Victorian Vampires
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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Olympia El-Gohary Lun Ago 10, 2015 11:16 pm

"Había una vez una mujer que tuvo que olvidarlo todo para recordar quién era"

El Sol nacía en el horizonte, y la primera oración que demandaba el Ramadán provocaba un suave eco en las paredes de la habitación de Olympia. Su cabellera azabache acariciaban el suelo, y sus labios murmuraban con cadencia el rezo que la religión le demandaba, el denominado faŷr. Tras el final del ritual, guardó pulcramente la alfombra, se recogió el cabello y cruzó París hacia el bosque. Allí entrenó durante varias horas, sintiendo cómo cada uno de sus músculos se tensaba y se relajaba, cómo la sangre hervía bajo su piel y recorría con rapidez su cuerpo. En la soledad que le brindaba la espesura de la vegetación, se dio el lujo de llevar un atuendo ligero en color blanco, que se adhería a su piel, la cual había tomado una coloración bronceada y un brillo diferente como consecuencia del sudor. Su pecho subía y bajaba de forma acelerada, tenía la boca pastosa y seca, pero no podía ingerir bebida alguna durante el día. Los nudillos le sangraban como consecuencia de los golpes a la corteza de los árboles, que habían recibido la violencia que emanaba de Olympia. La muchacha, pasado el mediodía, detuvo la actividad y se sentó bajo la sombra de un árbol, con las plantas de sus pies juntas y con las manos apoyadas en las rodillas. Comenzó la difícil tarea de controlar su respiración, se lamía los labios, pero con su fe, sabía que podía superar las necesidades de su cuerpo débil.

Regresó a su casa cuando las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer. El cielo, que se había mantenido límpido hasta el mediodía, se tiñó de gris. El agua le acariciaba el rostro y le mojaba la túnica azul oscuro que la cubría por completo, de la cabeza a los pies. En su hogar, se higienizó, y tomó una siesta de doce minutos. Al despertar, preparó un abundante banquete y salió a repartir los cuencos con comida a los vagabundos de la calle. Los musulmanes debían ser generosos, y más aún durante el ramadán. Una suave sonrisa les dedicaba a los sorprendidos hombres y mujeres, que le agradecían como si se tratase de una diosa pagana. Nuevamente en la modesta residencia, limpió cada rincón, esperando el ansiado momento. A medida que la tarde moría, la agitación la invadía palmo a palmo. A pesar de que había intentado no pensar en ello, cuando realizó la última oración del día y le agradeció al Profeta por la voluntad con la que había soportado el ayuno, su corazón comenzó a latir con una fuerza desconocida.

Había llegado el corolario de su existencia. La noche había cubierto el firmamento parisino, la actividad en las calles había mermado, y sólo le llegaban los lejanos sonidos de los cascos de los caballos rebotando en el empedrado. Lustró sus armas, todas y cada una. Las dagas, los revólveres, las cadenas; revisó que todas se encontraran en perfectas condiciones. Escogió con minuciosidad el uniforme: un conjunto masculino completamente negro, que se adhería a su figura. Le tomó varios minutos seleccionar cuál de sus armas llevaría, y se decidió por su siempre fiel elemento cortante que escondía en el pie derecho, una daga que colocó en su cintura, un revólver con balas de plata que llevaban grabado el nombre de sus familiares, el cual colocó en la parte baja de su espalda. Se miró en el gran espejo que tenía al final del pasillo, recorrió con sus ojos cada parte, y no pudo evitar que unas lágrimas rodaran por sus mejillas. Hacía mucho tiempo que no se daba aquel lujo, y permitió que el líquido salobre le empapara el rostro. Los recuerdos de sus padres, sus hermanos, sus tíos y primos, siendo asesinados por aquella horda de vampiros, era una piedra demasiado grande, pero había llegado el día en que se arrancaría de cuajo aquel dolor. Se lavó el rostro enrojecido y ató su cabello en una cola de caballo.

Nuevamente llovía, y Olympia se camuflaba en la oscuridad. Lo había citado anónimamente, cuidando el detalle de que la misiva no contuviera su aroma. Le había pedido a otra persona, tanto que la escribiese como que la enviase. Sabía que él asistiría, habían compartido tiempo suficiente como para aprender algunos rasgos de tan retorcido ser. Había sido apenas una niña cuando la hizo a sus formas, cuando la moldeó y le arrebató todo lo bueno y amado que conocía. Había atesorado el odio y la venganza, le había seguido los pasos, y fue más una bendición que un producto de su investigación, el encontrarlo en París. Cuando él finalmente se había instalado allí, entre los sobrenaturales y en los suburbios, se comentaba la llegada de la enigmática figura. No había muchos vampiros con sus características, y no había tenido dudas, ni había reparado en asesinar a todos aquellos que le proporcionasen una ínfima información; no podía permitir que se supiera que estaba buscándolo. Y, finalmente, estaba a escasos minutos de reencontrarlo. Sabía que aquello sería el principio del fin: si no acababa con él, sería Kane Caristeas quien le cortase la cabeza. Pero Olympia no se dejaba amedrentar, y estaba dispuesta a asumir los riesgos.

Volvemos a encontrarnos —la voz le salió algo rasposa, no había hablado en todo el día. Sabía que él ya había reconocido su presencia mucho antes de que ella lo divisase, y también tenía la certeza de que Caristeas no se iría a ninguna parte. Entre ellos había una deuda pendiente. —Assalamu alaikum —murmuró, cuando los separaban escasos pasos. La extraña sensación de la nada la invadió. Siempre había imaginado que se abalanzaría sobre él como una desquiciada, pero era tan dueña de su voluntad, que tuvo miedo de sí misma.


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Mensaje por Kane Caristeas Dom Sep 06, 2015 10:23 am

Señor… una carta sin remite para usted ha llegado, ¿la quemo?-La voz de aquel hombre siempre asustado por su presencia hizo eco en aquella mansión prácticamente vacía. El cuerpo del inmortal se hallaba sentado en su gran butaca negra y en su mano reposaba una copa de vino que apenas había probado, el fuego le tenía pensativo, estaba tan centrado en sus ideas que apenas fue un murmullo lo que escucho, pero por supuesto entendió cada palabra. No respondió inmediatamente sino que simplemente guio sus ojos hasta aquella carta en concreto, no dijo nada y disfruto internamente de que eso atemorizase a aquel estúpido humano, escuchó su corazón latir con fuerza y rapidez, sobre todo cuando el vampiro posó sus ojos azules sobre los de el.-Tráemela-ordenó claro y conciso, a lo que el humano reaccionó casi corriendo por aquel gran salón hasta su posición.-…..-Su respiración acelerada fue lo único que se escuchó antes de que el propio Kane agarrase aquel trozo de papel.

Lo examinó con tranquilidad, acariciando los bordes aun sin abrirlo, noto un ligero aroma a algo familiar y chasqueo la lengua algo defraudado de que fuera tan fácil… de nuevo. ¿Acaso no la había enseñado bien? Da igual que otro haga el trabajo, si tú has estado cerca… te encontraría igual. Tenía demasiados años como para no darse cuenta de estos detalles.

Abrió aquella carta y leyó mientras aquel líquido rojo descendía por su garganta mitigando un poco de su sed. No se había alimentado en unos días y lo sentía… pero lo bueno, para el pero no para el resto del mundo, de aquello es que su carácter se endurecía por la rabia del hambre, se volvía más bruto e irracional y eso le divertía el doble que sus modales impolutos… al fin y al cabo él era una bestia.

Dejó aquella copa sobre la mesa y estiro su cuerpo, notando como algunos huesos sonaban por aquel movimiento. –Traerme mi abrigo.-No tuvo que decirlo muy alto cuando una mujer del servicio le esperaba en la puerta con su abrigo negro. Sus pasos lentos pero sonoros se hicieron eco en la ciudad parisina, era de noche y su presencia no era precisamente amigable, las pocas personas que se le encontraban se cambiaban de acera o simplemente agaachaban la cabeza. Realmente el aura de maldad de aquel hombre era demasiado visible pero no era algo que le preocupase realmente.

Cuando llegó al lugar en el que le citaban se comportó como si nada pero ya había descifrado donde estaba aquella mujer del demonio que tantos años atrás había deseado y a la vez querido matar. Mientras observaba aquella silueta que aún no notaba su presencia recordó como había bebido de su propia sangre, la única humana que había dejado que lo hiciera… pero era un deseo egoísta ya que sabía que dependería de el toda su vida y a Kane eso le resultaba demasiado satisfactorio. Sabía que Olympia le odiaría pero también sabía que le deseaba como jamás había deseado a nadie… su amor odio era por parte de ambos por lo que sabía para que le había citado y sin problemas la mataría si se atreviera a intentar atacarle, aunque sería una pena por la belleza de aquella humana, además de por su pasado juntos.


Quizás con vampiros neófitos te hubiera funcionado pero no conmigo querida… podría olerte a kilómetros de distancia.-Inspiró con fuerza y dejó salir a propósito un gruñido de placer, provocándola y haciendo que su mente se nublase por un instante mientras media las intenciones de ella.- Cuantas armas…¿pretendes que volvamos a nuestros antiguos encuentros?- cada paso de él era con fuerza indirecta, imponía su presencia a la de ella, sabía que era una debilidad que tenía y que jamás podría vencerle en ese aspecto.-Estas hecha toda una mujer…Olympia-Susurro su nombre de nuevo intencionadamente mientras clavaba sus ojos en ella.-Me buscabas… aquí me tienes.-Observó su coleta perfectamente armada y no dudó en levantar su mano para agarrarla de esa zona tirando de ella para que levantase su rostro hacia él lo suficiente para que el vampiro pudiera pasar su nariz por su cuello-Tan dulce como siempre, ¿echas de menos mi sangre? Sé que si…-La soltó de golpe y se separó un paso de ella dejando que su imagen y sus acciones hicieran efecto y mella sobre ella.





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Mensaje por Olympia El-Gohary Lun Sep 28, 2015 4:46 pm

Asco. Las entrañas se le revolvieron ante la cercanía del vampiro, ante su desafío. Nada había cambiado. Seguía siendo el mismo desgraciado de siempre, orgulloso de sí mismo. Olympia habría envidiado aquel aspecto de Kane Caristeas, si no fuera porque detestaba todo lo que él implicase. Si tenía virtudes, se convertían en defectos; sus defectos, se exacerbaban. Ante la perspectiva que da el tiempo, no comprendía cómo no había enloquecido bajo el yugo de aquel vampiro y de sus secuaces. ¡Qué satisfacción había sentido cuando los mató! Aún evocaba con una sonrisa en los labios el momento en que los traicionó, cómo sus cabezas rodaron y sus manos se tiñeron de su sangre inmortal, sangre que ella había bebido hasta el hartazgo y que aún deseaba, aunque luchara contra eso. El roce de Caristeas la estremeció, pero no había placer alguno en esa sensación, sólo lo vomitivo de todo aquello. No sería tan fácil acabar con él, de hecho, era casi imposible, pero si se hubiera entregado a la desesperanza y a la resignación, no estaría allí parada y no habría cruzado un continente preparándose para ese momento. Demasiados habían sido los obstáculos y demasiado el dolor, para flaquear.

No extraño tanto tu sangre como tú la mía… —susurró antes de que él la soltase. Agradeció la distancia, especialmente porque se sentía pequeña cuando estaba tan cerca, totalmente indefensa, como aquella niña que vio cómo ese malnacido asesinaba a sus seres más amados ante sus inocentes ojos. Y no quería volver a sentirse de esa manera, no toleraba la idea de ser débil nuevamente. —No has cambiado en nada, y no aprendiste nada en todo éste tiempo. ¿Cuántas veces te expliqué que cuando yo decía “assalamu alaikum” tú debes responder “alaykum assalām”? —chasqueó la lengua. Recordó cuando le enseñaba sus expresiones típicas de la religión que profesaba. Olympia sabía que a él no le interesaba, pero había conseguido ganarse su simpatía de aquella manera. Además, era la forma que tenía la muchacha de mantener en pie sus raíces. Sus padres habían sido musulmanes practicantes y estrictos, y no olvidar su religión, era también mantenerlos vivos a ellos.

Se mantuvo en el mismo sitio, su pose también era desafiante. Kane Caristeas no tenía idea de la mujer en la que ella se había convertido. Romper con aquellas cadenas que la habían esclavizado al vampiro y a su mundo, habían significado una liberación que le otorgaba la seguridad para poder enfrentarlo. No eran muchos los que conseguían dejar de depender de la sangre de los vampiros, mucho menos escapar de ellos. Olympia había logrado ambas cosas haciendo acopio de una fortaleza increíble. Solía tener lapsus en los que habría vendido su alma a cambio de unas gotas de aquel elixir, pero resistía a base de oraciones y gracias al entrenamiento que había recibido. Había endurecido su espíritu, consiguiendo que las necesidades de su cuerpo se convirtiesen en meros efectos secundarios de su condición de humanidad. Nada la haría titubear.

Admito que me costó volver a ti, he tenido sueños negros con éste reencuentro —confesó con tranquilidad y desenvoltura. —Pero aquí estamos. Dime, ¿qué sentiste cuando burlé tus esfuerzos por retenerme? —acortó el paso que él había impuesto. —Porque yo nunca sentí tanta felicidad como cuando me alejé del universo hediondo que construiste en torno a ti —alzó su brazo y le cubrió el cuello con su pequeña mano. Sentía bajo su palma su prominente nuez de Adán. —He imaginado una y mil maneras de acabarte, he fantaseado con el momento en el que vería rodar tu cabeza, y me he entrenado para ello —apretó su garganta, sabiendo que no le haría ni el más mínimo daño. Olympia no era ingenua, sabía que necesitaba más que sus cuchillos y su destreza para darle fin a Caristeas. —Mi odio hacia ti es tan profundo…no puedes imaginar el asco que me generas. Quisiera no dedicar cada día de mi vida a planear mi venganza, pero me obligaste a ello. Me convertiste en un despojo, me moldeaste a tu manera, y yo seguí mi camino, pero éste ya lo habías trazado, no pude huir de mi destino —tragó con dificultad. Nunca había hallado la motivación para abandonar aquella empresa y llevar una vida tranquila. La sangre le hervía –como en aquel momento- cuando le daba fin a una criatura. — ¿Siquiera me recordabas? —preguntó en un hilo de voz. ¿Y si ella había pasado todos esos años dedicándose a pensarlo y él, simplemente, la había dejado ir sin volver a tenerla presente ni un maldito segundo?


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