AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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La douleur éternelle [Raffaella]
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La douleur éternelle [Raffaella]
La tragedia siempre fue el fruto más dulce para probar. La felicidad eternamente se halló en el estatus más hermoso para destrozar. Y para mí, un vástago de la inmundicia y la perdición de las letras, no había nada más espléndido que ver las lágrimas de la catástrofe infundadas en una familia contenta.
Mi letargo fue acabado cuando el círculo de brujos e inmortales llegó a mi tumba. Luego de más de quinientos años, mis ojos se abrieron y mi piel comenzó a tomar nuevamente la sangre de los humanos que habitaban la tierra. Las emociones hacían caudales de esperanzas en mi interior. Mi alma putrefacta deseaba tener las sensaciones del pasado y fue que al no encontrar a Nicolás, terminé por hundirme en la búsqueda de una nueva reliquia para mis deseos.
Escudriñé, entre las tierras parisenses, todo aquello que irradiara una luz auténtica. Me encontré con la mayor epifanía que pude haber atinado. Una gran fortaleza con un corazón de despecho. El olor de la religión y el magnífico curso perfecto para despedazar. “Será un solo grito el que despierte el sufrimiento embellecido de la realidad” Me decía a mí mismo con mirada pura cuando mi esencia sobrepasaba barreras hasta llegar a aquel humano asesino de demonios. ¡Ah! Ahora era éste ser de la maldad el que cortaría los hilos de un maniquí utilizado. Y me llevaría su alma y con ello toda la riqueza de la verdad. Aplastaría la energía y luego, como un tribal, volvería a escabullirme en las sombras, a donde verdaderamente pertenecía. Cerca, pero nunca lo suficiente para ser encontrado. El primer bramido de las lágrimas de un joven y una muchacha fueron los que hicieron a mi corazón latir. Tan perfecto era el dolor que estaban emanando, llenaba mi alma con perfecta parsimonia.
“Que los gritos de la muerte templen la esperanza; la felicidad es solo un instante, la tristeza dura para siempre. ¿No se dan cuenta que el amor es mucho más intangible que un simple cuerpo no viviente?”
El tiempo concurrió de la misma manera que siempre, pero algo palpitaba en mi mente a medida que los pasos seguían pasando por la ciudad de las luces. La gloriosa Francia estaba en su mejor y peor momento. Eran los santos que estaban esculpidos en las paredes, que miraban a los demonios pasar y no se inmutaban ante nuestra presencia. Las mujeres inauditas ante los placeres vividos. ¡Pero nada de eso era lo que mi interior necesitaba! Oh Nicolás, ¿A dónde estaba mi tan anhelado tesoro esta vez? No podía encontrarlo y me veía en la tediosa tarea de aplacar mis necesidades en toscos humanos que se parecían a él. Damas de cabellos no demasiado largos, de cuerpos poco formados, capaces de gritar y llorar, pero manteniendo una luz dentro tan dulce y sabrosa que hacía durar la defunción mucho más que cualquiera.
Y fueron tiempos más tarde cuando la presencia de una inquisidora se tornó frente a mí. “Ustedes me buscan y yo te estaba esperando. Bailaremos juntos este vals” Resonó mi requerimiento por su belleza; y sus ganas de sufrir en la eternidad fueron las que me llevaron a cumplir aquello que había jurado nunca hacer. Mi alma se transfirió a la de ella, la mató, la revivió y ahora era una parte de mí mismo. Raffaella, dulce y perfecta mujer que caminaba sin miedos; sin temor a que había destruido su propia felicidad, para siempre y por siempre. Ahora vagaría a mí alrededor, su cuerpo y su alma eran mías. Más mías que nadie y el padecimiento le sería dado con la misma intensidad con la que alguna vez percibió su bienestar. “Es la nostalgia, húndete en ella, se una con las sombras hasta que tus lagrimas dejen la sangre atrás y se conviertan en requisitos del horror” Le susurraba cuantas veces podía cuando la observaba bajo mi regazo, con la esperanza de buscar prosperidad en donde solo había odio, terror y melancolía. — ¿Qué es lo que tus ojos extrañan de la realidad del pasado? Deja todo ir, porque no hay nada que puedas volver a tener de eso. Tu mente y alma pertenecen a esto, que es la muerte. — Dejé salir cuando en aquella casa en la que ahora convivíamos se asomaba su presencia. Mi mente, aun cuando mi boca proliferaba palabras, viajaba muy lejos. Ella lo sabía, jamás tendría de mis labios lo que yo quería de unos ajenos. Y eso es lo que me mantenía allí, saber que nunca encontraría una sonrisa real y que vería la tortura interminable en sus ojos, así como la seriedad y la frialdad con la que quería hacerlo todo.
Mi letargo fue acabado cuando el círculo de brujos e inmortales llegó a mi tumba. Luego de más de quinientos años, mis ojos se abrieron y mi piel comenzó a tomar nuevamente la sangre de los humanos que habitaban la tierra. Las emociones hacían caudales de esperanzas en mi interior. Mi alma putrefacta deseaba tener las sensaciones del pasado y fue que al no encontrar a Nicolás, terminé por hundirme en la búsqueda de una nueva reliquia para mis deseos.
Escudriñé, entre las tierras parisenses, todo aquello que irradiara una luz auténtica. Me encontré con la mayor epifanía que pude haber atinado. Una gran fortaleza con un corazón de despecho. El olor de la religión y el magnífico curso perfecto para despedazar. “Será un solo grito el que despierte el sufrimiento embellecido de la realidad” Me decía a mí mismo con mirada pura cuando mi esencia sobrepasaba barreras hasta llegar a aquel humano asesino de demonios. ¡Ah! Ahora era éste ser de la maldad el que cortaría los hilos de un maniquí utilizado. Y me llevaría su alma y con ello toda la riqueza de la verdad. Aplastaría la energía y luego, como un tribal, volvería a escabullirme en las sombras, a donde verdaderamente pertenecía. Cerca, pero nunca lo suficiente para ser encontrado. El primer bramido de las lágrimas de un joven y una muchacha fueron los que hicieron a mi corazón latir. Tan perfecto era el dolor que estaban emanando, llenaba mi alma con perfecta parsimonia.
“Que los gritos de la muerte templen la esperanza; la felicidad es solo un instante, la tristeza dura para siempre. ¿No se dan cuenta que el amor es mucho más intangible que un simple cuerpo no viviente?”
El tiempo concurrió de la misma manera que siempre, pero algo palpitaba en mi mente a medida que los pasos seguían pasando por la ciudad de las luces. La gloriosa Francia estaba en su mejor y peor momento. Eran los santos que estaban esculpidos en las paredes, que miraban a los demonios pasar y no se inmutaban ante nuestra presencia. Las mujeres inauditas ante los placeres vividos. ¡Pero nada de eso era lo que mi interior necesitaba! Oh Nicolás, ¿A dónde estaba mi tan anhelado tesoro esta vez? No podía encontrarlo y me veía en la tediosa tarea de aplacar mis necesidades en toscos humanos que se parecían a él. Damas de cabellos no demasiado largos, de cuerpos poco formados, capaces de gritar y llorar, pero manteniendo una luz dentro tan dulce y sabrosa que hacía durar la defunción mucho más que cualquiera.
Y fueron tiempos más tarde cuando la presencia de una inquisidora se tornó frente a mí. “Ustedes me buscan y yo te estaba esperando. Bailaremos juntos este vals” Resonó mi requerimiento por su belleza; y sus ganas de sufrir en la eternidad fueron las que me llevaron a cumplir aquello que había jurado nunca hacer. Mi alma se transfirió a la de ella, la mató, la revivió y ahora era una parte de mí mismo. Raffaella, dulce y perfecta mujer que caminaba sin miedos; sin temor a que había destruido su propia felicidad, para siempre y por siempre. Ahora vagaría a mí alrededor, su cuerpo y su alma eran mías. Más mías que nadie y el padecimiento le sería dado con la misma intensidad con la que alguna vez percibió su bienestar. “Es la nostalgia, húndete en ella, se una con las sombras hasta que tus lagrimas dejen la sangre atrás y se conviertan en requisitos del horror” Le susurraba cuantas veces podía cuando la observaba bajo mi regazo, con la esperanza de buscar prosperidad en donde solo había odio, terror y melancolía. — ¿Qué es lo que tus ojos extrañan de la realidad del pasado? Deja todo ir, porque no hay nada que puedas volver a tener de eso. Tu mente y alma pertenecen a esto, que es la muerte. — Dejé salir cuando en aquella casa en la que ahora convivíamos se asomaba su presencia. Mi mente, aun cuando mi boca proliferaba palabras, viajaba muy lejos. Ella lo sabía, jamás tendría de mis labios lo que yo quería de unos ajenos. Y eso es lo que me mantenía allí, saber que nunca encontraría una sonrisa real y que vería la tortura interminable en sus ojos, así como la seriedad y la frialdad con la que quería hacerlo todo.
Asmodeo- Vampiro/Realeza
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Re: La douleur éternelle [Raffaella]
"No me vendas rencor en almíbar, si he de hallar acíbar en el corazón."
Alfonso Reyes
Alfonso Reyes
¿Cuándo llegaría el día que por fin se despojase de sus sentires humanos? El dolor por haber perdido a sus hijos le desgarraba el alma. La odiaban, la despreciaban. Raffaella no había contemplado, ni por un segundo, el daño que les haría a Jarko y a Katriina; ni mucho menos había previsto la posibilidad de su propio sufrimiento al estar lejos de ellos. Los había alojado en sus entrañas con el amor más hondo y los había parido con dolor, como decía la Biblia que debía hacerse. Había sentido que se desgarraba por dentro cuando ambos niños habían salido de entre sus piernas; e, inmediatamente después de ese dolor, había llegado el mayor éxtasis. Estaba segura que nunca había podido demostrarles cuánto los amaba, cegada ante su obsesivo sentimiento hacia Lastor, y luego, en su capricho hacia Asmodeo. Con el tiempo, había llegado a la triste conclusión que sus hijos nunca fueron prioridad, segura de la educación que les había dado y de la contención familiar que les había regalado, a pesar de la muerte de su padre. El hombre con el que convivió durante veinte años, había suplido la ausencia de su marido, tanto para ellos, como para ella.
A pesar de que había creído que con el vampiro todo sería distinto, que por fin aplacaría su alma inquieta, se encontraba en las antípodas de lo que había imaginado, de lo que había deseado. Raffaella, a pesar de mostrarse siempre espléndida, sentía una profunda frustración. Ella, que amaba brillar, se había visto reducida a las sombras; y no sólo eso, Asmodeo la usaba, ella lo sabía y lo aceptaba. Le permitía saciar sus bajos instintos, pero sabía que él no le pertenecía, que era de otro. Ese nombre le daba asco, le repugnaba, no podía ni pronunciarlo. Sabía todo de ellos, su antiguo lugar en la Inquisición le había posibilitado investigar al asesino de su marido, y a pesar de que le habría gustado tenerlo en un puño, él se encontraba demasiado lejos. Disfrutaba de su compañía, pero también le alteraba; siempre intentando indagar en sus pensamientos, buscando saber qué se cruzaba por su cabeza. Raffaella se había vuelto una mujer paranoica; toda la seguridad que alguna vez había poseído, desaparecía más y más con cada despertar. Y cuando despertaba, él ya no estaba. No recordaba cuándo había sido la última vez que le había dado la bienvenida a la noche y había tenido la grata sorpresa de encontrar a Asmodeo junto a ella. ¡Maldito mil veces! Y a pesar de que en más de una ocasión había fantaseado con abandonarlo, su magnetismo la encadenaba.
—No le pertenecen a la muerte —le recordaba la italiana. —Te pertenecen a ti. A nadie más que a ti —lo peor de todas esas palabras, es que eran ciertas. Ella le pertenecía enteramente, él era todo lo que le quedaba. Estaba segura que se perdería si lo perdía. Contraria a la realidad de muchos, Asmodeo la había ayudado con sus instintos –que aún le costaba manejar-, a dominar sus deseos de sangre, a contenerse y a cazar. Él no sólo era su amante, era también su mentor. En su anterior vida, le había tocado presenciar la corta existencia de neófitos, que se lanzaban como depredadores y se convertían en presas fáciles, aún para los inquisidores y cazadores novatos. Esa no había sido su suerte; el vampiro con el cual vivía, la había colocado bajo su ala y la moldeaba a su antojo. Triste destino para Raffaella…
—Tú me has hecho, y en tus manos está el poder de destruirme —y era algo que hacía constantemente. —Pero no me pidas que deje de pensar en mis hijos, porque eso jamás ocurrirá. Hay ciertas cosas de nuestro pasado que no podemos soltar, pasen los años que pasen —sugirió. Si bien en su voz había suavidad, en ella subyacía el poder del resentimiento. Lo miró a través del espejo, se encontraba sentada, desnuda, frente a él, acomodando su larga cabellera oscura, cepillándola. Le gustaba hacerlo, especialmente porque le costaba contenerse frente a las doncellas, con su juventud y sus corazones latiendo al ritmo frenético de la sangre. El comienzo había sido una tortura, y había terminado asesinando a más de las que hubiera querido. — ¿Hoy también lo buscarás? ¿O te dignarás a quedarte conmigo una noche? Estoy un poco cansada de la compañía de los sirvientes, me aburro —se quejó, pero en sus formas no había animosidad, sino, una amenazante templanza. Una sola vez había hecho una escena de celos, de esas que le costaba grandes peleas con Lastor en aquel tiempo pasado; había terminado aprendiendo la lección. Rafaella se había convertido, en presencia de Asmodeo, en una dama sumisa y complaciente, aunque sabía que, algún día, tendría la fortaleza suficiente para romper el lazo.
A pesar de que había creído que con el vampiro todo sería distinto, que por fin aplacaría su alma inquieta, se encontraba en las antípodas de lo que había imaginado, de lo que había deseado. Raffaella, a pesar de mostrarse siempre espléndida, sentía una profunda frustración. Ella, que amaba brillar, se había visto reducida a las sombras; y no sólo eso, Asmodeo la usaba, ella lo sabía y lo aceptaba. Le permitía saciar sus bajos instintos, pero sabía que él no le pertenecía, que era de otro. Ese nombre le daba asco, le repugnaba, no podía ni pronunciarlo. Sabía todo de ellos, su antiguo lugar en la Inquisición le había posibilitado investigar al asesino de su marido, y a pesar de que le habría gustado tenerlo en un puño, él se encontraba demasiado lejos. Disfrutaba de su compañía, pero también le alteraba; siempre intentando indagar en sus pensamientos, buscando saber qué se cruzaba por su cabeza. Raffaella se había vuelto una mujer paranoica; toda la seguridad que alguna vez había poseído, desaparecía más y más con cada despertar. Y cuando despertaba, él ya no estaba. No recordaba cuándo había sido la última vez que le había dado la bienvenida a la noche y había tenido la grata sorpresa de encontrar a Asmodeo junto a ella. ¡Maldito mil veces! Y a pesar de que en más de una ocasión había fantaseado con abandonarlo, su magnetismo la encadenaba.
—No le pertenecen a la muerte —le recordaba la italiana. —Te pertenecen a ti. A nadie más que a ti —lo peor de todas esas palabras, es que eran ciertas. Ella le pertenecía enteramente, él era todo lo que le quedaba. Estaba segura que se perdería si lo perdía. Contraria a la realidad de muchos, Asmodeo la había ayudado con sus instintos –que aún le costaba manejar-, a dominar sus deseos de sangre, a contenerse y a cazar. Él no sólo era su amante, era también su mentor. En su anterior vida, le había tocado presenciar la corta existencia de neófitos, que se lanzaban como depredadores y se convertían en presas fáciles, aún para los inquisidores y cazadores novatos. Esa no había sido su suerte; el vampiro con el cual vivía, la había colocado bajo su ala y la moldeaba a su antojo. Triste destino para Raffaella…
—Tú me has hecho, y en tus manos está el poder de destruirme —y era algo que hacía constantemente. —Pero no me pidas que deje de pensar en mis hijos, porque eso jamás ocurrirá. Hay ciertas cosas de nuestro pasado que no podemos soltar, pasen los años que pasen —sugirió. Si bien en su voz había suavidad, en ella subyacía el poder del resentimiento. Lo miró a través del espejo, se encontraba sentada, desnuda, frente a él, acomodando su larga cabellera oscura, cepillándola. Le gustaba hacerlo, especialmente porque le costaba contenerse frente a las doncellas, con su juventud y sus corazones latiendo al ritmo frenético de la sangre. El comienzo había sido una tortura, y había terminado asesinando a más de las que hubiera querido. — ¿Hoy también lo buscarás? ¿O te dignarás a quedarte conmigo una noche? Estoy un poco cansada de la compañía de los sirvientes, me aburro —se quejó, pero en sus formas no había animosidad, sino, una amenazante templanza. Una sola vez había hecho una escena de celos, de esas que le costaba grandes peleas con Lastor en aquel tiempo pasado; había terminado aprendiendo la lección. Rafaella se había convertido, en presencia de Asmodeo, en una dama sumisa y complaciente, aunque sabía que, algún día, tendría la fortaleza suficiente para romper el lazo.
Raffaella di Bravante- Vampiro Clase Alta
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Fecha de inscripción : 19/06/2015
Re: La douleur éternelle [Raffaella]
“Y lo podrido de tu esperanza fermentará junto con ese amor melancólico que lentamente destruirá tus pasiones y sobornará todo aquello que alguna vez deseaste para que se suicide y te entregue una libertad bochornosa”
Divagaban en mi mente frases de mal gusto, mientras que mi mirada eclesiástica la estaba evaluando. Me gustaba hacerlo, me divertía ver la desesperación de Raffaella, porque ella era un mundo de pena y postración. Sin tener un camino por el cual irse. Yo se lo formaba, se lo cambiaba a mi parecer hasta encontrarla desesperada y entonces, solo entonces, le daba un poco de lo que ella quisiera, le entregaba una pizca de dulzura para que la enfermedad de su sangre siga allí dejándome capaz de poseerla en cualquier lugar que quisiera. Pero mi sonrisa no estaba formada, no ahora que estaba frente a la fémina y ésta me miraba con gran molestia, una camuflada y maquillada. Mas había cosas que ella no era capaz de esconderle al demonio. Mi cuerpo estaba postrado sobre el marco de una puerta, su desnudez estaba presente, sus turgentes senos caían rebosantes en la sensualidad de su torso y de su pelvis que estaba escondida con ínfimos vellos. Y mis pasos fueron un eco plasmado en lentitud cuando me acercaba a tal presencia. — ¿Acaso la muerte no soy yo? ¿Acaso no te regalé tu belleza eterna a cambio de tu alma oscurecida por no poder amar? — Mis dedos ásperos y fugases se acercaron a su busto, justo a esa piel que colgaba lejos de sus rosados puntos. Y lo tomé como si estuviese pesando su masa, acomodándola entre mi palma. La figura de aquel vástago estaba perfectamente corrompida, lo justo para que el tiempo le haya marcado las dolencias. Y busqué su mirada, sus faroles profundos que mantenían una leve pureza. Así me gustaba, con ese jugo arrollador que pudiese ser gastado y que aun así volviera a regenerarse.
— Disfruta los segundos que pasas existiendo, Raffaella. La eternidad es un manjar que se saborea en soledad. Te prestaré mi presencia hoy, porque los cuervos vuelan lejos y las sombras siempre saben a dónde ir. — Tomé entonces la muñeca que estaba peinando los cabellos ajenos, buscando así yo mismo el cepillo, apoyándome cerca de su espalda para poder acondicionar los híbridos rizos oscuros, inmortales y por ende con un brillo de muerte. Y seguí esas acciones hasta que con cuidado pasé las púas de madera por la blanquecina cobertura de la mujer, prolongando el celo a su matriz, cuidando de pasar cada punta por su extremo. Y me acerqué con los labios a su oreja, induciéndome entre los mechones. — La marca indeleble no tiembla, no obstante, el capricho puede ser enterrado con el placer y el dolor que puedo darte. Tu mente y tus lágrimas. Las moldearé yo para que no sean derramadas por otra cosa que el suplicio de mi existencia. — Juraba entre un juego excitante, resbalando la peineta hasta donde se escondía su flor, peinando entonces la fina pelusa en lo que la mano desocupada se trasladaba a su cuello, sujetándola fuerte, lo suficiente como para poder tener el control completo de su extremidad. — ¿Será que el sufrimiento no es suficiente para ti? ¿Quieres más o deseas la sangre que una vez te mató y revivió? Siente como el aire no pasa por su garganta y cómo no lo necesitas. Siente la muerte que es lo que en realidad te acompañará. No seas como los demás inmortales Raffaella, tú serás la reina de ellos. — Hablaba con una calma atroz, controlando la fuerza de mi agarre lo suficiente para no romperla. No, ella llegaría al límite, la quería tener siempre allí, justo entre el suicidio y los deseos de más de esa pasión. Era aquella mujer la que rellenaba mis vacíos. La que me juraba lealtad mientras que la de mi querubín se había extinguido. Pero mi capricho era demasiado grande, tanto que deseaba tenerlos a ambos. Para amarlos con toda la congoja que tuviera, hacerlos perder en ese mar hasta que la locura los hiciera sucumbir a la irrealidad en la que en verdad vivíamos. Todo era tan banal, lleno de mentiras y a mí me gustaba destaparlas. Había decidido hace mucho tiempo que sería mejor asesinarle lentamente a sus hijos, quizá verla odiarme por un largo tiempo, mas era su fuerza la que me hacía imantar a ella cuando mi búsqueda era realizada por la secta. No encontraba el momento para hacer que el sufrimiento fuese más longevo en su mirada. — Dime qué quieres que haga ahora, observa tu eterna belleza. — Sugerí con sorna, deleitándome en el espejo, como nuestras figuras se reflejaban y la flor de la femenina se lograba ver en pequeñas partes, era una visión sublime y sexual, pero sin llegar a ser burda, no, ella jamás podía serlo porque cargaba con esa elegancia que me había llevado a hacerla lo que ahora era.
Asmodeo- Vampiro/Realeza
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Re: La douleur éternelle [Raffaella]
La humillación de Raffaella llegaba a límites insospechados, y ella lo permitía. Se conformaba con las migajas que le regalaba Asmodeo, y a pesar de que, en más de una ocasión, por su cabeza se cruzaba el hecho de rechazarlo, le era inevitable. Sabía que jamás le pertenecería, que el corazón del vampiro se había detenido en algún punto que para ella era inalcanzable. Aceptaba, no sin dolor ni pesar, que él nunca estaría satisfecho con su sola presencia. Y quizá en eso se parecían. Raffaella, a pesar de ocultarlo, sabía bien que nunca lograría sentirse plena sin sus hijos. Simulaba que no le afectaba, pero el odio que éstos le prodigaban, le provocaba la sensación de un animal herido de muerte en medio de una tormenta de nieve. Helada, sola y sangrante: eso era Raffaella di Bravante, la que alguna vez tuvo el mundo a sus pies. Pero había nacido rebelde, y había nacido para mendigar el amor de los hombres con los que había compartido el lecho. Sólo con su marido se había sentido única, pero se lo habían arrebatado vilmente, y ahora era la amante del asesino. Traidora, asquerosa víbora traidora. Pero no se arrepentía, porque cuando Asmodeo se dignaba a complacerla, un repiqueteo le recorría el cuerpo.
—Tú eres mi muerte, sí que lo eres. Eres mi condena —susurró con los ojos cerrados, mientras las manos del vampiro le acariciaban los senos. La piel se le había erizado, sentía cómo cada vello de su cuerpo se envaraba, respondiendo a los estímulos. Inmediatamente, la humedad entre sus piernas se convirtió en una realidad, y apretó suavemente sus rodillas para sofocar la oleada de placer. Levantó los párpados, sabiendo que él buscaría su mirada. En sus orbes se reflejó la pasión que él desataba, una pasión enfermiza que arrasaba con todo lo que era importante, o al menos, que se suponía debía serlo.
Había disfrutado provocándolo, le agradaba apretar la yaga de su pasado, ese del que no lograba desprenderse. Era demasiado retorcido, pero a la otrora inquisidora, no le había costado en absoluto comprenderlo. Estudiarlo y buscarlo durante tantos años, le había ayudado a meterse en su cabeza; eso era lo primero que había aprendido, y lo primero que les enseñaba a sus alumnos. Los mozalbetes que entraban al Santo Oficio creyendo que sólo se trataba de matar a diestra y siniestra, se encontraban con una dama de hierro, que les transmitía saberes en cuanto al manejo de armas, pero también aquellos que les servirían para conocer a sus adversarios: había que aprehender sus puntos débiles. Con Asmodeo no había sido diferente, pero cuando él la tocaba de aquella manera, le costaba articular sus pensamientos, y se desarmaba bajo sus manos diestras.
El erotismo de la imagen le cortó el habla. Le gustaba que él le cepillase el cabello, y cuando el recorrido del objeto siguió por su cuerpo, sonrió. Sus colmillos brillaron, cuatro pequeños diamantes se asomaron entre sus generosos labios. Mordió suavemente el inferior, y separó sus extremidades inferiores, permitiéndole que la peinase. Echó la cabeza hacia atrás en un acto reflejo, y le permitió que la tomase del cuello. En aquella acción, lo sentía suyo, y se sentía de su propiedad. No le importaba sufrir si podía permanecer a su lado, si podían seguir compartiendo esa intimidad que tanto la confortaba. Raffaella necesitaba sentirse mujer, y a pesar de su fortaleza y de haber avasallado todo a su paso, había necesitado –y lo seguía haciendo- de un hombre en el cual apoyarse y que la completara. Detestaba esa veta de su personalidad, aunque había terminado asumiendo que no podía luchar contra eso. Lastor la había arrastrado hacia aquella demencia, si él tan sólo la hubiese amado de la misma forma que ella a él, la vampiresa no se habría convertido en un insulto.
La excitó cuando le dijo que ella sería la reina, y a pesar de que no era una estúpida, que no creía en tal posibilidad, fantaseó con un mundo de tinieblas comandado por Asmodeo. Se deshizo del yugo de sus manos en un movimiento rápido, se sentó sobre el tocador, la silla rápidamente desapareció, y lo atrajo hacia su cuerpo. Raffaella le rodeó las caderas con las piernas, y liberó su erección. Ah…cómo le fascinaba aquella protuberancia que tanto gozo le prodigaba. Con la disposición de una geisha, lo envolvió con ambas manos, las movió hacia arriba, hacia abajo, mientras sus labios rozaban suavemente los de su amante. Sus alientos agitados se acariciaban.
—Dame placer con tu boca, eso es lo que quiero —la voz le salió enronquecida, producto de la excitación. Se relamió, imaginando la inminencia de aquella marea de placer. Soltó el falo, y llevó sus dedos hacia su cabeza, y los enredó en la espesa y suave cabellera del vampiro.
—Tú eres mi muerte, sí que lo eres. Eres mi condena —susurró con los ojos cerrados, mientras las manos del vampiro le acariciaban los senos. La piel se le había erizado, sentía cómo cada vello de su cuerpo se envaraba, respondiendo a los estímulos. Inmediatamente, la humedad entre sus piernas se convirtió en una realidad, y apretó suavemente sus rodillas para sofocar la oleada de placer. Levantó los párpados, sabiendo que él buscaría su mirada. En sus orbes se reflejó la pasión que él desataba, una pasión enfermiza que arrasaba con todo lo que era importante, o al menos, que se suponía debía serlo.
Había disfrutado provocándolo, le agradaba apretar la yaga de su pasado, ese del que no lograba desprenderse. Era demasiado retorcido, pero a la otrora inquisidora, no le había costado en absoluto comprenderlo. Estudiarlo y buscarlo durante tantos años, le había ayudado a meterse en su cabeza; eso era lo primero que había aprendido, y lo primero que les enseñaba a sus alumnos. Los mozalbetes que entraban al Santo Oficio creyendo que sólo se trataba de matar a diestra y siniestra, se encontraban con una dama de hierro, que les transmitía saberes en cuanto al manejo de armas, pero también aquellos que les servirían para conocer a sus adversarios: había que aprehender sus puntos débiles. Con Asmodeo no había sido diferente, pero cuando él la tocaba de aquella manera, le costaba articular sus pensamientos, y se desarmaba bajo sus manos diestras.
El erotismo de la imagen le cortó el habla. Le gustaba que él le cepillase el cabello, y cuando el recorrido del objeto siguió por su cuerpo, sonrió. Sus colmillos brillaron, cuatro pequeños diamantes se asomaron entre sus generosos labios. Mordió suavemente el inferior, y separó sus extremidades inferiores, permitiéndole que la peinase. Echó la cabeza hacia atrás en un acto reflejo, y le permitió que la tomase del cuello. En aquella acción, lo sentía suyo, y se sentía de su propiedad. No le importaba sufrir si podía permanecer a su lado, si podían seguir compartiendo esa intimidad que tanto la confortaba. Raffaella necesitaba sentirse mujer, y a pesar de su fortaleza y de haber avasallado todo a su paso, había necesitado –y lo seguía haciendo- de un hombre en el cual apoyarse y que la completara. Detestaba esa veta de su personalidad, aunque había terminado asumiendo que no podía luchar contra eso. Lastor la había arrastrado hacia aquella demencia, si él tan sólo la hubiese amado de la misma forma que ella a él, la vampiresa no se habría convertido en un insulto.
La excitó cuando le dijo que ella sería la reina, y a pesar de que no era una estúpida, que no creía en tal posibilidad, fantaseó con un mundo de tinieblas comandado por Asmodeo. Se deshizo del yugo de sus manos en un movimiento rápido, se sentó sobre el tocador, la silla rápidamente desapareció, y lo atrajo hacia su cuerpo. Raffaella le rodeó las caderas con las piernas, y liberó su erección. Ah…cómo le fascinaba aquella protuberancia que tanto gozo le prodigaba. Con la disposición de una geisha, lo envolvió con ambas manos, las movió hacia arriba, hacia abajo, mientras sus labios rozaban suavemente los de su amante. Sus alientos agitados se acariciaban.
—Dame placer con tu boca, eso es lo que quiero —la voz le salió enronquecida, producto de la excitación. Se relamió, imaginando la inminencia de aquella marea de placer. Soltó el falo, y llevó sus dedos hacia su cabeza, y los enredó en la espesa y suave cabellera del vampiro.
Raffaella di Bravante- Vampiro Clase Alta
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Fecha de inscripción : 19/06/2015
Re: La douleur éternelle [Raffaella]
¿Y qué era la existencia sino un dolor pleno y eterno? La sal en las heridas no era más que un regalo hermoso, la sangre cayendo era arte y el arte tenía que verse desde afuera, saborearlo con los ojos, sin dejarlo ni un segundo desaparecer. ¡¿Y dónde estaba aquel sin fin de dolores que tanto me habían enamorado?! Raffaella parecía intentarlo, sus rotos pedazos intentaban mutilarme pero no lo lograban, no se hundían en mi carne y por ello es que la abandonaba. No podía perderle el gusto, no al nuevo regalo que se me había otorgado. Era el demonio femenino más hermoso que alguna vez había tenido entre manos. Sus curvas de mujer y ese encanto que deja en el cuerpo el haber parido con dolor y sufrimiento. Ella tenía el alma podrida y buscaba ser limpiada a cualquier costo. ¡Ah! Si ella supiera cuánto me gustaba ver sus lágrimas escondidas caer y mancharse en su dermis. Era música celestial que calmaba la pena que a mí mismo me estaba haciendo agonizar. El destino maquiavélico tenía preparado terribles situaciones que agravaban mi mentalidad. Y con una sonrisa torcida asentía a la fémina. Tan astuta, podía complacerme con su mirada perdida y opaca, triste y aguada. Era el reflejo de un océano de sangre y me relamí por dentro, entrecerrando los orbes claros, apretando los párpados para focalizarme en su entorno, en su seno suavemente caído y delicado como una flor, promiscua y vendedora. — Así es, no luches contra las espinas que puedan lastimarte, ya no hay salidas para una enfermedad como la tuya, sin cura, sin esperanza. Eres la muñeca del demonio, observa tu ilustre figura, naciste para ser mía. — Añadía diabólicamente en tanto las pinzas se apuntaban sobre la texturada mama de su pecho, ajustándola a medida que el color en su piel se incrementara, como si en verdad estuviese viva, ¡pero no! Ella estaba muerta y aun así tenía ese halo malvado de pena que la hacía ver cual una condena.
Y vibrante fue que la dejé moverse, sin buscarle la mirada hasta que ésta no estuvo acomodada. Se estiraba, se mostraba como la flor más rosada de todas. El suave aroma de la excitación que bajaba por su cuerpo provocaba en mí un hambre que pocas veces había logrado sentir si no era con una muerte lenta y destructiva. Y así mismo le sonreí, apenas de lado, pensando en su pedido, en sus deseos y en si tenían que ser o no obedecidos. ¡Como disfrutaba ser comandado por quien jamás podría tener poder sobre mí! Idolatraba su maniática manera de ser. Y cual fiera me acerqué a sus piernas y hundí de una sola vez los colmillos en su cintura, más arriba en realidad, justo antes de que sus costillas se terminaran. Estaban por allí sus palmas, enrollándose en una zona prohibida. Es que a la joven neófita le gustaba jugar con el fuego, incluso quemarse pues era el dolor de ser una traicionera lo que la llevaba siempre a la autodestrucción. Y eso, eso hacía prenderme en llamas. Tomé su muñeca con sorna, estirándola en lo que una succión maligna dediqué en su cuerpo, absorbiendo su sangre como un sediento del desierto. Los dedos de la otra mano se hundieron sobre su espalda baja, metiéndose por debajo de sus nalgas, apretándolas en lo que buscaba acercarla a mis caderas, hasta así desprenderme del elixir de sabores. — ¿Qué puedes obtener de mi boca si no es tristeza y deseo? Te abates en una agonía constante. ¿Quieres que te lo haga? ¿Llorarás esas lágrimas de sangre que gritan por liberación? Ah, Raffaella, tú no puedes ocultarme nada. Yo te creé, puedo ver en tu mente tanto o más de lo que crees. Todo ese amor que tienes. ¿Duele? ¿Duele tanto? — Quería saber, era la curiosidad de un alma enferma la que buscaba en sus pensamientos y lentamente el falo erguido se comenzó a frotar con su flor, cuidadosamente. Buscando sus labios carnosos y terriblemente rojizos, mordiéndolos, descascarándolos en parte. Acariciando entonces su figura, soltando su extremidad para así dedicarme a bordear los tejidos de su lienzo. Bajando por los huesos que derivaban en la cúspide. Mirándola ferozmente, disfrutando del abrazo que sus piernas daban, mendigando fornicar hasta ensuciarla. No obstante, era su mente la que estaba divagando, sus sueños, sus melancolías. ¡Las podría arrancar una a una si quisiera! Pero era tal deseo de autodestrucción de la madre lo que hacía que mis deseos se alzaran en cólera.
Apreté la entrepierna húmeda, hundí los dedos y de un movimiento descocido sus cabellos fueron estirados hasta que la visión de su rostro se hiciera completa. — ¿Qué es lo que te hace sufrir? Dímelo, susúrralo y déjalo fluir. Deja que corte los hilos de tus penas mientras te tiento con el más arduo placer de la tierra. — El cuchitril en el que estábamos había quedado completamente desacomodado, y no me hice esperar para romper en pedazos el espejo del costado, tomando un trozo del material cortante, paseándolo por la religiosa palidez, hasta que con una lentitud macabra lo dejé en su victoria, le apreté las garras dentro de las mías, buscando que su piel fuese penetrada. — Clávala, donde más te guste, hazlo y te daré el placer que deseas. — Susurrando era que insistía en la maniática manera de amar. Con el sufrimiento y el tormento en popa, el exceso era el derrame primordial de aquella afección.
Y vibrante fue que la dejé moverse, sin buscarle la mirada hasta que ésta no estuvo acomodada. Se estiraba, se mostraba como la flor más rosada de todas. El suave aroma de la excitación que bajaba por su cuerpo provocaba en mí un hambre que pocas veces había logrado sentir si no era con una muerte lenta y destructiva. Y así mismo le sonreí, apenas de lado, pensando en su pedido, en sus deseos y en si tenían que ser o no obedecidos. ¡Como disfrutaba ser comandado por quien jamás podría tener poder sobre mí! Idolatraba su maniática manera de ser. Y cual fiera me acerqué a sus piernas y hundí de una sola vez los colmillos en su cintura, más arriba en realidad, justo antes de que sus costillas se terminaran. Estaban por allí sus palmas, enrollándose en una zona prohibida. Es que a la joven neófita le gustaba jugar con el fuego, incluso quemarse pues era el dolor de ser una traicionera lo que la llevaba siempre a la autodestrucción. Y eso, eso hacía prenderme en llamas. Tomé su muñeca con sorna, estirándola en lo que una succión maligna dediqué en su cuerpo, absorbiendo su sangre como un sediento del desierto. Los dedos de la otra mano se hundieron sobre su espalda baja, metiéndose por debajo de sus nalgas, apretándolas en lo que buscaba acercarla a mis caderas, hasta así desprenderme del elixir de sabores. — ¿Qué puedes obtener de mi boca si no es tristeza y deseo? Te abates en una agonía constante. ¿Quieres que te lo haga? ¿Llorarás esas lágrimas de sangre que gritan por liberación? Ah, Raffaella, tú no puedes ocultarme nada. Yo te creé, puedo ver en tu mente tanto o más de lo que crees. Todo ese amor que tienes. ¿Duele? ¿Duele tanto? — Quería saber, era la curiosidad de un alma enferma la que buscaba en sus pensamientos y lentamente el falo erguido se comenzó a frotar con su flor, cuidadosamente. Buscando sus labios carnosos y terriblemente rojizos, mordiéndolos, descascarándolos en parte. Acariciando entonces su figura, soltando su extremidad para así dedicarme a bordear los tejidos de su lienzo. Bajando por los huesos que derivaban en la cúspide. Mirándola ferozmente, disfrutando del abrazo que sus piernas daban, mendigando fornicar hasta ensuciarla. No obstante, era su mente la que estaba divagando, sus sueños, sus melancolías. ¡Las podría arrancar una a una si quisiera! Pero era tal deseo de autodestrucción de la madre lo que hacía que mis deseos se alzaran en cólera.
Apreté la entrepierna húmeda, hundí los dedos y de un movimiento descocido sus cabellos fueron estirados hasta que la visión de su rostro se hiciera completa. — ¿Qué es lo que te hace sufrir? Dímelo, susúrralo y déjalo fluir. Deja que corte los hilos de tus penas mientras te tiento con el más arduo placer de la tierra. — El cuchitril en el que estábamos había quedado completamente desacomodado, y no me hice esperar para romper en pedazos el espejo del costado, tomando un trozo del material cortante, paseándolo por la religiosa palidez, hasta que con una lentitud macabra lo dejé en su victoria, le apreté las garras dentro de las mías, buscando que su piel fuese penetrada. — Clávala, donde más te guste, hazlo y te daré el placer que deseas. — Susurrando era que insistía en la maniática manera de amar. Con el sufrimiento y el tormento en popa, el exceso era el derrame primordial de aquella afección.
Asmodeo- Vampiro/Realeza
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Re: La douleur éternelle [Raffaella]
Desde que había decidido permitir que aquel vampiro la hiciera suya, Raffaella había caído bajo el influjo de su seducción. Su entrenamiento siempre la había mantenido detrás de la línea de fuego, capaz de no dejar que la perversión de seres como Asmodeo le envolviera el alma. Pero, al fin de cuentas, siempre había sido débil; siempre había necesitado de las caricias de un hombre que la hicieran sentir hermosa, y la criatura con la cual compartía la eternidad, a pesar de la indiferencia a la que solía someterla, la adulaba. A Raffaella pocas cosas la excitaban tanto como que le enumeraran sus cualidades y le dijeran que su belleza se había conservado con los años. No sólo era lo que Asmodeo le decía, sino la forma en que la tocaba, la intensidad de su mirada que parecía que la devoraría. Ella se perdía en sus caricias, en las sensaciones que sus manos le provocaban. Vibraba de emoción cuando sus dedos la rozaban, cuando sus palmas abarcaban su piel fría y parecían entibiarla, cuando se derretía para él, cuando su cuerpo respondía arqueándose y rindiéndose ante su presencia y lo que ésta le provocaba. Lo anhelaba cuando él no estaba, y nunca terminaba de saciarse de su creador cuando lo tenía de aquella forma, adorándola y propinándole placer.
Sus palabras se deformaban en sus oídos aturdidos de excitación, y murmuraba frases incomprensibles, que ni siquiera en su mente cobraban sentido, hilándose una tras otra, sin dirección alguna. Sólo podía enfocarse en él, en ese hombre que la había elegido y la había hecho su par y la había esclavizado a su alma. Raffaella gemía cuando su amante delineaba su dermis con sus colmillos, cuando sus incisivos se enterraban en su carne provocándole aquel dolor agudo que la acercaba al almíbar del éxtasis. Anhelaba sentirlo en sus interior, pero aquello era la culminación de ese juego por el que tanto rogaba. Rió como una niña impúber cuando Asmodeo rompió el espejo, henchida de aquel deseo infantil y obsesivo que le generaba el vampiro. Allí, en el fondo de su oscuridad, la otrora heredera de los di Bravante, seguía siendo una nena que sólo buscaba ser amada; y también sabía que jamás nadie la querría de la forma en que ella lo hacía. Aquel pensamiento se coló en su instante de placer, y la enojó; ella quería poseer Asmodeo, así como había querido poseer a Lastor. Quería que ambos hombres le pertenecieran y le dieran todo.
—Tú me dueles —respondió al tomar un trozo de espejo. Lo apretó hasta que la sangre brotó de su palma. —Me duele que nunca serás mío, me duele tener que conformarme con tus migajas —acercó el filo al pecho desnudo de su amante. —Me duele que no pienses en mí constantemente —trazó una línea vertical—, me duele que no me añores como yo te añoro —dibujó una curva desde el extremo superior de la raya sangrante hasta la mitad de ésta— y me duele que no quieras ser mío —terminó de formar la R de su nombre. La visión de su inicial sangrando en la piel de Asmodeo le arrancó un destello de sus ojos, y sus colmillos perlados asomaron bajo su sonrisa. Se incorporó para recorrer con su lengua el elixir de su compañero. —Eres tan delicioso —nada le gustaba tanto como el sabor de su sangre.
Siguió trazando las letras que formaban su apelativo y degustando las gotas que emanaban de las heridas. No tenía piedad, y conforme escribía, incrementaba su ira y cada caracter era más profundo. Cuando hubo terminado, se alejó para observar el pecho y el abdomen de Asmodeo marcado por un “Raffaella” rojizo. Pronto se desvanecería, y quería disfrutar de aquella visión. Le habría gustado clavarse en su mente, en el lugar que ocupaba aquel vampiro que se lo arrebataba. El saber tanto de él, se había convertido en una lenta tortura. Conocía el vínculo que lo unía a aquel inmortal, y los celos la enceguecían de sólo imaginarlo con él. ¡Qué vida desgraciada le había tocado! A pesar de disfrutar de aquella entrega, los momentos le eran entregados con cuenta gotas. Solía sentirse encerrada en una habitación, donde le hacían pequeñas laceraciones y luego le tiraban agua caliente en las heridas, sintiéndose incapaz e indefensa. Volvió a provocarse sangrado en su mano, y le acarició el rostro, tiñéndolo de su color. Sí, Asmodeo era el Dios de la muerte, de su muerte.
—Te deseo tanto —susurró acercándolo a su boca. Le mordió el labio inferior con una delicadeza impropia para el baño de sangre. Quería seguir observando los intensos ojos debajo de su sangre. —Dime que me deseas tanto como yo a ti — ¿cuánto más la torturaría? ¿Siempre sería así? El dolor para alcanzar el placer, los ruegos para obtener su atención. Raffaella era su devota y, para bien o para mal, viviría para él. —No tengas límites conmigo —le susurró, impulsada por aquella predisposición a complacerlo a cada momento. Asmodeo sabía, porque la vampiresa se lo demostraba, que tendría de ella lo que quisiera.
Sus palabras se deformaban en sus oídos aturdidos de excitación, y murmuraba frases incomprensibles, que ni siquiera en su mente cobraban sentido, hilándose una tras otra, sin dirección alguna. Sólo podía enfocarse en él, en ese hombre que la había elegido y la había hecho su par y la había esclavizado a su alma. Raffaella gemía cuando su amante delineaba su dermis con sus colmillos, cuando sus incisivos se enterraban en su carne provocándole aquel dolor agudo que la acercaba al almíbar del éxtasis. Anhelaba sentirlo en sus interior, pero aquello era la culminación de ese juego por el que tanto rogaba. Rió como una niña impúber cuando Asmodeo rompió el espejo, henchida de aquel deseo infantil y obsesivo que le generaba el vampiro. Allí, en el fondo de su oscuridad, la otrora heredera de los di Bravante, seguía siendo una nena que sólo buscaba ser amada; y también sabía que jamás nadie la querría de la forma en que ella lo hacía. Aquel pensamiento se coló en su instante de placer, y la enojó; ella quería poseer Asmodeo, así como había querido poseer a Lastor. Quería que ambos hombres le pertenecieran y le dieran todo.
—Tú me dueles —respondió al tomar un trozo de espejo. Lo apretó hasta que la sangre brotó de su palma. —Me duele que nunca serás mío, me duele tener que conformarme con tus migajas —acercó el filo al pecho desnudo de su amante. —Me duele que no pienses en mí constantemente —trazó una línea vertical—, me duele que no me añores como yo te añoro —dibujó una curva desde el extremo superior de la raya sangrante hasta la mitad de ésta— y me duele que no quieras ser mío —terminó de formar la R de su nombre. La visión de su inicial sangrando en la piel de Asmodeo le arrancó un destello de sus ojos, y sus colmillos perlados asomaron bajo su sonrisa. Se incorporó para recorrer con su lengua el elixir de su compañero. —Eres tan delicioso —nada le gustaba tanto como el sabor de su sangre.
Siguió trazando las letras que formaban su apelativo y degustando las gotas que emanaban de las heridas. No tenía piedad, y conforme escribía, incrementaba su ira y cada caracter era más profundo. Cuando hubo terminado, se alejó para observar el pecho y el abdomen de Asmodeo marcado por un “Raffaella” rojizo. Pronto se desvanecería, y quería disfrutar de aquella visión. Le habría gustado clavarse en su mente, en el lugar que ocupaba aquel vampiro que se lo arrebataba. El saber tanto de él, se había convertido en una lenta tortura. Conocía el vínculo que lo unía a aquel inmortal, y los celos la enceguecían de sólo imaginarlo con él. ¡Qué vida desgraciada le había tocado! A pesar de disfrutar de aquella entrega, los momentos le eran entregados con cuenta gotas. Solía sentirse encerrada en una habitación, donde le hacían pequeñas laceraciones y luego le tiraban agua caliente en las heridas, sintiéndose incapaz e indefensa. Volvió a provocarse sangrado en su mano, y le acarició el rostro, tiñéndolo de su color. Sí, Asmodeo era el Dios de la muerte, de su muerte.
—Te deseo tanto —susurró acercándolo a su boca. Le mordió el labio inferior con una delicadeza impropia para el baño de sangre. Quería seguir observando los intensos ojos debajo de su sangre. —Dime que me deseas tanto como yo a ti — ¿cuánto más la torturaría? ¿Siempre sería así? El dolor para alcanzar el placer, los ruegos para obtener su atención. Raffaella era su devota y, para bien o para mal, viviría para él. —No tengas límites conmigo —le susurró, impulsada por aquella predisposición a complacerlo a cada momento. Asmodeo sabía, porque la vampiresa se lo demostraba, que tendría de ella lo que quisiera.
Raffaella di Bravante- Vampiro Clase Alta
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Fecha de inscripción : 19/06/2015
Re: La douleur éternelle [Raffaella]
¿Por qué no la había convertido en una esclava? Sangre por sangre y que su mente cayera a la expectativa de la perversión. Hubiera sido más fácil, más tranquilo, ella estaría bajo mis órdenes totales, sin buscar más de lo que podía darle, mucho más deseosa de lo que se encontraba en esa actualidad. Y sin embargo, así sentía su tristeza, ¡porque estaba tan al tanto de lo que hacía, que muchas veces su propia resistencia hacia ella misma me hacía adorarla aún más! Cuando sufría pensando en sus hijos, en su familia, en una vida humana que nunca le dejaría recuperar. Eso era algo que un esclavo se olvidaba y a mí me gustaba sentirla libre, pero sucumbiendo ante mis zarpas. Mis manos se pasearon por sus brazos, apretándola, mirándola a los ojos inmutablemente. Era más mía que mi propio yo. Se podía ver al demonio en sus ojos oscuros y perlados como una joya en extinción. Dejé entonces expuesto el torso, mirando las ondas caer sobre aquellos hombros seductores, sus pechos cual bolsa de amamantar estaban haciendo una gran “u” a cada lado. Y el halo de placer sumergió desde mi garganta, muriendo antes de salir por mi lengua, me había tragado todo ese insaciable deleite por la lastimadura que ella engullía sobre el lienzo, que era mi piel. Sabía, desde la primera raya, lo que pasaría después y fue entonces que alcé la mano, apoyándola sobre la madera de roble macizo de un costado. — ¿Crees que te doy migajas? ¿Acaso no dejé tu belleza intacta por la eternidad? — Mis dedos libres se hundieron en la cabellera femenina, ayudándola a recorrer el camino impuesto, mirando como el elixir ingresaba a su boca tan deliciosamente. Me relamí los colmillos entonces y despacio encaminé los toques hacia abajo.
Fueron segundos en los que terminé dibujando círculos sobre su vulva, con el dedo del medio me quedé acariciando, observando, como si realmente no estuviera en escena, aunque toda parte de mi sexualidad estuviera disfrutando. — El egoísmo es un pecado que debería haberse muerto junto con tu humanidad. ¿A quién le pertenezco si no es al mundo entero? Quieres un trozo más grande y te lo he dado, mírame a los ojos mientras te doy la gloria. ¿No estás feliz? — Y apreté su parte más íntima en ese instante, el índice y el medio ayudaban a frotar su fondo. Ladeé la cabeza a un lado, pensando en cómo todo ese cuerpo me llamaba a acariciarlo y tomarlo con fuerzas. No era quebradiza, era tan resistente que incluso su espíritu era imposible de romper; lo que hacía ponerle más y más atención, más ganas de hacerle daño, hasta que terminara destrozada ante mí. — Observa cómo se va deshaciendo, así es como se escapa lo que quieres de tus manos. Tienes que sujetarlo con más fuerza, hasta que no haya lugar para nadie más, ¿eso quieres, no es cierto? — Se había separado con tanto odio, ¡sí, sí! Eso era lo que quería ver, como odiaba, como deseaba matarme y hacerme el amor al mismo tiempo, morir y vivir en un limbo predestinado para ambos. La sonrisa se me enterneció con sus manos sobre mi rostro y alcé mis propios dedos, lamiendo lo que su vagina había dejado, dulce, adorablemente dulce. — Tú también, Raffaella, eres tan exquisita que no tendría problemas en hacer de tu cuerpo mi cena todas las noches. — Y callé mis palabras con su mano, lamiendo cada uno de sus dedos ensangrentados de su sangre, succionando con dicha cada falange, dejándolas nuevamente pálidas. Sus labios cambiaron la dirección de mi degustación de repente, no me molesté, más bien pasé el brazo por su cintura, acarreándola contra mi torso para devorar su boca. Y viajé por su espalda, volviendo a subir por sus cabellos, tironeándolos con una simetría perfecta, solo para despegarla unos milímetros del placer. — Déjame acariciarte con los labios. Y húndete en mí por hoy, pasaré toda la noche regalándote mi atención. ¿Quieres saber por qué? Siempre temes que te vaya a abandonar, pero no lo haré, dime, ¿por qué crees que no lo haré? — Las respuestas eran tan sencillas, simplemente sabía que dejarla era lo mejor para su cordura, ¡mas yo quería verla loca y predispuesta a morir por glorias! Besé entonces su mejilla, apretando la piel con los labios, sin dejar marca alguna sobre ella, bajando hasta su cuello. La vena muerta lucía de un azul intenso y mis colmillos se hundieron apenas por los alrededores, besando hasta la clavícula y volviendo a subir por donde el camino estaba guiado. — ¿Desearte? Ah, eso es poco mi querida Raffaella, es muy poco para mis sentimientos, ¿acaso eres tan idiota como para solo anhelar cosas? Yo hago que sucedan. Esa es la diferencia entre tú y yo. Tú lloras cuando no tienes lo que quieres, yo lo consigo. Así es como te conseguí a ti. — La realidad es que jamás había visto una lágrima de la mujer, pero sabía que su corazón era un mar de gotas saladas por no obtener lo que quería, siempre había sido de esa manera, primero con su esposo, con su amante y conmigo, la pobre y hermosa mujer que estaba predestinada a trastabillar una y otra vez con un amor enfermizo y cruel.
Fueron segundos en los que terminé dibujando círculos sobre su vulva, con el dedo del medio me quedé acariciando, observando, como si realmente no estuviera en escena, aunque toda parte de mi sexualidad estuviera disfrutando. — El egoísmo es un pecado que debería haberse muerto junto con tu humanidad. ¿A quién le pertenezco si no es al mundo entero? Quieres un trozo más grande y te lo he dado, mírame a los ojos mientras te doy la gloria. ¿No estás feliz? — Y apreté su parte más íntima en ese instante, el índice y el medio ayudaban a frotar su fondo. Ladeé la cabeza a un lado, pensando en cómo todo ese cuerpo me llamaba a acariciarlo y tomarlo con fuerzas. No era quebradiza, era tan resistente que incluso su espíritu era imposible de romper; lo que hacía ponerle más y más atención, más ganas de hacerle daño, hasta que terminara destrozada ante mí. — Observa cómo se va deshaciendo, así es como se escapa lo que quieres de tus manos. Tienes que sujetarlo con más fuerza, hasta que no haya lugar para nadie más, ¿eso quieres, no es cierto? — Se había separado con tanto odio, ¡sí, sí! Eso era lo que quería ver, como odiaba, como deseaba matarme y hacerme el amor al mismo tiempo, morir y vivir en un limbo predestinado para ambos. La sonrisa se me enterneció con sus manos sobre mi rostro y alcé mis propios dedos, lamiendo lo que su vagina había dejado, dulce, adorablemente dulce. — Tú también, Raffaella, eres tan exquisita que no tendría problemas en hacer de tu cuerpo mi cena todas las noches. — Y callé mis palabras con su mano, lamiendo cada uno de sus dedos ensangrentados de su sangre, succionando con dicha cada falange, dejándolas nuevamente pálidas. Sus labios cambiaron la dirección de mi degustación de repente, no me molesté, más bien pasé el brazo por su cintura, acarreándola contra mi torso para devorar su boca. Y viajé por su espalda, volviendo a subir por sus cabellos, tironeándolos con una simetría perfecta, solo para despegarla unos milímetros del placer. — Déjame acariciarte con los labios. Y húndete en mí por hoy, pasaré toda la noche regalándote mi atención. ¿Quieres saber por qué? Siempre temes que te vaya a abandonar, pero no lo haré, dime, ¿por qué crees que no lo haré? — Las respuestas eran tan sencillas, simplemente sabía que dejarla era lo mejor para su cordura, ¡mas yo quería verla loca y predispuesta a morir por glorias! Besé entonces su mejilla, apretando la piel con los labios, sin dejar marca alguna sobre ella, bajando hasta su cuello. La vena muerta lucía de un azul intenso y mis colmillos se hundieron apenas por los alrededores, besando hasta la clavícula y volviendo a subir por donde el camino estaba guiado. — ¿Desearte? Ah, eso es poco mi querida Raffaella, es muy poco para mis sentimientos, ¿acaso eres tan idiota como para solo anhelar cosas? Yo hago que sucedan. Esa es la diferencia entre tú y yo. Tú lloras cuando no tienes lo que quieres, yo lo consigo. Así es como te conseguí a ti. — La realidad es que jamás había visto una lágrima de la mujer, pero sabía que su corazón era un mar de gotas saladas por no obtener lo que quería, siempre había sido de esa manera, primero con su esposo, con su amante y conmigo, la pobre y hermosa mujer que estaba predestinada a trastabillar una y otra vez con un amor enfermizo y cruel.
Asmodeo- Vampiro/Realeza
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Re: La douleur éternelle [Raffaella]
Raffaella calmaba los clamores de su propia alma en las caricias hondas que le prodigaba su amante. Hondas, porque sus dedos se sumergían en su cuerpo, obligándola a retorcerse, a gemir y a rogarle que no se detuviera. Era feliz cuando lo tenía, era feliz cuando todo su ser se dedicaba a prodigarle aquel placer que sólo podían compartir en aquellos momentos de unión pasional. Aunque él lo negara, la vampiresa era consciente de que recibía sus migajas, pero las aceptaba. Aceptaba todo lo que Asmodeo le diese, aquellos minutos de placer o promesas de una eternidad juntos, amándose y venerándose. Ella no le creía ni una sola de sus palabras, pero la contentaban, y ya no se atrevía a contradecirlo, no cuando sus manos, generosas plumas demoníacas, la orillaban a sus deseos más tórridos. ¿Siempre sería igual con él? A pesar de que los esperaba todo por delante, era muy poco el tiempo que habían compartido el uno con el otro, y el empeño de la vampiresa por mantenerlo a su lado, lograba situaciones como aquella. ¿Pero Asmodeo se quedaba sinceramente? Quizá sólo tenía ganas de divertirse con ella, y por eso continuaba en esa habitación, adorándola.
Incapaz de hablar, lo miraba a los ojos como le había pedido, y en ellos se reflejaba el fuego que desprendía. Sus uñas se habían clavado en los hombros de su amante, y sus labios, predispuestos, se habían entreabierto para recibir sus besos. Quería rogarle que bebiera de ella, pero no podía, su garganta sólo emitía aquel ronroneo suave, en el que sólo podía repetir su nombre, una y otra vez. El vampiro era tan dueño de sí, y Raffaella era trasladada a otros Universos gracias a su tacto, no concebía el placer medido, era incapaz. Ella era a todo o nada, y se entregaba a él en plenitud de su cuerpo y de su espíritu. Toda su esencia le pertenecía, ella era completamente suya, y eso, Asmodeo lo sabía y lo disfrutaba. ¿Qué se sentía tener a alguien completamente a sus pies? Era lo que la vampiresa había buscado a lo largo de su vida como humana, y ahora tenía demasiado tiempo para encontrarlo. Noches eternas convertidas en un mapa de sus sueños, noches en las que se alimentaba para vivir, mas no era una cazadora furtiva. Había batallado contra asesinos a lo largo de su existencia, no caería en el mismo costal que esos a los que había perseguido.
—Entonces has que suceda todo entre nosotros —alcanzó a sollozar, antes que el orgasmo le golpease en las entrañas y se expandiese a lo largo de su piel. Él era capaz de llevarla hacia el éxtasis, aún sin penetrarla. Terminó apoyando su frente en el pecho ancho de su adorado. Su cuerpo quedó laxo unos instantes, pero no había tenido suficiente. Lo había añorado demasiado. —Húndete en mí, Asmodeo. Tómame ya mismo —le sostuvo la mano cerca de su intimidad. — ¿Sientes mi humedad? Sólo tú logras esto, sólo tú —lo soltó, para tomarle el rostro con ambas manos y lo acercó al propio. Lo besó con furia, con aquella pasión desmedida que el vampiro despertaba, con sus lenguas danzantes entrelazadas en un baile ritual, con sus colmillos mordisqueándose los labios con furia.
—No me abandonarás porque sabes que no encontrarás, ni en toda tu eternidad, alguien que te ame como yo a ti. Nadie te adorará de la misma manera. Has vivido mucho más, y me has elegido como tu compañera. Quizá he llenado algún espacio, uno muy pequeño, pero que para mí es infinito —le comentó con la respiración entrecortada, aún con los labios unidos. Se negaba a desprenderse de ellos. —Te quiero cada noche, pero acepto ésta. Acepto ésta porción más grande de ti —con una mano le tomó el miembro erecto y tibio, y lo acarició con suavidad, como si se tratase de una preciada joya. —Ojala, algún día, seas consciente de todo lo que te entregué —y en esas simples palabras, no sólo iba la expresión del amor, sino también un reproche intrínseco, de esos que ella sabía soslayar con elegancia.
Incapaz de hablar, lo miraba a los ojos como le había pedido, y en ellos se reflejaba el fuego que desprendía. Sus uñas se habían clavado en los hombros de su amante, y sus labios, predispuestos, se habían entreabierto para recibir sus besos. Quería rogarle que bebiera de ella, pero no podía, su garganta sólo emitía aquel ronroneo suave, en el que sólo podía repetir su nombre, una y otra vez. El vampiro era tan dueño de sí, y Raffaella era trasladada a otros Universos gracias a su tacto, no concebía el placer medido, era incapaz. Ella era a todo o nada, y se entregaba a él en plenitud de su cuerpo y de su espíritu. Toda su esencia le pertenecía, ella era completamente suya, y eso, Asmodeo lo sabía y lo disfrutaba. ¿Qué se sentía tener a alguien completamente a sus pies? Era lo que la vampiresa había buscado a lo largo de su vida como humana, y ahora tenía demasiado tiempo para encontrarlo. Noches eternas convertidas en un mapa de sus sueños, noches en las que se alimentaba para vivir, mas no era una cazadora furtiva. Había batallado contra asesinos a lo largo de su existencia, no caería en el mismo costal que esos a los que había perseguido.
—Entonces has que suceda todo entre nosotros —alcanzó a sollozar, antes que el orgasmo le golpease en las entrañas y se expandiese a lo largo de su piel. Él era capaz de llevarla hacia el éxtasis, aún sin penetrarla. Terminó apoyando su frente en el pecho ancho de su adorado. Su cuerpo quedó laxo unos instantes, pero no había tenido suficiente. Lo había añorado demasiado. —Húndete en mí, Asmodeo. Tómame ya mismo —le sostuvo la mano cerca de su intimidad. — ¿Sientes mi humedad? Sólo tú logras esto, sólo tú —lo soltó, para tomarle el rostro con ambas manos y lo acercó al propio. Lo besó con furia, con aquella pasión desmedida que el vampiro despertaba, con sus lenguas danzantes entrelazadas en un baile ritual, con sus colmillos mordisqueándose los labios con furia.
—No me abandonarás porque sabes que no encontrarás, ni en toda tu eternidad, alguien que te ame como yo a ti. Nadie te adorará de la misma manera. Has vivido mucho más, y me has elegido como tu compañera. Quizá he llenado algún espacio, uno muy pequeño, pero que para mí es infinito —le comentó con la respiración entrecortada, aún con los labios unidos. Se negaba a desprenderse de ellos. —Te quiero cada noche, pero acepto ésta. Acepto ésta porción más grande de ti —con una mano le tomó el miembro erecto y tibio, y lo acarició con suavidad, como si se tratase de una preciada joya. —Ojala, algún día, seas consciente de todo lo que te entregué —y en esas simples palabras, no sólo iba la expresión del amor, sino también un reproche intrínseco, de esos que ella sabía soslayar con elegancia.
Raffaella di Bravante- Vampiro Clase Alta
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Re: La douleur éternelle [Raffaella]
Los vampiros éramos seres excepcionalmente sensitivos, todos nuestros sentimientos se convertían en pasionales. La misma muerte y el revivir habían hecho eso con nuestra inmortalidad. Amábamos más, odiábamos más, sufrimos más. Ningún humano podía entender lo que pasaba por nuestra mente cuando proliferábamos palabras reales. Pero existe una manera para defenderse de todo eso, simplemente, apagando nuestra humanidad, dejando que nuestra existencia fuese una cascara vacía llena de un auto-placer incalculable. Por supuesto que ni ella ni yo la habíamos apagado. Incluso jamás le había dicho a Raffaella esa capacidad que podíamos tener, se la había ocultado para darle la oportunidad a su mente, cuerpo y alma, de poder vivir el sufrimiento más que nunca, de vivir mucho más que los humanos. Ellos podían pensar que eramos monstruos, no obstante no tenían ni idea de lo que pasaba dentro nuestro. Ella sabía mucho al respecto y yo había aceptado el jugoso destino de convertirla solo por su historia, marcada con sangre, con dolor y con pasiones que nunca podría tener. ¿Qué tanto podía soportar una vampiresa antes de obligar al mundo a obtener lo que quería? Lastimosamente, su herencia no había captado la manipulación de la memoria, algo que yo había perfeccionado con brujos hasta poder hacer la eterna maldición en Nicolás. No dudaba que ella lo hubiese utilizado para el mismo fin, después de todo, estábamos unidos por algo más que la sangre. Y era el deseo de amor eterno que probablemente ninguno de los dos podíamos otorgarnos. Ella no podía caer completamente a mí, aún cuando era su señor, al haberla matado.
— Raffaella, se muy bien que no soy el único que logra tal inflamación. Pero es hermosa de todos modos. Suave, es fascinante lo húmeda que puedes estar aún cuando muerta. Como si hubieses guardado tus jugos para explotarlos en el momento justo. — Agonicé con infinito entretenimiento, aceptando su beso con el mismo desquicio robándole todo por dentro hasta succionar la última gota de su leve saliva. Y entonces, justo cuando ella se digno a tocar la aceleración de mi entrepierna, la aparté, apenas, con cuidado, mirándola fijamente, encendiendo un poco más el regodeante calor que podía emerger de la frialdad del fallecimiento que ambos cargábamos, yo con más tiempo que ella. — Shhh… Te traje un regalo. Ha estado esperando todo este tiempo. He comido poco éstas noches, con todo el ajetreo que conlleva esta ciudad. Ven, pasa ya, estamos esperándote. — Se adentró un hombre de unos treinta años, inalterado, hermoso, un humano perfectamente acomodado. Por supuesto que le había modificado la memoria para que estuviese tranquilo. Una hermosa y tibia bolsa de sangre que se acercaba a ambos. Acorralé a Raffaella en mi cuerpo, rozando entonces mi falo contra su piel, acurrucando su tristeza, intentando hacerla desaparecer. Esa era la manera en lo que cuidaba lo que me pertenecía, lo alimentaba lo suficiente para que me adorara eternamente, pero lo hacía sufrir lo justo para enloquecerla, para agrandar sus frustraciones. ¡Porque no había cosa más hermosa que sentir hasta pensarse mucho más que vivos! — ¿Sabes cuales fueron mis condiciones para aceptar tu conversión la noche de tu muerte? Eres la flor sin espinas de mi florero, eres la que no me podrá dañar y a la cual no dañaré. — Tomé un mechón de sus hebras de cabello, girándolo en mi dedo índice, para luego desarmarlo estando contra su mejilla, acariciándola para pronto saborearla con mi lengua, desde su mentón hasta el borde de sus parpados, sentía la muerte mezclada con su perfume, sus vibraciones y su muerto corazón deseando. Observé al bello hombre que le había preparado y estiré el brazo para hacerlo acercar, sonriendo de lado a lado. La diversión estaba asegurada y estiré mis colmillos, hundiéndolos en la muñeca del hombre. Sacándolos antes de empezar a beber, dejando la hendidura abierta; busqué una copa y no tardé en llenarla lo suficiente para tomar de allí. — Es una cosecha virgen, bébela por mi, quiero verte disfrutando de tu don. — Alegué, esperando ver como mi obra de arte se saciaba, no tardando en acariciar su tersa piel, buscando remontar sus glúteos, metiéndome entre ellos hasta poder acariciar aquel pequeño agujero, paseándome de adelante hacia atrás con simple curiosidad, bebiendo de la copa. Era lo mismo que acariciar un gato para mi, aunque quizá lo disfrutaba con más atención. Ya que, por supuesto, mi miembro seguía duro y la entrada de tibia sangre en mi sistema me alegraba mucho más. Algo que agonizaba con un poco de asfixia al no ser atendido. Pero esa era mi forma de gozar. El placer visual y el dolor físico eran lo que me habían hecho lo que ahora, casi cinco mil años después, podía apreciar.
— Raffaella, se muy bien que no soy el único que logra tal inflamación. Pero es hermosa de todos modos. Suave, es fascinante lo húmeda que puedes estar aún cuando muerta. Como si hubieses guardado tus jugos para explotarlos en el momento justo. — Agonicé con infinito entretenimiento, aceptando su beso con el mismo desquicio robándole todo por dentro hasta succionar la última gota de su leve saliva. Y entonces, justo cuando ella se digno a tocar la aceleración de mi entrepierna, la aparté, apenas, con cuidado, mirándola fijamente, encendiendo un poco más el regodeante calor que podía emerger de la frialdad del fallecimiento que ambos cargábamos, yo con más tiempo que ella. — Shhh… Te traje un regalo. Ha estado esperando todo este tiempo. He comido poco éstas noches, con todo el ajetreo que conlleva esta ciudad. Ven, pasa ya, estamos esperándote. — Se adentró un hombre de unos treinta años, inalterado, hermoso, un humano perfectamente acomodado. Por supuesto que le había modificado la memoria para que estuviese tranquilo. Una hermosa y tibia bolsa de sangre que se acercaba a ambos. Acorralé a Raffaella en mi cuerpo, rozando entonces mi falo contra su piel, acurrucando su tristeza, intentando hacerla desaparecer. Esa era la manera en lo que cuidaba lo que me pertenecía, lo alimentaba lo suficiente para que me adorara eternamente, pero lo hacía sufrir lo justo para enloquecerla, para agrandar sus frustraciones. ¡Porque no había cosa más hermosa que sentir hasta pensarse mucho más que vivos! — ¿Sabes cuales fueron mis condiciones para aceptar tu conversión la noche de tu muerte? Eres la flor sin espinas de mi florero, eres la que no me podrá dañar y a la cual no dañaré. — Tomé un mechón de sus hebras de cabello, girándolo en mi dedo índice, para luego desarmarlo estando contra su mejilla, acariciándola para pronto saborearla con mi lengua, desde su mentón hasta el borde de sus parpados, sentía la muerte mezclada con su perfume, sus vibraciones y su muerto corazón deseando. Observé al bello hombre que le había preparado y estiré el brazo para hacerlo acercar, sonriendo de lado a lado. La diversión estaba asegurada y estiré mis colmillos, hundiéndolos en la muñeca del hombre. Sacándolos antes de empezar a beber, dejando la hendidura abierta; busqué una copa y no tardé en llenarla lo suficiente para tomar de allí. — Es una cosecha virgen, bébela por mi, quiero verte disfrutando de tu don. — Alegué, esperando ver como mi obra de arte se saciaba, no tardando en acariciar su tersa piel, buscando remontar sus glúteos, metiéndome entre ellos hasta poder acariciar aquel pequeño agujero, paseándome de adelante hacia atrás con simple curiosidad, bebiendo de la copa. Era lo mismo que acariciar un gato para mi, aunque quizá lo disfrutaba con más atención. Ya que, por supuesto, mi miembro seguía duro y la entrada de tibia sangre en mi sistema me alegraba mucho más. Algo que agonizaba con un poco de asfixia al no ser atendido. Pero esa era mi forma de gozar. El placer visual y el dolor físico eran lo que me habían hecho lo que ahora, casi cinco mil años después, podía apreciar.
Asmodeo- Vampiro/Realeza
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Fecha de inscripción : 17/05/2015
Edad : 53
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Re: La douleur éternelle [Raffaella]
No era una depredadora. Se había negado a serlo desde el principio. No era una asesina, un monstruo. Haber visto y combatido las atrocidades que los vampiros podían cometer, habían sido suficiente muestra para aceptar la eternidad como un don, pero no para sumirla en el peor de los caos. Siempre había sido dueña de sí, una mujer capaz de controlar lo que sentía, más allá de la ebullición que tenía en su interior. En su vida mortal, lucía espléndida aún cuando tenía deseos de acabar con todo, aún en los momentos de mayor tristeza y desolación, cuando la soledad amenazaba con enloquecerla. Para Raffaella, la imagen era tan importante como sus aptitudes. No concebía el abandono de su persona, y era una de las tantas cosas que le habían cuestionado al enviudar. Si bien lució el rígido luto por la muerte de su querido esposo, no abandonó las joyas, la pompa de sus vestidos negros, la asistencia a eventos sociales, no tapó las aberturas de la casa y continuó recibiendo visitas. La oficialización de la relación con Lastor sólo acrecentó los cuestionamientos, pero para esa etapa, la por entonces inquisidora, ya había perdido la cabeza por él y se hubiera arrojado al Infierno por él.
Lo mismo ocurrió con Asmodeo, sólo que por el vampiro, sí se lanzó de cabeza al abismo. Dejó todo de lado, incluso a sí misma, sus principios, su endeble moral. Y no se arrepentía, jamás lo haría. A veces dudaba, porque aún continuaba aferrada a las bondades humanas, pero cuando lo veía, cuando la tocaba, era suficiente para que Raffaella se olvidase de todo lo que la rodeaba. Él había llegado a sus sitios más oscuros y los había poseído; se había apoderado de su cuerpo, de su alma y de su esencia, la moldeaba a gusto y placer, y ella era feliz dejándose llevar por lo que Asmodeo despertaba. Le había dado un nuevo significado a su vida, no sólo por lo que el vampirismo implicaba, sino por el mundo de posibilidades que le había abierto. Otrora, se había considerado una mujer cultivada, sin miras estrechas…pero sólo cuando la sangre de su amante se unificó en su organismo, entendió que había estado dormida toda su vida, y que ahora comenzaba la miel de su existencia. Lo único que le faltaba eran sus hijos… Ah… Si sólo hubiera podido dejar de pensar en ellos…
—Todo te pertenece a ti, absolutamente todo—le respondió, agitada. No ocultó la sorpresa cuando él se alejó, y mucho menos cuando vio entrar a un hombre a la habitación. Se mantuvo en su lugar, observándolo, intentando armonizar sus sentidos, aturdidos por la excitación de instantes atrás. La sangre emanando de la muñeca del humano le recordó que no se había alimentado por horas, demasiado acostumbrada a controlar aquellos impulsos, atormentada por una moral de la que debería haberse deshecho hacía tiempo.
Pero si Asmodeo quería verla alimentándose, ella le daría con el gusto. Como siempre. Acarició el cuello del joven, lamió la zona donde la arteria carótida se llenaba del fluido colorado, y con cuidado, sus colmillos se clavaron allí, donde la vida corría su curso. Al igual que su amante, se retiró antes de succionar, y permitió que la sangre emanara.
—Hazme el amor mientras me alimento —le pidió antes de que sus caninos siguieran el rumbo de la primera perforación. El sabor metálico le llenó la boca cuando comenzó la succión. El hambre y el deseo comenzaron a nublarle la razón, ese bendito autocontrol del que se jactaba. Pero era el efecto que Asmodeo producía en ella, era por él que se convertía en esa desconocida, esa vampiresa con la cual seguía renegando, aún cuando aceptaba sus otras bondades. Raffaella había creído, estúpidamente, que sólo se conformaría con conservar los últimos vestigios de una juventud casi extinta, la firmeza de los músculos que estaba a punto de desaparecer al momento de su conversión, la piel surcada por unas pocas arrugas. Contrario a lo que podía esperar, entendió la verdadera esencia humana cuando dejó de formar parte de esa especie.
Lo mismo ocurrió con Asmodeo, sólo que por el vampiro, sí se lanzó de cabeza al abismo. Dejó todo de lado, incluso a sí misma, sus principios, su endeble moral. Y no se arrepentía, jamás lo haría. A veces dudaba, porque aún continuaba aferrada a las bondades humanas, pero cuando lo veía, cuando la tocaba, era suficiente para que Raffaella se olvidase de todo lo que la rodeaba. Él había llegado a sus sitios más oscuros y los había poseído; se había apoderado de su cuerpo, de su alma y de su esencia, la moldeaba a gusto y placer, y ella era feliz dejándose llevar por lo que Asmodeo despertaba. Le había dado un nuevo significado a su vida, no sólo por lo que el vampirismo implicaba, sino por el mundo de posibilidades que le había abierto. Otrora, se había considerado una mujer cultivada, sin miras estrechas…pero sólo cuando la sangre de su amante se unificó en su organismo, entendió que había estado dormida toda su vida, y que ahora comenzaba la miel de su existencia. Lo único que le faltaba eran sus hijos… Ah… Si sólo hubiera podido dejar de pensar en ellos…
—Todo te pertenece a ti, absolutamente todo—le respondió, agitada. No ocultó la sorpresa cuando él se alejó, y mucho menos cuando vio entrar a un hombre a la habitación. Se mantuvo en su lugar, observándolo, intentando armonizar sus sentidos, aturdidos por la excitación de instantes atrás. La sangre emanando de la muñeca del humano le recordó que no se había alimentado por horas, demasiado acostumbrada a controlar aquellos impulsos, atormentada por una moral de la que debería haberse deshecho hacía tiempo.
Pero si Asmodeo quería verla alimentándose, ella le daría con el gusto. Como siempre. Acarició el cuello del joven, lamió la zona donde la arteria carótida se llenaba del fluido colorado, y con cuidado, sus colmillos se clavaron allí, donde la vida corría su curso. Al igual que su amante, se retiró antes de succionar, y permitió que la sangre emanara.
—Hazme el amor mientras me alimento —le pidió antes de que sus caninos siguieran el rumbo de la primera perforación. El sabor metálico le llenó la boca cuando comenzó la succión. El hambre y el deseo comenzaron a nublarle la razón, ese bendito autocontrol del que se jactaba. Pero era el efecto que Asmodeo producía en ella, era por él que se convertía en esa desconocida, esa vampiresa con la cual seguía renegando, aún cuando aceptaba sus otras bondades. Raffaella había creído, estúpidamente, que sólo se conformaría con conservar los últimos vestigios de una juventud casi extinta, la firmeza de los músculos que estaba a punto de desaparecer al momento de su conversión, la piel surcada por unas pocas arrugas. Contrario a lo que podía esperar, entendió la verdadera esencia humana cuando dejó de formar parte de esa especie.
Raffaella di Bravante- Vampiro Clase Alta
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Fecha de inscripción : 19/06/2015
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