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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Magdala Đurić Lun Sep 07, 2015 1:31 am

"No te conoce tu recuerdo mudo porque te has muerto para siempre."
Federico García Lorca

La lluvia golpeaba suavemente el exterior de la tienda. Dentro, la tierra húmeda enfriaba los pies descalzos de los habitantes. Maya se quejaba en su catre; estaba afiebrada, y a pesar de que la habían sangrado, no había manera de bajarle la temperatura. A su lado, Magdala sostenía su mano flácida, mientras sus dos hermanos menores jugaban a las cartas sobre un baúl, en el otro rincón del habitáculo. Parecía que la bastarda era la única en preocuparse por la frágil salud de la mujer, que había perdido todo atractivo de juventud, que no podía alimentarse por sus propios medios, y que, sin embargo, aún tenía fuerzas para hacer latir su corazón. En ocasiones, la muchacha se preguntaba por qué su madre no se rendía de una vez, por qué no dejaba de batallar y abandonaba su cuerpo enfermo para elevar su alma a un plano de luz y tranquilidad. Luego, se daba cuenta que Maya aún permanecía con vida por ella, porque Magdala, a pesar de saber de que era incorrecto, quería que continuara viva, a pesar de todo mal; porque, aunque se encontrase completamente alienada, seguía siendo su escudo protector, era lo que le daba fortaleza cada día, lo que la ayudaba a enfrentar los maltratos y las humillaciones que sufría cotidianamente. Se sentía egoísta, y le pesaba la consciencia de una manera espantosa, provocándole un constante dolor en el pecho, pero que resignaba con tal de mantener a su madre. En ocasiones, agradecía que la mujer durmiese la mayor parte de las horas, pues así evitaba oír los insultos que su padrastro o alguno de sus hermanos le propinaban; tampoco veía las ocasiones en que era golpeada sólo por diversión. La muchacha se puso de pie y le cambió los ladrillos calientes que tenía colocados en los pies, un método que no daba resultado, pero que calmaba la impotencia de la joven.

Prepáranos algo de comer. Mamá ya se repondrá —le exigió uno de sus hermano, al que vagamente se le entendía lo que decía, pues tenía un cigarrillo en la boca.

Magdala sabía que no podía negarse, y con gran angustia, se separó de la cama. La consoló que la respiración de Maya fuese más tranquila, su pecho subía y bajaba con menos agitación que minutos atrás. La gitana se acercó al sector que ejercía de cocina, peló y cortó algunas verduras y les hizo una sopa a los dos muchachos, que elogiaban el olor que salía de la cacerola. Ella, cabizbaja, se limitaba a asentir a modo de agradecimiento, pues nunca sabía si lo que emitían sus bocas era verdad o mentira. Entró su padrastro, y como siempre que aparecía de pronto, Magdala dio un respingo, pero continuó revolviendo la comida. El hombre se le acercó por detrás, la tomó de las caderas. Ella pudo oler el aroma rancio del alcohol, y sabía que aquella noche nada podía terminar bien. El hombre le dio un beso en la mejilla y luego fue a sentarse con sus hijos, que rápidamente le encendieron un cigarrillo. Cuando la cena estuvo lista, la colocó en tres cuencos, y los dispuso rápidamente en la mesa, junto a una jarra con agua. Luego, se sirvió a sí misma, y se sentó lo más lejos posible de los hombres de la familia.

¿Quién te autorizó a comer? —preguntó el padrastro, mientras escupía restos de verdura.

Disculpe, señor —musitó, al tiempo que dejaba la cuchara y la sopa casi intacta.

Tráeme vino, no quiero ésta mierda —y lanzó la jarra de agua, que explotó contra el piso, salpicando a Maya, que se removió escasamente.

Con rapidez, Magdala abrió una botella de vino y la llevó a la mesa. Le sirvió al patriarca, y luego a sus dos hermanos. Cuando estaba por alejarse y juntar los restos de vidrio, el hombre mayor la tomó de un brazo y la acercó a él, y de un tirón la sentó en sus rodillas. La muchacha estaba tiesa.

Come de mi plato, hijita —le murmuró al oído.

Ella obedeció, ignorando la mano que le acariciaba los muslos, cada vez con más insistencia. Sentía un nudo en la boca del estómago, pero no se atrevía a dejar de ingerir los alimentos, que cada vez le parecían más horribles, así como la mirada de lascivia de sus hermanos, que no podían parar de observar la escena de su padre tocando a su media hermana. La obligaron a beber un trago de vino, el cual estuvo a punto de vomitar. Maya dio un grito, seguramente asaltada por una pesadilla, y Magdala agradeció que su padrastro se asustara y la obligara a atender a la mujer, para que dejase de hacer escándalo. Se acercó al camastro, volvió a tomarla de la mano y le dio algunos besos fugaces en la frente. La mujer, poco a poco, fue tranquilizándose, y con el pasar de los minutos, la fiebre comenzó a ceder. Escuchó a los tres hombres salir de la carpa, y respiró aliviada, al fin se encontraban solas… Pero la paz duró muy poco, pues al poco tiempo regresaron acompañados de tres mujeres, que se sentaron en sus respectivos regazos alrededor de la mesa, y comenzaron a beber un whisky barato, que pronto les volaría la cabeza.

Estaremos ocupados, así que vete a dormir afuera. No te quiero aquí —expresó Chenab, que estaba arrancándole las prendas a la fémina que lo acompañaba.

Pero está lloviendo, cariñito —dijo la mujer, mientras lo ayudaba a despojarse de los últimos vestigios de ropa.

Me importa un carajo. No te metas —le dio una bofetada de revés, y ella se calló.

Magdala apagó la vela que estaba encendida al lado de su mamá, y con profunda culpa, debió dejarla. No le permitieron coger una manta, y salió a la tormentosa noche. Al parecer, todos se habían puesto de acuerdo para divertirse, y no había un solo lugar techado para reposar. Llamó a Atila, su lobo, pero éste no apareció, algo extraño en él. Siempre que estaba en compañía de su mascota, se sentía segura, pero su padrastro y hermanos habían encontrado la forma de reducirlo, y en ocasiones solían atarlo en algún lugar donde ella no lo pudiese encontrar. De una carpa salió un gitano borracho, que la llamó. Asustada, corrió, a sabiendas que en la oscuridad no la encontrarían. Vagó, caminando por el barro, con los huesos calados por el frío. Encontró unos cajones apilados, y se acurrucó entre ellos, temblando. Las lágrimas se mezclaron con el agua que caía del cielo, y elevó una plegaria para que a su madre no le hicieran daño.
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Mensaje por Medea Vie Oct 02, 2015 11:33 pm


"Acércate, no te ciegues más por el destino del hombre,
yo encuentro bajo las ramas del amor y el odio,
en todas las pobres y tontas cosas que un día viven."
—William Butler Yeats.
.



Entre todos los lugares existentes en París, que pudieran agradarle un poco, los pequeños bosques y las zonas aisladas con abundante vegetación, eran sus favoritos. Aquellos sitios solían brindarle esa sensación de que se encontraba en casa a pesar de estar tan lejos de ella. Además, eran los sitios predilectos para conectarse con el mundo de los espíritus y dedicarse a sus afamados rituales. Esas energías silenciosas de las que eran dueños los grandes bosques, permitían abrir portales a mundos oníricos a los que muy pocos eran capaces de entrar. Medea era uno de esos, por eso ponía especial cuidado al lugar en donde se dedicaría a sus acostumbradas brujerías.

Medea necesitaba de esa quietud para ir armando el rompecabezas que le diera la respuesta del paradero de aquel que había osado robar la reliquia de su familia. Aquel que se había atrevido a ofender a los dioses con tan impúdico acto.

Érebo y ella habían decidido separarse esa noche de tormenta, ambos hallarían las pistas necesarias desde lugares diferentes. Mientras que su hermano disfrutaba un tanto la ciudad y esa atmósfera que la rodeaba, Medea prefería el silencio de la naturaleza, en donde el tiempo parecia detenerse invitándola a dar largos recorridos que parecían no tener final. Lograba percibir las auras de las criaturas del mundo espiritual alzándose desde el suelo y elevándose en el aire hasta desvanecerse por completo, cuando las primeras y pesadas gotas de lluvia empezaron a caer, aliviando la sed de la tierra.

Su larga túnica oscura se arrastraba por el suelo, rasgando lentamente la hojarasca que crujía bajo sus pies. A su lado, con pasos inexistentes, le acompañaba un can de pelaje oscuro y mirada profunda, un fiel servidor suyo, animal que era consagrado a la diosa Hécate en tiempos antiguos. A ninguno les importaba que la lluvia se haya cernido sobre ellos, Medea más bien agradecía tal bendición y apenas ayudada con las luces de los fuegos fatuos, iba aventurándose hasta sentir, desde la distancia, que había llegado a un lugar en donde se acumuluban las energías de los vivos. Aquellas auras la disgustaron un poco, esos tonos sólo eran muestras de acciones superfluas, sin sentido alguno.

—Éla!1 —Exclamó a su perro, que se había detenido como esperando algo—. Ti symvaínei?2 —Preguntó al animal, acercándose a éste para acariciar su pelaje.

Confiaba en la intuición de aquel can y efectivamente debía hacerlo. Antes de siquiera volver a convencer al animal para continuar con su caminata, los espíritus empezaron a susurrar en lenguas muertas palabras que alertaron a la hechicera. Cerbero se colocó en posición de alerta y ladró, dejando escapar un bufido luego. Fue entonces cuando Medea logró darse cuenta de que su perro le ladraba a otra criatura. Era un lobo, el cual parecía perdido y tenía una actitud que era poco común en esas criaturas. La mujer permitió que aquel ser se le acercara, atrayéndolo gracias a la influencia de los espectros. Así fue cuando supo que el animal estaba en busca de la persona que lo cuidó desde cachorro.

Los tres anduvieron un largo trecho hasta dar con la persona que buscaban. Medea logró conocer el paradero de aquella joven humana gracias a los mensajes de los muertos que formaban parte de su séquito, las voces espectrales la guiaban al igual que las habilidades de los dos animales que ahora la acompañaban. A pesar de la lluvia y de la oscuridad, el lobo se acercó efusivamente hacia donde yacía una muchacha recostada entre cartones, protegiéndose del frío. La bruja esperó pacientemente la respuesta de ésta y cuando notó que era seguro acercarse, lo hizo.

— ¿Estás bien? —Inquirió de inmediato, dejando a un lado explicaciones que no iban al caso—. ¿Por qué yacías abandonada en este lugar?

Sus preguntas no estaban hechas al azar, al contrario, sus infomantes eran quienes delataron el sufrimiento de aquella pobre mujer. Las tonalidades pálidas de su aura y sus ojos tristes, no hicieron más que confirmar lo que los espíritus le habían dicho.

______________________________
1¡Vamos!
2¿Qué pasa?

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Mensaje por Magdala Đurić Lun Dic 28, 2015 9:36 pm

Con el cuerpo fustigado por aquella vida desgraciada, terminó durmiéndose en el improvisado escondite. Se sumió en las profundas pesadillas negras, de muerte, gritos y desesperación, en las que siempre su madre terminaba asesinada. La despertó el hocico empapado de Atila, y luego su lengua limpiándole los ojos abnegados. Le sonrió, como si aún se tratase de aquel cachorro que encontró moribundo, y ella aún fuese inocente de los vejámenes de la realidad. La conexión con el animal había sido inmediata, y cuando huyó del yugo de su padrastro, pensó en él, en que corría peligro. Atila era temido y respetado, y sólo por su presencia no se atrevían a hacerle más daño; ella era consciente de eso, y ser despojada de su compañero, significaba la eterna soledad, era quedar expuesta a los abusos que su familia no escatimaría. Vivía su existencia con resignación, sin luchar por algo mejor, por más que en ocasiones muy efímeras, tenía anhelos de libertad; anhelos que nunca sería posible ser cumplidos. Con Maya agonizante, ella estaba encadenada a la miseria; y cuando ésta muriera, sería el fin. Escaparse no era una opción, segura de que la encontrarían y todo sería mucho peor. Era la suerte maldita que le había tocado, y a veces, quería manejar mejor sus poderes para poder defenderse.

Descubrió que Atila no estaba solo, y al divisar a la dama, se acurrucó en su sitio. ¿Quién era? Jamás la había visto entre su gente, y podía percibir un extraño color circundándole. Pero no comprendía por qué podía ver los colores de las personas, Maya iba a enseñarle cuando le prohibieron que lo hiciera. Si su lobo estaba con ella y también con un can, significaba que no había peligro. Era extraño que Atila permitiera que otros se le acercaran, sólo Magdala tenía aquel privilegio, y lo había tenido su madre en su momento. Sin embargo, en los ojos de la gitana aún había miedo y desconfianza, especialmente porque, si ella la había encontrado, seguramente otro podía hacerlo. La voz de la mujer le pareció profunda y bella, con un acento que ella nunca había escuchado, a pesar de que había pasado sus dieciocho años, vagando de un país a otro. Era hermosa a su manera, y también exótica; el marco de la tempestad le otorgaba un halo de misterio innegable.

Estoy bien —mintió. Le había costado articular palabra, sentía una lija en la garganta. Se incorporó para acariciar la cabeza de Atila, que le agradeció lamiéndole la mano. Nadie creería jamás que aquel imponente animal, peligroso y asesino, prodigaba aquella lealtad por la gitana. —Estaba…descansando —la voz le temblaba a causa del frío. El llanto del cielo parecía nunca iba a cesar. Magdala se preguntó si irían tras ella; de encontrarla, aquella mujer de aura extraña tendría problemas con los suyos. Los gitanos eran recelosos con su territorio, y no soportarían que una cualquiera se adentrase en ellos y los invadiese. La situación se agravaría si la veían con la hija bastarda de Maya. —Debería es…conderse —el francés continuaba resultándole difícil. Se puso de pie, y comprobó la altura de la extraña. Desde el suelo, era imponente, pero al descubrir la real diferencia, se sintió abrumada. Ni su padrastro ni sus hermanos habían sido beneficiados con aquella característica física, eran relativamente bajos.

Magdala giró de un lado a otro buscando un refugio. Parecía que todos estaban ocultos de la tormenta. Nadie la perseguía; de hacerlo, ya la habrían encontrado, pues, donde estaba Atila, estaba Magdala. Le hizo una indicación a la mujer para que entrase en una de las carpas, a la cual ella le corrió el toldo de ingreso.

Aquí es más seguro. Nos quedemos hasta que la tormenta pase —la muchacha tenía la capacidad de recomponerse con gran facilidad de las situaciones violentas. Estaba acostumbrada a ellas, por lo que no tenía demasiado tiempo para sumirse en su propio dolor.
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Mensaje por Medea Lun Feb 01, 2016 2:20 am

Aunque los días lluviosos fueran señal de paz, Medea percibió un ambiente hostil en aquel lugar, al que la había guiado el precioso animal que se encontró extraviado en la soledad del bosque. Las energías se desgarraban entre sí, siendo incapaces de circular libremente en el aire, volviéndolo pesado y hasta difícil de respirar. Aquella señal en el viento la hizo mantenerse atenta ante cualquier movimiento desconocido, al igual que lo estaban sus espíritus y su fiel can Cerbero. Esa sensación no le agradaba y para mayor disgusto de la hechicera, París estaba cargada de esas energías tan desfavorables; al menos el bosque y las zonas vestidas de abundante vegetación, estaban a salvo de ese mal karmático que consumía a la ciudad lentamente, haciéndola perecer en un abismo lleno de carencias y mentiras. ¡Eso disgustaba a los dioses! Y con más razón tuvieron que dejar al hombre a su suerte; que él mismo fuera desgatándose en miserias. Medea lo comprendía perfectamente. Ella también se sentía molesta e indignada por tanta mezquindad en los hombres.

Pudo ver la falta de estima en la mirada marchita de la joven. Era una víctima más del mal comportamiento del ser humano, alguien que tuvo que verse en la necesidad de hallar refugio en la tormenta, porque así se estaría segura. Medea sintió pena por la muchacha, se notaba que el frío y el miedo le calaban los huesos y no tenía más consuelo, sino, que la presencia de aquel lobo que se había encontrado Cerbero minutos atrás. Observó la escena con una sutil sonrisa, pues, al igual que aquella mujer, ella también tenía una conexión especial con un animal. Cerbero era un compañero inseparable, una criatura con la que no hacían falta las palabras. Sólo bastaba un simple gesto para que ambos se entendieran perfectamente.

Alzó la mirada al cielo nublado, sintiéndose a gusto con aquella tempestad, tan magnífica y hermosa a su manera. Pero que pocos eran capaces de apreciar. Luego de esos escasos segundos de completa admiración, se volvió de nuevo a la joven.

—Estás mintiendo... ¿A quién le temes, mujer? —Inquirió, observando a la chica fijamente a los ojos. En su pueblo creían que si se miraba a alguien directamente a los ojos, era incapaz de mentir y terminaría rindiéndose a la verdad—. No es bueno descansar a la intemperie cuando no se está acostumbrado. Y tú no lo estás. ¿Quién ha sido el culpable de tu desdicha? Dime y pediré a Némesis que lo someta al peor de los castigos; jamás hallará consuelo alguno en esta vida y su muerte será diez veces mayor que tus penas.

Medea pronunció cada palabra con la misma parsimonia que la caracterizaba cuando su alma no hallaba motivos para salir de su equilibrio habitual. Aunque el ambiente estuviera pesado, la dueña de aquel lobo, de cierta manera, lo colmaba de paz y eso era suficiente para que la hechicera no decidiera marcharse o que tuviera que arrastrar a las almas de los más terribles a este mundo.

La vio buscar un refugio desesperadamente; no todos solían aceptar la lluvia como una bendición del cielo y más bien, le temían. Pero eso no fue lo que preocupó a Medea, en realidad, la manera en que aquella chica quería ocultarse, alimentó más sus sospechas de que huía de algo más. Por eso le había advertido, desde un principio, que tenía que esconderse. Sin embargo, ni la joven, ni nadie en ese lugar, sabían quien era en realidad la hechicera de cabellos de fuego. Medea sólo la siguió junto con Cerbero y para no ser grosera, aceptó entrar en aquella carpa a la que era invitada. No tenía nada que temer, nunca lo hacía. El can se quedó echado frente a la carpa, observando el infinito con sus ojos de demonio dormido, vigilando a la maldad que acechaba a los alrededores.

—Sé perfectamente que no te escondes de la tempestad, sino de los que te han maltratado —dijo finalmente al estar a su lado—. Ellos me lo han hecho saber; Cerbero y tu lobo también puede percibirlo. Está en el aire... La tormenta no es nada comparada con este caos y lo sabes —miró al perro negro que parecía un vigilante nocturno frente a las dos mujeres. Pero no sólo se trataba de Cerbero, los fantasmas que seguían a Medea también estaban custodiando el lugar y le llevaron noticias. Ahora todo tenía sentido—. Mi nombre es Medea, sucesora de la diosa Hécate en la tierra... Y tú, ¿cómo te llamas?

Se atrevió a acariciar los cabellos de la muchacha, como un acto para tranquilizarla, de hacerle entender que con ella estaría a salvo de cualquiera que intentara dañarla. Fue entonces cuando Cerbero gruñó. Medea supo que ya no estaban en soledad; advirtió de la presencia de alguien más, acercándose entre los matorrales. Frunció el ceño, pero se mantuvo impasible.

—Máthete poios eínai1 —ordenó—. Párte ta mazí sas2  —mencionó nuevamente en su lengua natal, a lo que el perro obedeció y se puso de pie, yendo hacia lo que había percibido. Del suelo se levantó una bruma con centenares de formas irreconocibles. Eran alimañas, sedientas de venganza, quienes siguieron a Cerbero—. Tranquila, no dejaré que te hagan daño. Quédate aquí.

Se puso de pie y salió de la carpa, descubriendo luego a un hombre acorrolado por Cerbero, completamente horrorizado por las formas espectrales que lo rodeaban. Medea se le acercó, fulminándolo con la mirada.

—¿Quién te ha enviado? La muerte te acecha con pasos cortos, ten cuidado con lo que dices o haces. Sólo hallarás el fin de tus días... Seré condescendiente contigo sólo si eres bueno.

__________________________________________
1. Averigua quien es.  
2.  Llévalos contigo.


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Mensaje por Magdala Đurić Vie Jun 03, 2016 11:44 pm

Magdala estaba acostumbrada a las personas extrañas. Entre los gitanos había toda clase de hombres y toda clase de mujeres; cada uno con sus particularidades y con sus costumbres, que para los ajenos, podían resultar desde heréticas, pasando por repulsivas hasta, finalmente, juzgarlas como locuras. Ella misma era dueña de unos poderes que no sabía manejar, que en ocasiones la tomaban por sorpresa, y la asustaban. Pero el miedo era una sensación normal en la gitana, que vivía inmersa en el miedo. Solía pensar que era imposible que alguien viviese con tanta tensión y con tanto peso sobre sus hombros, pero ella lo hacía; si lo hacía bien o lo hacía mal, era harina de otro costal. Aunque no se detenía demasiado en ello, quizá porque no le importaba, o también porque no tenía tiempo para pensar en esas nimiedades. Cuidar de su madre y de sí misma se habían vuelto las únicas tareas que podía emprender, y sus pensamientos se habían ido anulando de a poco. Sólo cuando Atila estaba junto a ella, se permitía desaparecer por algunas horas, segura de que nadie se atrevería a hacerle daño encontrándose su lobo tan cerca. Magdala consideraba un milagro que nadie lo hubiese asesinado, y eso era gracias a lo supersticiosos que podían llegar a ser los gitanos.

Las palabras de Medea, tal y como se había presentado, le quitaron las pocas palabras que podría haber pronunciado. Se encogió, como un acto reflejo, cuando la mujer estiró su mano y le tocó el cabello. Hacía demasiado tiempo que alguien no tenía un gesto como aquel, y una extraña calidez se instaló en el pecho de Magdala. Se sintió una niña nuevamente, a la que su pobre madre acunaba cuando no entendía el rechazo de los demás. Le había costado comprender el significado de la palabra “bastarda”, y lo había hecho a los golpes, cuando su padrastro, sus medios hermanos y sus pares, se burlaban de ella y la humillaban por esa condición, que ni siquiera había elegido. Nunca había preguntado demasiado, y su madre había tenido la ardua tarea de protegerla lo más que pudiera, pero ella también era frágil, y su salud se había ido debilitando con los años, hasta dejarla completamente postrada en una cama, en la que se dejaba morir. Sin embargo, a pesar de la sumisión de la mujer, era el sostén de la muchacha, que no concebía la vida sin ella.

Magdala —respondió, con la timidez que siempre la había caracterizado. Iba a preguntarle quién era la diosa Hécate, pero percibió el cambio de actitud de Medea, y dirigió su vista hacia el mismo sitio que la mujer. También notó el movimiento en los matorrales, y llamó a Atila, que gruñía hacia el lugar. El lobo no se iría sin recibir una orden, y la gitana lo quería a su lado. —Tenga cuidado —le pidió a su salvadora, antes de que ésta saliera de la carpa. Se sintió sola nuevamente, y no le gustó. La presencia de la extraña le transmitía seguridad, y no quería que nada le sucediese. Parecía ser la clase de persona que podía defenderse sola, pero conocía a los gitanos, eran traicioneros, y se harían un festín sometiendo a una fémina rebelde como aquella.

Se abrazó a sí misma y le dijo a Atila que caminase a su lado. El lobo, por su parte, tenía el pelaje del lomo erizado, y mostraba los afilados colmillos. Cuando se acercó a Medea, descubrió al perro de la mujer acorralando a uno de sus hermanos. Notó que éste se había orinado y que el pánico le había deformado las facciones. Éste la descubrió y en sus ojos se reflejó un ruego, ese que ellas tantas veces le había repetido. Tuvo un instante en el que deseó venganza, pero no se halló en esa postura tan ajena a su dócil naturaleza. La lluvia había acrecentado su furia, y golpeaba a los cuerpos con insistencia. Magdala quería volver al refugio…

Es mi hermano —comentó, finalmente. —No nos hará nada —lo cual era cierto. Era el menor de todos, el que menos maldad tenía, y a pesar de que reía cuando la humillaban y también participaba, en alguna que otra ocasión, le había dado, a escondidas, un pañuelo para que se limpiase la sangre de las heridas que su padrastro le provocaba. Sólo por eso, merecía un poco de piedad. —No es de él de quien me estoy escondiendo, Medea —continuó. Atila lo odiaba, como odiaba a todos aquellos que le hacían daño, por lo que Magdala se vio obligaba a tomarlo del cuero del lomo para contenerlo. —Tranquilo, tranquilo… —le susurró.
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