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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Târsil Valborg Lun Oct 26, 2015 10:35 pm

Dios no existe para los que lo han perdido todo

Los pasos del inquisidor hicieron eco. Avanzó con alargados –y casi exagerados- pasos por el pasillo que lo conduciría hasta el Salón de los Arcángeles, sitio que conocía a la perfección, a consecuencia del alto rango que ostentaba dentro de la Inquisición. Sus pesadas, sucias, pero inseparables botas, dejaron marca en el pulcro azulejo. Trozos de barro quedaron impresos en el piso, la inequívoca prueba del mal clima que azotaba a la ciudad en el exterior. Pero ni la tibieza ni la seguridad que aquel gran edificio poseía, era capaz de cambiar el semblante hosco de su rostro. Parecía molesto, como si algo –o alguien- estuviera fastidiándole la existencia, tal vez al grado de querer desquitarse con quien se le pusiera enfrente.

No caminaba de ese modo porque tuviera prisa, lo hacía por la rabia. Para descubrir su mal humor sólo se debía echar un vistazo a su rostro serio de mirada severa, a la frente arrugada, y a la curiosa forma en la que sus cejas casi parecían juntarse a causa del ceño fruncido. Su boca era una línea recta sin ningún tipo de expresión, y en su mente no dejaba de retumbar una blasfemia, varias de ellas. Odiaba las reuniones, los protocolos, las formalidades, la maldita iglesia. Para él, no eran más que hipocresías. Pero odiaba aún más verse obligado –literal- a asistir a las asambleas.

Estaba allí solamente por la sutil amenaza que el Papa se había encargado de recalcarle en la misiva que recibió días antes, la cual permaneció en el bolsillo de su gabardina negra, hasta el momento en que decidió sacarla y arrugarla, como un acto de mera rebeldía. El machacado sobre cayó al piso segundos antes de abrir la gran puerta de El gran Salón; sus toscas botas aplastaron el papel y él continuó la travesía.

Cuando ingresó al salón, el eco de sus salvajes pisadas lo acompañó cual perro fiel a su amo. Muchos de sus compañeros ya se encontraban allí, también sus súbditos de facción, pero cuando pasó a su lado, no se dignó a mirar a ninguno de los presentes. No le importaban quienes fueran, aunque tenía claro quienes debían estar. Su gesto malhumorado no se desvaneció, ni siquiera cuando se plantó frente al Papa, por el contrario, pareció intensificarse. Miró al hombre con detenimiento y en el fondo esperó no tener que decir nada, no hacer ninguna reverencia en señal de respeto, pero supo que debía hacerlo.

Estoy aquí, su santidad… —pronunció finalmente bajando ligeramente el rostro más no la mirada, haciendo énfasis en la última palabra que ha expresado a regañadientes.

Odiaba tener que hablarle de ese modo de a un hombre en el que nunca había confiado y que de cierto modo detestaba. Pero algo le decía que el sentimiento era mutuo y que él tampoco lo quería, que su presencia y su personalidad arrogante eran apenas tolerables para el Papa. Eso, lejos de molestarle, le hacía sentir más cómodo dentro de esa farsa, porque para Târsil eso era lo que la iglesia significaba: un maldito circo.

Nunca había sido devoto, no creía en Dios. Alguna vez lo había hecho, pero eso había terminado hacía ya mucho tiempo, específicamente en el momento en que lo había perdido todo, cuando siendo solo un niño había presenciado la muerte de su familia a manos de un vampiro. Por eso detestaba a esas criaturas, las consideraba mucho más perversas que cualquier otro ser. Desde el fatídico día, había jurado tomar venganza. Ese era su verdadero motivo dentro de la Inquisición. A él no le importaba nada más, los verdaderos motivos que esa gran organización tuviera. Él no luchaba por otros –ni siquiera le importaban-, por las almas pedidas, por su redención; él luchaba por sí mismo, por el deseo de matar poco a poco ese odio –y el dolor- que seguían carcomiéndole el alma día a día. Sólo así podía hacer un poco más tolerable su vida, lidiar un poco mejor con su pérdida.

Dio media vuelta y se dirigió hasta uno de los asientos. Sólo cuando estuvo sentado fue capaz de girar su rostro para mirar a la persona que se encontraba a su derecha, y se llevó tremenda desilusión.

Lo que me faltaba… —renegó de mala gana al reconocer a la persona a su costado. Puso los ojos en blanco y soltó un audible y largo suspiro lleno de puro aburrimiento, dándose cuenta de que aquello sería largo y requeriría de toda su paciencia, algo de lo que, por desgracia, no poseía ni una pizca.

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Mensaje por Isabelle Campionibusa Vie Ene 15, 2016 9:46 am

- ¡Piedad! se lo suplico... por el amor de Dios... - gritó la mujer, que sobre el potro de tormentos, suplicaran terminara sus aflicciones. Emelia, con las manos pegajosas por la sangre de su victima, acarició el rostro, pálido, ceniciento de la hechicera, sus dedos dejaron un rastro  rojizo, surcando el filo de la mandíbula, hasta el mentón. -¿Piedad? - fue su respuesta, antes de asestarle un bofetón que hizo temblar el debilitado despojo, que alguna vez había sido una bella mujer. Tomó con fuerza el cuello de la bruja, apretando cada vez con mas fuerza, - ¿acaso tuviste piedad, cuando destripabas a los recién nacidos, o arrancabas cabellos uñas y dientes de los restos mortuorios de cristianos, en el cementerio? ¿verdad que no? - apretó con mas fuerza el cuello, la hechicera se asfixiaba, su cuerpo entero convulsionaba como un gusano al ser atrapado. Cuando estuvo a punto de perder el conocimiento, Emelia la soltó, con desprecio, asco, limpiando su mano en el rasgado tejido que cubría en parte la desnudez del cuerpo martirizado. Se acercó al rostro de ojos desorbitados por el miedo, de verla tan cerca, la inquisidora, acomodó un mechón detrás de la oreja de la victima, antes de acercarse y susurrarle, con un tono de voz, tan suabe y dulce como el de un angel, -¿quieres que ésto termine?¿deseas volver con los tuyos, olvidar que alguna vez ésto paso?... firma... solo debes firmar la confesión, el Santo Padre te perdonará y Dios abrirá las puertas del paraíso a tu alma - cual Judas besó la huesuda mejilla, - no sufras mas mi niña... ¿crees acaso que disfruto haciendo daño? - sus ojos destellaron una extraña luz, pues en verdad disfrutaba de lo que hacía. La mujer negó con la cabeza - ¿NO? no firmaras -, los destellantes ojos de ira se clavaron en los que la contemplaban aterrada. Un tímido si, surgió de la garganta maltratada de tanto gritar alaridos de dolor. Emelia, sonrió complacida, una expresión de paz se formó en su rostro, mientras pedía a su ayudante que soltara a la procesada. - que firme la confesión, luego la haces que se asee, no queremos que las llamas purificadoras hiedan con tanta pestilencia - Lo dijo al oído del soldado, mientras palmeaba suavemente el hombro de su cómplice.

Tras un buen baño y vestir sus prendas de inquisidora, se dirigió prontamente a donde sería la reunión. Llegó puntual - como siempre - el Santo Padre la llamó, - todo previsto para el auto de fe  su Santidad... - el Papa la calla, - Aquí en Roma, no. En unos días la llevaran con otras posesas a Rumanía, allí son mas flexibles a la hora de liberarlos del pecado de la carne -. Una sonrisa de satisfacción se dibujó, por escasos segundos en el rostro del Pontífice, Emelia solo asintió, bien sabía ella, que si la consideraban como la mas desquiciada de las inquisidoras humanas, solo era un querubín a comparación de la maldad que imperaba en el carácter del Representante de Dios en la tierra.

Tras un beso en el anillo papal, se dispuso a sentarse. Fue contemplando como entraban uno tras otro, los inquisidores que debían estar en aquella reunión. La respetaban, y eso le gustaba, aunque todos se mantenían alejados de ella, los asientos que la rodeaban se mantuvieron vacíos. Cuando parecía que ningún otro inquisidor llegaría, la puerta e abrió, y el inquisidor Valborg hizo su aparición - melodramática - según el ácido juicio de la ex monja. Le observó mantener un escueto dialogo con el Pontífice y dirigirse en su dirección. El inquisidor tomó asiento a su diestra, girando la cabeza distraídamente, cuando la descubrió, lo escuchó quejarse, No pudo mas que sonreírle de medio lado y con sus orbes destellando sarcasmo y malicia contestó, - si, my beloved demon, también te extrañé -.
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Mensaje por Târsil Valborg Sáb Abr 23, 2016 6:18 pm

La rivalidad entre ellos era evidente, y había existido desde el inicio. ¿La razón? Bueno, básicamente, Târsil era un estúpido arrogante y ella una maldita bruja. Evidentemente, sus personalidades no eran compatibles. Târsil lo supo desde el primer momento, varios años atrás. En ese entonces, una Emelia mucho más joven que apenas se integraba a las largas filas de la Inquisición, se topó de frente con él y, en lugar de mostrar respeto por su superior, lo miró por encima del hombro con cierta prepotencia, a lo que él respondió alzando la barbilla. Ella no le agradó. Si era capaz de mostrarse así de arrogante siendo una don nadie, ¿qué podía esperarse de ella cuando adquiriera cierto rango dentro de la organización? El resultado era más que obvio. Sí, tal vez era cierto que sus genios eran bastante parecidos e igual de insoportables, pero un insolente como Târsil jamás lo admitiría, y algo le hacía suponer que ella haría igual.  

Rodó los ojos cuando ella le dirigió la palabra y no hizo el mínimo esfuerzo por disimular lo mucho que le fastidiaba. Levantarse y buscar otro asiento mucho más alejado de ella no significaba para él algo imposible, estaba a acostumbrado a mostrar ese tipo de actitudes tan insolentes, pero hacerlo habría significado otorgarle una victoria a la bruja de Emelia, pequeña, sí, pero un triunfo al fin de cuentas. Así que se cruzó de brazos, mostró su ya bien conocida cara de pocos amigos y decidió aguantarse.

El Papa tomó asiento y enseguida uno de sus allegados comenzó a hablar. Las reuniones dentro de Vaticano eran recurrentes, pero había dos que eran esenciales y que se hacían mensualmente. La primera era la asignación de misiones, la segunda la revisión de resultados, que era para lo que estaban allí. Una lista interminable de caídos se hizo escuchar, criaturas de todas las razas; algunos de ellos capturados, otros, los que con menos suerte habían corrido, muertos en batalla. Para Târsil aquellos nombres no significaban nada, los escuchaba porque no tenía opción, y quizá porque en el fondo le gustaba regocijarse contabilizando cuántos vampiros habían caído, porque los detestaba. Siempre cruzaba por su mente la idea de algún día sumar a esa larga lista el nombre del vampiro que había terminado con sus padres y ser él el responsable de su muerte, él y nadie más.

Mientras pensaba en aquello, su oído captó un nombre que lo hizo abandonar de lleno su aspiración. Levantó la vista, deseando haber escuchado mal, pero éste retumbó en su cabeza y se dio cuenta de que no había ningún error. Isolda Rostlogi, ése era el nombre. Para el resto de los presentes no era más que una cambiante que por demasiado tiempo había sabido burlarlos cuya muerte les traía una gran satisfacción; para el inquisidor era como recibir un puñal en el pecho.

¿Qué ha dicho? —interrumpió sin vacilación, casi de manera inconciente. El hombre que yacía al frente dando a conocer la lista, así como el resto de los presentes, se mostraron tan confundidos como él.

¿Disculpe?

Repita lo que ha dicho —por primera vez en su vida su voz no era enérgica, sino débil, lo que a su vez hacía que sus palabras no sonaran como una exigencia, sino como una petición.

Era extraño, pero el rostro de Târsil no reflejaba su característica obstinación. Parecía… desconcertado. Se había puesto pálido y sus ojos azules tenían un sospechoso brillo acuoso.

He dicho que Isolda Rostlogi, cambiante, ha muerto. Finalmente y después de mucho esfuerzo. Y que se lo debemos a la señorita Borromeo, aquí presente. Ella fue quien la cazó —finalmente le concedió el hombre, haciendo evidente el orgullo que le provocaba la muerte de la criatura, así como la pericia de la maldita bruja.

Al escuchar aquello, algo dentro de Târsil se rompió. Estaba muerta. La que había sido uno de sus grandes amores (sino es que el único hasta la fecha), se había ido, para siempre. Lo normal hubiera sido que se enfureciera y arremetiera en contra de Emilia en ese instante, sin ningún miramiento, pero se sentía demasiado herido como para pensar en eso. Todo lo que deseaba era salir de allí; librarse cuanto antes de aquella habitación, repleta de aquellas personas que desconocían su historia con Isolda y que, aún sabiéndola, jamás comprenderían su tristeza.

Yo… necesito salir —fue todo lo que dijo antes de darle la espalda a todos los presentes y comenzar a andar dando grandes zancadas, tal y como había llegado, pero ésta vez para abandonar cuanto antes el salón.

Una vez afuera, hizo evidente su frustración. Estrelló su puño contra la pared y se provocó una herida importante. Luego, llevándose las manos a la cabeza, se acuclilló. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Lágrimas de tristeza, pero sobretodo, de impotencia.
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Mensaje por Isabelle Campionibusa Dom Jun 05, 2016 6:09 pm

Con una sonrisa en los labios, Emelia, no pudo ocultar la evidente satisfacción que sentía al ver como el engreído Valborg se enfurruñaba como un niño por el solo hecho de tenerla sentada a su diestra, - no te preocupes cariño, estar a tu lado... tampoco me hace la mujer mas feliz - susurró, justo antes que el Papa comenzara la reunión. Se acomodó en su asiento, sacó una pequeña daga y comenzó a jugar con ella, era lógico que estuviera aburrida. Para Emelia esas reuniones eran una perdida de tiempo, no le gustaba eso de contabilizar a las victimas, en especial cuando no tenía muchas en su haber, en aquella ovación, - solo una torpe cambiante - caviló, resoplando bajo.

Luego de su habitual discurso, el Pontífice se dedicó a mirara a sus hijos con cierto orgullo, cada vez que la lista mostraba el nombre de un enemigo exterminada. Emelia, lo despreciaba, como lo hacía con todos los hombres que se encontraban en la sala, pero en especial por ser un hombre libidinoso, dominado por sus mas bajos instintos y por cubrir las espaldas a mas de algún hechicero, - ¿será verdad de que entre sus amantes, se encuentran varias brujas?- se preguntó, mientras la lista continuaba siendo leída por el secretarios del Papa.

De pronto escuchó el nombre de su victima, y no pudo dejar de sonreir con altanería, levantando una ceja y mirando al Papa a los ojos, pues había sido un encargo especial. Sus labios modularon una frase - me debes una... - pero de su boca no salió ni un solo sonido. El religioso la miraba a los ojos, cerrando los ojos y asintiendo con un gesto de su calva cabeza. Entonces, la voz de Tarsil se dejó oír, una pregunta, para luego volverse casi una suplica. El nombre de la cambiante volvió a ser pronunciado, ademas de su propio nombre, como orgullosa dueña de esa vital proeza. Emelia dirigió su mirada al perfil del inquisidor que a su lado palidecía, aquellos ojos se volvieron acuosos, - me llevan los demonios - sentenció mentalmente. - ¿Acaso esa endiablada cambiante, tenía algo que ver con el líder de la facción - caviló, - no, no, de ser así, el Papa no dudará en ir contra él - una leve marca en su frente, casi imperceptible, demostraba que La inquisidora sabía muy bien a quien mandarían a eliminarlo.

Lo observó levantarse, disculpar su inoportuno proceder y casi huir de aquella reunión. Todos se quedaron en silencio, un silencio que casi parecía sepulcral, - ¿acaso podía ser tan estúpido y exteriorizar sus sentimientos de esa manera? - volvió a pensar. El  Papa hizo una señal a uno de los inquisidores, mas ella carraspeó, haciendo que el secretario volviera a interrumpir su lectura, - disculpe Eminencia - dijo mientras se levantaba y con grandes zancadas se acercaba al Pontífice, - Santo Padre, le suplico que me permita a mí encargarme de la investigación, es que me temo que en verdad haya sido nuestra rivalidad, la cual usted es cabalmente consciente de ella -, el religioso asintió con un gesto y sonrió con mala gana, no se tragaba que la cosa fuera tan sencilla, pero no podía decir que no al pedido de la inquisidora, ya que él era el responsable de la misión dada a Borromeo.

Se retiró, abrió la puerta y se encontró con el inquisidor sentado en el suelo, como un niño que le han tirado a la basura su juguete mas preciado. Había cerrado ya la puerta que unía el pasillo al salón de conferencias, resopló, - por Dios Valborg, dime que lo que creo es solo una tontería - dijo elevando sus brazos al cielo, en un teatral gesto de asombro.
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