AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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La caída de los dioses: el pecado original | Privado | +18
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La caída de los dioses: el pecado original | Privado | +18
"Venecia se levanta sobre los secretos y errores de los que
quisieron venir aquí a olvidar y la ciudad se hunde sobre ellos."
quisieron venir aquí a olvidar y la ciudad se hunde sobre ellos."
Es difícil saber cómo comenzó. Intentar intuirlo siquiera ya se convierte en una empresa que pocos se atreverían a emprender.
Todo lo que hago, lo hago por el bien de Francia -repetía constantemente el Cardenal de La Rive-. Aquel, su amado pueblo galo, era un ídolo tan poderoso y venerado por el religioso como lo era su propio Dios. Ello quizás le llevaba en ocasiones a la trama de planes descabellados, a conjuras insólitas, a poner en peligro vidas de las cuales le era casi imposible prescindir. Con razón se había ganado el sobrenombre de El Diablo francés. Apodo que traspasaba fronteras y corría como la pólvora. Algo del todo inconveniente para un hombre interesado en cerrar negocios fuera de su redil.
Era tal el secretismo de aquel proyecto emergente -pero afianzado al mismo tiempo ya en la mente del clérigo-, que no se contentó con citar a su compañera predilecta de aventuras en ninguna de las instalaciones de su Palais, sino lejos. En una capilla decidida a esconderse del mundo y donde lo único que reinaba en ella era la oscuridad y el silencio.
Arcos de medio punto descansando sobre columnas con capiteles ya desgastados que no se dejaban adivinar, una hilera de velas cuidadosamente encendidas que alumbraba el lugar y una cámara llena de sombras. Sólo dos siluetas podían distinguirse en la lobreguez absoluta del lugar: la de aquel hombre de Dios y la de su subordinada complaciente. Las dos primeras piezas de una partida de ajedrez que estaba próxima.
- ¿Sabes? Por un momento pensé que esto no era más que otra de las artimañas de monseur de La Rochefoucauld para intentar propasarse conmigo. Lo cual me hace alegrarme porque finalmente hayas sido tú, pero no te acostumbres mucho a oír eso, ¿de acuerdo? -dijo acercándose hasta estar situada tras su compañero, con unas únicas vistas de su arrugado cuello y pelo cano, y dejando al descubierto su rizado cabello azabache al deshacerse de la caperuza que ocultaba éste- ¿Y bien?
De La Rive hizo partícipe de sus intrigas y confabulaciones a la británica. Destinadas todas ellas a un bien mayor –o así lo describía el interesado-. A lo largo de la cantinela, Alphonse mencionó por encima las palabras Venecia y marido. Conceptos remarcados inmediatamente en la mente de la cazadora. Atónita por aquello que el Cardenal le pedía, encandilada por la oferta que para ella suponía y fascinada por la incertidumbre de una aventura que parecía no iba a quedarse en la nada.
- Una conjura entre las sombras:
Fue así que Cordelia Holtz no tardó en advertir a su amado conyuge de una próxima y cercana marcha, fingiendo una odisea muy distinta a la ya planeada con el clérigo –como si Benjamin fuera a creerse una sola palabra de la boca de aquella mujer que mentía más que hablaba- que involucraba a parientes lejanos –lo suficientemente lejanos como para que su marido no se sintiera parte de esa familia inventada y por lo tanto con derecho a acompañar a su mujer- y asuntos a resolver tediosos.
Molto bene. Bon voyage.
Cordelia Holtz- Cazador Clase Alta
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Re: La caída de los dioses: el pecado original | Privado | +18
Una pesadilla dentro de otra pesadilla. La primera, glorificando todas las que podían emanar a continuación, gritos de agonía cuando el nacido entre las sombras de esos malos sueños volvía a la vida. Un duro golpe, una bocanada de aire justo antes de la axfisia final. Una pequeña muerte todas las noches. Y una mirada de castigo que le devolvía cada uno de los sufrimientos que él mismo había causado. La pesadilla madre, su vida; las que florecen de ella, cada una de sus torturas. Germinando en lo más profundo de su ser.
Las sábanas cubiertas de un sudor maloliente, las gotas de éste deslizándose por todo su cuerpo. El pecho moviéndose al compás de su nerviosismo. Y las figuraciones que su mente había creado en la ilusión, aún clavadas en su retina. Señor... dime, ¿dónde estás? Su imagen venerada en tiempos pasados -su propio tiempo-, se iba poco a poco disipando como su crencia hacia Él. La hipocresía de sus pensamientos, las auténticas creencias que encerraba para no ser martirizado por ellas -suficiente tenía con el desasosiego de su mal descanso. Nicte burlándose de su persona, bajo su forma más bella, vislumbrada en las curvas de una mujer-. Todos se confesaban arrodillados en aquellos templos de Dios, y el hombre ataviado con sus sanguinolentos ropajes, escuchaba atento los pecados ajenos, pensando en los suyos propios. Jamás sería perdonado.
Se levantó -todavía entre las sombras-, y encendió uno de los candelabros más cercanos. En lo alto del cielo teñido por la Noche, Selene bailaba junto a ella. Y Alphonse les miraba temeroso, pero a la vez fascinado. Los antiguos dioses coexistiendo con los nuevos. Y el más glorificado de todos, por el cual su Salvador pereció; castigando al mayor pecador de todos, disfrazado de un buen pastor.
Y entonces, Alphonse despertó.
En un día como aquel su estancia en aquella refugiada capilla era más que asegurada. Adiós a las florituras de su hogar, donde los supuestos humildes vivían rodeados de la abundancia más absoluta. Allí, perdido en París, podía ser libre. Desposeído de su uniforme -no era más que eso-, y oculto entre las ténues luces de los cirios, su figura parecía más irreal, si es que eso era posible.
De pronto, a sus espaldas, una voz bien conocida para él inundó el lugar, repitiéndose en un eterno hecho por los rincones del lugar. El viejo se dio la vuelta y le dedicó a la mujer una de sus mejores sonrisas -aquellas que solo le otorgaba a ella, como si sonreír fuera un trofeo a conseguir, un gesto reservado a muy pocos-. Y, a continuación, le contó el motivo de su reunión.
La Corte de los Milagros. Aquel Infierno pecaminoso en pleno pulmón parisino. Falsa peregrinación de los descarriados hacia el lugar donde los demonios se paseaban bajo formas humanas -como si no se pasearan también entre las paredes sagradas de los templos-. Ladrones, asesinos, gitanos, prostitutas, mendigos... La peor calaña viviendo a costa de los hombres y mujeres de bien. Sus males de ojo y su podridos olores viajando entre el aire de París, contagiendo a quien cumplía con su deber. Escoria, al fin y al caro. ¿La misión encomendada por el divino? Acabar con ello.
Para eso Alphonse de La Rive había pensado en un cuidadoso plan. Deseaba con toda su voluntad ascender dentro de la Iglesia y fuera de ésta -primer ministro, consejero del Rey-; y por desgracia para alcanzar sus deseos debía seguir las peores órdenes -porque él también las recibía, aunque costara creerlo-; y efectuarlas a la perfección. ¿El plan? Sencillo en apariencia, complicado en ejecución. Se haría pasar por el esposo de su apreciada espía, Cordelia. Un viaje hacia Venecia para reunirse con un importante magnate, el cual a cambio de altísimos intereres intercería por la Iglesia -a su favor-, ofreciendo una buen suma de dinero para erradicar aquel mal en París. Para ello el ser el esposo de Cordelia era necesario, yendo en nombre de Banco de Francia.
Y, fue así, como el viaje inició. No sin contar antes con un pequeño detalle. El disfraz de Alphonse, su rostro sin rastro de su característica perilla -emulando a su admirado Richelieu-, su cabello peinado cuidadosamente y su ropa, la propia de un hombre de aquel siglo que le había tocado vivir. Cuando, ataviado de semejante manera, se vio ante el espejo, no pudo por menos sorprenderse. Desde su más tierna infancia no se había engalanado de aquella forma. Su uniforme era su única ropa, las túnicas negras, púrpuras o borgoña según el cargo.
Al cabo de unos días, cuando todo estaba dispuesto, y enmascarado como uno más, acudió al mismo lugar de aquella reunión. Cordelia le esperaba a las afueras de la capilla, y él acudió en un carruaje llevado por tres de sus guardias rojas. Una vez llegaron hasta la irlandesa -oculta bajo su caperuza-, el clérigo abrió la puerta del vehículo. Marido y mujer. Y hasta que la muerte les separe.
Alphonse de La Rive- Inquisidor Clase Alta
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Re: La caída de los dioses: el pecado original | Privado | +18
No fue fácil para Cordelia comunicar a su consorte el futuro viaje que llevaría a cabo. Pensó en una retahíla de excusas, en un sinfín de historias, pero todas cojeaban por algún lado. A lo que mejor podía dedicarse los días previos era a mantener contento a su esposo y atender sus necesidades hasta estar segura de poder advertirle de su salida. Aun así, una vez abierta su boca y dejado correr sus palabras –todas falsas-, Benjamin aceptó el viaje que la cazadora estaba punto de llevar a cabo sin dejar de sospechar sobre ninguna de sus mentiras, sus cuentos. Demasiados años juntos para tragárselos. De todas formas, cada uno tenía asuntos propios que trataba a menudo a escondidas, bajo un manto de engaños. Motivo por el cual, Benjamin reconocía mejor que nadie las mentiras de su esposa, precisamente porque él también pecaba de lo mismo.
La irlandesa partió por fin con su marido observándola tras el cristal de la ventana, sin apartar la vista de ella y deseando seguirla, desenmascarar aquello que tanto le ocultaba, sus mentiras, posibles escarceos románticos. Oh, sí. Sobre todo eso. Eso le ponía furioso. Y aun así prefería no meterse en un terreno pantanoso del que quizás no pudiera salir sin mancharse la ropa, sin tragar barro.
Los caballos rompieron a correr y el carruaje comenzó a rodar. Finalmente llegó a su destino. La cazadora esperó y esperó, intentando no ser demasiado reconocible a la vista, intentando que nadie la viera junto al cardenal, mucho menos partir juntos.
La puerta del carruaje se abrió y Cordelia ni siquiera se giró. De reojo atisbó un rostro que no esperaba y le advirtió que se equivocaba de carruaje. Al escuchar la voz de Alphonse giró la cabeza sin pensárselo dos veces y su rostro cambió por completo. Ojos como platos, boca abierta. El nuevo aspecto del Cardenal era inesperado y difícil de aceptar.
- ¿Pero qué…? ¿Qué te has hecho? –dijo posando su mano en la barbilla ajena y mesando una perilla inexistente, como si fuera una ilusión y necesitara de contacto físico para poder aceptar la situación. Su actitud se mantuvo durante un rato. Nunca en los muchos años que habían trabajado juntos había visto a Alphonse de aquella manera. Se olvidó de la perilla. Se dio cuenta de que los ropajes tampoco eran los propios de su condición religiosa.
- Pareces, no sé… no quiero decir que no te quede bien, es sólo que… -sonrió, estúpida- olvídalo.
Un desconocido. Iba a ir en carruaje con un desconocido, dormir con un desconocido y hacerse pasar por la mujer de un desconocido. Absurdo, ¿verdad? Que el físico de alguien condicione de forma semejante las situaciones. Pero así somos y hemos sido siempre: animales superficiales.
Durante el trayecto hubo una enorme cantidad de altos en el camino. Los días pasaron, así como las posadas en las que se hospedaron. Hasta que finalmente Venecia asomó tímidamente en el horizonte, por miedo a quienes vendrían y sus intenciones deshonestas.
Las vistas desde la habitación parecían hipnotizar a la mujer, acostumbrada a la capital del amor. Dos lugares que parecían vender lo mismo, amor y cada uno usando distintas armas. París era un chiste comparado con Venecia. Una hermana menos agraciada pero que llamaba más la atención porque gritaba más.
- ¿No te parecen unas vistas preciosas? –dijo ensimismada- ¿Piensas dejarme encerrada aquí todo el día o me llevarás a ver la ciudad, como el buen marido que deberías ser?
No parecía difícil mantener aquella farsa de matrimonio -¿no son al fin y al cabo todos los matrimonios una farsa?-. Ambos lo habían hablado. Sería tan sencillo como cambiar cualquier desprecio por expresiones como amor mío, cariño, cielo. Pan comido.
La noche amenazó con dejar a ambos sin tiempo suficiente para prepararse. Cordelia debía pelearse tras el biombo con un vestido y Alphonse ya no podía con su pañuelo. Pañuelo, corbata, pajarita… lo que quiera que fuera aquello. Tanto tiempo sin llevarlo y ni siquiera sabía ponerle un nombre ya.
- Eres un inútil –dijo Cordelia arreglando el estropicio que Alphonse acababa de hacer con aquello anudado de forma espantosa en su cuello y que sólo le estaba dando problemas–. Ya está -Volvió a mirarle. Sonrió. Sus manos seguían sin creer que aquel rostro fuera el del Cardenal de La Rive-. Estás… estás realmente guapo.
Traidora… ¿qué era eso? ¿Voces en su cabeza? ¡Traidora, traidora! ¿Cómo has podido olvidarte de lo que te trajo de vuelta a París, del motivo por el cual todavía sigues acompañando a de La Rive a esta clase de sitios? Te has olvidado por completo, ¿verdad? Por favor… mírate. Mira como posas tu mirada en la suya. Son preciosos, ¿verdad? Los mismos ojos que te vieron en la horca, las mismas manos que no hicieron nada por salvarte. El mismo hombre. Con que facilidad los hombres engañan a las mujeres. Sólo tienen que afeitarse y cambiarse de ropa. Ahora, que la culpa no es suya, sino de una tonta como tú.
Se enfadó consigo misma. Por pensar aquello y por no dejar de mirar al Cardenal. No, al Cardenal no, a Alphonse. Bajó la vista y se alejó.
- ¿Qué tal estoy? –preguntó no muy convencida de ella misma en aquel momento. De nada, después de su diatriba interna. Sin embargo, ni siquiera Alphonse de La Rive podía negar que no iba a haber una mujer más hermosa aquella noche. Vestido rojo, borgoña más bien, cintura ceñida, un busto que parecía dibujado por un maestro de la pintura y una flor de lis asomando amenazante en una clavícula que ya había conquistado hacía años-. Si, lo sé, tengo que taparme eso…- Cordelia sabía cómo tentar al Cardenal para que sólo buscara embriagarse con ella como lo hacía con sus vinos favoritos. Un acto subconsciente e inocente. Al menos eso creía ella.
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Cordelia Holtz- Cazador Clase Alta
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Re: La caída de los dioses: el pecado original | Privado | +18
El sol era el mismo, mas desde Venecia se veía completamente diferente a como era percibido en París. El olor de la ciudad italiana conseguía traspasar cualquier rincón, y entre aquellos canales Alphonse sentía que se ahogaba. Como si el mar que les rodeara intentara rebelarse en unas olas sin fin -alzando sus rostros y no viento la cresta de éstas-; hundiéndose entre el planeta desconocido en la propia Tierra.
En definitiva, hacía mucho tiempo que no salía de Francia. Él, ante todo, era un patriota; era francés, y adoraba las callejuelas de París, las gentes de esta ciudad y sobre todo el aire puro que se respiraba -o eso le parecía a él, desde luego-. No obstante, debía reconocer que fuera de la capital de su patria se sentía muchísimo más seguro. No eran pocos sus enemigos, y estos esperaban a la mínima oportunidad. El solo hecho de pasearse por la Isla de la Cité era un peligro constante. Allí, disfrazado y del brazo de la que era su protectora -aunque tampoco debía confiar completamente en el hecho de que ella no fuera también uno de sus enemigos. La guardia siempre alta-, podía respirar plenamente, inundando sus pulmones con aquel aire contaminado, con aquel olor a aguas estancadas.
La góndola les llevaba entre los diferentes canales. El gondoliere canturreaba alguna canción en italiano -hablando sobre el amor en Venecia, escondite perfecto para los amantes-. La molestia del clérigo era más que evidente, teniendo que soportar una burla sin mala intención -¿qué sabía aquel pobre hombre? Lo lógico, al ver a Cordelia y Alphonse juntos, era pensar en matrimonio; un matrimonio por convivencia entre un viejo y una bella dama, pero santificado por Dios al fin y al cabo-. Nada más poner un pie fuera de Francia, la farsa había comenzado-.
No tardaron en llegar al Palazzo Savorgnan, el cual les esperaba con las puertas abiertas -el viaje hasta Italia no había sido corto, precisamente-. Propiedad de la Iglesia y cedido para Alphonse en aquella misión; era una construcción del siglo XVII, de tres pisos más un ático, y un parque privado en la parte de atrás, por delante da directamente a un canal y las vistas eran, sencillamente, espectaculares. No fue extraño que, de esa forma, Cordelia quedara ensimismada observando las idas y venidas de aquellos venecianos. El sol acariciando su pálido rostro, y las sutiles corrientes de viento que deambulaban entre los canales, agitaban aquellos oscuros cabellos en contraste con su ya citada nívea piel. Alphonse, por su parte, disimulaba que leía algunos documentos que le habían dejado en la habitación. Mas, en verdad, sus ojos estaban por encima de éstos, observando la espalda de la británica, y sobre todo el fin de ésta. Sonrió -de verdad, aunque fingió paradójicamente que aquello no era más que otra de sus falsas sonrisas-.
-Sería extraño, ¿no crees? Para parecer un matrimonio real, cada uno, deberá visitar la ciudad de Venecia por su propia cuenta -dejó los papeles sobre la cama, levantándose y acercándose a ella. Alzó una ceja, murmurando finalmente-. Cuanto más nos odiemos, más creíble será todo. De eso se trata el matrimonio, ¿verdad, amore mio?
La noche se cernió sobre ellos, y a su vez la belleza de Venecia acrecentó. Igualmente, Cordelia. Alphonse se miraba poco convencido en el espejo. El hombre que le devolvía la mirada no era él mismo, desde luego. El hábito no hace al monje, que se suele decir. Pero nada dicen respecto a los cardenales. Sin su sotana escarlata era un completo desconocido. Años y años embalado en un uniforme, para ahora sentir cierta libertad en cuanto a vestimenta se refiere. Podía parecer una soberana estupidez, pero recordemos que desde su más tierna infancia, Alphonse siempre estuvo enfundado en ropajes eclesiásticos. Ni siquiera sabía cómo anudar correctamente aquel dichoso pañuelo. Sin embargo, para eso tenía allí a su amada esposa. Para brindarle su ayuda.
Mientras ella le hacía aquel nudo, el clérigo sentía uno propio en su garganta. Cordelia estaba demasiado cerca de su persona -pero sabía guardar bien la compostura, faltaría más-. Un suspiro se le escapó de entre sus labios cuando por fin ella se alejó. Se aflojó instintivamente aquella lazada, y por fin pudo respirar como era debido. Sin embargo, esa gran bocanada de aire poco le duró, cuando ella se mostró en todo su esplendor.
El rojo. El mencionado escarlata. El borgoña. Su color favorito, en cualquiera de sus variantes. Su viejo amigo el vino, el rubí, la sangre derramada por su causa, y cómo no, el color que más le representaba a él. Aquella vida que tanto le había costado obtener. Y, ella, Cordelia, simbolizando todo aquello por lo que él mismo luchaba, todo aquello que deseaba -y debía- reprimir. Ese color, una vez más, cubría cada rincón de su conciencia -si es que acaso le quedaba algo de ésta-.
Carraspeó, procurando articular palabra. Mientras hablaba no podía evitar que su azulada mirada viajara por el cuerpo de la irlandesa. Cada rincón de su piel descubierta, la cicatriz que él mismo le había causado -la marca de un proscrito-, y también la delicadeza con la que se movía; la danza de su vestido en un perfecto compás, abrazado a ella, piel con piel. Por un momento se imaginó el porvenir de esa noche. Y un baile más, esta vez los dos juntos, y el vestido de por medio.
-Preciosa-logró mascullar. Y lo decía en verdad, no era uno de sus clásicos sarcasmos-. Y, para cumplir con el ritual... -dio unos pasos hasta llegar a ella, y del bolsillo de su levita cogió una pequeña caja cubierta con terciopelo esmeralda. Lo abrió, y en su interior se podía apreciar un anillo con un rubí -el otro, el que sería para él, era de oro y de una simpleza muy propia de su persona-. Plateado, un símbolo importante para Cordelia, un mensaje que seguro ella comprendería a la perfección, con tan solo echarle un vistazo. En un raudo gestó tomó la mano de la que era su mujer, y con la otra cogió una de las alianzas. Volvió a carraspear, para decir aquellas palabras que tantas veces había dicho, pero jamás para su persona-. Que el Señor bendiga estos anillos, como signo de su amor y fidelidad. Amén.
Última edición por Alphonse de La Rive el Dom Jun 14, 2015 1:28 pm, editado 1 vez
Alphonse de La Rive- Inquisidor Clase Alta
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Re: La caída de los dioses: el pecado original | Privado | +18
- En realidad estás muy equivocado. No es así como funciona un matrimonio. La mecánica es muy diferente. Estamos hablando de dos personas que saben que lo que hay entre ellas ya no es amor ni nunca más lo será. En la intimidad no hay porque fingir, pero de puertas hacia afuera es algo bien socorrido. Por eso los matrimonios viajan a Venecia y dan largos paseos. ¿Nuestro matrimonio está en crisis, Alphonse –sonrió mirándole-?
Era triste como, aunque sus palabras buscaran un paseo, lo que realmente perseguía la mujer en aquel momento era alguien con quien compartir el lugar, la experiencia. Alguien con quien combatir la soledad -su auténtico cónyuge-. Al fin y al cabo, su marido y ella no se querían y nunca encontraría otra persona con la que poder disfrutar de un lugar similar. ¿Qué menos que compartirlo con un igual que se encontraba en su misma posición? Unido santamente con alguien que le ignoraba, en un matrimonio que le era tan difícil de creer como las mentiras que predicaba el otro, su amado Dios.
- Aunque al fin y al cabo, en esas reuniones poco importa fingir. Verás, a mi marido nunca le aceptarán porque por mucho que sea el director del banco de Francia, no viene de una familia como la mía. Por otro lado, yo tampoco soy de su agrado pese a mi alcurnia – sonrió de nuevo, tristemente esta vez-, pues durante el tiempo que logré paladear mi libertad tras regresar aquí completamente sola, no eran pocas las damas de clase alta que asistían a los bailes y se atrevían a decir en mi presencia que desde la marcha de mi amado yo parecía un caballo descarriado cuya actitud lindaba más con la de una zíngara que con la de una dama respetable como ellas. Parecían tener miedo de la agilidad que tomaba mi lengua cuando escuchaba comentarios que turbaban mi estado de ánimo. Rauda, escupía desprecio. Mas, luego, no se disculpaba -se revolvió en el sitio. Le repateaba aquella sociedad llena de personas con más veneno en sus bocas que palabras amables, personas que juzgaban a primera vista, cuyo mayor propósito en la vida era hacer imposible la de los demás. Mujeres gordas y entradas en años ansiando una juventud que como no podía regresar a ellas, fingían despreciarla. Hombres recelosos de cualquier goce lujurioso ajeno que se escapara de sus manos. Así era la sociedad en la cual les había tocado vivir a ambos-. Sólo Dios sabe cuan despreciables pueden volverse las personas envidiosas, así que prepárate, porque estoy segura de que a lo largo de la velada que acontecerá esta noche ambos tendremos que escuchar comentarios desafortunados del otro. Siempre es así. Es ya una tradición bastante arraigada en esta clase de recepciones.
Imposible pensar que aquel matrimonio no iba a ser juzgado. Una mujer joven, con toda la vida por delante –una vida que podría dedicar a hombres de su edad- y unos ojos que encendían cualquier fuego. ¿Qué era Alphonse, sin embargo, a ojos ajenos? Un hombre tan arrugado como aprovechado, que en lo único que pensaba era en apagar la llama de sus fantasías con una mujer como aquella luna tras luna. El solitario parpadeo de una de sus noches de pecado era más que suficiente para revolver el estómago de todo aquel que lo pensara.
El reloj de bolsillo del religioso veía como sus manecillas avanzaban a pasos agigantados y la luna pronto sustituyó al sol. Con ella, surgió el panorama emergente. Alphonse el inútil, Cordelia la servicial. ¡Lógico que el Cardenal se pusiera nervioso dada la situación! La proximidad de ambos era pasmosa y ni siquiera la irlandesa conseguía sentirse cómoda. Colocar bien el cuello de la camisa y fin. Alphonse de La Rive, el auténtico –pensó la mujer-. No el sacerdote, ni el Cardenal. Adiós al títere de Dios y hola al hombre.
El tiempo se detuvo. Un estuche, una promesa de terciopelo cetrino. En su interior dos anillos, dos grilletes, uno destinado a cada uno. Alphonse de La Rive aprovechándose de una Cordelia todavía de piedra, y obviando que no vestiría su dedo con otro anillo –no acostumbraba a llevar la alianza de boda, bajo llave siempre en el joyero-, tomó su mano y deslizó el anillo por su dedo corazón con más delicadeza de la que él mismo pudo darse cuenta. Paladeó un momento que parecía imposible, un momento que se perdería en el tiempo, que no podría repetirse. Una alianza, un sí quiero y otra promesa falsa de amor para una mujer ya unida en santo matrimonio con la mentira. Al fin y al cabo, ¿no eran todas así? Promesas realizadas por individuos que creen padecer el sentimiento de los dioses cuando lo único de lo que padecen es la enfermedad de la soledad, la enfermedad de la lujuria o la enfermedad de la dependencia -pobres ilusos, casados con su propia cruz incluso antes de unirse en matrimonio-. Sin embargo, la naturaleza de aquel matrimonio no era para nada normal. Un matrimonio entre el cielo y el infierno cuya diferencia más significativa era que las dos partes sabían de antemano que iba a estar plagado de los peores engaños, mentiras y traiciones. Un matrimonio, desde luego, mucho más honesto.
La alianza de boda ha sido una costumbre mantenida generación tras generación. Casi tres mil años antes de Cristo ya existía el intercambio de anillos en la civilización egipcia. El anillo era un aro y, como tal, una figura sin principio ni fin. Lo más semejante a la unión imperecedera de un hombre y una mujer.
De La Rive, sin embargo, no se había contentado con una alianza corriente. Decidió robar con premeditación y de forma traicionera las leyendas de su amada para, a continuación, profanarlas sin remordimiento alguno.
Cien años atrás, a las afueras de la ciudad de Galway, un hombre diseñó y forjó no sólo un anillo, sino una tradición que se mantendría en el pueblo irlandés. Richard Joyce, protagonista de esta historia y mera comparsa en las vivencias del Cardenal y su compañera, utilizó sus conocimientos en el oficio de la orfebrería para, tras la subida al trono de Guillermo III y catorce años de cautiverio que parecían nunca llegarían a su fin, esposar a la mujer de la cual se mantuvo enamorado los años de su captura. El Claddagh –así se llama el anillo- se caracteriza por la simbología que lleva implícita. En este caso, dos manos doradas rodeando un rubí en forma de corazón coronado. Expresión de amor verdadero o de amistad eterna y leal.
- Claddagh:
Aquella luna de miel comenzó a tornarse oscura para la británica que, valiéndose de la joya que parecía burlarse de ella, era inundada de multitud de recuerdos. Cualquier gesto entrañable se perdía en el rencor y en su lugar volvía a marcarse a fuego la flor de lis con la que fue condenada a vivir de por vida -su auténtico matrimonio-.
- Gracias por ahorrarme la parte en la que sellamos el acuerdo con un beso. No habría podido soportarlo- Cordelia Holtz había regresado de la inopia y el animal confuso que fue en aquella habitación, segundos atrás, parecía haberse desvanecido-.
______
Candelabros, copas a rebosar y vacías al instante. Una recepción como cualquier otra, pero diferente de las demás. Venecia, Venecia. ¿Qué secreto guardaría bajo llave aquel lugar que conseguía distraer a la cazadora?
- Es aquel –sentenció abriendo el telón de una función que prometía no dejar a nadie indiferente-.
Cordelia Holtz- Cazador Clase Alta
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Re: La caída de los dioses: el pecado original | Privado | +18
Alphonse de La Rive conocía muy bien su destino. Las llamas del infierno. A lo largo de su vida ha hecho cosas terribles que le llevarán a ser consumido bajo un fuego purificador -¿sería posible? ¿Su alma, corrompida a lo largo de los años; su extinta clemencia, su bondad helada por las artimañas del Diablo, atado de pies y manos como si de una marioneta se tratara, sus pasos regidos por el ángel caído; podría ser realmente purificada?-. No. No, ésa era la única y posible respuesta. La corrupción ya había germinado en lo más hondo de su ser, y ante ello solo le quedaba una forma de actuar: convertirse en el peor Siervo de Dios. En el peor, pero no en el más inútil. Si, al menos, con su ansia de poder y de reconocimiento, lograba limpiar el mundo de lo que él mismo representaba, habría cumplido. Una buena acción.
Pero ah, hasta su acciones parecen estar predestinadas. Escritas en cada versículo de las sagradas escrituras. Como bien se dice en el Evangelio según San Juan, vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer. El ha sido homicida desde el principio, y no ha permanecido en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando habla mentira, de suyo habla; porque es mentiroso, y padre de mentira. Parecen haber sido escritas en pos de un futuro lejano. En pos de todos aquellos mentirosos, de todos aquellos rufianes, quiénes se han convertido, al igual que sucedió con el padre de la mentira, en nuevos ángeles caídos. Puesto que, ¿alguien duda de la inicial misericordia de Alphonse? En sus inicios. En su temprana edad. Cuando la felicidad parecía real, cuando la piedad era palpable y no existía juego entre Dios y el Diablo. Cuando la herejía todavía era considerada pecado, cuando los rezos eran orados desde el corazón, cuando se sentían en el interior y el perdón parecía ser realmente concedido.
Y allí estaba, en la tierra que apestaba a azufre; Venecia. Observaba a todos los presentes en la fiesta, con sus mejores galas. Luciéndose entre los presentes e intercambiando palabras resonantes de falso interés. Y, siguiendo los pasos de todos ellos, no se sintió tan farsante como creía ser. Su vestimenta, su nuevo nombre -Benjamin Holtz, director del Banco de Francia. Esposo de Cordelia; así debía actuar en aquella noche. El salón, convertido en un teatro. Él, en el peor de los actores-, y su nula capacidad interpretativa, le estaban convirtiendo en un mentiroso mayor. ¿Se sentiría orgulloso el padre de las mentiras, o por el contrario se vería eclipsado por la gloria de ése nuevo ser alado arrojado a la banal tierra, conocido entre los mortales como de La Rive?
Y, la sangre de Cristo, fluyendo por su garganta como si fuera agua sin convertir. Necesitaba seguridad, y pocas cosas se la aseguraban como el vino -sin sobreponerse. En una noche como aquella, necesitaba ser consciente de sus acciones, dueño de sus gestos y palabras. Al menos, en su justa medida-.
Las palabras de Cordelia por fin abrieron el telón, y la mirada del cardenal se dirigió al hombre mencionado. Feo, gordo. Como parecían ser todos los banqueros -a excepción del marido de su apreciada espía, por supuesto-. Un bigote blanco que no paraba de atusarse -al verlo, Alphonse se llevó inconsciente una mano a su desaparecida perilla y soltó un pequeño bufido. Ni un día había pasado y ya la echaba de menos-; el sudor cayendo sobre su rostro, gota tras gota. La respiración entrecortada, y el vino danzando en su sangre. El clérigo sonrió a Cordelia y posó su copa en la bandeja de uno de los camareros que pululaban entre los invitados. A continuación, tomó a ésta del brazo y se acercó al magnate.
-Por favor, compórtate. Por una noche, dejemos nuestras rencillas de críos a un lado. Debe salir todo perfecto -el hombre les miró mientras avanzaban. Sonrió. Mostrando unos dientes amarillentos y podridos-. Siento que tengas que hacer esto, pero no será complicado. Ni la primera vez. Piensa en el logro que obtendremos.
¿Qué logro? ¿Acabar con la Corte de los Milagros? Era un logro para Alphonse y para la Iglesia. No obstante, era más que obvio que Cordelia no coincidía con tales ideas. Hablaba como si se hubiera acostumbrado a sentir labios ajenos sobre su cuerpo, prisionera de miserables que solo buscaban su propio placer y autosuficiencia. Golpes, martirios. Vejaciones. Sentirse una María Magdalena, una prostituta más. ¿Alguien podía acostumbrarse a semejante situación?
-Signore Cavalli -murmuró Alphonse una vez se encontraron con el banquero-. Soy Benjamin Holtz, con quien ha estado enviándose misivas desde París -sí, Alphonse haciéndose pasar por el marido de Cordelia en el más estricto secreto. Carteándose con el veneciano, procurando que éste antes de nada se posicionara a su favor-. Estuvimos hablando sobre ese delicado asunto, ya sabe. Antes de nada, una velada estupenda. Gracias por la invitación.
El trabajo ya parecía casi hecho. ¿Por qué? Cavalli no prestaba atención a Alphonse ni a sus palabras. Miraba, embobado, a Cordelia. El vestido de ella lucía entre los presentes, y su extraña belleza no dejaba a nadie indiferente.
-¿No me presenta, Benjamin? -dijo finalmente el italiano. Su sonrisa no desaparecía, y el descaro en sus miradas hacia la irlandesa eran más que evidentes-.Permítame -al decir eso, tomó la mano de la británica para así posar un leve beso sobre el anillo que Alphonse le había regalado al llegar a la ciudad de los canales, el caddagh-; soy el señor Cavalli. Dueño y director del banco de Venecia. A su servicio.
Alphonse se sentía ofendido. Ofendido, pero triunfador. Se veía a leguas la actitud del banquero; pero por otro lado, el que intentara cortejar de forma tan evidente con la que era supuestamente su esposa, le ofendía. ¿Ya no quedaban ni las buenas costumbres en aquella calamitosa ciudad, ni siquiera en las altas esferas? Aunque poco se le podía pedir a un banquero, claro estaba.
-Oh, sí -solo hablaban los hombres. O al menos así debía ser. Alphonse no dudaba de que Cordelia intervendría en la conversación. Sus armas de mujer-. Le presento a Cordelia Holtz, irlandesa de nacimiento, francesa de corazón. Mi querida esposa.
El italiano se echó a reír.
-Benjamin, no le hubiera imaginado con semejante mujer -tomó una de las copas y se la ofreció a la espía-. Para usted, bella donna.
Alphonse suspiró. La obra no había hecho más que empezar, y ya deseaba que acabara. Un actor nervioso, temiendo la aprobación del público. Temiendo, además, que su compañera de tragicomedia siguiera sus propios pasos. Cordelia; convertida en su mujer -aunque, ¿no lo había sido siempre, a decir verdad?-.
Alphonse de La Rive- Inquisidor Clase Alta
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Re: La caída de los dioses: el pecado original | Privado | +18
"Colgaba ya cuando Palas, compadecida, la sostuvo, y le dijo así:
'Vive, sí, pero cuelga, malvada; y que el mismo tipo de penalidad,
para que no estés libre de angustia por el futuro, esté sentenciado para tu
linaje incluso hasta tus remotos descendientes'. Tras estas palabras se apartó
y la regó con los jugos de una hierba de Hécate, e inmediatamente sus cabellos,
tocados por la droga siniestra, se consumieron, y al mismo tiempo la nariz y los ojos;
la cabeza se le torna diminuta, y también es pequeña Aracne en el conjunto de su cuerpo;
en el costado tiene incrustados, en lugar de piernas, unos dedos finísimos;
lo demás lo ocupa el vientre, del que, a pesar de todo, hace ella brotar el hilo,
y como araña trabaja sus antiguas telas."
Ovidio. Metamorfosis.
'Vive, sí, pero cuelga, malvada; y que el mismo tipo de penalidad,
para que no estés libre de angustia por el futuro, esté sentenciado para tu
linaje incluso hasta tus remotos descendientes'. Tras estas palabras se apartó
y la regó con los jugos de una hierba de Hécate, e inmediatamente sus cabellos,
tocados por la droga siniestra, se consumieron, y al mismo tiempo la nariz y los ojos;
la cabeza se le torna diminuta, y también es pequeña Aracne en el conjunto de su cuerpo;
en el costado tiene incrustados, en lugar de piernas, unos dedos finísimos;
lo demás lo ocupa el vientre, del que, a pesar de todo, hace ella brotar el hilo,
y como araña trabaja sus antiguas telas."
Ovidio. Metamorfosis.
Manifiesto es que todos los dioses del Olimpo tienen su representación en la tierra: Dioniso, el perfecto juerguista; Afrodita, la belleza hecha mujer; Ares, el violento, el irascible, el que lastima a su esposa por nada; Hestia, ama de casa sacrificada; Hefesto, la definición de la rudeza, el desagravio físico de un malafortunado, tan lisiado como lisiada se encuentra la belleza de sus descendientes y la suya propia-podríamos decir incluso que nuestro señor Cavalli mantiene cierto parecido con el de la fragua en este sentido-;...
¿Quién es Cordelia, sin embargo, en esta historia? No es otra que Aracne, la silenciosa. Astuta tejedora de enredos, de trampas. Más habilidosa incluso que la propia Atenea, según cuenta Ovidio, provocando en ésta los celos que la empujaron al desafío contra la que en adelante sería convertida en araña. ¿Por qué? El amor de los dioses, la caída de estos: el pecado original de la inocente Aracne.
Retornemos a continuación a un tiempo de corpiños y cloacas, de obligaciones y tradiciones.
El panorama que ante nuestros protagonistas se abría en aquel lugar no distaba mucho de las recepciones que solían transcurrir en París y a las cuales Cordelia Holtz debía hacer acto de presencia sin importar su sentimiento hacia las mencionadas. Una obligación, como tantas otras, impuesta por la sociedad, impuesta por el destino que ya desde la cuna marcó sus pasos, convirtiéndola en una mujer de clase pudiente, en otro de esos maniquíes de la alta sociedad que se contonean de celebración en celebración, que caminan por las calles de la ciudad parisina con sus vaporosas capas y que degustan manjares cual cerdos en su pocilga particular.
La hipocresía siempre llamando a la puerta, pues ¿qué sería de la mujer si su procedencia hubiese sido humilde? Probablemente sus oportunidades para escapar de una vida de todo menos complaciente habrían sido el doble de escasas, sin divisar siquiera esa oportunidad de dejar su vida atrás, de emprender un nuevo rumbo, la oportunidad que le propició el Cardenal de La Rive, su salvador. Nunca hubiese podido desempeñar el papel de femme fatale, mucho menos sentirse mujer -individuo más bien- y no apéndice ligado a un marido, un esposo, el grillete del género débil.
Acostumbrado a como debía encontrarse el Cardenal ante tamañas recepciones, fue curioso, extraño cuanto menos, que aquella en particular causara tanto revuelo en el hombre.
- Descuida, amor –dijo con sorna-. No subestimes a Cordelia de La Rive –bromeó, dejando entrever al Cardenal inocentemente que ambos estaban del mismo lado, buscaban lo mismo y jugarían sus cartas acorde a la situación-.
Su entrecejo se desfrunció y una enorme sonrisa conquistó su rostro, el lugar y a los presentes. Su brazo y en general su cuerpo, cogió la soltura propia, la de alguien que ya había ido a tantas recepciones que le avergonzaba pensar siquiera en todo el tiempo perdido en éstas, y se sujetó a Alphonse de forma cómplice, segura y familiar.
De pronto, su mano pasó de acompañar los ropajes del Cardenal a convertirse en el Río Jordán. Aquel hombre, el banquero, no sólo era terriblemente poco atractivo, sino que salivaba en exceso. Seguramente por la excitación de una presencia femenina, tan poco acostumbrado como debía estar a ellas. Lógico, por otro lado. Sin embargo, pocos fueron los segundos que hicieron falta para que Cavalli fuera presa de la tela que había tejido meticulosamente aquella viuda negra. Poco a poco se iría acercando, poco a poco dejaría caer su veneno sobre la pobre mosca –moscón, más bien- de aires venecianos que no sabía lo que le esperaba.
- Que hombre tan caballeroso –dijo con un sarcasmo que pasó inadvertido para Cavalli-. Si hubiera sabido que los italianos eran tan cautivadores, habría esperado a contraer nupcias –soltando una risotada, bobalicona, acorde al resto de miembros de aquel circo-.
De reojo, observó a Alphonse. Parece ser que Cavalli no es la única mosca en mi tela pensó la mujer antes de volver a convertirse en su complemento personal, prendida de su brazo y reluciendo para que todos se fijaran en él.
Las intervenciones de la araña, escasas pero afiladas, meditadas. Poco a poco la idea de un posible idilio con la aristócrata comenzaba a materializarse en la mente del banquero. Perlas como: Toda mujer necesita un marido y un amante, La mejor forma de llamar la atención de una mujer nunca ha sido el físico, sino el dinero o ¿Y cómo es que no le acompaña su esposa? Cualquier mujer en su lugar se encontraría en un estado de colosal excitación -la palabra clave- pudiendo acompañar a una de las personas más importantes del lugar. Por no decir la más importante -susurró acercándose a su oído, hábil bromeando y provocando a partes iguales-.
El momento de pasar a la acción llegó como la primera lluvia de otoño, advirtiendo el resto de la tormenta que tendría lugar bajo techo en aquella reunión. Tormento, más bien, aclaró la mujer para si.
En algún momento de dicha recepción, Cordelia soltó el brazo del Cardenal, muy a su pesar -aunque parezca increible que la cazadora pueda sentir pesar por dejar de asiar el brazo del religioso-, y mientras éste atendía otra clase de asuntos, intentó llamar la atención del banquero, del grueso y rollizo banquero. Poco tuvo que esforzarse. Un lugar apartado, una copa de vino, mirada insinuante y sonrisa traviesa. La misma tela tejida con el mismo material de siempre.
- Signora Holtz, la mia bellezza pregiato , ¿cómo es posible que una mujer como usted se encuentre sola? ¿Dónde está su marido?
- Lejos, espero. Seguramente ya se haya retirado. La edad no perdona. En ningún sentido, además. Pero por favor, llámeme Cordelia. Holtz es mi marido.
- Cordelia –pronunció paladeando cada sílaba-. Que nombre tan delicioso. Sobre todo para una mujer de características similares.
La cazadora sonrió, satisfecha. Así pues, cansada ya como estaba de tanta tontería, decidió pasar a la acción.
- ¿Sabe? –preguntó mirando hacia todos lados, sujetando por la mano a aquel hombre y guiándolo hacia otra de las estancias, buscando algo de penumbra, de intimidad- A lo mejor podríamos conocernos mejor, lejos de tantas miradas curiosas –y lejos de esas mismas miradas, posó la mano impaciente del impaciente Cavalli en su propio cuello, deslizando ésta con soltura y topando finalmente con dos montañas de terciopelo que acostumbraban a aumentar los latidos en el corazón de cualquier hombre.
El banquero no dijo nada, convencido de las intenciones de la mujer para con él. Prontamente olvidó que la cazadora guiaba su mano, para tomar el control de ésta y recorrer aquel paraje montañoso como a él más le apeteciera.
La temperatura comenzaba a subir y la mano del caballero a bajar. Pronto recibió apoyo. Su gemela, arremetió contra el faldón de la dama y su rostro, boca, lengua, dientes, buscaban como trepar por aquellas montañas, pretendiendo una conquista absoluta.
Cordelia contó los minutos y movió ficha, alejando las zarpas de Cavalli.
- Dios santo, se ha hecho tan tarde… he de regresar pronto o Alph…Benjamin podría sospechar. Una vez se retira, espera ansioso que yo lo haga también, y si no lo hago se pone verdaderamente violento. Estoy segura de que si mañana todo va según lo previsto y consigue ese acuerdo firmado, estará tan contento que ni se acordará de su esposa y a lo mejor nosotros… podríamos continuar donde lo dejamos hoy –finalizó jugueteando con su mano entre los ropajes de aquel hombre, de todo menos caballero y depositando un suave beso en sus labios-.
Cavalli, desde luego, estaba entusiasmado con la idea. No podía esperar a firmar el acuerdo y tener a aquella mujer rodeándole con sus piernas. Un auténtico cerdo que sólo pensaba degradar a ésta y a su odioso marido a partes iguales. Si había algo más excitante que encamarse con una hembra como aquella, era hacerlo siendo la posesión de otro. Una firma a cambio de tu mujer, pensaba el gordinflón.
Lejos de los tentáculos de aquel pulpo, Cordelia regresó prontamente a sus aposentos -aquellos que compartía con su marido- y visitó el lavabo anexo a éstos tras colgar en el perchero a Cordelia la prostituta y volver a ceñirse su atuendo de Cordelia la aristócrata, topándose así frente al espejo con una mujer a la que no odiaba tanto como a la anterior, sino sólo lo necesario.
Cordelia Holtz- Cazador Clase Alta
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Re: La caída de los dioses: el pecado original | Privado | +18
No era la primera vez que interpretaba un papel –toda su vida había interpretado uno-. No obstante, el hecho de convertirse durante unos instantes en otra persona completamente diferente, le ayudaba en esa supuesta emoción tan desconocida en su día a día: la empatía.
Pensaba en cómo debía sentirse Benjamin Holtz, en ser conocedor de las travesuras de su esposa. El hazmerreír de medio París, el cuernudo de turno.
Y el cuerno roto y los cuatro cuernos que salieron en su lugar representan cuatro reinos que se levantarán de su nación, pero no con su poder. Y al final de su reinado, cuando los transgresores se acaben, se levantará un rey, insolente y hábil en intrigas.
Es extraño cómo, ese libro sagrado del cual ha estado renegando durante los últimos tiempos, se convierte en una especie de revelación. El libro de las Revelaciones; el Apocalipsis contado por los devotos. El fin, la destrucción. ¿Ése era su final? Un rey, insolente y hábil en las intrigas. Un esposo fiel, de vida destrozada; un cuerno roto por los golpes continuos, por las mentiras y las traiciones, dolor y miserable pena; convertido en un ser controlador, poseyendo su propio reino. Ése era Benjamin. ¿Qué puesto ostentaba, pues, el Cardenal de París, en toda esta historia, en este versículo interpretado a su manera? El rey. El rey insolente, quien gobierna en las sombras esa nación, pero quien realmente se jacta del citado poder. Una nación. Una ciudad, o simplemente… una mujer. ¿Quién era su rey, quién la gobernaba o al menos lo intentaba? ¿Quién era su dueño y protector verdadero?
Cordelia de La Rive. Sonaba incluso poético. Su entonación, en un pequeño susurro mientras se acercaba a uno de los camareros y tomaba la primera -pero no última, desde luego-, copa de vino. Ella, Cordelia, se había desprendido de su supuesto esposo para llevar a cabo aquella misión divina; se contoneaba a su antojo por el salón, dando rienda suelta a la imaginación de todos los varones -y alguna que otra fémina, para qué negarlo-. Suspiros y envidias. Y, Alphonse, ahogando sus penas en el fondo de una copa. Tan habitual en él, tan poco sorprendente. Tan patético, al fin y al cabo.
Cordelia de La Rive. Cada vez sonaba mejor. Y más alto, más claro. Incluso, más molesto. A cada trago, a cada instante. Ante cada mirada que ella le dedicaba a aquel inflado italiano, a cada gesto y caricia. Risotadas estúpidas, falsas. Pero muy bien logradas, tanto que parecían ser reales. Y, las dudas del religioso, volviéndose tan palpables para su alma, que casi creía poder alcanzarlas con sus manos. ¿Ella, la irlandesa, actuaba de la misma forma con él? Aquellos encuentros en Gévaudan, cuando los cuerpos de ambos solo anhelaban un poco de atención -cuando, de pronto, la soledad se hacía insoportable; y los recuerdos dolorosos-. ¿Había sido una interpretación más? Como él, ahora, fingiendo deseo y amor, lealtad y devoción por la que es su supuesta esposa. Siendo Benjamin Holtz, o al menos intentando serlo. Cada palabra que pronunciaba la británica, ¿meras falacias? ¿Había superado el alumno a su maestro?
Y la sangre convertida seguía fluyendo. Su propia sangre había dejado de existir, y su cuerpo se encontraba a rebosar de aquel jugo celestial; de tal forma que se había apoderado de todo su ser -entremezclado con esa emoción tan desconocida para su persona; tan terrible y natural en la raza humana-: los celos. Celos incontrolables. Ese ardor paseándose por su espíritu, y los rezos mudos silenciados por el Altísimo. Allí comenzaba y terminaba todo. Su cordura, su locura. Su poder se había derrumbado, había desaparecido -y jamás se hubiera imaginado que interpretaría tan bien al marido confuso y renegado, a Benjamin Douglas-.
Era masoquista. Un ser humano normal y corriente no se quedaría allí plantado, observando lo que no le hacía ningún bien. Ojos que no ven, corazón que no siente. ¿Era preferible mantener el velo sobre los ojos? Como si nada pasara; impasible -como si no fuera eso, un humano normal y corriente. Como si estuviera por encima de todo ello. Por encima de los mortales e inmortales que se dejaban llevar por lo más mundano del espíritu. En la más patética de las criaturas , cual animales carroñeros por un sentimiento que les abrasaba por dentro-.
Finalmente, la lamentable escena que se obligaba a contemplar, se hizo añicos cuando la irlandesa se apartó del banquero, y con sus etéreos pasos huyó. El clérigo no dudó en seguirla, y tomando una copa más, siguió la estela de la mujer sin que ella se percatara.
Una vez se encontraron en el pasillo de las habitaciones, Alphonse procuró quedarse a un prudente distancia. Hasta que la irlandesa entró en los aposentos de ambos. Él hizo lo propio. No obstante, una vez dentro, la espía había desaparecido. Por el ruido, de La Rive, dedujo que se encontraba en el baño.
Respiró hondo. Una gran bocanada de aire, y dejó que sus pesados párpados desfallecieran sobre sus ojos. Unos meros segundos de placer, de abstracción; de paz. Pero, ésta, poco duró. Las imágenes de las pálidas manos de Cordelia serpenteando como si fuera el Mal mismo por el rollizo cuerpo de aquel hombre. Suspiró, y terminó la copa para dejarla luego sobre una de las mesitas de noche. Aflojó la pajarita, y se quitó la levita. Aquello era un terrible disfraz -incómodo como pocos-. Deseaba enfundarse en su sotana y volver a sentirse él mismo -esos ropajes rojos que tanta seguridad le daban, y que tanto miedo infligían en los demás-. Apenas entraba luz desde la ventana, la oscuridad ya se cernía sobre Venecia, y la luna apenas era visible, temerosa tras las nubes -ellas, ocultando su belleza y su luz. Como Alphonse hacía sobre Cordelia-. Se acercó a ésta, viendo como su propio reflejo le devolvía la mirada. Era tan diferente, y a la vez tan parecido. Se palpó el rostro, su vello facial desaparecido. Su rostro más cansado, la piel derretida aún más apreciable a una breve mirada. Muerte y vejez en estado puro.
Se deshizo también de su refinado peinado, despeinando su cabello cano, y desabrochándose los tirantes para sentirse más libre. Sus pasos le llevaron a una gran mesa que había en la habitación -vino, fruta, pasta como bienvenida-. Y cogió lo que más le apetecía en aquel instante -la sangre de Cristo, cómo no-. No necesitaba vaso, y pensaba dejarse caer sobre las sábanas de seda -esperando darle una sorpresa a Cordelia. Ya se sabe, un marido abnegado; bebiendo para ahogar las penas producidas por una mujer de mala reputación; su propia mujer-; cuando el reflejo de ella dentro del baño apareció en el suelo. Un pequeño halo de luz que intentaba huir por el hueco bajo la puerta. Sonrió de lado. ¿Una discusión? Qué mejor manera de interpretar un matrimonio. Un trago más para armarse de valor, y se dirigió hacia donde la mujer se encontraba.
Abrió la puerta con fuerza -tanta fuerza que a punto estuvo de caerse. Tengamos en cuenta su estado, por supuesto-. Se apoyó en el marco de la puerta y se cruzó de brazos pretendiendo dar así una imagen de rudeza, de seguridad -cuando en verdad era para guardar mejor el equilibro-. Las palabras en su mente se apelotonaban. Quería decir tanto en tanto poco tiempo, que no lograba ordenarlas como era debido.
-¿Te... bien...? -carraspeó, sacudiendo la cabeza para decir al fin, no sin un deje de incontinencia verbal-. ¿Te lo has pasado bien, Cordelia? Supongo que sí, ¿cierto? Oh, estarás tan acostumbrada a seducir... Supongo que has adquirido con el tiempo una habilidad increíble para poder tocar a ese tipo de hombres sin vomitar. Te admiro por ello. Yo no sería capaz, quizá porque dentro de lo que cabe tengo aún cierto respeto por mí mismo -una sonrisa. De falsa superioridad. Dio unos pasos hacia ella, situándose justo tras su espalda y rodeando la cintura de la mujer con sus brazos. La observaba a través del espejo, susurrando sobre su cuello-. Dime, ¿deberíamos seguir con la función? ¿Estoy siendo un buen marido, estoy siendo un buen Benjamin? No, ¿verdad? Para eso tendría que haberte humillado delante de todos los comensales... O, también, tenderte en la cama aunque tú rogaras por una salvación que jamás se haría presente.
Alphonse de La Rive- Inquisidor Clase Alta
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Re: La caída de los dioses: el pecado original | Privado | +18
La puerta se abrió y la mujer se sobresaltó. Alzó la mirada amenazando el reflejo de aquel intruso que se atrevía a acaparar gran parte del espejo aún en la lejanía. El azul de sus ojos, convertido sin remedio en el punto central de aquel grotesco retrato que comenzaba a formarse en el cristal. Un retrato más incierto por momentos, con una figura de dudosa autoridad conquistando no sólo el servicio, paso a paso, sino haciendo sombra, al mismo tiempo, a la imagen de una Cordelia perdiendo la supremacía de aquel cuadro a medio pintar.
No contestó. Palabras que sólo buscaban un contrincante digno, mas Cordelia era partidaria de fingir la superioridad del que hace oídos sordos a palabras necias. ¿Por qué? , se preguntaba la mujer, ¿A qué vienen semejantes vejaciones? Más aún cuando aquello había sido orquestado por él y para él. No le bastaba con hacer sentir a la irlandesa como una fulana, sino que necesitaba poder restregárselo y recordárselo a cada momento.
Aquel gesto, el de sus manos en busca de compañía. Sus brazos, los de un demonio. Lazos del destino envolviendo su más preciada posesión para evitar perderla. Un movimiento descarado aquel atrevimiento por parte del beodo.
Un vistazo rápido al espejo. La certeza de que su cintura había sido realmente tomada por el enemigo. Las manos del clérigo parecía comenzaban a buscarse entre si haciéndose además con el vientre de la mujer. Otra conquista. Un suspiro que atraviesa su pelo, seguido de una bocanada de aire caliente que eriza el vello de su cuello y le obliga a cerrar los ojos unas décimas de segundo. Ya iba siendo hora de contestar al Cardenal.
- De momento eres igual de insufrible que mi marido. La misma copa de vino vacía en la mesita de noche, el mismo aliento a borracho y las mismas tristes insinuaciones. Un juego al que ya estoy cansada de jugar, gracias –sus manos sobre las del clérigo, asiendo éstas para así poder destrincarlas y abrirse paso hacia su propia libertad-. Suéltame –un intento de escape más costoso de lo esperado-. ¡Suéltame! ¡Estoy harta de ti! ¡Harta de que me trates como a tu esclava, como a tu puta particular! ¡Eso no te hace mejor, Alphonse! Lo único que consigues es dejar al descubierto tu necesidad por degradar al prójimo para sentir que eres alguien y que, por una vez, eres el que controla y no el controlado. Controlado por tus emociones, por los fantasmas de tu pasado, tus ambiciones, las mujeres a las que crees poseer sólo por pagar… o incluso por mí.
Pero ¿qué había sido aquello? Las palabras del hombre habían calado en la mujer, sí señor. Y fue tras sentir su tacto –una prueba más de como jugaba con ella, intentando hacerse no sólo con su cintura o su vientre, sino buscando acaparar sus cinco sentidos-, que la irlandesa comenzó a respirar con mayor fuerza, bajo aquella maraña de sentimientos y sensaciones que no le dejaban casi respirar. Odio y tristeza a la cabeza. Repulsión, propia y ajena.
Los lazos de unión fueron cortados con las afiladas palabras de la cazadora y lejos ya del cuarto de baño y de Alphonse, de espaldas a éste, sus muros, los muros que tanto se había molestado en construir, amenazaban con desbordar un mar de lágrimas que comenzaba a percibirse silenciosamente en sus ojos pardos.
Cordelia Holtz- Cazador Clase Alta
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Re: La caída de los dioses: el pecado original | Privado | +18
Alphonse se engañaba a sí mismo -venía haciéndolo durante años, se había convertido en un experto-. Sus propias falacias habían llegado tan lejos, que él mismo se creía su gran mentira. El reflejo, su propia mirada, le ocultaba a su persona los más oscuros secretos. Su verdadero yo. El miedo, la incertidumbre. Un magnífico actor no solo interpretando a un esposo harto de su mujer y de su vida, sino también a un hombre cruel y seguro, feroz y decidido. ¿Qué ocultaba el verdadero carácter del religioso? Temor. Temor hacia todo. Un niño que no había sabido crecer, atrapado en el cuerpo de alguien desconocido. De alguien totalmente alejado de su ser.
Para él, Cordelia Holtz no era más que su propio reflejo. La conocía demasiado bien tras las décadas en las cuáles ella le pertenecía -¿y ahora? ¿Era al revés? Esos ojos pardos, esas irónicas palabras que le dedicaba, esos andares tan particulares; un paso tras otro, cada vez más cerca de convertirse en la dueña y señora del Cardenal-. Sabía de la fragilidad de su alma, como podría desquebrajarse ante cualquier injuria del eclesiástico. Su unión, extraña e incomprensible, conseguía dañarlos por igual. La irlandesa en verdad no había cambiado tanto desde que la separaron de los brazos de su enferma madre. Seguía asustada, sola, buscando sin pretenderlo los brazos de un hombre -¿y qué hombre? Reminiscencia de su padre, aquel quien la cuidó, quien la amó. El único que ha sido bueno con ella en toda su historia-. ¿Podrían esos brazos ser los de Alphonse? Dejarse derrotar por él, que las máscaras de ambos se desprendieran de sus rostros, ofreciendo una mirada real.
Y, de pronto, puñaladas desgarrando el fingido semblante de seguridad -¿podría Cordelia apreciarlo? Mínimo fue el cambio, la rigidez de su faz convirtiéndose en un cúmulo de emociones que anunciaban desbordarse; y desbordar al propio Alphonse-. Había verdad en lo que Cordelia había dicho -palabras pronunciadas a causa del desprecio y del odio, mas ciertas. Alphonse hundiéndose en el desconcierto de lo sucedido. Cavalli; Cordelia siendo toqueteada por otro. El bien sabía que esto sucedía; bajo sus órdenes además. Sin embargo, el presenciar como su objeto de deseo era poseído por alguien ajeno a sus vivencias, ajeno a sus recuerdos, ajeno a ella; le producía un extraño malestar. Y él, enfrentado a esas insólitas sensaciones. Controlándole, ellas y la cazadora-.
La separación de sus cuerpos -Cordelia prisionera de unos brazos que debía y deseaba detestar-, la huida hacia la razón de la mujer. Una veloz fuga, horror ante sus propios pensamientos. Alphonse, embriagado con el vino y el propio aroma de la británica. Los muros derrumbándose -los ajenos y los propios-, y la soledad de la habitación, hicieron que éste persiguiera la sombra que Cordelia iba dejando. Sin pensar, sin ni siquiera plantearse las consecuencias de sus actos, y antes de que ella abandonara el refugio de la habitación, la tomó de unos de sus brazos y tiró de ella. Sus párpados volvían a descansar sobre sus ojos -quería capturar cada instante; no ver, solo sentir-, y finalmente posó sus labios sobre los ajenos -recordaba aquella noche en Gévaudan, cuando los dos se entregaron al otro, cargados de remordimientos al día siguiente. El vino, en ambos casos actuando-. Los movió, con suavidad. Cordelia era una mujer diferente a las demás -al menos para él-. Y, ese beso, dado con suma delicadeza, como si temiera que en cualquier instante le arrojaran hacia el vacío. Un vacío del que quizá no podría regresar. Y una sensación que creía ya olvidaba recorría su cuerpo -por una vez se sentía en paz. De nuevo, joven. Un muchacho más jugando a querer-. Sus manos pasaron a reposar sobre la cintura de la irlandesa, acercando el cuerpo de ésta todavía más al suyo; ejercía presión sobre el vestido, queriendo, deseando, estar lo más cerca de ella.
Alphonse de La Rive- Inquisidor Clase Alta
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Re: La caída de los dioses: el pecado original | Privado | +18
La danza del desconcierto. Un baile a medio bailar por aquellos dos, peones de un destino incierto, muñecos de paja en la estantería de la fortuna, consumiéndose a fuego lento frente a una chimenea de dudas.
El movimiento de labios: una aceptación de los ajenos. La mano izquierda de la mujer, temblorosa, buscando otra aceptación: el rostro del Cardenal. La prueba de que lo acontecido en la habitación era real y no parte de un lúcido sueño. Siendo deslizada en adelante con mesura y suavidad por su cuello hasta llegar a los ropajes de éste y cerrándose en derredor del cuello de su camisa, con el ímpetu de alguien que ruega por su propia salvación. Sus ojos, cortinas rasgadas que examinan de forma intermitente al objeto de sus pasiones -¿Efímeras? Puede. Mas, no por ello menos ciertas-. Lágrimas todavía en pendiente, donde aquella menos preparada para la travesía se despeñaba por el acantilado y desembocaba en un río de besos furtivos.
Guevaudán observaba en la lejanía la vorágine animal que había convertido a la cazadora y al Cardenal en una versión mucho menos romántica del andrógino de Platón.
Un suspiro, dos, tres. La huída de un sonido lastimero durante el robo de besos. Un alto en el camino, decisión femenina. La pasión, hechicera de la noche y a la que, sin embargo, Cordelia pedía tregua en favor de un beso auténtico. Un acto alejado de aquel descontrol impulsivo, la búsqueda –por fin aceptada por ésta- de algo real por parte del Cardenal, de Alphonse de La Rive.
Y vuelta a empezar. La lengua de la cazadora comienza a vibrar en la boca equivocada. La pared en medio, el secuaz perfecto en la lucha de Alphonse por tiranizar el cuerpo de Cordelia al completo y, ¿quién era ella para resistirse o cuestionar nada en aquel instante de cobardía y valor al mismo tiempo? Venecia oprimía su pecho como nunca hubiera imaginado. Aquella ciudad, la cumbre escarlata de los amantes que están destinados a todo menos a corresponder su amor. Alphonse no se quedaba atrás, pues oprimía a la mujer de igual modo.
Impaciente, la cazadora comenzaba a mostrar signos de su inquietud. La pierna derecha de ésta no podía evitar jugar con la izquierda del Cardenal, buscando la misma clase de unión que los habilidosos labios de ambos. Las manos de Cordelia arremetieron contra el pantalón de su rival y captor, buscando que aquellos besos dejaran de ser los protagonistas y se convirtieran en mera comparsa de una pieza musical aún mayor. Compositores de una auténtica quinta sinfonía de sensaciones. Los faldones de la dama, acertados en cualquier convite. Sobrantes cuando el plato principal de la recepción se encuentra oculto tras éstos.
La cazadora no pensaba, sentía, necesitaba. Dispuesta incluso a rogar si se tratara de un acto imperioso. El calor de dos cuerpos conociéndose a punto de contraer las nupcias del deseo en una iglesia de sábanas blancas. Los gemidos comenzaban a escapar y las palabras no buscaban algo diferente.
- Alphonse…
Besos en el cuello, caricias... lo único prohibido en aquel momento era parar.
Respiración en aumento. Dos cuerpos absolutamente carentes de ropa, carentes de vergüenza, buscando el éxtasis de la unión y encontrando el pecado de la lujuria.
Última edición por Cordelia Holtz el Vie Nov 27, 2015 1:04 pm, editado 1 vez
Cordelia Holtz- Cazador Clase Alta
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Re: La caída de los dioses: el pecado original | Privado | +18
¿Y si todo era, realmente, un sueño? Podría serlo, ¿qué duda cabía? El religioso había fantaseado con aquella escena cientos de veces, cuando Morfeo acudía en la noche y le estrechaba entre sus brazos otorgándole un efímero placer en ensoñaciones nada verosímiles. Ya que, en definitiva, eso era. Una irrealidad -y el deseo de él, ahora, de convertirse posteriormente en un nuevo Morfeo; ese hijo de dioses que solo aparecía en las fantasías de los antiguos reyes; ¿y qué era, sino, Alphonse? Auténtico, capaz de respirar mientras la mujer de sus anhelos termina por ser vencida y sus ojos se apagan apoyada en su pecho-. Ambos, tan diferentes, unidos -por fin- por una fogosidad nada propia de su persona. Convertidos en animales feroces, solo queriendo devorarse el uno al otro. El hambre, poderosa cuando hace acto de presencia, no entiende de razón o cordura.
En gráciles movimientos, los dos acabaron tendidos sobre las sábanas que les recibían revueltas, como así lo estaban sus cuerpos. No se podía distinguir quién era quién en aquella vorágine de pasos apurados. La lujuria, pecado capital que Alphonse cometía sin cesar, ahora reconvertido con un nuevo significado. Nada de lo pasado era real, llegado aquel momento. Las ropas estorbaban, y se deshizo de todo aquello que sobraba. Por fin, ante él, una obra de arte que hasta entonces solo podía haber contemplado en vagas insinuaciones. Como si el propio Bernini hubiera resucitado en aquel rincón de Venecia, tallando una nueva Teresa en pos del éxtasis. Capaz de ser tocada, de ser tomada y corrompida por el que se prometía hijo de Dios. Los labios entreabiertos, suspirando y gimiendo por lo que nunca antes se hubiera atrevido a ni siquiera pensar, los dedos del falso profeta paseando sutiles sobre estos, recreando un apetito todavía mayor -un preámbulo que precede a la auténtica obra, al mejor pasaje de todos-. Contrastaban aquellos dos mortales desnudos. La juventud, belleza y firmeza de una piel inmaculada, frente a la muerte cercana en el otro; recreación de sus propias almas, unidas finamente en una sola cuando el clérigo terminó poseyendo a la que parecía en aquel primer encuentro una inocente -¿exorcismo? Entre arrebatos, tirones de cabello, gritos y sacudidas bien podría serlo. El Demonio era quien les contemplaba, Dios no tenía permitido participar-; tras el recorrido de su lengua por los rincones más ocultos de su ser, creyendo convertirse en un niño de nuevo, quien solo podía alimentarse a través de la figura de una mujer; con un motivo muy diferente en aquel instante. La última parada, el lugar donde Venus había sido representada en tiempos pasados por Botticelli. Y por fin, lo que él quería oír. El punto y final, el delirio de dos dementes que se habían dejado llevar como animales. Respiraciones agitadas, temblores. Creer morirse. La petite mort. El abandono de la propia persona, la existencia en un vacío tras el mayor de los éxtasis -no, ni siquiera el de Santa Teresa-. Queriendo convertirse en el Dios de los dioses, en el monarca del Olimpo, siendo capaz de unir dos noches para disfrutar aún más -si cabe- de la intimidad junto a Alcmena.
Y, de pronto, la peor de las apariciones.
Morfeo había huido, otro rey lo reclamaba. Su hermano, Fobétor, había decidido sustituirle. El portador de las pesadillas. La perfección había sido solo el prefacio que esperaban. Mas, la realidad, les sacudía tristemente. Siempre, lo imaginado es mejor que lo palpable.
Rápido, sin ser sentido. Fugaz, como un error. Un mero pasmo antes de haber culminado lo que no se debería haber atrevido a empezar. Alphonse, dentro de la mujer que momentos antes había estado llorando frustrada. Más razones para ese desprendimiento de lágrimas cuando el religioso decidió que no podía continuar más, sin haber empezado si quiera.
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Re: La caída de los dioses: el pecado original | Privado | +18
Minerva haciendo de las suyas. El amor de los dioses, un tema peliagudo y castigado por la hija de Zeus. Aracne, pobre Aracne. Transformada en araña por jugar con fuego. Y Ovidio, como narrador omnisciente de este amor entre dioses, de su caída más bien. La caída de Alphonse de La Rive por un lado, la de Cordelia Devonshire por el otro. Pobre Aracne, pobre Cordelia. Intentando manejar unos hilos que, finalmente, se vuelven contra ella. Ya se lo advirtió Minerva, pues con la ira de los dioses no se juega. Atenea, tejiendo el tapiz de su victoria sobre Poseidón, y la tonta de Aracne, tentando a la ira de éstos por tejer veintidós episodios de infidelidades divinas, tan divinas como las que solía –y suele-cometer la irlandesa, tan divinas como la posición del Cardenal y así, todos sus actos.
La lucha de miembros proseguía, con una Cordelia hondeando la bandera de la victoria y su grito de guerra retumbando en el campo de batalla. Por desgracia para ésta, su momento de gloria nunca llegaría, ensombrecido por las prisas de su rival.
- Por favor, no…
Ni siquiera un ruego silencioso servía para continuar con la contienda. Ambos habían estipulado pactar una tregua y finalmente el único que lograra beneficiarse de ella fue el cardenal, pasando por encima de la cazadora y tomando lo que le pertenecía sin tener en cuenta petición alguna de ésta. Aquel codiciado momento se transformó en una catástrofe que dejó al religioso exhausto y a la mujer horrorizada. Buscando el rostro del clérigo, pidiéndole con su mirada que aquello no fuera el fin, sino una falsa alarma, un alto en el camino antes de continuar la marcha. Se acercó a él con iniciativa, cubriendo su cuello de besos, pero notando al instante que la rigidez propia de la anatomía masculina no estaba dispuesta a acompañarle esta vez. Incómoda con la situación e insatisfecha a partes iguales, la niña caprichosa que llevaba dentro todavía quería su premio y el no poder obtenerlo le hizo dar bruscamente la espalda al Cardenal. Imposible parecía ocultar el enfado de Cordelia, incluso de espaldas. Así que, sin miramiento alguno, se alzó con la intención de abandonar aquella cuna del desprecio, cubriendo su cuerpo con la sucia –por los sucios actos de los cuales había sido cómplice- sábana que acababa de desprender de forma violenta de la cama, buscando a tientas su ropa y haciendo lo posible por desaparecer con la misma velocidad con que Casanova se enamoraba. El mismo final que para Aracne: la vergüenza y la huida.
¿Y ahora?, se preguntaba ésta, una vez fuera del cuarto. Por un lado, nunca había llegado tan lejos con el Cardenal y por el otro… en el fondo no había llegado tan lejos.
Cordelia Holtz- Cazador Clase Alta
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Alphonse de La Rive era solo una sombra de la imagen que él mismo proyectaba. Alphonse de La Rive era un mediocre impostor, un mentiroso que se odiaba a sí mismo y tan solo actuaba en su día a día. Mas, cuando se encontraba frente a su reflejo, la verdad era descubierta ante la peor mirada, la suya propia.
¿Qué había creído Cordelia para abalanzarse de tal forma hacia sus brazos? Quién sabe. La decepción, una vez más, había aparecido entre ellos. Y el Cardenal había malgastado, desperdiciado, aquella divina oportunidad que el Señor le había ofrecido. ¿O por el contrario había sido un castigo por sus injurias constantes? Probar, rozar la miel con los labios para después ser arrebatada. El ridículo, su nuevo mejor amigo.
Y la mujer que tan solo le había pertenecido escasos minutos, desaparecía de entre las sábanas en cuanto se enfundó en sus pomposos ropajes. Abandonado, el clérigo se deshizo de todas sus vestiduras -hablando figuradamente. Ya no necesitaba actuar más, en su soledad-. Y optó por cerrar los ojos. Venecia había sido un desastre. Y ahora, su única compañera, era la soledad.
Alphonse de La Rive- Inquisidor Clase Alta
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Errores y años van de la mano. Inexistente es la línea que con ansia aguardamos, aquella que promete la desaparición de toda equivocación, de toda acción rápida y poco meditada. Y, sin embargo, nunca dejamos de velar nuestras noches y aplazar nuestro sueño por su llegada como una fiel Penélope aguardando a su Odiseo.
Cordelia Holtz ante el espejo. Un reflejo de vergüenza y bochorno al que sólo podía observar por encima del hombro, jurando con mirada inquisidora que ambas poco tenían que ver.
Las circunstancias del frustrado descanso de la irlandesa aquella noche poco o nada tenían de importante para ella al día siguiente donde, aún siendo una empresa casi imposible, pretendía alejarse de todo aquello llevado a cabo la noche anterior.
Es por ello que, aun llegando impuntual, hizo acto de presencia en la sala destinada a jurar con tinta el futuro de las más bajas calañas a manos del Cardenal. Éste último, convencido de que su falsa esposa no daría señales de vida durante dicha reunión, siendo pieza importante en el intercambio con Cavali.
- Mis disculpas caballeros – se anunció la propia mujer al atravesar la puerta del lugar y haciendo levantar a los susodichos-. No quiero aburrirles con los detalles de mi tardanza así que, sin más, tomaré asiento – esperando a que el Cardenal hiciera las veces de marido y dispusiera tanto su asiento como los debidos actos interpretativos necesarios para convencer al hombre que les acompañaba de su todavía unión marital, al margen de lo sucedido la noche anterior-.
- Madame Holtz, su presencia debería ser obligatoria en absolutamente todos los tratos de estado. Por cierto, ¿lo he dicho bien? ¿Madame?
- El francés es una lengua compleja y rebuscada pero, si uno llega a coger soltura en su manejo, los placeres que puede otorgar a nuestro paladar o incluso a nuestros oídos con su utilización, llegan a considerarse casi una obra divina. Lo contrario sucede con el italiano, según he podido comprobar estos días. Arrastran a cualquiera al pecado más mundano.
- ¿Por eso usted contrajo nupcias con un hombre americano? Aunque por su deje galo –dirigiéndose esta vez al Cardenal-, poco o nada le queda ya del acento de su tierra natal. ¿Cómo es posible tal cosa? Su mujer parece más fiel a su patria que usted, pues sigue sin abandonar el exótico acento que, entre otras cosas, la distinguen del resto.
Cavali podía ser un hombre egocéntrico, ignorante, un auténtico cerdo también. Mas los asuntos de estado los estudiaba al dedillo y en ningún momento se había tragado la patraña del casamiento Holtz, pues conocía el aspecto de ambos componentes de la pareja y aquel hombre poco o nada se parecía a Benjamin Douglas. Sin embargo, si en algún momento podía existir la opción de conseguir la visita entre sus sábanas de una mujer como lo era Cordelia, estaba dispuesto a jugar al juego que hiciera falta.
Cordelia Holtz- Cazador Clase Alta
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Era el Diablo mismo. Él, bajo las formas más sutiles era capaz de reptar entre ambos mundos sin ser perceptible a ojos mortales -ya que, ¿quién era él? Un mundano clérigo, creyéndose por encima de las leyes terrenales y divinas-.
Las dudas florecían en su mente y el ateísmo que proclamaba únicamente hacia su propia persona desvanecía a cada paso que daba. ¿Qué otra explicación había a las circunstancias de su existencia? Él, ordenando y destruyendo. Él, tentándole en venganza a su titubeo en cuestiones de fe. Y el mal arrastrándose infame sobre los suelos de aquella ciudad -un enviado, un pacto entre el altísimo y el que mora las tinieblas, en pos de destruir al desertor de ambos bandos. Nadie estaba por encima de ellos, y así debía saberlo-. La mujer convertida en un arma de doble filo, deseándola y condenando al religioso ante una vergüenza que creía desconocer. La serpiente siendo el instrumento de tortura, introduciéndose de lleno en las vísceras de la mujer. Y, así, deshonrando para siempre la figura del hombre.
Alphonse no podía dejar de recordar los escritos que había leído centenares de veces, las primeras en aquel seminario de tierras lejanas:
¿Y no sabes tú que eres una Eva? La sentencia de Dios sobre este sexo tuyo vive en esta era: la culpa debe necesariamente vivir también. Tú eres la puerta del demonio; eres la que quebró el sello de aquel árbol prohibido; eres la primera desertora de la ley divina; eres la que convenció a aquél a quien el diablo no fue suficientemente valiente para atacar. Así de fácil destruiste la imagen de Dios, el hombre. A causa de tu deserción, incluso el Hijo de Dios tuvo que morir.
Su primer acto de maldad, la ruina de los hombres. Ellas eran meros herramientas a órdenes del Diablo, títeres sin voluntad guiadas por el egoísmo, la estupidez y la depravación.
La reunión con Cavali era su única oportunidad de actuar correctamente, de servir a la Iglesia como debía, y recuperar la confianza en sí mismo y en Dios. Sin embargo, éste último tenía unos planes diferentes que le afectarían directamente.
Los juegos de palabras entre el italiano y la libertina. El cardenal, atento a las miradas indiscretas, deseando que todo acabara cuanto antes para así pisar tierra gala y sentirse seguro, en su hogar. Mas... las últimas palabras del descendiente de romanos le provocó un escalofrío que recorrió toda su espalda. Había urdido aquel plan al milímetro, ¿qué demonios había salido mal? Su mirada de rencor y odio se fijó en Cordelia. Sin duda, todo aquello, tenía que ver con ella. Su particular venganza, la serpiente reptando en su interior, susurrándole desde las entrañas lo que debía hacer para perpetuar la tortura al pobre e inocente cardenal. Aquello no acabaría así.
-Bien -se atrevió a decir finalmente-. Por lo visto mi perfecto plan se ha desmoronado por culpa de contar con ineptos súbditos, como si se tratara de una torre de Babel incompleta. ¿Qué cree que debería hacer, pues, señor Cavali? Ah, no -el italiano procedía a abrir la boca, pero antes el francés continuó con su verborrea-. Castigarles. Sí, como nuestro Altísimo hizo con aquellos obreros desagradecidos... de modo que... -sonrió a Cordelia, una sonrisa que poco contrastaba con la furia impregnada en sus azulados ojos-. La firma a cambio de una noche con mi esposa. Para usted, completa. Sin restricciones. ¿Estaría de acuerdo? Créame, nada le sucederá si acepta este acuerdo. De hecho, aunque le cueste creerlo, ayudará a la Santa Sede, y por consiguiente a la mejora de esta podrida Europa. Sin olvidarnos que sus actos serán totalmente impunes. ¿Estaría de acuerdo?
Tras estas palabras, tomó la pluma y mojó ésta en su correspondiente tinta, tomando el papel del acuerdo y disponiéndolo justo delante del italiano.
Alphonse dudaba. Y temía al Mal. Le era imposible ver el auténtico reflejo que le devolvía cualquier espejo, cualquier superficie capaz de devolverle su propia mirada. El mal, era él. Y su peor enemigo, la locura creciente ante terrores infundados y creados por una mente cansada y anciana.
Porque la palabra de la cruz es locura a los que se pierden.
Corintios; 1:18-31.
Alphonse de La Rive- Inquisidor Clase Alta
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Re: La caída de los dioses: el pecado original | Privado | +18
La pronta reacción del cardenal ante las insinuaciones del italiano le resultaron demasiado precipitadas a la mujer. Cavali sólo cavilaba, y aún entre cavilaciones, no hubiera sido la primera vez que la cazadora se hubiera hecho con la suya aún siendo su rival conocedor de más datos de los que debiera. Al mismo tiempo, las palabras que profirió su superior parecía que sólo buscaban que la serpiente profiriera también su veneno
- ¿Ahora la culpa es mía? ¿Insinúas acaso que soy algo así como la puta de Babilonia y tú un inocente santo? Porque quizás, sólo quizás, si hubieras sabido cumplir en tus quehaceres nocturnos de consorte, mi cara no dejaría entrever con tanta facilidad el horror de tener que compartir mesa contigo en esta pantomima.
La mujer contempló como el arzobispo seguía con su perorata y aguardó hasta el desenlace de ésta. Un desenlace que cambiaba las bases del contrato y la incluía a ella como pago.
- No te atreverás.
No hubiera sido la primera vez que Cordelia accediera ante trato semejante. Sin embargo, la situación y todo lo que la rodeaba –decisiones tomadas, actos pasados-, no consiguió nada más que el desagrado de ésta, así como su negativa ante similar acuerdo.
- Hecho –sentenció Cavali-.
La británica seguía postulándose en contra pero la mirada que ambos –el francés y el italiano- mantenían entre si, demostraba cuan poco importante era la decisión de una fémina en los tiempos que corrían.
- Podría haber alertado a mis guardias simplemente alzando mi voz, pues llevan vigilando la puerta desde que hemos hecho acto de presencia. Podría haber conseguido que le apresaran y también podrían haberme granjeado a la fuerza esa noche endiablada de la cual hemos estado parlamentando. No obstante, el poder que ostento aquí es tal que lo que acontezca en Francia me es indiferente, pero sí que sé cuan degradante debe ser la situación en la que se encuentra usted madame –fijando la vista en la mujer-, y personalmente no encuentro nada más excitante que deshonrar a una mujer. Por ello es que prefiero decantarme a extender mi firma en este acuerdo y acordar así la posición a la que deberá ser sometida en adelante, abogando, en caso de que no cumpla las expectativas, por escindir dicho contrato.
Cordelia enmudeció. Cavali sabía lo que quería. Estaba harto de los juegos de la mujer y si no actuaba como él buscaba –convirtiendo a ésta en objeto de sus humillaciones sexuales-, ni ella ni el cardenal conseguirían nada de él.
Como ya sucediera en la fábula de Ovidio, Aracne volvería a ser castigada por sus injurias a los dioses.
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Re: La caída de los dioses: el pecado original | Privado | +18
Él, era un grande de Francia. Su poder en el país galo era más que evidente, y su capacidad de lograr que los hilos de la telaraña que allí había creado con perseverancia y ahínco crecieran hasta llegar al país donde se resguardaban los más altos cargos de esa gran familia llamada Iglesia, envidiables. Podía haber alardeado delante de Cavali. Le podía haber dicho que en aquel lugar él, a pesar de su dinero, de su posición como banquero y burgués de renombre, en comparación a su persona no era nadie. Que él, Alphonse, contaba con su propio ejército privado, quiénes actuaban en la sombra -entre ellos, su querida Cordelia-, y de quiénes no se separaba en sus múltiples viajes. Le podía haber susurrado el lugar donde se encontraban, Venecia, y que a pesar de su procedencia parisina, entre los religiosos italianos su figura era respetada y admirada. Que, si estaba allí, era precisamente para cumplir su función como inquisidor, no por placer. Un mero contador de billetes poco tenía que hacer frente a un político, frente al domino de la Santa Sede. Sí, podía haber parloteado sin cesar. Presumir. Mas no era su estilo, y estaba realmente cansado de las pantomimas que debía realizar para satisfacer a sus superiores -¿humildad, tal vez? Ni siquiera se paseaba por las calles parisinas con unos ropajes dignos de su nombre, sino con los trapos más simplistas, y con una mera cruz de oro, regalo de un tiempo pasado y mejor-.
-Pues primero, firme-fueron las últimas palabras del clérigo. El italiano cogió el contrato y la pluma, estampando sin miramientos el garabato que representaba su conformidad. Se sentía importante, por una vez en su vida. Creía haber obtenido lo que más deseaba, que él manejaba aquel juego y sus palabras dictaban las actuaciones de los dos extranjeros. Nada más lejos de la realidad.
En cuanto su firma fue impresa, el cardenal se hizo con el documento y guardó éste a buen recaudo entre sus ropajes. Durante aquellos largos minutos, no miró ni un solo segundo a Cordelia. Realmente -y aunque no lo pareciera- sentía tener que tratarla como si fuera un trapo de usar y tirar. Como si su ser no tuviera consciencia propia y fueran los demás quiénes se divertían diciéndole qué hacer, cómo y cuándo. No obstante, Alphonse no hacía nada sin tenerlo todo pensado al milímetro. Y para suerte de la irlandesa -que no para Cavali-, si todo salía como había meditado en unos fugaces segundos, él se convertiría en su particular salvador.
Los hombres se levantaron, y Cavali no tardó un mísero parpadeo en acercarse a la mujer y obligarla a erguirse. Su mano, gorda y sudorosa, se agarró al brazo de la supuesta dama. Sonreía. Empero su sonrisa ocultaba los más oscuros propósitos. El francés suspiró, se colocó los ropajes y avanzó hacia la puerta, no sin antes acercarse a Cordelia para así susurrarle al oído un versículo del Evangelio según San Marcos.
-El que crea será salvo, pero el que no crea será condenado -sus ojos celestes se posaron en los que poseía la mujer, para terminar diciéndole-. Confía en mí, Cordelia.
Y acto seguido, se fue. Abandonando a la pobre Aracne en la telaraña que él mismo había tejido con suma paciencia.
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Re: La caída de los dioses: el pecado original | Privado | +18
- El buen juicio se gana el favor, pero los traidores caminan hacia su ruina -rememoró la cazadora con voz trémula antes de proyectar un esputo dirigido hacia el rostro del cardenal-.
La disconformidad de la irlandesa ante tal situación era más que apreciable. Era lógica. Estaba realmente cimentada en la experiencia de muchas vidas pasadas. Todas suyas y todas cargadas del odio que los actos de otros habían impregnado con sus traiciones y desagravios. Alphonse no era diferente. Sólo fingía serlo. El arcángel que luce sus alas frente a los demonios que atizan el fuego que consume a más de la mitad de la población tarde o temprano. Cuanta hipocresía.
Cavali no se cortó un pelo. Sujetó por la muñeca a una Cordelia que ya había asumido su rol en aquel juego: precisamente, el de ser poco más que una muñeca. El juguete del cardenal. Un juguete que ahora pasaba a manos de otro niño, cuyo rostro daba a entender que poca era la distinción entre él y el ficticio Michael Myers, y que estaba deseoso por ver cuales eran los mecanismos internos por los que una muñeca conseguía hablar y llorar. Una muñeca de apellido Holtz que no ponía la resistencia esperada ante tamaña situación. Desesperada, parecía haberse rendido en parte y, en parte, su mente no dejaba de pensar en todo aquello que había salido mal a lo largo de su vida y en todo aquello que saldría mal en adelante. Le volverían a ocurrir situaciones como aquella. Una, otra y otra vez. Le volverían a suceder si seguía trabajando para el cardenal. ¿Era el momento de cerrar una puerta?
Brazos como tentáculos. Besos que desgarraban la piel. Aliento que primero erizaba y después acababa ponzoñosamente con el vello de la mujer. Ropajes convertidos en traicioneros rivales que fingen la amistad del que te abandona cuando más lo necesitas. Finalmente, la daga que daría muerte a la mujer, por fin desenvainada y dispuesta a dar la primera estocada de una larga serie de ellas. Una lágrima de adiós, el último suspiro de unos ojos que se cierran para no contemplar la caída de los dioses.
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Re: La caída de los dioses: el pecado original | Privado | +18
Era un hombre egoísta. El tiempo, quizá, los llantos ahogados y la máscara que llevaba con orgullo en aquel baile sin fin, le habían moldeado para ser quién era. No obstante, los recuerdos en ocasiones se apoderaban de su ya poca cordura. Y ese egoísmo dejaba paso al arrepentimiento. Por tanto, arrepentíos y convertíos, para que vuestros pecados sean borrados, Convenciéndose a sí mismo de ese perdón. ¿Dios? Sus palabras resonaban una y otra vez, en un eco interminable, el cual se alzaba con más fuerza en vez de disminuir hasta morir en meras evasivas. Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente. ¿Quién lo dice? Pidiendo clemencia hacia el que no escucha, divirtiéndose ante sus creaciones. Él, siempre, jactándose de su falaz benevolencia. Mas, ¿quién debía perdonar a quién? Una bruja, descendiente de arcaicos druidas. Y él mismo, impío sacerdote.
Pues, el pasado asomaba de nuevo. Y los gritos de amparo; nuevo eco en su interior. Las lágrimas y el sonido de la piel consumiéndose bajo el fuego. Una marca por siempre, evocación del ayer. Él, Alphonse, abandonó a la mujer en quién más debía confiar. Allí, ante el verdugo que debía poner fin a su existencia optó por cerrar los ojos y huir. De nuevo, la situación se alzaba ante su dubitativa mente. Y, los remordimientos, resucitaban como si se trataran del hijo de aquel al que teme en voz baja.
¿Perdiendo facultades? Tal vez. Puesto que dudar, es una debilidad. Y la estima hacia cualquier ser, la peor fragilidad. Y él, allí estaba. Cometiendo un error más, en lo que él creía correcto.
No era complicado conocer los tejemanejes de un hombre como Cavalli. La corrupción solo podía ser aceptada, cuando se sabía ocultar. No era su caso, por supuesto. Su red de equivocaciones recorría toda Venecia, adentrándose incluso en Florencia y Roma. Era un hombre estúpido, quien confiaba rápidamente en aquellos que le dejaban probar un poco de miel sobre unos labios hambrientos. Miel envenenada, obviamente. Traiciones sin fin. Y allí estaba, el cardenal aprovechándose de las oportunidades que aparecían ante su persona. Tal vez orar no era una acción insulsa, tal vez el Señor sí escuchaba sus plegarias.
No había ido a la ciudad de los canales sin un plan paralelo al que conocía su querida espía. Todo debía ir según los caminos previstos. Y él, con pausa pero sin calma, debía dar los pasos correctos hasta llegar a alguna de las metas que se había dispuesto cruzar. Allí estaba, finalmente. Un hombre como Cavalli, pensemos detenidamente en cuál es su debilidad. Casado con la misma mujer desde que era un chaval; mujer gorda, fea y vulgar -ocultando esa chabacanería en ropajes cosidos a mano con los más exóticos tejidos-, una riqueza heredada, en la que él ni siquiera había trabajado -otros, trabajando para él y robándole sin que ni siquiera se diera cuenta-. Lo único, el apellido de una importante familia burguesa. Poseyendo un poder quimérico. Tan irreal, que él mismo era consciente. Una mujer joven y bella, y la terrible acción de una violación. ¿El placer? No. Pocos son los idiotas que luchan por algo tan banal y efímero como el placer o el amor. Cavalli deseaba lo que tantos hombres, poder. Algunos creen que tan efímero y banal como el deseo y sus consecuencias. Pobres ingenuos e imbéciles. El amor desaparece sin que podamos hacer nada. Por el contrario, el poder se lucha y se mantiene si somos lo suficientemente inteligentes y precavidos. Cavalli no era de estos últimos, claro. Su poder se reducía a cualquier oportunidad. Y ofrecerle ejercer éste sobre la mujer de otro, era la mencionada miel envenenada. ¿El plan? Aparecer como por arte de magia en la habitación de aquel palazzo. Alphonse, aunque en razón estuviera solo, físicamente jamás lo estaba.
Una vez abandonó a Cordelia a lo que ella creía una suerte ya perdida -confía en mí-, él se dispuso a regresar al escondrijo perdido en la Basílica de San Marcos. Allí, veloz y con la ayuda de algunos miembros de su Guardia Roja, cambió su disfraz por su auténtica piel. Los ropajes escarlatas que pocas veces abandonaba. La sangre de sus enemigos, tiñendo su curtida coraza.
Posteriormente, un carruaje le esperaba a las afueras de la casa de Dios. Entró en éste, junto a sus particulares guardianes, y se dispuso a obtener el perdón de Cordelia y el suyo propio.
Una vez en el palazzo del italiano, entró como si le perteneciera el lugar. Nadie podía pararle, pues sabían que si lo hacían, todos ellos correrían una pésima suerte. La capa de sus ropajes volaba a la vez que su mirada, de un sitio a otro. Hasta que llegó a la habitación del que parecía haber sido un terrible castigo. Y, una vez se colocó frente a la puerta, respiró hondo antes de que sus nudillos golpearan aquella madera.
-¿Quién osa molestarme ahora? -murmuró el banquero, soltando a la irlandesa de modo que ésta cayera sobre la cama. No tardó en abrir la puerta, y sorprenderse al ver a aquel religioso ante él. Las siguientes acciones, sucedieron rápidamente una tras otra.
Cavalli vociferando que él es un hombre respetable, y que nadie podría interrumpirle en sus quehaceres. Un trato es un trato. Gritos, insultos al religioso. ¿Un hombre de Dios siendo un traidor? La palabra del Señor no tenía validez alguna si salía de su boca. Forcejeo, los guardianes rojos actuando. Y por poco, una pequeña batalla en aquella habitación cuando los soldados del italiano hicieron por fin acto de presencia. Nada sucedió, posteriormente. Ya que Alphonse arrojó unos documentos sobre la cama del hombre. Tratos con familias burguesas y nobles. Estafas ante ellos, robos que parecían incluso legales. ¿Y él se atrevía a hablar sobre la confianza, el respeto? Cuando sus timos se adentraban en las familias más importantes de Italia. Amenazas y más gritos. ¿Qué le sucedería a su banco, a su fortuna, si la verdad salía a la luz?
-Usted es despreciable, signore de La Rive-dijo finalmente el italiano-. ¿Cómo ha podido obtener esta información?
-No debería confiar en nadie, Cavalli. Y menos en aquellos más cercanos a su persona -terminó por decir el francés. ¿Cómo lo había obtenido? Fácil. Poder y dinero. Los que rodeaban al banquero estaban más ansiosos de ésas dos particularidades, que el propio Cavalli. Y éste no estaba dispuesto a perderlo todo, aunque tuviera que sufrir la vergüenza en su propia piel-. Me llevaré a Cordelia y el documento que firmó esta misma noche conmigo. Aunque seré agradecido con usted, y le daré el nombre de aquellos que se han atrevido a traicionarle.
Lo último, tomar a Cordelia entre sus brazos y ofrecerle la capa que siempre cubría sus hombros para así tapar el que era su níveo cuerpo. Una sonrisa fugaz, y unas suaves palabras te dije que confiarás en mí. A continuación, sin soltarla un segundo, y abriéndoles el paso su guardia particular, se fueron de aquel lugar para volver a su querida Francia.
Alphonse de La Rive- Inquisidor Clase Alta
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