era quién. Solo la difunta señora Bjorn era capaz de reconocerlos. En vez de sacudírselos, Balder caminó hasta sentarse en el viejo y cómodo sillón frente a la chimenea, elevando una plegaria a cualquiera de los Dioses que estuviese oyendo en esos momentos para que sus hijos más pequeños se durmieran. Todo empezó hace… Markku, ¿cuántos años tienes? El susodicho, que era apenas un flacucho y larguirucho crío, puso los ojos en blanco ante su pregunta. Si bien podría engañar a cualquiera haciéndose el duro, cuando no lo era, era uno de los más interesados en oírlo. Hacía apenas un año, Freyja había muerto, llevándose sus historias a la tumba. Si alguien podía mantener embelesado a toda una audiencia, esa era ella. Ocho, papá, ¡Markku tiene ocho! Gritó una emocionada Walkyria, palmeando sus manos. Por un breve momento, Balder se quedó con la mirada clavada en la pequeña. A pesar de que era pelirroja, todos los demás rasgos los había heredado de su esposa. Unos años más, y estaría descuartizando a los pretendientes que quisieran robársela de su lado, pensó gruñón. La niña, pecosa, soltó un suspiro soñador. A Freyja le gustaba contar la historia de cómo se conocieron, de manera que él siempre quedaba en ridículo. Si bien era cierto que la había ganado en una apuesta en la que el que terminase primero un barril de cerveza, se quedaba con su mano, él posteriormente había tenido que ganarse su favor. “Su padre estaba loco por mí y solo se le ocurrió convencer a mi prometido en ese absurdo combate para ganarme.” ¿Cómo podía un temido guerrero escandinavo refutar eso? Balder la había querido para sí sin importar cómo. Lo que nunca esperó, sin embargo, fue que la joven se le metiera en el corazón.

Oh sí, esto pasó hace nueve años. Dijo con jocosidad, sonriendo dentro de sí, porque solo le había costado un par de meses conquistar a su pareja. Los niños nunca comprenderían porqué ese gesto. Aún faltaban muchos años para que Markku, el mayor, necesitase saber cómo darle placer a una mujer. Freyja estaba comprometida con un orangután. Los gemelos se rieron y se miraron entre sí con complicidad. Ese par de diablillos, solo sabían meterse en líos, más si las galletas y los dulces estaban a la orden del día. Y a pesar de que yo era su guardián, pues su madre era la hija del líder de nuestro clan, la mujer jamás me dedicó una maldita palabra. Var, de seis años, se tapó la boca ante su ofensa; aunque Balder sabía que tras ella, estaba sonriendo. De modo que una noche, furioso, decidí darle una lección. Freyja jamás contaría la historia así, pero Bal era un hombre sanguinario. La estampa que mostraba ante sus hijos, era una completamente diferente a la realidad. Reté a su prometido a un duelo de cerveza. Su mirada centelleó ante el recuerdo. Yo sabía que ganaría. Olaf, o Eskol, pero sí uno de los gemelos que ahora estaban sentados sobre su regazo, dio de brincos. Porque papá nunca pierde, dijeron al unísono. Él asintió, acariciando los rizos rojizos de ambos. Y así lo hice. A la mañana siguiente, fui ante el líder y reclamé mi premio. Freyja no estaba nada contenta. Me dijo que primero me cortaría las… manos, recapacitó rápidamente, antes de que le pusiera una encima. ¡Pero no lo hizo!, dijo Var. Estaba enamorada de ti. Solo quería darte un escarmiento. A esas instancias, Balder había levantado una ceja. ¿Así era como les habría contado la historia su mujer? Carraspeó para alejar el nudo que se le había instalado en la garganta pero más importante, para apagar el fuego lleno de odio y sed de venganza en su mirada. Finalmente, clavó sus ojos en el mayor y añadió:Pero los Bjorn siempre conquistamos, Markku. No hay mujer, que se resista a nuestro encanto. Y esa, era una mentira, Balder no poseía ninguno, solo la fuerza para coger lo que quería. Freyja había sido la excepción, o eso creía, pues el desenlace pudo haber sido otro si se hubiese negado a actuar como su esposa y señora.


■ Tiene cinco hijos, todos pelirrojos: Markku de ocho, Var de seis, Walkyria de cinco, Eskol y Olaf de cuatro.
■ Eskol y Olaf son gemelos idénticos. No sabe diferenciarlos.
■ Es leñador y carnicero.
■ Su esposa murió a manos de la Inquisición, la culparon de practicar la hechicería.
■ Es un ogro, excepto con sus pequeños.
■ Debido a la trágica muerte de Freyja, busca asegurarse la protección de sus hijos.
■ Aunque es originario de Noruega, su tribu migró a Francia. Son ahora una pequeña comunidad bárbara, pues buscan preservar las viejas costumbres.