The Goldfinch → Privado

Ver el espectáculo desde fuera, sin ser partícipe, era una de sus actividades favoritas. Superaba con mucha más facilidad la barrera social que significaba; él, un ermitaño por naturaleza. Y eso le recordaba el por qué prefería estar encerrado. Todo artista, creía, era un excéntrico. Y sólo a los artistas, creía también, se les podía perdonar tales extravagancias. Como si el hecho de formular preguntas, en lugar de responderlas, la labor de los artistas, creía, les confiriera un sayo protector.

Ese día, durante el anochecer por su propia exigencia, se abriría una exposición de sus obras recientes, porque no tenía lógica que fueran sus pinturas y esculturas de hace siglos. Y siempre pedía que fuera en la hora nocturna, aun cuando nunca se sabía si asistiría o no. Le gustaba ver las reacciones de la gente ante sus creaciones sin que supieran que estaba ahí y quisieran darle coba para congraciarse con él. Por fortuna, su auto reclutamiento lo hacía bastante desconocido para casi todos. Pocos conocían el rostro de Donizetti (así estaba firmando últimamente, constantemente cambiaba).

Avanzó entre dos piezas de mármol. Un hombre y una mujer que eran un juego en conjunto. ¿Hermanos o amantes? ¡Ah! Ahí estaba el truco, era ahí donde yacía la verdadera importancia. Eran una especie de pilares, enormes y altos, monumentales que rozaban el techo. Ambos estiraban la mano para alcanzarse, pero no lo hacían, apenas se rozaban la yema de los dedos. Y estaban  destinados a nunca estar juntos, inmóviles por los siglos de los siglos. Estaban apostados en un umbral que daba pie a otra sala, de modo que enmarcaban la puerta de algún modo.

Se paró junto a la estatua masculina y oteó el lugar, analizando la disposición museográfica. No estaba del todo contento, pero perfeccionista como era, nunca lo estaba del todo. Abstraído por ese pensamiento, fue tarde cuando quiso reaccionar.

—¡Donizetti! —Exclamó un hombre y se acercó a él. ¡Lo habían reconocido! Solía pasar, pero no le agradaba en absoluto. Se trataba de Deleuze, un artista por mérito propio, se habían conocido no hace demasiado. Algo en Baldassare le dijo que el hombre sabía sobre los vampiros o lo intuía, porque no pareció especialmente sorprendido por la juventud que aparentaba. Hombre inteligente sin duda, eso no quería decir que quisiera charlar con él.

Aunque, había sido Deleuze mismo quien había organizado ese evento.

Sin escapatoria, Baldassare esbozó una sonrisa acartonada. Era demasiado correcto como para desairar al sujeto. Lo que vino, después, en cambio, ya no le gustó. Más de uno escuchó a Deleuze y se acercaron. ¡Era el esquivo Donizetti en persona! Pronto se vio rodeado de hombres y mujeres con más dinero del que iban a poder gastar en toda su vida. Respondió preguntas lo mejor que pudo. ¡La labor de un artista es formularlas, no responderlas! Más allá de las cabezas de aquellos que lo habían acorralado, vio a un sujeto de anteojos. De inmediato supo que era como él. Miró un rostro al azar y luego otro de las personas junto a él y volvió a dirigir su atención al otro, que estaba más allá, leyendo las especificaciones de una pintura —que representaba el mito de Sísifo.

—Discúlpenme —musitó y se abrió paso entre el gentío, que se quedó por un momento sin saber qué pasaba y luego continuó con su tertulia.

Caminó con paso resuelto, como quien se sabe el creador de todo lo que estaba ahí. Sin embargo, había algo sutil e idílico en su porte y su andar. Se paró junto al otro, ahora que lo tenía cerca, podía comprobar sus sospechas. Se preguntó cuánto había vivido ya. Notó sus ropas, vestía bien, estaba limpio, pero podía decirse que no era rico.

—¿Te agrada? —Preguntó sin más, llamando la atención de otro. Antes de que pudiera responder continuó—: Donizetti, autor de la obra —se llevó una mano al pecho con elegancia y se presentó. No era común que lo hiciera, pero esta vez lo creyó necesario.

Se quedó mirando al otro vampiro con una expresión indescifrable. Escuchó y su gesto solemne se vio roto con una sonrisa. Le agradó la sinceridad del hombre; Soren. Y con eso, el profesor de Historia del Arte ya tenía un gran tramo ganado con Baldassare. Chasqueó la lengua al escuchar que estaba desempleado. Abrió la boca para decir algo, pero entonces fueron interrumpidos. Baldassare se giró para ver a las mujeres que ahora lo abordaban.

En su semblante sólo existía seguridad. Destilaba un aura de certeza, como si tuviera cada mínimo detalle bajo control. Hizo una educada pero mecánica reverencia, leve pero suficiente y tomó la mano de una de las mujeres para luego besarla.

—Agradezco sus palabras —dijo con tono desapasionado y si fue a agregar algo más, no importó. Era interrumpido una vez más. Esta vez arqueó una ceja, pero en ningún momento fue grosero, a pesar que odiaba ser interrumpido—. Por supuesto, para mí sería un honor concederles una entrevista —se dirigió a los caballeros con tono profesional—, pero tendrá que esperar, ahora mismo estoy con mi amigo, el profesor Kaarkarogf —dio un paso hacia atrás y abrazó al susodicho por los hombros. Todos se quedaron estupefactos. ¿Quién era ese profesor al que nadie de los presentes, la crema y nata parisina, conocía?

—Ahora, si nos disculpan… —sin soltar a Soren, avanzó con paso firme. Las personas a su alrededor se abrieron para dejarlos pasar—. Lo lamento —le dijo entonces a su acompañante con un matiz verdaderamente apenado.

No se detuvo hasta que estuvieron varias salas más allá, donde estaba la colección permanente y por ende, no había gente. Soltó a Soren y se paró frente a un pequeño cuadro en un rústico lienzo sin marco. En él estaba un jilguero con una cadena dorada en su pata, misma que no lo dejaba escapar. Era una pieza sumamente sencilla, con pinceladas casi descuidadas, y era por eso mismo, conmovedora.

—Carel Fabritius, pupilo de Rembrandt. Su estudio se quemó y muy poca de su obra sobrevive, este es mi cuadro favorito de él, “El Jilguero” —explicó sin apartar la mirada de aquella obra y luego se giró esbozando una sonrisa—. Y créeme, incluso vi varios de los cuadros que se perdieron —su tono fue afable.

—Aquí estaremos más tranquilos —se asomó al pasillo que conectaba las salas, allá en el fondo seguía la fiesta—. Lamento el circo, supongo que es inevitable. Pero aunque no lo creas, prefiero la opinión de personas como tú —se acercó al otro—. Sabes de esto y no buscas mi favor. Dijiste que te había gustado, pero ¿qué es en verdad lo que te gustó? —Era una pregunta complicada. Entonces Baldassare cayó en cuenta de su error, si buscaba una opinión completamente descontaminada, no debió presentarse, aunque seguramente el resto de la concurrencia se hubiera encargado de hacerle saber a Soren quien era él. Ahora tendría que confiar en la honestidad del otro. Pero intuía que era lo suficientemente íntegro como para darle una opinión como la buscaba.

Soltó una risa breve, apenas audible, más como una tos. Uno creería que un vampiro tan antiguo como él tendría apetitos insaciables, sobre todo en el plano sexual, pero nada más alejado de la realidad. Baldassare no buscaba sexo, ni poder, ni dinero, su única misión era la estética y era verdad que podía cometer atrocidades sin sentir remordimiento alguno, si aquello lo acercaba más a lo sublime. Hizo un ademán restándole importancia; toda su vida había sido relativamente exitoso con el sexo opuesto, y hasta con el mismo sexo, tenía esos rasgos clásicos de su pueblo. Modelos, hombres y mujeres, habían desfilado por su estudio, donde quiera que éste estuviera, se habían desnudado frente a sus ojos y más de uno había querido llevar la relación más allá.

Baldassare no sentía nada por nadie, no podía, simplemente no le traía nada, pero sabía que era capaz de enamorarse, tras conocer a profundidad a alguien, como había sucedido con su difunta esposa.

Pronto su gesto fue más solemne, justo cuando Soren comenzó a hablar de la obra. Había sido una lástima que no le dieran oportunidad de ver más. Asintió conforme el otro vampiro hablaba, pero no dio indicio de nada más hasta que hubo terminado.

—Se nota que eres profesor—, fue su primera observación—. Conoces la terminología, la técnica, pero no usas palabras rebuscadas —en ese instante, Baldassare llegó a la conclusión de que ese chico le caía bien, lo cual resultaba todo un hito para alguien tan huraño—. Siempre trabajo con modelos, aunque en un caso como ese, fue sólo en el proceso de bocetaje. El rostro, en cambio, lo hice en base al mío, así que, de cierto modo, soy el de la pintura. La expresión de abatimiento es la mía —confesó. Pero era difícil saber si aquel gesto había sido una máscara para poder pintar o su realidad.

Oteó la sala donde estaba y vio una banca al centro. Caminó hasta allá y se sentó. No hizo nada más, esperó que Soren entendiera sin palabras y se sentara junto a él. El asiento no tenía respaldo así que tuvo que encorvar la espalda al frente y de ese modo lucia más desfachatado que de costumbre y de algún modo, más real.

—Podemos esperar a que se vayan y luego dar un recorrido sin interrupciones —propuso. Usualmente hubiera ido, observado, analizado y hubiera regresado a su casa cuanto antes. No esperaba estar fuera de ella por tanto tiempo, pero creyó que valía la pena el sacrificio—. Dime, Soren, ¿de dónde provienes? —El nombre sonaba claramente nórdico, pero no podía saberlo con certeza y no era de los que precipitaban conclusiones—. ¿Y cómo te interesaste en el arte? —Clavó los ojos en su interlocutor. Eran vampiros, tenían toda la eternidad por delante y Baldassare bien sabía de la vacuidad que a veces se podía sentir.

El arte, se suponía, planteaba preguntas, no las respondía, pero él había encontrado resolución a su vida en él. También podía ser una réplica a una cuestión no formulada.

Se quedó observando a Soren, embebido por la melancolía que manaba de sus ojos detrás de las gafas. En el rostro de Baldassare habitaba una sonrisa diminuta y discreta. No estaba consciente de que la mantenía, que no la había borrado. Admiraba al profesor, porque era genuino y ya no encontraba muchas personas así.

—Oh, el Reino de Suecia, un lugar encantador —dijo con educación, rememorando sus propias andadas por esa tierra de nieve y hielo, de noches largas y días cortos—. Ya veo. Tienes mucha razón. El arte es comunicación, por ponerlo en palabras frías. Envía mensajes, encriptados la mayoría de las veces, pero quienes saben leer más allá, encuentran esa verdad mayor. Algunos hallan consuelo, otros alegría, otros tristeza y contemplación. Supongo que depende de lo que estés buscando —su sonrisa se acentuó, ajeno completamente a su alrededor. Su atención estaba centrada en el otro vampiro.

—Dime, aparte de enseñar, que supongo es complicado de por sí, siendo el arte algo tan abstracto, ¿pintas, dibujas, algo? —Preguntó pero antes de poner continuar tuvo que reír de buena gana ante las palabras del otro.

De ser alguien con menor autocontrol y cuya sangre aún corriera como la de los mortales, se hubiera sonrojado. En cambio sólo enderezó el cuerpo y miró a aquellas que le dedicaban atención furtiva, fue breve, sus ojos regresaron pronto a Soren.

—Dios santo… gracias. La verdad es que nunca me he fijado en ello. En mí, mejor dicho. Nunca me he puesto ningún calificativo tan benevolente —no de manera física, al menos. Baldassare no se caracterizaba por su modestia. Se acercó al otro como si fuera a hacerle una confidencia y prosiguió—: no es por presumir, pero antes, durante el esplendor de Roma, serví como modelo para muchas esculturas —se separó y lo miró a los ojos, sonriéndole con complicidad.

—Pero aunque no lo creas, la atención me incomoda —por algo era un ermitaño. Se puso de pie nuevamente—. Parece que huimos, pero básicamente eso estamos haciendo. ¿Me acompañas? En uno de los jardines montaron una serie de esculturas mías, el aire fresco nos vendría bien —se encogió de un hombro. Algo en guiar a Soren le traía satisfacción, no porque su obra fuera el hilo conductor, sino porque entre ambos existían demasiadas cosas en común.

Ignoró deliberadamente a las mujeres. Sus ojos y su atención se concentraron en Soren. Como si en todo el museo y en todo el universo, incluso, sólo existieran ellos dos. Estiró la mano, ofreciéndosela, como lo hubiera hecho con una dama, de ese modo, haciendo una declaración que hablaba más fuerte que las palabras.

Antes de poder contestar si quiera, sólo rio ante el entusiasmo de Soren. ¿Dónde habían quedado las personas así? Una cosa le quedó clara a Baldassare, eran tan raras como flores que nacen en invierno, que debía atesorar su compañía. Aunque su risa, como todo en él, era elegante y queda y breve, educada completamente, uno podía diferenciar a la perfección cuando era sincera y cuando no lo era. En aquella ocasión se trataba de la primera. Y una vez que se apagó, conservó la sonrisa en los labios.

Guardó silencio mientras conducía a Soren hasta el exterior por medio del pasillo que conectaba las salas. Sintió las miradas seguirlos, pero era un maestro en ignorar las cosas que consideraba poco importantes.

Una vez fuera, el viento frío de la noche quiso golpearles la cara, pero se topó con el tacto gélido de ambos, una barrera impenetrable incluso para el clima. Por un segundo, Baldassare alzó el rostro para ver el cielo sin nubes, donde las estrellas cintilaban como joyas adheridas a una tela oscura. Parecía que ya no hablaría más, pero su silencio era contundente, como si formara parte también de la conversación. Al fin giró el rostro para ver al otro, avanzó un poco más y se paró junto a una de las esculturas de las que le había hablado antes, Representaba a un joven enjuto y de rasgos muy bellos, con una mano hacia arriba en donde se hallaba una especie de fruta; era monumental, tanto que no pudieron ingresarla al interior de museo y por eso la exhibían, junto con otras, ahí afuera. Era Paris, sosteniendo la manzana de Eris.

—Soren, nosotros mismos solemos ser quienes más nos subestimamos. Estoy seguro que eres mejor de lo que crees. Sin pretensiones, ¿qué más hay en el arte? Sólo desnudar el alma, no creo que haya expresión más sincera que esa —al fin abrió la boca, retomando la conversación—. No lo digo para darte coba, eso no me va —aclaró. Parpadeó lento antes de volverá hablar—. Como sea, tal vez algún día pueda ver alguna de tus obras —le sonrió con amabilidad. Ahí quedaba, su curiosidad, que era mucha, no lo conduciría a presionarlo.

—Ah —carraspeó—, en realidad me refería a la República Romana, yo… no estoy seguro de la fecha exacta de mi nacimiento, pero mis primeros recuerdos se remontan a los albores de aquella nación hoy extinta —no entró en detalles porque requería demasiada explicación y no estuvo seguro si Soren estaría interesado en escuchar tanta palabrería. Además que él mismo no era de vender sus batallas al primer postor.

Se recargó en la escultura de Paris y se cruzó de brazos. Miró al vampiro nórdico como si lo estuviera estudiando.

—Ya no hay gente como tú, Soren. ¿Dónde te habías metido todo este tiempo? Me alegro haberte conocido hoy —soltó sin más. Sin despegar los ojos cerúleos del otro joven. En su rostro se notaba cuán complacido estaba, cuán alegre se encontraba de haber salido esa noche de su encierro. Cuán satisfecho se sentía de que la velada se hubiera tornado como lo había hecho.

Lo observó con cautela y sólo asintió ante la conclusión que tuvo. Por supuesto, él podía entender ese sentimiento de no querer mostrarse ante el mundo, no en la totalidad de la esencia. Quedaban al descubierto los secretos y las heridas, lo sabía muy bien, por eso había encontrado terapéutico el arte durante sus primeros años de inmortalidad, al lado de Cato. Quiso decir algo más, pero no supo qué y guardó silencio.

Silencio que pronto tuvo que romper al soltar una carcajada. Una risa como hace mucho no se daba permiso de expresar. Estertórea, escandalosa y liberadora. Fue una reacción natural, un acto reflejo ante los comentarios de Soren.

—No te preocupes —articuló en cuanto la risa se lo permitió—. Soy viejo, lo sé, por eso muchas veces me comporto como un anciano —estaba consciente de ello, y aunque no era algo que anduviera diciendo a cada persona que se encontraba, tampoco era algo que ocultara. Quizá no era tan abierto con el tema porque su edad no era cosa que los mortales debieran saber.

—Eres joven, Soren. Joven en términos vampíricos, ya sabes —su tono fue relajado, conforme la conversación avanzaba, Baldassare se sentía cada vez más confortable. Atribuyó aquello a la personalidad de su interlocutor.

—El mundo ha cambiado mucho. Desconozco mi edad real pero la calculo en dos mil trescientos años. Nada mal, ¿eh? Y he visto todas las épocas nacer y morir, civilizaciones enteras, nuevos inventos y nuevas guerras. Lo mejor y lo peor de la raza humana. A la larga, te das cuenta de lo solitaria que es la inmortalidad —concluyó con un dejo meditabundo.

—Pero si no fuera por ello, por ejemplo, jamás hubiera perfeccionado mi técnica pictórica y escultórica. Creo que uno debe aprender a sacarle provecho a las situaciones, aunque éstas sean tan inverosímiles como no poder morir jamás —caminó un par de pasos al frente y le sonrió al otro.

—No tienes que agradecer —estiró el brazo y puso la mano en el hombro del vampiro con gafas—. El agradecido soy yo, por dejarme intercambiar algunas palabras contigo. Si no te molesta, me gustaría invitarte a mi casa, cuando tú decidas, y beber algo. Ahí tengo muchas más obras, muchas que nunca han visto la luz —ofreció.

Quizá Soren no sabía ante lo que se estaba enfrentando, pero recibir una invitación de Baldassare a su propio hogar era un hito, un triunfo del que muy pocos podían jactarse, ya ni decir alguien que lo consigue en su primer encuentro con el esquivo vampiro.

Tuvo que aguantarse la risa una vez más. No importaba cuántos años vivieran, no dejaban de ser lo que eran. Era verdad que con los años, uno podía mutar, hacerse más de una forma u otra, pero Baldassare creía que no importaba el tiempo que pasara, rampante sobre uno, la esencia era imposible de traicionar. Entonces veía a Soren y la idea, el ensueño de tratar de adivinar cómo pudo haber sido en su vida mortal lo arrullaba. Debió ser este mismo, tan sincero y tan torpe como ahora. Sonrió de lado y asintió. A pesar de que ambos aparentaban más o menos la misma edad, quedaba claro quién era el más viejo de los dos.

—Oh, lo siento, Soren, no era mi intención —se apresuró a decir una vez que el vampiro de gafas respondió a su abrupta invitación, y aunque sonó preocupado, no perdió la compostura—. Podrá ser lo que tú quieras, donde te sientas más cómodo —aceptó, aunque dentro sopesaba lo que eso significaba. A él no le gustaba salir salvo en ocasiones como aquella, pero tampoco era tan incómodo socialmente como el otro. Era capaz de sobreponerse a sus problemas e ideas.

—Ya veo. Bueno, supongo que para todos aquellos que te conocieron fue extraño que un día simplemente desaparecieras. Pero vamos, no tardarás en volver a ponerte en pie —habló casualmente, aunque se sintió raro dejando escapar esa palabras. No era algo que usualmente diría.

—Pero si necesitas ayuda… te lo digo de artista a artista —encaró a su acompañante y le sonrió. Cada gesto y ademán en el romano lucía con tanta convicción que parecía imposible. Aquel aspaviento, por ejemplo, podía infundir confianza hasta en el perro más herido.

Baldassare entonces giró el rostro hacia el interior del museo y entornó la mirada, como si se concentrara en algo. Tomó a Soren por un hombro, pero no lo encaró.

—Creo que será mejor que regresemos —le dijo, pero sonó distante, como si él ya estuviera al interior del Louvre de nuevo—. Al parece mi desaparición a sido tomada como un desplante —pero no se escuchaba preocupado. Soltó al otro y comenzó a avanzar de regreso. Sólo se detuvo para mirar a Soren por sobre su hombro e indicó con la cabeza que lo siguiera.

—Bueno, esto nos deja el camino libre para seguir la charla en ese café que propusiste —esa fue su confirmación a la invitación previa.

Al volver a entrar al museo, de inmediato los murmullos de las personas y el calor de éstas los recibieron. Fue un cambio de talante muy evidente. Cuando Baldassare entró, todos los rostros que aún continuaban ahí voltearon a verlo, pero él no se despegó de Soren, como si fuera su invitado especial, ponderado por encima de los demás. Si bien no había extendido la invitación expresa, porque no lo conocía, al más antiguo de los inmortales le quedaba claro que prefería la compañía del otro vampiro a la de las personas de alcurnia que ahí se congregaban.

La velada había resultado encantadora sin proponérselo. A Baldassare le quedaba claro que a veces no todo era tan terrible en el exterior como le gustaba pensar. Al contrario de su inesperado acompañante, su reticencia a lo social no yacía en una incomodidad social, sino en un cansancio construido a través de los años. De ver una y otra vez las mismas tonterías y banalidades y ¿quién podía culparlo? Claro, los años pasaban sin detenerse, las cosas cambiaban, pero ya muy pocas situaciones podían sorprenderlo. Muy pocas en verdad, pero no eran posibilidades nulas; ahí estaba Soren con su candidez y franqueza. Como quien haya una perla entre la arena que es toda la misma.

Le sorprendió su tranquilidad ante su precaria situación. Por desgracia ya no pudo decir mucho más, pues las preguntas llegaron de todos lados a quemarropa y si había captado bien la esencia de su acompañante, aquello seguro no le estaba gustando.

Bien o mal, Baldassare respondió algunos de los cuestionamientos de la gente. Todos excepto los que referían a Soren. Le parecía grosero que preguntaran con tanto desdén quién era el desconocido, como si fuera de su incumbencia. Pero al contrario de ellos, el vampiro no era así y sabía muy bien evadir todo aquello que no quería responder. Cuando Soren le habló al oído, detuvo todo y pidió calma alzando una mano, como el César que tiene que poner orden entre los patricios.

—Señores, muchas gracias por venir —empezó su discurso—. Y por esperarme. Prometo regresar en breve —y sin mayor explicación dejó a la gente una vez más, para irse más allá con el otro inmortal.

—Me parece perfecto —le sonrió. Era palpable el cambio que Baldassare sufría cuando hablaba con la gente de alta sociedad que estaba ahí reunida y cuando lo hacía con Soren—. Nos vemos ahí. Lamento haber robado tanto de tu tiempo —lo tomó por un brazo y apretó ligeramente para luego dar media vuelta y regresar sobre sus pasos. La gente volvió a arremolinarse a su alrededor.

Baldassare continuó respondiendo preguntas e incluso riendo de los malos chistes de aquellos hombres con tanto dinero que no iban a gastar ni en cinco vidas. Quería fondos para el museo, no para él. En algún punto alguien puso una copa de champán en su mano y la noche continuó como se suponía debió hacerlo desde el principio. Entre todas las cabezas de las personas que lo rodeaban, el romano vio allá atrás, como perdido, a Soren. Le guiñó un ojo.