AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Beauty and the Beast | Privado
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Beauty and the Beast | Privado
limitan a mirarte, sino que te absorben, te introducen
en un túnel donde sólo puedes abrazarte al vértigo...
Si tan cansado estás de tu vida, ¿por qué no haces algo para cambiarla? Mejórala y deja entrar en ella a la persona adecuada. ¿Acaso la idea de enamorarte de nuevo te resulta tan insoportable? Lo que pasó con Elizabeth es en verdad triste, pero es hora de superarlo, mi amigo. Haz las paces con Dios por lo ocurrido. Perdónalo y continúa viviendo. Busca a una buena mujer y forma una familia con ella. Verás que cuando los hijos lleguen, pronto todo esto quedará solamente como el recuerdo de una muy mala racha en tu vida, algo por lo que sin duda tuviste que pasar para llegar a ser tan dichoso como puedes serlo si sigues mi consejo. Dicen que para emerger, primero hay que tocar fondo. Créeme, Tristan, tú ya lo has hecho. Es hora de que empieces a nadar hacia la superficie.
Esas fueron las sabias palabras de William, su representante y único amigo, luego de que Tristan se confesara ante él. Nunca antes se había abierto con nadie como lo hizo en esa ocasión, hablándole de la profunda tristeza que lo embargaba día y noche, que tanto le oprimía el pecho, al grado de no dejarlo vivir. Tristan se había referido a sí mismo como un muerto en vida y William había asentido, aprobando tal definición. Y es que no había otro modo para llamarle a lo que le ocurría al ilusionista. Demasiado tiempo había sido ya el que había pasado encerrado entre cuatro paredes, bebiendo hasta desfallecer, negando con la cabeza y rechazando así cada oportunidad que se le presentaba. Tristan estaba cansado pero, sobre todo, harto de su situación. Por eso William le había aconsejado, y qué mejor recomendación que la de rehacer su vida. Durante semanas enteras, Tristan dio demasiadas vueltas al asunto, hasta que finalmente se convenció de que quería intentarlo. Buscaría una buena mujer y se casaría con ella; formaría una familia. Con un poco de suerte, si las cosas funcionaban, su destino cambiaría y sería para bien, tal y como William aseguraba.
Luego de haber tomado determinación en el asunto, el mayor problema al que se enfrentó fue dónde encontrar a la mujer adecuada. Gracias a su profesión, Tristan tenía muchísimas admiradoras que gustosas habrían aceptado su oferta de matrimonio, pero seguramente la mayoría de ellas lo habría hecho únicamente motivadas por el interés de acercarse a un hombre tan famoso como él. Tristan no deseaba unirse a una mujer que solo lo viera como a un trofeo y que con el tiempo perdiera el interés en él. Si bien al principio el amor no los uniría a él y a la mujer elegida, ya que era demasiado pronto para esperar algo así de una extraña, deseaba que lo hiciera el respeto mutuo. Quería, por lo menos, tener cosas en común con ella, sentirse con la libertad de hablar y hacerlo con la plena convicción de que sería escuchado. Tales cosas lo llevaron a pensar en la señorita Pemberton. Era una mujer con la que venía manteniendo comunicación por medio de misivas durante los últimos seis meses, y todo porque en una ocasión había llegado por error una de sus cartas hasta su domicilio. Indebidamente, Tristan la había abierto y se había encontrado con una caligrafía preciosa que había llamado su atención. Su manera de redactar y las palabras elegidas, también lograron cautivarlo, así que ansioso por conocer un poco más de aquella mujer, le había escrito con el pretexto de explicarle que el destinatario de su carta no vivía en esa casa. Y así había empezado todo. En cuestión de meses se habían vuelto buenos amigos. En sus cartas, él le hablaba de su trabajo y de la familia, mientras que ella compartía con él sus ilusiones, su deseo de encontrar algún día un buen hombre que pudiera amarla.
¿Sería ella una buena candidata para convertirse en su esposa? Tristan no tardó en planteárselo a su amigo. Pero ni siquiera la conoces, mi amigo. Podrá leerse como una muy buena persona en sus cartas pero, ¿qué tal si no es bonita?, había dicho William, a lo que Tristan respondió acertadamente que, para casarse, una mujer no tenía que ser bonita, sólo gentil, noble y joven para tener hijos. No pedía más. Eso le bastaba. Y, de algún modo, algo le decía que Elizabeth Pemberton no era ninguna belleza andante, pero eso estaba bien para él. Se sentía conforme sabiendo que era una buena muchacha y que tenía tantos deseos de casarse, como él de conseguir una esposa. Así que, finalmente, en una de sus cartas, Tristan le hizo la propuesta e increíblemente ella aceptó. Acordaron encontrarse el veintiocho de septiembre, a las tres en punto de la tarde, en la estación ferroviaria. Como ninguno de los dos sabía cómo lucía el otro, decidieron que cada uno llevaría un pañuelo de seda color rojo anudado en un lugar estratégico, pero a la vista de cualquiera.
El gran día llegó. Tristan se sentía verdaderamente nervioso, pero procuró llegar mucho antes de la hora acordada. Se había puesto uno de sus mejores trajes y un sombrero de copa le cubría la cabeza. También se había afeitado y usaba su colonia con aroma a almizcle y maderas. En definitiva, tenía una buena apariencia. De no ser por la enorme cicatriz que le afeaba el rostro, se habría sentido en verdad confiado. Tenía que admitir que por su mente había cruzado la idea de cubrirla con algo, quizá utilizando algún tipo de maquillaje especial, pero no deseaba engañarla. Quería que la mujer que iba a convertirse en su esposa lo conociera tal y como era, con todo y sus defectos, y si a pesar de ello demostraba seguir interesada en el matrimonio, entonces significaría que ella era la mujer indicada.
Cerca de las tres de la tarde, no dejaba de observar a cuanta mujer se presentara en la estación, pero no había rastro del pañuelo rojo. Eso empezó a preocuparlo. ¿Y si lo había olvidado o simplemente lo había perdido? ¿Cómo iba a reconocerla? Desde luego que ella lo identificaría a él, pero le ponía verdaderamente ansioso pensar en no tener la misma posibilidad. Si analizaba la situación desde otro ángulo, ella fácilmente podía verlo a lo lejos y, si no le agradaba, irse sin más. Pensar en eso lo puso en verdad ansioso. Cerró los ojos un momento e intentó tranquilizarse. Estaba pensando demasiado, tenía que relajarse o las cosas saldrían mal. Cuando los abrió, mágicamente apareció ella. No podía verle el rostro porque yacía de espaldas, pero llevaba el pañuelo rojo atado en la muñeca. Sí, tenía que ser ella. Tragó saliva y decidió acercarse para comprobarlo. Mientras caminaba, pudo contemplar la hermosa y sedosa cabellera negra y la cintura estrecha de la mujer. Tenía que admitir que si bien no era bonita, como estaba convencido de que sería, al menos le gustaba cómo lucía de espaldas; tenía un lindo cabello y una bonita figura.
Antes de hablar, se aclaró la garganta.
—¿Señorita Pemberton? —preguntó desde atrás, para lograr captar su atención. La mujer se giró casi inmediatamente y Tristan palideció al verla—. ¿Es usted Elizabeth Pemberton? —cuestionó una vez más, tan solo para corroborar que no se trataba de una confusión. Pero no había margen de error. Era ella. Tenía que ser ella.
—Dios mío —pronunció realmente asombrado, casi sin aliento, sintiéndose incapaz de ocultar su sorpresa—. Es usted completamente diferente a como la imaginé —confesó sin detenerse a pensar en lo impropio que resultaría mencionar aquello.
Era en verdad hermosa; sin exagerar, bellísima, como un ángel. Tristan se sintió completamente desarmado y tan poquita cosa ante su presencia. ¿Cómo iba a lidiar con una mujer con tanto encanto como ella? Era demasiado. Demasiado.
—Discúlpeme —dijo al percatarse de que había sido tal su ensimismamiento, que había olvidado presentarse—. Soy Tristan Rêveur. Ahora que finalmente me conoce, espero no decepcionarla demasiado —ella no respondió, al menos no de inmediato. O quizá fue que Tristan, demasiado ansioso, no le dio la oportunidad de hacerlo—. Lo he hecho ¿verdad? —en su voz se reflejó la desilusión—. Yo pretendí hablarle muchas veces de… esto —dijo refiriéndose evidentemente a su cicatriz, sin necesidad de señalarla—, pero nunca me atreví a hacerlo por miedo a que usted perdiera el interés en mí. Ahora me doy cuenta de que fue un grave error de mi parte. Debí hacerlo y evitarnos este incómodo momento. Sin embargo, ahora estoy frente a usted y conoce lo peor de mí. Si la decepción ha alterado sus intenciones de casarse conmigo, yo sabré entenderlo.
El hombre, completamente seguro de que sería rechazado por una mujer tan bella como ella, instintivamente desvió la mirada y bajó la vista. Fue sólo un momento, pero con ese simple e insignificante gesto dejó entrever su inseguridad, la presa fácil que era, lo sencillo que iba a ser manejarlo a su antojo.
Esas fueron las sabias palabras de William, su representante y único amigo, luego de que Tristan se confesara ante él. Nunca antes se había abierto con nadie como lo hizo en esa ocasión, hablándole de la profunda tristeza que lo embargaba día y noche, que tanto le oprimía el pecho, al grado de no dejarlo vivir. Tristan se había referido a sí mismo como un muerto en vida y William había asentido, aprobando tal definición. Y es que no había otro modo para llamarle a lo que le ocurría al ilusionista. Demasiado tiempo había sido ya el que había pasado encerrado entre cuatro paredes, bebiendo hasta desfallecer, negando con la cabeza y rechazando así cada oportunidad que se le presentaba. Tristan estaba cansado pero, sobre todo, harto de su situación. Por eso William le había aconsejado, y qué mejor recomendación que la de rehacer su vida. Durante semanas enteras, Tristan dio demasiadas vueltas al asunto, hasta que finalmente se convenció de que quería intentarlo. Buscaría una buena mujer y se casaría con ella; formaría una familia. Con un poco de suerte, si las cosas funcionaban, su destino cambiaría y sería para bien, tal y como William aseguraba.
Luego de haber tomado determinación en el asunto, el mayor problema al que se enfrentó fue dónde encontrar a la mujer adecuada. Gracias a su profesión, Tristan tenía muchísimas admiradoras que gustosas habrían aceptado su oferta de matrimonio, pero seguramente la mayoría de ellas lo habría hecho únicamente motivadas por el interés de acercarse a un hombre tan famoso como él. Tristan no deseaba unirse a una mujer que solo lo viera como a un trofeo y que con el tiempo perdiera el interés en él. Si bien al principio el amor no los uniría a él y a la mujer elegida, ya que era demasiado pronto para esperar algo así de una extraña, deseaba que lo hiciera el respeto mutuo. Quería, por lo menos, tener cosas en común con ella, sentirse con la libertad de hablar y hacerlo con la plena convicción de que sería escuchado. Tales cosas lo llevaron a pensar en la señorita Pemberton. Era una mujer con la que venía manteniendo comunicación por medio de misivas durante los últimos seis meses, y todo porque en una ocasión había llegado por error una de sus cartas hasta su domicilio. Indebidamente, Tristan la había abierto y se había encontrado con una caligrafía preciosa que había llamado su atención. Su manera de redactar y las palabras elegidas, también lograron cautivarlo, así que ansioso por conocer un poco más de aquella mujer, le había escrito con el pretexto de explicarle que el destinatario de su carta no vivía en esa casa. Y así había empezado todo. En cuestión de meses se habían vuelto buenos amigos. En sus cartas, él le hablaba de su trabajo y de la familia, mientras que ella compartía con él sus ilusiones, su deseo de encontrar algún día un buen hombre que pudiera amarla.
¿Sería ella una buena candidata para convertirse en su esposa? Tristan no tardó en planteárselo a su amigo. Pero ni siquiera la conoces, mi amigo. Podrá leerse como una muy buena persona en sus cartas pero, ¿qué tal si no es bonita?, había dicho William, a lo que Tristan respondió acertadamente que, para casarse, una mujer no tenía que ser bonita, sólo gentil, noble y joven para tener hijos. No pedía más. Eso le bastaba. Y, de algún modo, algo le decía que Elizabeth Pemberton no era ninguna belleza andante, pero eso estaba bien para él. Se sentía conforme sabiendo que era una buena muchacha y que tenía tantos deseos de casarse, como él de conseguir una esposa. Así que, finalmente, en una de sus cartas, Tristan le hizo la propuesta e increíblemente ella aceptó. Acordaron encontrarse el veintiocho de septiembre, a las tres en punto de la tarde, en la estación ferroviaria. Como ninguno de los dos sabía cómo lucía el otro, decidieron que cada uno llevaría un pañuelo de seda color rojo anudado en un lugar estratégico, pero a la vista de cualquiera.
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El gran día llegó. Tristan se sentía verdaderamente nervioso, pero procuró llegar mucho antes de la hora acordada. Se había puesto uno de sus mejores trajes y un sombrero de copa le cubría la cabeza. También se había afeitado y usaba su colonia con aroma a almizcle y maderas. En definitiva, tenía una buena apariencia. De no ser por la enorme cicatriz que le afeaba el rostro, se habría sentido en verdad confiado. Tenía que admitir que por su mente había cruzado la idea de cubrirla con algo, quizá utilizando algún tipo de maquillaje especial, pero no deseaba engañarla. Quería que la mujer que iba a convertirse en su esposa lo conociera tal y como era, con todo y sus defectos, y si a pesar de ello demostraba seguir interesada en el matrimonio, entonces significaría que ella era la mujer indicada.
Cerca de las tres de la tarde, no dejaba de observar a cuanta mujer se presentara en la estación, pero no había rastro del pañuelo rojo. Eso empezó a preocuparlo. ¿Y si lo había olvidado o simplemente lo había perdido? ¿Cómo iba a reconocerla? Desde luego que ella lo identificaría a él, pero le ponía verdaderamente ansioso pensar en no tener la misma posibilidad. Si analizaba la situación desde otro ángulo, ella fácilmente podía verlo a lo lejos y, si no le agradaba, irse sin más. Pensar en eso lo puso en verdad ansioso. Cerró los ojos un momento e intentó tranquilizarse. Estaba pensando demasiado, tenía que relajarse o las cosas saldrían mal. Cuando los abrió, mágicamente apareció ella. No podía verle el rostro porque yacía de espaldas, pero llevaba el pañuelo rojo atado en la muñeca. Sí, tenía que ser ella. Tragó saliva y decidió acercarse para comprobarlo. Mientras caminaba, pudo contemplar la hermosa y sedosa cabellera negra y la cintura estrecha de la mujer. Tenía que admitir que si bien no era bonita, como estaba convencido de que sería, al menos le gustaba cómo lucía de espaldas; tenía un lindo cabello y una bonita figura.
Antes de hablar, se aclaró la garganta.
—¿Señorita Pemberton? —preguntó desde atrás, para lograr captar su atención. La mujer se giró casi inmediatamente y Tristan palideció al verla—. ¿Es usted Elizabeth Pemberton? —cuestionó una vez más, tan solo para corroborar que no se trataba de una confusión. Pero no había margen de error. Era ella. Tenía que ser ella.
—Dios mío —pronunció realmente asombrado, casi sin aliento, sintiéndose incapaz de ocultar su sorpresa—. Es usted completamente diferente a como la imaginé —confesó sin detenerse a pensar en lo impropio que resultaría mencionar aquello.
Era en verdad hermosa; sin exagerar, bellísima, como un ángel. Tristan se sintió completamente desarmado y tan poquita cosa ante su presencia. ¿Cómo iba a lidiar con una mujer con tanto encanto como ella? Era demasiado. Demasiado.
—Discúlpeme —dijo al percatarse de que había sido tal su ensimismamiento, que había olvidado presentarse—. Soy Tristan Rêveur. Ahora que finalmente me conoce, espero no decepcionarla demasiado —ella no respondió, al menos no de inmediato. O quizá fue que Tristan, demasiado ansioso, no le dio la oportunidad de hacerlo—. Lo he hecho ¿verdad? —en su voz se reflejó la desilusión—. Yo pretendí hablarle muchas veces de… esto —dijo refiriéndose evidentemente a su cicatriz, sin necesidad de señalarla—, pero nunca me atreví a hacerlo por miedo a que usted perdiera el interés en mí. Ahora me doy cuenta de que fue un grave error de mi parte. Debí hacerlo y evitarnos este incómodo momento. Sin embargo, ahora estoy frente a usted y conoce lo peor de mí. Si la decepción ha alterado sus intenciones de casarse conmigo, yo sabré entenderlo.
El hombre, completamente seguro de que sería rechazado por una mujer tan bella como ella, instintivamente desvió la mirada y bajó la vista. Fue sólo un momento, pero con ese simple e insignificante gesto dejó entrever su inseguridad, la presa fácil que era, lo sencillo que iba a ser manejarlo a su antojo.
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CODE BY NIGEL QUARTERMANE
Tristan Rêveur- Licántropo Clase Alta
- Mensajes : 133
Fecha de inscripción : 19/01/2011
DATOS DEL PERSONAJE
Poderes/Habilidades:
Datos de interés:
Re: Beauty and the Beast | Privado
“Al negro sol del silencio las palabras se doraban.”
Alejandra Pizarnik
Alejandra Pizarnik
Esa capacidad cuasi sobrenatural con la que había nacido, era su mayor castigo y su mayor bendición. No, no eran sus habilidades como hechicera, sino su memoria prodigiosa; una memoria superior a la del común de los mortales, que le permitía recordar en detalle lo que había ocurrido cualquier día de su vida, desde que tuvo consciencia de sí. Aromas, figuras, temperaturas, todo quedaba grabado en su memoria como si se tratase un calco. De pequeña, solía confundirse en el tiempo y en el espacio, como si viviese todas las horas de su vida, en el presente. A medida que fue madurando, aprendió a convivir con ello; no podía imaginar un solo minuto sin recordar. Cada tanto, evocaba el momento del nacimiento de su pequeña Emily, lo único bueno que le había pasado, el único motor de su existencia. El dolor dulce del parto, el sonido armónico de su llanto y los enormes ojos que la habían observado tras un velo nuboso. Ella juraría que le había sonreído fugazmente, aunque era casi imposible. El aroma de su sangre le había parecido lo más bello, y la suavidad de su piel simulaba el pétalo de una rosa. Bathsheba había sido feliz, a pesar de que esa hija era fruto del horror; la aceptaba, pero no con la resignación con la que había vivido los abusos, sino con la esperanza de, algún día, poder darle algo mejor.
Era en su Emily en quien pensaba cada vez que su esposo le planteaba su situación. Le habría gustado negarse, harta de vivir como una nómada. “¿Por qué me miras con esa cara, pedazo de mierda?” le susurró su marido cuando le explicó el nuevo escenario. Inmediatamente, había pegado el mentón al pecho, y acatado las órdenes. La nueva presa era el más difícil de todos los objetivos; no quería volverlo loco de pasión, quería enamorarlo, quería arrebatarle el corazón. Su esposo jamás se había esmerado tanto, y leía una y otra vez las cartas del caballero que había elegido, y se las hacía memorizar a Bathsheba que, lentamente, iba aprendiendo la historia de Elizabeth Pemberton, para fundirse en una con esa nueva mujer que debía crear. Una muchacha que soñaba con casarse, oriunda de Inglaterra, de una familia encumbrada, que viajaba a París para cuidar de su abuela enferma y que estaba obligada a conseguir un marido. A la hechicera le agradaba ese rol de dama dulce, soñadora y comprensiva, un poco cansada del papel de seductora. Su esposo había desenfundado una fortuna en vestidos acorde a la posición que debía encarnar. Íntimamente, Bathsheba estaba entusiasmada con llenar su maleta de aquellos géneros preciosos.
Había conocido a Tristan Rêveur a través de las letras que no sabía descifrar, y que adquirían forma en sus oídos cuando Joseph las pronunciaba. Era un viudo solitario y triste, que había perdido a su Elizabeth tiempo atrás. Cuando el francés había dado a conocer el nombre de su finada esposa, el marido de la bruja había saltado de la emoción y felicitado a su mujer por el nombre elegido. Bathsheba siempre había querido llamarse Elizabeth. Detestaba su nombre de bautismo; el cura que la había arruinado le contaba, luego de poseerla, que la había nombrado así porque, en cuanto la conoció, sabía que le sería infiel a Dios con su cuerpo. El relato de David y Betsabé, bíblicamente, se había convertido en el ejemplo por antonomasia del adulterio, y ese era su estigma. Estaba destinada a ser la concubina de un demonio, al que había tentado con su inocente cuerpo de diez años, y del cual arrastraría por siempre su herencia. Su vientre se había negado a volver a albergar un hijo, a pesar de los reiterados abusos de su marido, que la maldecía por no engendrar. En una ocasión, se había atrevido a decirle que era él quien estaba seco, y no había podido levantarse por una semana, luego de los golpes que sin piedad le había propinado; incluso, le había roto un brazo –el cual debió entablillar como pudo- y marcado todo el cuerpo con un cigarro.
El plan estaba en marcha. Cuando llegase el tren de las 3, y la estación estuviese atestada de gente, se mezclaría entre la multitud. Enfundada en un atuendo que mezclaba colores pastel, un sombrero a tono, y una maleta llena de sus nuevos vestidos, un maquillaje sutil y perfume de lavandas, hizo tal como le habían indicado. Joseph había espiado a Tristan, conocía su apariencia, pero muerto de la risa se había negado a describírselo, así que la sorpresa sería mutua. Bathsheba no se consideraba una beldad, a pesar de lo mucho que se lo repetían, y hacer gala de una gran seguridad era lo peor de toda la pantomima, aunque Elizabeth Pemberton no era la clase de mujer que necesitaba hacer uso de esas armas, sino de la ternura. Para cazar a Rêveur, debía conquistarle el alma. De nada servirían los artilugios de prostituta que había aprendido, debía ser una dama digna de un hombre como él, aún joven y viril. Y cuando lo tuvo frente a frente, entendió por qué. La gran cicatriz que le surcaba el rostro, afeaba unos rasgos que, se notaba, otrora habían sido hermosos. Era alto, bastante más alto que ella –unos treinta centímetros-, y debió alzar el rostro para mirarlo a los ojos. Su mirada triste captó su atención aún más que el rastro de la herida, y entendió por qué su marido le había explicado que era la clase de hombre que necesitaba amor. Pero lo que más hizo ruido en ella, era su condición de sobrenatural, podía notarlo en su aura. ¿Él se percataría de la suya?
La catarata de frases que salían de la boca de su víctima le impedía articular sonido, y cuando él desvió su mirada, supo que ya era suyo. Lo había cautivado, y ese era el paso más difícil. Se sentía disminuido ante su presencia, no era necesario ablandarlo para poder penetrar en su vida. Simplemente, Elizabeth Pemberton había entrado a través del papel y se materializaba como una sirena, que lo atraería con su canto mortal. Recordó la leyenda que escuchó de niña, escondida tras unos pinos; una maestra le enseñaba a los niños mitología griega, específicamente, les contó sobre Medusa, un monstruo ctónico femenino, que convertía en piedra a aquellos que la miraban a los ojos. Le gustó imaginarse como esa guardiana del inframundo, pudo pensar en sus larguísimos bucles azabaches como serpientes, y dulcificó el gesto. El espectáculo estaba por comenzar.
—Tristan —habló, y acentuó la palabra, como si nombrarlo fuese especial. —Ofende esto que hemos construido, creyendo que lo importante en usted es su apariencia —se acercó a él; le agradó cómo olía. A sabiendas de que era una actitud indecorosa, alzó su mano, depositó su índice en la barbilla del caballero y lo obligó a mirarla. — ¿Realmente cree que, luego de que nuestras almas se hicieran una a través del papel y la tinta, a mí puede parecerme relevante el pésimo concepto que tiene de usted mismo? —había fruncido levemente el ceño. —Me convertiría en su esposa así fuese un mendigo, un anciano decrépito, porque nunca, escúcheme bien, nunca —levantó el pulgar y le sostuvo el mentón— he conocido a alguien que fuese capaz de comprenderme como lo ha hecho usted —recordó las confesiones de soledad que había en las epístolas, de lo mal que se sentía de tener veinticuatro años y no haber encontrado marido aún. También le había contado cómo se pensaba en ella, y que ya era tildada de solterona por los miembros de su clase.
—Soy Elizabeth Pemberton —lo soltó con un movimiento elegante, y entrelazó sus dedos, dejando sus manos a la altura de la boca del estómago. —Soy la mujer con la cual se confiesa hace un año, soy la mujer que le ha confiado sus temores desde hace más de doce meses, que le ha abierto su corazón como si fuéramos viejos amigos —el dramatismo la había obligado a impostar la voz. —Si cree que soy tan frívola y superficial —esas palabras se las había enseñado Joseph y le gusta cómo sonaban— no tengo nada que hacer aquí. No crea que me molestará, pero no admito que me juzgue de esa manera. Iré a la residencia de mi abuela, cuidaré de ella, y usted se convertirá en un bonito recuerdo —en ésta ocasión fue ella la que desvió su mirada, cortando el intenso intercambio, con un gesto de amargura que bien podía ser cierto.
Bathsheba podía sentir el peso de los ojos verdes de Joseph en su espalda. Él le había dicho que estaría cerca, disfrazado de polizonte, y que la vigilaría. “No cometas ninguna locura” la había amenazado, pues notaba que su esposa dudaba de aquel plan. No era culta, ni siquiera sabía leer, mucho menos escribir, y la lanzaba a los leones, convertida en una ninfa amante de la poesía y de los dulces. La hechicera sabía que, todo aquello, algún día, terminaría mal, y sólo podía pensar en salvar a Emily.
Era en su Emily en quien pensaba cada vez que su esposo le planteaba su situación. Le habría gustado negarse, harta de vivir como una nómada. “¿Por qué me miras con esa cara, pedazo de mierda?” le susurró su marido cuando le explicó el nuevo escenario. Inmediatamente, había pegado el mentón al pecho, y acatado las órdenes. La nueva presa era el más difícil de todos los objetivos; no quería volverlo loco de pasión, quería enamorarlo, quería arrebatarle el corazón. Su esposo jamás se había esmerado tanto, y leía una y otra vez las cartas del caballero que había elegido, y se las hacía memorizar a Bathsheba que, lentamente, iba aprendiendo la historia de Elizabeth Pemberton, para fundirse en una con esa nueva mujer que debía crear. Una muchacha que soñaba con casarse, oriunda de Inglaterra, de una familia encumbrada, que viajaba a París para cuidar de su abuela enferma y que estaba obligada a conseguir un marido. A la hechicera le agradaba ese rol de dama dulce, soñadora y comprensiva, un poco cansada del papel de seductora. Su esposo había desenfundado una fortuna en vestidos acorde a la posición que debía encarnar. Íntimamente, Bathsheba estaba entusiasmada con llenar su maleta de aquellos géneros preciosos.
Había conocido a Tristan Rêveur a través de las letras que no sabía descifrar, y que adquirían forma en sus oídos cuando Joseph las pronunciaba. Era un viudo solitario y triste, que había perdido a su Elizabeth tiempo atrás. Cuando el francés había dado a conocer el nombre de su finada esposa, el marido de la bruja había saltado de la emoción y felicitado a su mujer por el nombre elegido. Bathsheba siempre había querido llamarse Elizabeth. Detestaba su nombre de bautismo; el cura que la había arruinado le contaba, luego de poseerla, que la había nombrado así porque, en cuanto la conoció, sabía que le sería infiel a Dios con su cuerpo. El relato de David y Betsabé, bíblicamente, se había convertido en el ejemplo por antonomasia del adulterio, y ese era su estigma. Estaba destinada a ser la concubina de un demonio, al que había tentado con su inocente cuerpo de diez años, y del cual arrastraría por siempre su herencia. Su vientre se había negado a volver a albergar un hijo, a pesar de los reiterados abusos de su marido, que la maldecía por no engendrar. En una ocasión, se había atrevido a decirle que era él quien estaba seco, y no había podido levantarse por una semana, luego de los golpes que sin piedad le había propinado; incluso, le había roto un brazo –el cual debió entablillar como pudo- y marcado todo el cuerpo con un cigarro.
El plan estaba en marcha. Cuando llegase el tren de las 3, y la estación estuviese atestada de gente, se mezclaría entre la multitud. Enfundada en un atuendo que mezclaba colores pastel, un sombrero a tono, y una maleta llena de sus nuevos vestidos, un maquillaje sutil y perfume de lavandas, hizo tal como le habían indicado. Joseph había espiado a Tristan, conocía su apariencia, pero muerto de la risa se había negado a describírselo, así que la sorpresa sería mutua. Bathsheba no se consideraba una beldad, a pesar de lo mucho que se lo repetían, y hacer gala de una gran seguridad era lo peor de toda la pantomima, aunque Elizabeth Pemberton no era la clase de mujer que necesitaba hacer uso de esas armas, sino de la ternura. Para cazar a Rêveur, debía conquistarle el alma. De nada servirían los artilugios de prostituta que había aprendido, debía ser una dama digna de un hombre como él, aún joven y viril. Y cuando lo tuvo frente a frente, entendió por qué. La gran cicatriz que le surcaba el rostro, afeaba unos rasgos que, se notaba, otrora habían sido hermosos. Era alto, bastante más alto que ella –unos treinta centímetros-, y debió alzar el rostro para mirarlo a los ojos. Su mirada triste captó su atención aún más que el rastro de la herida, y entendió por qué su marido le había explicado que era la clase de hombre que necesitaba amor. Pero lo que más hizo ruido en ella, era su condición de sobrenatural, podía notarlo en su aura. ¿Él se percataría de la suya?
La catarata de frases que salían de la boca de su víctima le impedía articular sonido, y cuando él desvió su mirada, supo que ya era suyo. Lo había cautivado, y ese era el paso más difícil. Se sentía disminuido ante su presencia, no era necesario ablandarlo para poder penetrar en su vida. Simplemente, Elizabeth Pemberton había entrado a través del papel y se materializaba como una sirena, que lo atraería con su canto mortal. Recordó la leyenda que escuchó de niña, escondida tras unos pinos; una maestra le enseñaba a los niños mitología griega, específicamente, les contó sobre Medusa, un monstruo ctónico femenino, que convertía en piedra a aquellos que la miraban a los ojos. Le gustó imaginarse como esa guardiana del inframundo, pudo pensar en sus larguísimos bucles azabaches como serpientes, y dulcificó el gesto. El espectáculo estaba por comenzar.
—Tristan —habló, y acentuó la palabra, como si nombrarlo fuese especial. —Ofende esto que hemos construido, creyendo que lo importante en usted es su apariencia —se acercó a él; le agradó cómo olía. A sabiendas de que era una actitud indecorosa, alzó su mano, depositó su índice en la barbilla del caballero y lo obligó a mirarla. — ¿Realmente cree que, luego de que nuestras almas se hicieran una a través del papel y la tinta, a mí puede parecerme relevante el pésimo concepto que tiene de usted mismo? —había fruncido levemente el ceño. —Me convertiría en su esposa así fuese un mendigo, un anciano decrépito, porque nunca, escúcheme bien, nunca —levantó el pulgar y le sostuvo el mentón— he conocido a alguien que fuese capaz de comprenderme como lo ha hecho usted —recordó las confesiones de soledad que había en las epístolas, de lo mal que se sentía de tener veinticuatro años y no haber encontrado marido aún. También le había contado cómo se pensaba en ella, y que ya era tildada de solterona por los miembros de su clase.
—Soy Elizabeth Pemberton —lo soltó con un movimiento elegante, y entrelazó sus dedos, dejando sus manos a la altura de la boca del estómago. —Soy la mujer con la cual se confiesa hace un año, soy la mujer que le ha confiado sus temores desde hace más de doce meses, que le ha abierto su corazón como si fuéramos viejos amigos —el dramatismo la había obligado a impostar la voz. —Si cree que soy tan frívola y superficial —esas palabras se las había enseñado Joseph y le gusta cómo sonaban— no tengo nada que hacer aquí. No crea que me molestará, pero no admito que me juzgue de esa manera. Iré a la residencia de mi abuela, cuidaré de ella, y usted se convertirá en un bonito recuerdo —en ésta ocasión fue ella la que desvió su mirada, cortando el intenso intercambio, con un gesto de amargura que bien podía ser cierto.
Bathsheba podía sentir el peso de los ojos verdes de Joseph en su espalda. Él le había dicho que estaría cerca, disfrazado de polizonte, y que la vigilaría. “No cometas ninguna locura” la había amenazado, pues notaba que su esposa dudaba de aquel plan. No era culta, ni siquiera sabía leer, mucho menos escribir, y la lanzaba a los leones, convertida en una ninfa amante de la poesía y de los dulces. La hechicera sabía que, todo aquello, algún día, terminaría mal, y sólo podía pensar en salvar a Emily.
Bathsheba- Hechicero Clase Baja
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Re: Beauty and the Beast | Privado
—No. Espere, Elizabeth —contradijo abruptamente, alzando la voz, como si estuviera desesperado. Tal vez era demasiado pronto para sentir algo así, pero sí, lo estaba. Temía perderla y que sus palabras se cumplieran. Bonito o no, no quería convertirse en un recuerdo. Quería ser su presente, su futuro, su realidad, y que ella a su vez se transformara en los suyos—. No quiero que se vaya. Por favor, quédese —consciente de que no debía parecer demasiado ansioso –aunque lo estuviera-, se obligó a serenarse y moduló el tono de su voz, hasta que éste volvió a la normalidad.
Dio un paso al frente de manera inconsciente y un suspiro se le escapó, sabiendo de antemano que lo estaba a punto de decir, requería de mucho valor. Lo ideal hubiera sido que antes de acudir a aquella cita, Tristan ensayara para mostrarse como un hombre seguro de sí mismo ante la mujer que pretendía desposar, pero tal cosa no tenía razón de ser. Mentir nunca era el camino adecuado, sobre todo con algo que resultaba tan obvio a simple vista. Y de todos modos, de haber conseguido engañarla, no podía actuar para siempre, pretender ser alguien que en realidad no era durante toda la vida, por lo que tarde o temprano la verdad habría salido a la luz de manera irremediable. Lo mejor era que lo supiera desde el inicio, que conociera sus motivos y que con su comprensión lo ayudara a superarlo, a no verlo como un obstáculo entre los dos. Si ella era una mujer inteligente –y lo era-, lo entendería porque, después de todo, ¿quién era capaz enorgullecerse de sí mismo con semejante marca en la cara? ¿Quién querría casarse con un hombre que toda la vida atraería la mirada de las personas y no precisamente por su atractivo, sino por esa cicatriz? Al final, no era solamente una cuestión de superficialidad, sino de buen juicio.
—Mi intención no ha sido juzgarla u ofenderla en ningún momento, no debí hablarle como lo hice. Le ruego que me disculpe —mostró un semblante arrepentido y durante la breve silencio que se perpetuó, intercambiaron miradas. Él agradeció internamente que ella no se hubiera marchado aún, que le estuviera dando la oportunidad—. Y ya que está siendo honesta conmigo, debo serlo también con usted, y creo que es el momento adecuado. La razón por la cual me he sorprendido al conocerla, es porque… no esperé que usted fuera tan bonita —admitió al fin. Su confesión era al mismo tiempo un excelente cumplido, uno que habría inflado el ego de cualquier mujer de semejante belleza. Ella, en cambio, bajó la mirada, como si le avergonzara que las personas, en especial los hombres, la encontraran tan atractiva. Eso le gustó. Había esperado que su esposa tuviera el don de la modestia. Su deseo se había cumplido—. Tiene razón, tengo un pésimo concepto de mí mismo y… bueno, la verdad es que no aspiraba a demasiado, por mi condición. Creí que nadie querría compartir una vida al lado de… alguien como yo. Estaba inseguro. Aún lo estoy. Pero agradezco mucho sus palabras, que me vea del modo en que lo hace. Usted no imagina cómo tranquiliza a mi alma.
Le miró y sus labios se tensaron, mostrándole la que sería la primera de sus sonrisas. En esta ocasión, se trató de una tímida, cargada de agradecimiento, pero estaba seguro que a su lado, con el tiempo, vendrían otras, cargadas de toda clase de emociones: alegría, afecto, complicidad, y si con el tiempo llegaba a enamorarse de ella –lo cual, ahora que la conocía, no parecía demasiado complicado-, quizá hasta devoción.
—¿Cree que podríamos comenzar de nuevo? —no esperó la respuesta, se acercó y con dulzura le cogió las manos. Eran tan suaves, tan blancas, tan delicadas a comparación de las suyas. Le pareció que no había nada malo con que tocara a la que dentro de poco se convertiría en su mujer, si es que ella no había cambiado ya de opinión—. Dígame que sí —casi le rogó—. Confíe en mí cuando le digo que en estos momentos no hay nada que desee más que cumplir con nuestros planes. Todo está listo. Elizabeth, quiero que sea mi esposa. Ahora más que nunca estoy convencido de que usted es la indicada.
Dio un paso al frente de manera inconsciente y un suspiro se le escapó, sabiendo de antemano que lo estaba a punto de decir, requería de mucho valor. Lo ideal hubiera sido que antes de acudir a aquella cita, Tristan ensayara para mostrarse como un hombre seguro de sí mismo ante la mujer que pretendía desposar, pero tal cosa no tenía razón de ser. Mentir nunca era el camino adecuado, sobre todo con algo que resultaba tan obvio a simple vista. Y de todos modos, de haber conseguido engañarla, no podía actuar para siempre, pretender ser alguien que en realidad no era durante toda la vida, por lo que tarde o temprano la verdad habría salido a la luz de manera irremediable. Lo mejor era que lo supiera desde el inicio, que conociera sus motivos y que con su comprensión lo ayudara a superarlo, a no verlo como un obstáculo entre los dos. Si ella era una mujer inteligente –y lo era-, lo entendería porque, después de todo, ¿quién era capaz enorgullecerse de sí mismo con semejante marca en la cara? ¿Quién querría casarse con un hombre que toda la vida atraería la mirada de las personas y no precisamente por su atractivo, sino por esa cicatriz? Al final, no era solamente una cuestión de superficialidad, sino de buen juicio.
—Mi intención no ha sido juzgarla u ofenderla en ningún momento, no debí hablarle como lo hice. Le ruego que me disculpe —mostró un semblante arrepentido y durante la breve silencio que se perpetuó, intercambiaron miradas. Él agradeció internamente que ella no se hubiera marchado aún, que le estuviera dando la oportunidad—. Y ya que está siendo honesta conmigo, debo serlo también con usted, y creo que es el momento adecuado. La razón por la cual me he sorprendido al conocerla, es porque… no esperé que usted fuera tan bonita —admitió al fin. Su confesión era al mismo tiempo un excelente cumplido, uno que habría inflado el ego de cualquier mujer de semejante belleza. Ella, en cambio, bajó la mirada, como si le avergonzara que las personas, en especial los hombres, la encontraran tan atractiva. Eso le gustó. Había esperado que su esposa tuviera el don de la modestia. Su deseo se había cumplido—. Tiene razón, tengo un pésimo concepto de mí mismo y… bueno, la verdad es que no aspiraba a demasiado, por mi condición. Creí que nadie querría compartir una vida al lado de… alguien como yo. Estaba inseguro. Aún lo estoy. Pero agradezco mucho sus palabras, que me vea del modo en que lo hace. Usted no imagina cómo tranquiliza a mi alma.
Le miró y sus labios se tensaron, mostrándole la que sería la primera de sus sonrisas. En esta ocasión, se trató de una tímida, cargada de agradecimiento, pero estaba seguro que a su lado, con el tiempo, vendrían otras, cargadas de toda clase de emociones: alegría, afecto, complicidad, y si con el tiempo llegaba a enamorarse de ella –lo cual, ahora que la conocía, no parecía demasiado complicado-, quizá hasta devoción.
—¿Cree que podríamos comenzar de nuevo? —no esperó la respuesta, se acercó y con dulzura le cogió las manos. Eran tan suaves, tan blancas, tan delicadas a comparación de las suyas. Le pareció que no había nada malo con que tocara a la que dentro de poco se convertiría en su mujer, si es que ella no había cambiado ya de opinión—. Dígame que sí —casi le rogó—. Confíe en mí cuando le digo que en estos momentos no hay nada que desee más que cumplir con nuestros planes. Todo está listo. Elizabeth, quiero que sea mi esposa. Ahora más que nunca estoy convencido de que usted es la indicada.
Tristan Rêveur- Licántropo Clase Alta
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Re: Beauty and the Beast | Privado
Pobre iluso… Realmente, pobre iluso. Bathsheba estaba segura que su marido estaba revolcándose de la dicha, escuchando lo que el idiota que embaucarían estaba diciendo. No podía desviar su atención de Tristan, sin embargo, podía sentir tan cerca la presencia de su esposo, que le era inevitable el escalofrío que le recorría desde la nuca hasta la parte baja de la espalda, erizándole el vello. Él era sumamente poderoso, desde los dones que le habían sido brindados por la naturaleza, hasta su personalidad, en extremo dominante e indoblegable. Ella, de cierta forma, lo admiraba. Le habría gustado tener la entereza de ese hombre y su fuerza para sobreponerse a los horrores por los que ambos habían pasado. Ella había quedado envuelta en el pasado, pero se excusaba en esa memoria maldita que poseía. Odiaba recordarlo todo, cada detalle, cada aroma, cada sensación, absolutamente todo. Era su condena y, claramente, su vida no había tomado un rumbo en el que se expiaran los pecados o se purgaran las penas. Bathsheba era culpable de muchas cosas, de la muerte de hombres que se habían encariñado con ella y se habían ilusionado con su matrimonio, y era culpable porque, durante sus largas ausencias, no podía proteger a Emily.
Actuó como debía hacerlo con un hombre como Rêveur; con timidez y modestia en el momento justo, y con entereza para escucharlo e instarlo a sincerarse. Era tan frágil… Bathsheba pensó en lo fácil que sería romperlo, en lo mucho que lo destrozaría llegado el momento. ¿Cómo se sentía ante eso? No podría descifrarlo, porque estaba segura que su corazón había sido reemplazado por una roca, que sólo se ablandaba por su hija. Ella era su único motor y el único motivo por el que hacía lo que hacía. No estaba arrepentida, aunque tampoco encontraba placer en la estafa; especialmente, porque ella no percibía los beneficios. Era su esposo el que se quedaba con todo, el que gozaba de los placeres que el dinero le daba, aunque debía agradecerle por compartir una parte con Emily, que tenía vestidos bonitos y que estaba comenzando a instruirse. Su esposo sabía cómo mantenerla a su lado, y eso era dándole migajas a su hija. Hija que había sido engendrada en el pecado y era fruto de los abusos que la irlandesa había padecido desde su temprana inocencia.
—Por supuesto que podemos empezar de nuevo —dijo, finalmente, endulzando la voz. —No me pregunte por qué, y esto puede parecerle apresurado, pero confío en usted más que en mí misma —aseguro, apretándole las manos con suavidad. —En todos estos meses descubrí en usted al hombre maravilloso que me confirma su mirada que es —lo acarició con los pulgares. —Soy buena leyendo a las personas, y en sus ojos puedo ver su noble corazón y todo el dolor por el que ha pasado y por el que pasa —sonó acongojada, al borde del llanto. —Ni su cicatriz ni sus inseguridades harán que me aleje de usted, Tristan, ¿le quedó claro? Quiero vivir a su lado, que caminemos a la par hasta que seamos don ancianitos —y sonrió con una inocencia aniñada, encogiéndose levemente de hombros. —Cambie el concepto que tiene de usted mismo, deje de lado sus malos pensamientos… Permítame ayudarlo con eso —le rogó. Lo tomó de las muñecas, lo obligó a dar vuelta las manos y a mostrarle las palmas. Recorrió con los índices las líneas. —Ésta es la línea de la vida, es larga y próspera, para que la viva junto a mí.
— ¿No le parece bello el contraste entre sus manos y las mías? —le preguntó, obligándolo a alzar una de ellas y apoyando la propia. Los dedos de Tristan eran mucho más largos que los de Bathsheba, y ella imaginó con qué facilidad podría destrozarla si la descubría. Tuvo un presentimiento, fugaz pero hondo, de que todo aquello podría salir mal. De pronto, se sintió insegura e incapaz de continuar con la farsa, pero su marido no le perdonaría abandonar en ese momento. Decidió seguir, y en un impulso poco decoroso, se abrazó a su cintura, sin importar las miradas que les podrían dirigir. —Abráceme, Tristan… —suplicó, apoyando la mejilla en su pecho. —Por un instante, pensé que no me aceptaría, que lo decepcionaría, que no me querría como su esposa, y temí… Temí porque moriría de dolor si eso ocurriese —una lágrima tan falsa como sus palabras, le margó la piel del rostro.
Actuó como debía hacerlo con un hombre como Rêveur; con timidez y modestia en el momento justo, y con entereza para escucharlo e instarlo a sincerarse. Era tan frágil… Bathsheba pensó en lo fácil que sería romperlo, en lo mucho que lo destrozaría llegado el momento. ¿Cómo se sentía ante eso? No podría descifrarlo, porque estaba segura que su corazón había sido reemplazado por una roca, que sólo se ablandaba por su hija. Ella era su único motor y el único motivo por el que hacía lo que hacía. No estaba arrepentida, aunque tampoco encontraba placer en la estafa; especialmente, porque ella no percibía los beneficios. Era su esposo el que se quedaba con todo, el que gozaba de los placeres que el dinero le daba, aunque debía agradecerle por compartir una parte con Emily, que tenía vestidos bonitos y que estaba comenzando a instruirse. Su esposo sabía cómo mantenerla a su lado, y eso era dándole migajas a su hija. Hija que había sido engendrada en el pecado y era fruto de los abusos que la irlandesa había padecido desde su temprana inocencia.
—Por supuesto que podemos empezar de nuevo —dijo, finalmente, endulzando la voz. —No me pregunte por qué, y esto puede parecerle apresurado, pero confío en usted más que en mí misma —aseguro, apretándole las manos con suavidad. —En todos estos meses descubrí en usted al hombre maravilloso que me confirma su mirada que es —lo acarició con los pulgares. —Soy buena leyendo a las personas, y en sus ojos puedo ver su noble corazón y todo el dolor por el que ha pasado y por el que pasa —sonó acongojada, al borde del llanto. —Ni su cicatriz ni sus inseguridades harán que me aleje de usted, Tristan, ¿le quedó claro? Quiero vivir a su lado, que caminemos a la par hasta que seamos don ancianitos —y sonrió con una inocencia aniñada, encogiéndose levemente de hombros. —Cambie el concepto que tiene de usted mismo, deje de lado sus malos pensamientos… Permítame ayudarlo con eso —le rogó. Lo tomó de las muñecas, lo obligó a dar vuelta las manos y a mostrarle las palmas. Recorrió con los índices las líneas. —Ésta es la línea de la vida, es larga y próspera, para que la viva junto a mí.
— ¿No le parece bello el contraste entre sus manos y las mías? —le preguntó, obligándolo a alzar una de ellas y apoyando la propia. Los dedos de Tristan eran mucho más largos que los de Bathsheba, y ella imaginó con qué facilidad podría destrozarla si la descubría. Tuvo un presentimiento, fugaz pero hondo, de que todo aquello podría salir mal. De pronto, se sintió insegura e incapaz de continuar con la farsa, pero su marido no le perdonaría abandonar en ese momento. Decidió seguir, y en un impulso poco decoroso, se abrazó a su cintura, sin importar las miradas que les podrían dirigir. —Abráceme, Tristan… —suplicó, apoyando la mejilla en su pecho. —Por un instante, pensé que no me aceptaría, que lo decepcionaría, que no me querría como su esposa, y temí… Temí porque moriría de dolor si eso ocurriese —una lágrima tan falsa como sus palabras, le margó la piel del rostro.
Bathsheba- Hechicero Clase Baja
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Re: Beauty and the Beast | Privado
Cambiar el pésimo concepto de sí mismo, dejar a un lado sus malos, sus horribles pensamientos. ¡Sí, por Dios, sí! Eso, justamente, era lo que necesitaba. Elizabeth tenía razón. Lo haría, por ella, por ambos; lo lograría sin importar lo que le costara porque entendía que de eso dependía su felicidad. Demasiado tiempo había pasado ya hundido en esa amargura, revolcándose en la miseria. ¡Todo el mundo se lo había dicho! William y Kelsey en especial. Sin embargo, era esa mujer que apenas conocía, quien finalmente le abría los ojos. ¿Cuán difícil de creer resultaba aquello? En su desesperación, Tristan incluso había intentando suicidarse. Sin embargo, allí estaba, en esa estación ferroviaria, frente a ella, deseando transformarse y con más ganas de vivir que un niño. Era como despertar de un largo letargo. De pronto experimentó la ferviente necesidad de convertirse en un hombre nuevo, en uno mejor, en uno merecedor de una mujer como ella. No sabía si lo lograría, pero de algo sí tenía la certeza: viviría el resto de sus días intentándolo.
—Eso nunca. Sus inseguridades no tienen razón de ser, Elizabeth. ¿Cómo podría no aceptarla? —se aproximó, lentamente.
Ni en un millón de años, Tristan se hubiera atrevido a acercarse tanto a una mujer. Antes del accidente, quizá, porque no tenía nada de qué avergonzarse, pero desde que le habían marcado la cara, su autoestima había bajado tanto al grado de que apenas y lograba sostenerles la mirada a las personas. No obstante, Elizabeth lo incitaba a hacer las cosas más inesperadas. La abrazó. La mantuvo muy cerca de sí. Aspiró su olor. Era único. Y cuando sintió que las rodillas se le doblaban, rompió el abrazo y se separó un poco, sólo lo suficiente. Entonces, pudo verla. Oh, vaya que era bella. Ella lo observó a través de sus largas y tupidas pestañas negras, y él miró fijamente sus labios, cuando le pareció distinguir en ellos una sonrisa. Nunca hubiera hecho eso. Se perdió, en esa boca demasiado sensual que no fue consciente de cuánto deseaba besar hasta ese momento y una oleada de impaciencia lo invadió. No podía esperar a que fuera su esposa, esa era la verdad, una que esperaba no hacer demasiado evidente.
—Hay algo que quiero decirle —comentó de repente. Parecía un poco nervioso—. Me tomé la libertad de preparar todo para que nos casemos el día de mañana. Sería en una iglesia, luego firmaríamos los documentos correspondientes. Un cura, un juez, usted y yo. Eso sería todo. Fue mi decisión prescindir completamente de invitados o cualquier celebración. ¿Usted está de acuerdo con eso? —Pero a su pregunta le siguió un silencio que le preocupó. Enseguida añadió—: Porque si algo no le agrada o le parece muy apresurado, podríamos esperar, el tiempo que necesite. Lo que sea con tal de que usted se sienta a gusto. Mi intención no es apabullarla o hacer que se sienta presionada.
Se dio cuenta de que nunca había estado en una situación similar. Nunca había deseado tanto complacer a una persona, como deseaba hacerlo con ella. Quizá se debía a que sentía que cualquier fallo podría significar perderla. ¿Y por qué le preocupaba tanto que eso ocurriese, si era casi una extraña? Le atraía, y mucho, pero ¿eso era todo? Quizá, por más descabellado que resultara, empezaba a enamorarse de ella.
—Eso nunca. Sus inseguridades no tienen razón de ser, Elizabeth. ¿Cómo podría no aceptarla? —se aproximó, lentamente.
Ni en un millón de años, Tristan se hubiera atrevido a acercarse tanto a una mujer. Antes del accidente, quizá, porque no tenía nada de qué avergonzarse, pero desde que le habían marcado la cara, su autoestima había bajado tanto al grado de que apenas y lograba sostenerles la mirada a las personas. No obstante, Elizabeth lo incitaba a hacer las cosas más inesperadas. La abrazó. La mantuvo muy cerca de sí. Aspiró su olor. Era único. Y cuando sintió que las rodillas se le doblaban, rompió el abrazo y se separó un poco, sólo lo suficiente. Entonces, pudo verla. Oh, vaya que era bella. Ella lo observó a través de sus largas y tupidas pestañas negras, y él miró fijamente sus labios, cuando le pareció distinguir en ellos una sonrisa. Nunca hubiera hecho eso. Se perdió, en esa boca demasiado sensual que no fue consciente de cuánto deseaba besar hasta ese momento y una oleada de impaciencia lo invadió. No podía esperar a que fuera su esposa, esa era la verdad, una que esperaba no hacer demasiado evidente.
—Hay algo que quiero decirle —comentó de repente. Parecía un poco nervioso—. Me tomé la libertad de preparar todo para que nos casemos el día de mañana. Sería en una iglesia, luego firmaríamos los documentos correspondientes. Un cura, un juez, usted y yo. Eso sería todo. Fue mi decisión prescindir completamente de invitados o cualquier celebración. ¿Usted está de acuerdo con eso? —Pero a su pregunta le siguió un silencio que le preocupó. Enseguida añadió—: Porque si algo no le agrada o le parece muy apresurado, podríamos esperar, el tiempo que necesite. Lo que sea con tal de que usted se sienta a gusto. Mi intención no es apabullarla o hacer que se sienta presionada.
Se dio cuenta de que nunca había estado en una situación similar. Nunca había deseado tanto complacer a una persona, como deseaba hacerlo con ella. Quizá se debía a que sentía que cualquier fallo podría significar perderla. ¿Y por qué le preocupaba tanto que eso ocurriese, si era casi una extraña? Le atraía, y mucho, pero ¿eso era todo? Quizá, por más descabellado que resultara, empezaba a enamorarse de ella.
Tristan Rêveur- Licántropo Clase Alta
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Re: Beauty and the Beast | Privado
Qué fácil había resultado. Mucho más de lo que habría esperado. Su esposo se lo había dicho, y a ella le había costado creer que un hombre fuese tan estúpido como Tristan Rêveur. Podía palpar la soledad que lo arrojaba a sus brazos, sentía el dolor de aquel caballero, el aura que develaba su licantropía, ese lado salvaje con el cual no había contado. Evitaban a los sobrenaturales, por la fortaleza de sus cuerpos y por sus almas duras; pero Rêveur…ah…él resultaba una excepción a cualquier regla. Inseguro, endeble, solitario, era la pieza perfecta para aquel ajedrez. Lo tenía en sus manos como a un cristal. Bathsheba sabía que era cuestión de apretarlo levemente para destruirlo, y sí que lo haría. Acabaría con él en todos los aspectos que puede acabarse con un ser. Vería el gesto de incredulidad y de decepción, justo antes de quitarle el último aliento. Ese amor con el que la miraba, sería reemplazado rápidamente por el odio y, finalmente, por la muerte. Sería un momento apoteótico, otro más de tantos que habían vivido y de los cuales nunca se cansaban, o al menos su marido. Todo era por Emily, para darle una vida mejor…
No dejaba de ser sorpresiva la propuesta de matrimonio tan temprana. Podía sentir a su esposo regodeándose, a pocos pasos de ambos. Estaba escuchando cada detalle de aquella conversación, como siempre lo hacía. No dejaba nada librado al azar, no confiaba en ella: y hacía bien. Bathsheba ya había sido capaz de romper en una oportunidad con el yugo que la mantenía prisionera del horror, y si se presentaba una nueva oportunidad, volvería a hacerlo sin dudarlo ni un instante. Por eso Emily era la pieza fundamental, era la rehén y lo que la mantenía al lado de quien la instigaba a cometer atrocidades de las que nunca se creyó capaz. Él no tenía nada que perder, pero la hechicera sí. Su hija lo era todo, y mientras la mantuviesen alejada de ella, sería débil y fácil de manipular.
—Admito que no deja de ser una sorpresa para mí su rápida propuesta —simuló un gesto de confusión, que cambió rápidamente por una amplia sonrisa. Una tierna y encantadora. —Pero nada en ésta vida deseo más que ser su mujer, mi querido Tristan —nuevamente, lo tomó de ambas manos y las llevó a la altura de su pecho. Le acarició los nudillos. —No necesito grandes ceremonias, no necesito testigos de nuestro amor. Con nosotros es más que suficiente —soltó una de sus manos y con el dorso de la propia, le acarició el costado sano del rostro. Imaginó que para él resultaría violento si tocaba su cicatriz.
—Nunca imaginé poder sentir ésta felicidad —aseguró. Y sus ojos claros se llenaron de lágrimas tan falsas como su propio nombre. —Ansío, profundamente, que sea mañana —hizo un paso hacia atrás, y lo contempló. Era el hombre más guapo, a pesar del corte que le surcaba la piel, de todos los que había tenido que atrapar en sus redes. Su cuerpo era macizo, era joven, era alto; sus maridos anteriores eran caballeros de edad, que buscaban casi desesperados la compañía de una muchacha. Bathsheba supo, desde ese instante, que todo podía salir mal. —Lamento que nuestra unión no pueda ser bendecida por Dios, Tristan —él ya se había casado por Iglesia una vez. —Debo ser honesta con usted —comentó seriamente. —Puedo ver que usted…que usted no es un simple hombre —esperaba que él entendiera a lo que se refería—, y puedo verlo porque yo tampoco soy una simple mujer —necesitó, por primera vez en su vida, ser sincera con alguien.
No dejaba de ser sorpresiva la propuesta de matrimonio tan temprana. Podía sentir a su esposo regodeándose, a pocos pasos de ambos. Estaba escuchando cada detalle de aquella conversación, como siempre lo hacía. No dejaba nada librado al azar, no confiaba en ella: y hacía bien. Bathsheba ya había sido capaz de romper en una oportunidad con el yugo que la mantenía prisionera del horror, y si se presentaba una nueva oportunidad, volvería a hacerlo sin dudarlo ni un instante. Por eso Emily era la pieza fundamental, era la rehén y lo que la mantenía al lado de quien la instigaba a cometer atrocidades de las que nunca se creyó capaz. Él no tenía nada que perder, pero la hechicera sí. Su hija lo era todo, y mientras la mantuviesen alejada de ella, sería débil y fácil de manipular.
—Admito que no deja de ser una sorpresa para mí su rápida propuesta —simuló un gesto de confusión, que cambió rápidamente por una amplia sonrisa. Una tierna y encantadora. —Pero nada en ésta vida deseo más que ser su mujer, mi querido Tristan —nuevamente, lo tomó de ambas manos y las llevó a la altura de su pecho. Le acarició los nudillos. —No necesito grandes ceremonias, no necesito testigos de nuestro amor. Con nosotros es más que suficiente —soltó una de sus manos y con el dorso de la propia, le acarició el costado sano del rostro. Imaginó que para él resultaría violento si tocaba su cicatriz.
—Nunca imaginé poder sentir ésta felicidad —aseguró. Y sus ojos claros se llenaron de lágrimas tan falsas como su propio nombre. —Ansío, profundamente, que sea mañana —hizo un paso hacia atrás, y lo contempló. Era el hombre más guapo, a pesar del corte que le surcaba la piel, de todos los que había tenido que atrapar en sus redes. Su cuerpo era macizo, era joven, era alto; sus maridos anteriores eran caballeros de edad, que buscaban casi desesperados la compañía de una muchacha. Bathsheba supo, desde ese instante, que todo podía salir mal. —Lamento que nuestra unión no pueda ser bendecida por Dios, Tristan —él ya se había casado por Iglesia una vez. —Debo ser honesta con usted —comentó seriamente. —Puedo ver que usted…que usted no es un simple hombre —esperaba que él entendiera a lo que se refería—, y puedo verlo porque yo tampoco soy una simple mujer —necesitó, por primera vez en su vida, ser sincera con alguien.
Bathsheba- Hechicero Clase Baja
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Re: Beauty and the Beast | Privado
Felicidad. Cuán extraño era volver a escuchar esa palabra. Se trataba de un sentimiento que no había sentido en mucho tiempo y que, honestamente, no pensó volver a experimentar. Por consiguiente, tampoco creyó que fuera posible incitarla en otra persona. Y es que ¿qué esperanzas podía tener un hombre con la cara marcada de por vida? Tan brutal acontecimiento, no solo lo llevó a sufrir una profunda depresión, también hizo de él un hombre desagradable. Su personalidad se vio seriamente afectada y víctima de su amargura, se atrevió a insultar de todas las maneras posibles a cuanta persona se acercó a él. Perdió a los pocos amigos que le quedaban y el gran número de admiradores de Heisenberg, El Ilusionista, en su mayoría mujeres que antes del accidente no solo se sentían atraídas por el talento del artista, sino también por su atractivo físico, se vio seriamente reducido cuando su belleza mermó y su carácter afable fue reemplazado por el resentimiento.
Pero Elizabeth era diferente. No solo era hermosa, veía más allá, con los ojos del alma. Le había robado el corazón. Por eso, cuando la escuchó hablar de aquel modo, asegurando ser feliz con la sola idea de convertirse en su esposa, Tristan sintió que una dicha inmensa lo invadía. Relajó los hombros y sonrió, aunque la agradable sensación le duró poco.
—¿Qué? —murmuró, casi sin poder hablar—. Usted… ¿Usted sabe?
La pregunta estaba de más. Las palabras de Elizabeth fueron tan inesperadas que al inicio no logró entender nada pero, apenas unos segundos después, luego de mirarla fijamente a los ojos, comprendió. Ella sabía. Por supuesto que sabía. Su rostro pasó de la confusión al bochorno. Fue un giro brusco el que dio su conversación y Tristan no sabía si estaba realmente preparado para hablar con ella de eso. En algún momento pensaba decírselo, desde luego, y seguramente lo mejor hubiera sido confesárselo por decisión propia, antes y no ahora que ella lo había descubierto y se veía forzado a responder. Afortunada o desafortunadamente, nada de eso era necesario ya. Ya no debía angustiarse pensando cómo decírselo, cómo confesarle que era un hombre lobo y que cada luna llena no sería su marido, sino una bestia que la abandonaría por la noche para atormentar con su presencia a otras personas.
Tristan se mantuvo callado, sin saber bien qué decir, y entonces reparó un momento en las palabras de Elizabeth. Yo tampoco soy una simple mujer, había dicho. ¿Qué significaba eso? ¿Acaso quería decir que ella también pertenecía a ese mundo? Se concentró y fue capaz de percibirlo con claridad. ¿Cómo pudo no notarlo antes? Llevaba poco tiempo con las transformaciones, casi no salía de su casa y cuando llegaba a hacerlo evitaba a toda cosa mezclarse con los demás. Era inexperto y no había tenido oportunidad de explotar sus habilidades, eso lo explicaba todo. Que ella fuera una mujer con poderes especiales, también explicaba por qué no lo veía con cara de horror.
—Entiendo —se limitó a decir, recomponiéndose del impacto rápidamente—. Entonces supongo que debemos conformarnos con casarnos por el civil. Para mí es suficiente, si también a usted le complace. No llevo una relación demasiado estrecha con Dios y me temo que tampoco soy uno de sus favoritos. Tener o no su bendición no hará la diferencia para mí.
Cuando su madre se enterase pondría el grito en el cielo. Era una mujer muy católica, a menudo inflexible, en especial con los temas relacionados con la iglesia. Para ella el matrimonio era un sacramento inquebrantable y la unión legítima era la que realizaba un sacerdote, lo demás era sólo complementario. Si las cosas no se hacían de ese modo lo consideraba moralmente incorrecto, concubinato absoluto, un simple juego de lujuria y pasión.
Pero Elizabeth era diferente. No solo era hermosa, veía más allá, con los ojos del alma. Le había robado el corazón. Por eso, cuando la escuchó hablar de aquel modo, asegurando ser feliz con la sola idea de convertirse en su esposa, Tristan sintió que una dicha inmensa lo invadía. Relajó los hombros y sonrió, aunque la agradable sensación le duró poco.
—¿Qué? —murmuró, casi sin poder hablar—. Usted… ¿Usted sabe?
La pregunta estaba de más. Las palabras de Elizabeth fueron tan inesperadas que al inicio no logró entender nada pero, apenas unos segundos después, luego de mirarla fijamente a los ojos, comprendió. Ella sabía. Por supuesto que sabía. Su rostro pasó de la confusión al bochorno. Fue un giro brusco el que dio su conversación y Tristan no sabía si estaba realmente preparado para hablar con ella de eso. En algún momento pensaba decírselo, desde luego, y seguramente lo mejor hubiera sido confesárselo por decisión propia, antes y no ahora que ella lo había descubierto y se veía forzado a responder. Afortunada o desafortunadamente, nada de eso era necesario ya. Ya no debía angustiarse pensando cómo decírselo, cómo confesarle que era un hombre lobo y que cada luna llena no sería su marido, sino una bestia que la abandonaría por la noche para atormentar con su presencia a otras personas.
Tristan se mantuvo callado, sin saber bien qué decir, y entonces reparó un momento en las palabras de Elizabeth. Yo tampoco soy una simple mujer, había dicho. ¿Qué significaba eso? ¿Acaso quería decir que ella también pertenecía a ese mundo? Se concentró y fue capaz de percibirlo con claridad. ¿Cómo pudo no notarlo antes? Llevaba poco tiempo con las transformaciones, casi no salía de su casa y cuando llegaba a hacerlo evitaba a toda cosa mezclarse con los demás. Era inexperto y no había tenido oportunidad de explotar sus habilidades, eso lo explicaba todo. Que ella fuera una mujer con poderes especiales, también explicaba por qué no lo veía con cara de horror.
—Entiendo —se limitó a decir, recomponiéndose del impacto rápidamente—. Entonces supongo que debemos conformarnos con casarnos por el civil. Para mí es suficiente, si también a usted le complace. No llevo una relación demasiado estrecha con Dios y me temo que tampoco soy uno de sus favoritos. Tener o no su bendición no hará la diferencia para mí.
Cuando su madre se enterase pondría el grito en el cielo. Era una mujer muy católica, a menudo inflexible, en especial con los temas relacionados con la iglesia. Para ella el matrimonio era un sacramento inquebrantable y la unión legítima era la que realizaba un sacerdote, lo demás era sólo complementario. Si las cosas no se hacían de ese modo lo consideraba moralmente incorrecto, concubinato absoluto, un simple juego de lujuria y pasión.
Tristan Rêveur- Licántropo Clase Alta
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Re: Beauty and the Beast | Privado
Le sonrió con ternura. Disimulada, pero ternura en fin. Elizabeth debía ser una mujer amable y dulce, comprensiva, sensible y pícara. Ladeó levemente la cabeza, acompañando el gesto, y estiró su mano para tomar una de las de Tristan. Áspera, grande y pulcra. Le sería muy fácil acabar con ella… Y la idea la estremeció. No podía quitarse del cuerpo la sensación de que aquello no acabaría bien; no estaba tan confiada como en las ocasiones anteriores. Se estaban arriesgando demasiado, pero parecía ser la única de la dupla capaz de verlo. Sin embargo, no tenía ni voz ni voto, y emitir su recelo ante ello, sólo significaría despertar la ira de su marido, y era lo último que quería. Sólo le preocupaba el futuro de Emily, y era por ella que debía correr todos los riesgos. ¿Qué estaría haciendo la pequeña en esos momentos? ¿Jugando con las muñecas que le habían regalado o estaría leyendo? Bathsheba se había ocupado de que su hija tuviera las capacidades intelectuales que a ella le habían negado, quería que Emily fuera libre y dueña de su propio destino.
—Oh, Tristan… —dibujó una mueca divertida— ¿No cree que podríamos burlarnos de la Iglesia e, igualmente casarnos? Siempre he querido vestir de blanco en mi boda. Para mí sería muy importante que Dios bendiga nuestra unión. Sé que Él nos ama y acepta, a pesar de lo que somos —le hablaba con delicadeza, su voz casi salía en un susurro. Las palabras emigraban de sus labios con cadencia, buscando el perfecto acento inglés que debía tener. No podía negar la dificultad que significaba, pero había pasado mucho tiempo practicando y había aprendido a hablar como una verdadera dama londinense. Había estudiado con minuciosidad cada detalle para armar aquella treta, la farsa no podía tener fisuras. No insultaría la inteligencia de Rêveur improvisando, pues había notado en las cartas que su esposo le leía, que era un hombre culto, que no le costaría demasiado percatarse de un engaño.
— ¿Por qué no nos sentamos? —en un acto de atrevimiento, se adelantó y se paró a su lado, para luego tomarlo del brazo. Sintió la fortaleza de sus músculos bajo la tela de su abrigo, y nuevamente, la posibilidad de que la matara, se cruzó ante sus ojos. Debía enfocarse y mantener la concentración, pero no lograba despojarse de los densos nubarrones de desasosiego que amenazaban con poseerla. —Podemos conversar más cómodos, y luego iré a casa de mi abuela. Ella está esperándome. Debo darle la feliz noticia —apoyó la cabeza en el hombro de su próxima víctima y se permitió fantasear con que era, realmente, una mujer amada.
No había visto en ninguno de sus anteriores objetivos, la mirada que había percibido en el licántropo. Había cierta ingenuidad y devoción, que le provocaron un cosquilleo, como si realmente quisiera ser Elizabeth Pemberton, como si realmente le gustara que la adoraran de aquella manera. Había descubierto a un hombre sincero, que tomaba una distancia abismal de los candidatos que le habían precedido. Era, realmente, el prometido que cualquier mujer deseaba. No necesitaba compartir demasiado con él para darse cuenta que él estaba entregándole su corazón, sin medias tintas. Sintió una gran responsabilidad. Iba a destrozarlo por completo. Había logrado ver la desesperación en los otros rostros, pero intuía que con Tristan sería diferente, que le trituraría el alma a base de traición, que lo último que vería en sus ojos sería odio. Ni siquiera decepción: odio en su estado más puro.
—Oh, Tristan… —dibujó una mueca divertida— ¿No cree que podríamos burlarnos de la Iglesia e, igualmente casarnos? Siempre he querido vestir de blanco en mi boda. Para mí sería muy importante que Dios bendiga nuestra unión. Sé que Él nos ama y acepta, a pesar de lo que somos —le hablaba con delicadeza, su voz casi salía en un susurro. Las palabras emigraban de sus labios con cadencia, buscando el perfecto acento inglés que debía tener. No podía negar la dificultad que significaba, pero había pasado mucho tiempo practicando y había aprendido a hablar como una verdadera dama londinense. Había estudiado con minuciosidad cada detalle para armar aquella treta, la farsa no podía tener fisuras. No insultaría la inteligencia de Rêveur improvisando, pues había notado en las cartas que su esposo le leía, que era un hombre culto, que no le costaría demasiado percatarse de un engaño.
— ¿Por qué no nos sentamos? —en un acto de atrevimiento, se adelantó y se paró a su lado, para luego tomarlo del brazo. Sintió la fortaleza de sus músculos bajo la tela de su abrigo, y nuevamente, la posibilidad de que la matara, se cruzó ante sus ojos. Debía enfocarse y mantener la concentración, pero no lograba despojarse de los densos nubarrones de desasosiego que amenazaban con poseerla. —Podemos conversar más cómodos, y luego iré a casa de mi abuela. Ella está esperándome. Debo darle la feliz noticia —apoyó la cabeza en el hombro de su próxima víctima y se permitió fantasear con que era, realmente, una mujer amada.
No había visto en ninguno de sus anteriores objetivos, la mirada que había percibido en el licántropo. Había cierta ingenuidad y devoción, que le provocaron un cosquilleo, como si realmente quisiera ser Elizabeth Pemberton, como si realmente le gustara que la adoraran de aquella manera. Había descubierto a un hombre sincero, que tomaba una distancia abismal de los candidatos que le habían precedido. Era, realmente, el prometido que cualquier mujer deseaba. No necesitaba compartir demasiado con él para darse cuenta que él estaba entregándole su corazón, sin medias tintas. Sintió una gran responsabilidad. Iba a destrozarlo por completo. Había logrado ver la desesperación en los otros rostros, pero intuía que con Tristan sería diferente, que le trituraría el alma a base de traición, que lo último que vería en sus ojos sería odio. Ni siquiera decepción: odio en su estado más puro.
Bathsheba- Hechicero Clase Baja
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Re: Beauty and the Beast | Privado
Tristan alzó la mirada. No dijo nada, sólo mostró una nueva, sutil y fugaz sonrisa. Eso fue lo que la encantadora Elizabeth Pemberton obtuvo como respuesta a su audaz e inesperada sugerencia. ¿Engañar a la Iglesia? Desde luego que era posible, mas Rêveur admitía que la idea no le hacía demasiada ilusión; no era lo que deseaba para ellos dos. Si en algún momento decidían llegar al altar, quería que fuera siendo honestos con Dios y consigo mismos. Iniciar una unión tan importante como el matrimonio a base de mentiras, no podía significar nada bueno, excepto un mal preludio, casi como condenar su futuro a un inevitable fracaso. Le sorprendió que ella se animara a proponer algo como eso, era de extrañarse tratándose de una joven que en sus cartas había mostrado decoro e integridad absoluta. Ésa podía ser la primera señal de que algo no iba bien, el motivo de una alerta, pero Tristan decidió rechazar la idea por completo al instante. Recordó la promesa que se había hecho: esforzarse para no ser tan receloso, aprender a confiar un poco más en las personas. El escepticismo hacia ciertas cosas difícilmente desaparecería de su vida, pero no quería desconfiar de Elizabeth. Decidió aferrarse al sentimiento repentino, pero positivo, que empezaba a nacer en su interior. El corazón no podía equivocarse. Ahora que finalmente se habían conocido y ella le había mirado y hablado de aquel modo, tan comprensiva y afectuosa, estaba seguro de que era la misma mujer de las misivas que le había resultado tan cautivadora, por lo que perder el tiempo armando falsas conjeturas le pareció francamente ridículo.
Avanzaron juntos, tomados del brazo, como si ya fueran una pareja de verdad. ¿Pensarían lo mismo las personas que aguardaban en la estación al verlos pasar? Un sentimiento extraño, pero agradable, casi reconfortante, lo invadió. En otro momento habría estado mucho más preocupado por su apariencia, como era su costumbre, pero por primera vez no le importó demasiado. Irónicamente, la compañía de un ser tan hermoso como Elizabeth, alguien que no solo era perfecta en el interior, sino que también parecía carecer de defectos físicos, le infundía confianza. Se detuvieron frente a una banca situada a la orilla de la estación, donde había un reloj muy grande que oportunamente indicaba la hora de su llegada o partida a los viajantes.
—Me gustaría conocerla. A su abuela —dijo mientras tomaban asiento—. Sé que ahora no se encuentra muy bien de salud y no busco importunarla, pero quizá después, cuando ella se sienta mejor y llegue el momento adecuado.
Ese día llegaría. En algún momento, las familias tendrían que fusionarse en una sola. Elizabeth también se vería obligada a conocer a su suegra, y aunque Tristan amaba a su madre, por el carácter de ésta, le ponía un poco ansioso imaginar esa reunión. Pauline era buena, pero definitivamente no era una mujer fácil; temía que hiciera pasar un mal rato a su futura esposa. Precisamente por eso Tristan había decidido que su casamiento se llevara a cabo en la más absoluta intimidad, sin invitados y a la brevedad posible.
—Debo admitir que aún me cuesta un poco asimilar todo lo que nos está pasando —reflexionó en voz alta—. Para ser honesto, no creí que usted aceptara mi propuesta de matrimonio. Ésta debió parecerle repentina, seguramente apresurada, pero en verdad me alegra que haya dicho que sí. Me ha hecho muy dichoso viniendo a París para convertirse en mi esposa y quiero que sepa que haré todo lo que esté en mis manos para hacer su vida confortable y dichosa. A mi lado no le faltará nada, Elizabeth. Es una promesa.
La naturaleza de esa promesa y el porqué fue hecha así, tan inesperadamente, era un misterio, pero era verdad y quizá por eso salió de su boca con tanta facilidad. No sintió miedo de no poder cumplirla o de arrepentirse después, pues quería darle todo: sus cuidados, su vida, incluso su fortuna. Era una auténtica declaración de amor. Aunque se tratara de una locura, amaba a esa mujer, y estaba seguro de que lo haría el resto de sus días.
Avanzaron juntos, tomados del brazo, como si ya fueran una pareja de verdad. ¿Pensarían lo mismo las personas que aguardaban en la estación al verlos pasar? Un sentimiento extraño, pero agradable, casi reconfortante, lo invadió. En otro momento habría estado mucho más preocupado por su apariencia, como era su costumbre, pero por primera vez no le importó demasiado. Irónicamente, la compañía de un ser tan hermoso como Elizabeth, alguien que no solo era perfecta en el interior, sino que también parecía carecer de defectos físicos, le infundía confianza. Se detuvieron frente a una banca situada a la orilla de la estación, donde había un reloj muy grande que oportunamente indicaba la hora de su llegada o partida a los viajantes.
—Me gustaría conocerla. A su abuela —dijo mientras tomaban asiento—. Sé que ahora no se encuentra muy bien de salud y no busco importunarla, pero quizá después, cuando ella se sienta mejor y llegue el momento adecuado.
Ese día llegaría. En algún momento, las familias tendrían que fusionarse en una sola. Elizabeth también se vería obligada a conocer a su suegra, y aunque Tristan amaba a su madre, por el carácter de ésta, le ponía un poco ansioso imaginar esa reunión. Pauline era buena, pero definitivamente no era una mujer fácil; temía que hiciera pasar un mal rato a su futura esposa. Precisamente por eso Tristan había decidido que su casamiento se llevara a cabo en la más absoluta intimidad, sin invitados y a la brevedad posible.
—Debo admitir que aún me cuesta un poco asimilar todo lo que nos está pasando —reflexionó en voz alta—. Para ser honesto, no creí que usted aceptara mi propuesta de matrimonio. Ésta debió parecerle repentina, seguramente apresurada, pero en verdad me alegra que haya dicho que sí. Me ha hecho muy dichoso viniendo a París para convertirse en mi esposa y quiero que sepa que haré todo lo que esté en mis manos para hacer su vida confortable y dichosa. A mi lado no le faltará nada, Elizabeth. Es una promesa.
La naturaleza de esa promesa y el porqué fue hecha así, tan inesperadamente, era un misterio, pero era verdad y quizá por eso salió de su boca con tanta facilidad. No sintió miedo de no poder cumplirla o de arrepentirse después, pues quería darle todo: sus cuidados, su vida, incluso su fortuna. Era una auténtica declaración de amor. Aunque se tratara de una locura, amaba a esa mujer, y estaba seguro de que lo haría el resto de sus días.
Tristan Rêveur- Licántropo Clase Alta
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Re: Beauty and the Beast | Privado
Cuando era pequeña, Bathsheba solía contemplar a los otros niños jugando en el jardín trasero del orfanato que la había acogido cuando era sólo una bebé. Anhelaba poder reír como ellos, corretear entre los árboles, pero le fue prohibido. Fue marcada como una bestia que portaba el pecado en la sangre. Para ella no había sido creada la salvación, pues estaba condenada por haber tentado a un hombre de fe. Aquella idea se había arraigado tanto en su ser, que se había creído merecedora de todos los padecimientos. Era la manzana podrida del cajón, la que incitaba a un buen servidor a faltar a sus votos, a no cumplir con su Dios. Lo había arruinado, y no contenta con ello, había huido para arruinar a otros. Había manipulado y utilizado artilugios de mujerzuela para hacerse con la fortuna de unos pobres inocentes, que sólo la habían venerado como a una figura divina. Ella misma había optado por una posición contemplativa sobre su persona, y solía mirarse como en su infancia lo hacía con sus compañeros. Se espiaba, y, contrario a lo que ocurría en el pasado, no le gustaba lo que veía.
Pero no tenía otras opciones. Como, seguramente, no las había tenido cuando era una niña y la habían utilizado para saciar los más bajos deseos de un ser demasiado vil para ser real. Había necesitado de una víctima potencial a la que salvar, para animarse a cruzar el Rubicón. ¿Por qué pensaba en todo eso, mientras caminaba del brazo de Rêveur? Quizá, porque a pesar de que él se encontraba encantado con su belleza, como todos los que la habían deseado, primero se había obnubilado de la supuesta personalidad que poseía. Eso lo hacía distinto, y sincero. Y lo único sincero que había tenido en toda su vida, era Emily. Ahora tenía algo más que agregar a su lista: la mirada de Tristan Rêveur clavada en la suya. La sorprendía la desvergüenza con la que ella se la sostenía. No se creía capaz de tanto, pero su marido había hecho el suficiente esfuerzo para convertirla en ese monstruo.
—Mi abuela se encontrará feliz de conocerlo, de ver que su nieta predilecta queda al cuidado de un hombre como usted —esperaba que su esposo encontrase pronto la solución para la supuesta y moribunda abuela. Era él el poseedor de la mente maestra, él era el inteligente, el que tenía aceitado el mecanismo para hacerse con la fortuna del primer acaudalado que encontraran desprevenida. Alisó una arruga imaginaria de su falda al sentarse. Estaban lo suficientemente cerca para ser una pareja, pero no lo decorosamente lejos para alejar las miradas. Alguna que otra anciana los hubiera reprobado.
—Lo único que necesito es a usted, Tristan. Su presencia hace que mi vida sea afortunada y dichosa. No puedo pedir nada más —le sonrió con frescura, casi con honestidad. A veces, solía preguntarse cuándo llegaría el momento de pagar por todos los males cometidos, cómo sería castigada por desafiar todas las normas de la moral y de la ética. Ella se creía capaz de soportarlo todo, así que se encargaba de rogar que no fuera su hija la que tuviera que cargar con sus males. Lo tomó de unas de sus manos y la acarició con los pulgares. —Mi promesa es que haré todo lo que esté a mi alcance para ser la mejor esposa y la mejor mujer. Rezo para estar a la altura de las circunstancias, y que jamás se arrepienta de haberme elegido —ejerció un poco de presión con los dedos, reafirmando sus palabras. Alzó el rostro y fingió escandalizarse con la hora, y se puso de pie repentinamente, rompiendo el contacto. — ¡Mire la hora que se ha hecho! Mi abuela debe estar esperándome ansiosa, no quisiera preocuparla —se acomodó un mechón que caía sobre el rostro. —Mañana es nuestro día, querido.
Pero no tenía otras opciones. Como, seguramente, no las había tenido cuando era una niña y la habían utilizado para saciar los más bajos deseos de un ser demasiado vil para ser real. Había necesitado de una víctima potencial a la que salvar, para animarse a cruzar el Rubicón. ¿Por qué pensaba en todo eso, mientras caminaba del brazo de Rêveur? Quizá, porque a pesar de que él se encontraba encantado con su belleza, como todos los que la habían deseado, primero se había obnubilado de la supuesta personalidad que poseía. Eso lo hacía distinto, y sincero. Y lo único sincero que había tenido en toda su vida, era Emily. Ahora tenía algo más que agregar a su lista: la mirada de Tristan Rêveur clavada en la suya. La sorprendía la desvergüenza con la que ella se la sostenía. No se creía capaz de tanto, pero su marido había hecho el suficiente esfuerzo para convertirla en ese monstruo.
—Mi abuela se encontrará feliz de conocerlo, de ver que su nieta predilecta queda al cuidado de un hombre como usted —esperaba que su esposo encontrase pronto la solución para la supuesta y moribunda abuela. Era él el poseedor de la mente maestra, él era el inteligente, el que tenía aceitado el mecanismo para hacerse con la fortuna del primer acaudalado que encontraran desprevenida. Alisó una arruga imaginaria de su falda al sentarse. Estaban lo suficientemente cerca para ser una pareja, pero no lo decorosamente lejos para alejar las miradas. Alguna que otra anciana los hubiera reprobado.
—Lo único que necesito es a usted, Tristan. Su presencia hace que mi vida sea afortunada y dichosa. No puedo pedir nada más —le sonrió con frescura, casi con honestidad. A veces, solía preguntarse cuándo llegaría el momento de pagar por todos los males cometidos, cómo sería castigada por desafiar todas las normas de la moral y de la ética. Ella se creía capaz de soportarlo todo, así que se encargaba de rogar que no fuera su hija la que tuviera que cargar con sus males. Lo tomó de unas de sus manos y la acarició con los pulgares. —Mi promesa es que haré todo lo que esté a mi alcance para ser la mejor esposa y la mejor mujer. Rezo para estar a la altura de las circunstancias, y que jamás se arrepienta de haberme elegido —ejerció un poco de presión con los dedos, reafirmando sus palabras. Alzó el rostro y fingió escandalizarse con la hora, y se puso de pie repentinamente, rompiendo el contacto. — ¡Mire la hora que se ha hecho! Mi abuela debe estar esperándome ansiosa, no quisiera preocuparla —se acomodó un mechón que caía sobre el rostro. —Mañana es nuestro día, querido.
Bathsheba- Hechicero Clase Baja
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Re: Beauty and the Beast | Privado
Tristan estaba embelesado, abstraído en sus propios pensamientos. En algún rincón oscuro de sí mismo tenía bien presente la realidad, no pasaba por alto lo abismalmente diferentes que eran Elizabeth y él, las dificultades a las que tendrían que enfrentarse por ese motivo, pero de algún modo, supo que ella era perfecta para él. Se había enamorado en el instante en que le había visto, no había otra explicación. Era un amor fulminante, demente y sobrecogedor, digno de hacerlo sentir atemorizado, porque justo en ese instante, era como caminar por el borde de un precipicio. Pero, Tristan, que luego de su “accidente” no volvió a experimentar dicha tan grande como la de saberse aceptado y deseado, no cabía de la alegría e ignoraba el peligro. Ni siquiera sus inseguridades, esas que sin duda continuaban acechándolo desde las sombras, lograrían enturbiar ese momento.
Elizabeth le tomó la mano y deslizó sus dedos con suavidad sobre su piel, trazando cada línea de la palma, rozando los nudillos. Era una caricia sencilla y casta pero, Tristan, que se había quedado silencioso e inmóvil en su sitio, con la mano quieta entre las ajenas, lo percibió como algo más. Fue muy placentero. El hombre tembló ante el delicado roce de su prometida, sintiendo que la ya de por sí elevada temperatura de su cuerpo se incrementaba aún más. El latido de su corazón también se alteró. Entreabrió la boca ligeramente y tuvo que luchar para no hacer demasiado notorio el suspiro que intentó reprimir en un inicio, pero que terminó por escapársele sin poder evitarlo.
Dios mío, exclamó para sus adentros, y fue como una revelación. Era desconcertante darse cuenta del poder que su tentadora novia ejercía sobre él, cómo lograba afectarlo con ese sutil, mínimo contacto que, sin ser un acto de seducción real, resultaba tan persuasivo en su persona. Deseaba como nunca olvidarse del recato y acercarse para besar aquella boca hermosa, allí mismo, en un lugar público, frente a todos los que alcanzaran a ver. Era una locura, el no era así. No solía experimentar esa clase de deseos y se desconocía por completo. Sin embargo, allí estaba, con esa necesidad repentina, maravillosa y turbadora por igual.
Gracias a Dios ella habló justo a tiempo para impedir una imprudencia de su parte. Y, aunque fue una decepción que su téte-a-téte se terminase tan rápidamente (porque luego de conocerla, estaba seguro que jamás tendría suficiente de ella), supo que era lo mejor. Había prometido no abrumarla y brindarle libertad y espacio. Respiró profundamente y, aunque su corazón aún latía con fuerza, logró recomponerse rápidamente del impacto que significaba su cercanía. Imitándola, se puso de pie.
—Por supuesto —convino, un poco avergonzado. ¡Qué tonto y egoísta había sido! Con la emoción del momento casi había olvidado que si Elizabeth estaba en París, no era solamente para convertirse en su esposa. Tenía a una abuela (y además enferma), a la que no había visto en mucho tiempo y que la esperaba en casa. Pese al bochorno, consiguió sonreír con cordialidad—. Mi chofer nos llevará —le anunció enseguida. Y, cuando notó en ella la intención de negarse, se adelantó y añadió—: Por favor, Elizabeth. Mañana a esta hora seremos marido y mujer. Es lo mínimo que puedo hacer por usted.
Esta vez fue él quien buscó la mano de la joven para guiarla hasta el carruaje. La ayudó a subir, mientras Samuel, el chófer, se encargaba del equipaje de la señorita. Sólo un baúl mediano y uno pequeño. ¿No era demasiado poco para una mujer cuya residencia cambiaría oficialmente y de manera definitiva al día siguiente? Samuel se encogió de hombros pero continuó con su labor; aunque era extraño, pensó que tal vez acostumbraba a viajar ligera y él no era nadie para juzgar sus decisiones.
Una vez adentro y acomodados sobre los asientos (uno frente al otro), el carruaje se puso en marcha, y Tristan y Elizabeth se miraron de nuevo. Se quedaron así, observándose, durante un largo rato. La cortina de la ventanilla estaba corrida pero, Rêveur, que con cada segundo transcurrido lograba fascinarse más, no tenía ningún interés en prestar atención al exterior. Todo lo que le interesaba lo tenía allí, justo enfrente. Sólo cuando ella bajó la mirada y cortó el contacto visual, supo que estaba avergonzándola y se obligó a mirar hacia otro lado.
—Ha sido un placer —le dijo cuando llegaron a su destino. Ya habían bajado del coche y permanecían frente a la casa de la abuela; grande, pero simple—. Me encantaría entrar y presentarme formalmente con su abuela, hablarle de mis buenas intenciones, pero como ya he dicho antes, no quiero incomodarla. Será mejor así. Por favor, envíele mis saludos y dígale que deseo se recupere pronto.
Un silencio los envolvió y se miraron fijamente.
—Bueno, entonces… —vaciló— supongo que me voy —no pudo evitar tragar saliva al acercarse un poco. Su deseo volvió a encenderse apenas la tocó. Quería besar su boca, pero sus labios se dirigieron lentamente -y a regañadientes- al dorso de su mano, donde depositó un beso cálido y respetuoso—. La veré mañana, Elizabeth.
Tristan, tan caballero como siempre. ¿Algún día se animaría a seguir cada uno de sus impulsos y se volvería un poco más desinhibido? Quizá. El primer paso, y su vez el más difícil, estaba dado.
Elizabeth le tomó la mano y deslizó sus dedos con suavidad sobre su piel, trazando cada línea de la palma, rozando los nudillos. Era una caricia sencilla y casta pero, Tristan, que se había quedado silencioso e inmóvil en su sitio, con la mano quieta entre las ajenas, lo percibió como algo más. Fue muy placentero. El hombre tembló ante el delicado roce de su prometida, sintiendo que la ya de por sí elevada temperatura de su cuerpo se incrementaba aún más. El latido de su corazón también se alteró. Entreabrió la boca ligeramente y tuvo que luchar para no hacer demasiado notorio el suspiro que intentó reprimir en un inicio, pero que terminó por escapársele sin poder evitarlo.
Dios mío, exclamó para sus adentros, y fue como una revelación. Era desconcertante darse cuenta del poder que su tentadora novia ejercía sobre él, cómo lograba afectarlo con ese sutil, mínimo contacto que, sin ser un acto de seducción real, resultaba tan persuasivo en su persona. Deseaba como nunca olvidarse del recato y acercarse para besar aquella boca hermosa, allí mismo, en un lugar público, frente a todos los que alcanzaran a ver. Era una locura, el no era así. No solía experimentar esa clase de deseos y se desconocía por completo. Sin embargo, allí estaba, con esa necesidad repentina, maravillosa y turbadora por igual.
Gracias a Dios ella habló justo a tiempo para impedir una imprudencia de su parte. Y, aunque fue una decepción que su téte-a-téte se terminase tan rápidamente (porque luego de conocerla, estaba seguro que jamás tendría suficiente de ella), supo que era lo mejor. Había prometido no abrumarla y brindarle libertad y espacio. Respiró profundamente y, aunque su corazón aún latía con fuerza, logró recomponerse rápidamente del impacto que significaba su cercanía. Imitándola, se puso de pie.
—Por supuesto —convino, un poco avergonzado. ¡Qué tonto y egoísta había sido! Con la emoción del momento casi había olvidado que si Elizabeth estaba en París, no era solamente para convertirse en su esposa. Tenía a una abuela (y además enferma), a la que no había visto en mucho tiempo y que la esperaba en casa. Pese al bochorno, consiguió sonreír con cordialidad—. Mi chofer nos llevará —le anunció enseguida. Y, cuando notó en ella la intención de negarse, se adelantó y añadió—: Por favor, Elizabeth. Mañana a esta hora seremos marido y mujer. Es lo mínimo que puedo hacer por usted.
Esta vez fue él quien buscó la mano de la joven para guiarla hasta el carruaje. La ayudó a subir, mientras Samuel, el chófer, se encargaba del equipaje de la señorita. Sólo un baúl mediano y uno pequeño. ¿No era demasiado poco para una mujer cuya residencia cambiaría oficialmente y de manera definitiva al día siguiente? Samuel se encogió de hombros pero continuó con su labor; aunque era extraño, pensó que tal vez acostumbraba a viajar ligera y él no era nadie para juzgar sus decisiones.
Una vez adentro y acomodados sobre los asientos (uno frente al otro), el carruaje se puso en marcha, y Tristan y Elizabeth se miraron de nuevo. Se quedaron así, observándose, durante un largo rato. La cortina de la ventanilla estaba corrida pero, Rêveur, que con cada segundo transcurrido lograba fascinarse más, no tenía ningún interés en prestar atención al exterior. Todo lo que le interesaba lo tenía allí, justo enfrente. Sólo cuando ella bajó la mirada y cortó el contacto visual, supo que estaba avergonzándola y se obligó a mirar hacia otro lado.
—Ha sido un placer —le dijo cuando llegaron a su destino. Ya habían bajado del coche y permanecían frente a la casa de la abuela; grande, pero simple—. Me encantaría entrar y presentarme formalmente con su abuela, hablarle de mis buenas intenciones, pero como ya he dicho antes, no quiero incomodarla. Será mejor así. Por favor, envíele mis saludos y dígale que deseo se recupere pronto.
Un silencio los envolvió y se miraron fijamente.
—Bueno, entonces… —vaciló— supongo que me voy —no pudo evitar tragar saliva al acercarse un poco. Su deseo volvió a encenderse apenas la tocó. Quería besar su boca, pero sus labios se dirigieron lentamente -y a regañadientes- al dorso de su mano, donde depositó un beso cálido y respetuoso—. La veré mañana, Elizabeth.
Tristan, tan caballero como siempre. ¿Algún día se animaría a seguir cada uno de sus impulsos y se volvería un poco más desinhibido? Quizá. El primer paso, y su vez el más difícil, estaba dado.
*TEMA FINALIZADO*
Tristan Rêveur- Licántropo Clase Alta
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