Aaya Maciej

Recuerdo perfectamente la primera vez que sucedió. Cuando las bacterias se transformaban en monstruos subiendo por mi cuerpo. Cuando me agarraban de la piel y comenzaba a carcomerme, ¡se volvían pesadillas en la realidad del día a día! ¡Nunca desaparecían y siempre querían más de mí! Solo el agua pura y desinfectada podía ayudarme. Solo la sangre corriendo por mis dedos lastimados me dejaba en paz. La esponja dura contra unos dedos sumamente delgados y penosos. Los fregaba hasta verlos hincharse del dolor y solo allí me veía satisfecha.

¿Cuántos años tenía? Apenas unos nueve cuando el asco comenzó a afectarme. Aquella anciana mujer que había vivido en el pecado me recordaba que no debía ensuciarme, que tenía que ser pulcra en todo momento. Y aun así, el terror me embriagaba cuando una excitación infinita se colaba por los músculos dentro de mí. Las palabras de un veneno erizaban mis vellos haciendo así que no pudiese hacer nada más que enloquecer. ¡Era una masoquista empretecida por el dolor y el placer de sentirme pecadora!

Y con ello mismo comencé a idear un plan, uno en donde pudiese controlarme a las afueras y dejar que todo mi miedo se expulsado en la soledad. Unos guantes que serían cambiados un centenar de veces. Un maquillaje que me sacara de la realidad. Una máscara del olvido que solo funcionaba cuando el aire daba en mi rostro. “Solo tienes que aguantar” Me decía a mí misma cada vez que un entrenamiento nuevo se hacía presente. Los orbes azules con brillos violetas eran brillosos en un llanto aferrado, buscando a toda costa sobrevivir.

Y quizá alguno se pregunte, ¿para qué quieres sobrevivir si sufres en vida? Solo por el Arsénico. ¡Solo aquel veneno podía matarme! ¡Tenía que esperarlo! Beberlo lentamente mientras la muerte corroía mi cuerpo. Yo lo estaba esperando. Con emoción, encandilada por un alguien que siquiera sabía si seguiría existiendo.

¿Enamorada? Quizá, realmente no conocía la palabra, pero era lo único que me dejaba dar pasos en el camino de respirar. Y me dejaba crear una sonrisa angelical en mi rostro. Con muchas muertes hechas por mi propia mano, podía sentirme pura, limpiarme de todo pecado con el dolor de las cicatrices abiertas en mi piel, del cloro sobre mis heridas insanables. La sangre que podía notarse a través de mis guantes era el nivel de calma que yo podía llegar a tener. La enfermedad nunca podría ser tan preciosa como lo era en aquel entonces. Donde el rojo teñía todo lo que me tocara. Y la soledad comenzaba a embriagarme, encarcelándome en relatos de muertes hermosas y acertijos inconclusos.

Y la encontraría… Luego de mucho tiempo. Sabía que ese día llegaría.

Años después, siendo ya lo que se creía debería ser una dama, regresé al mundo real, a donde estaba mi verdadera infancia, a la casa de mis padres en dónde la realidad estaba frente a mí y empezaba a perseguirme. Yo no pretendía rescatar ningún hálito de sanidad de mi cabeza, pues el muro ya estaba roto, no había tesoros en el fondo del mar, quizá nunca los hubo, quizá realmente todo había sido una frustración de mi imaginación y jamás había sonreído realmente. Mas las soluciones no estaban detrás de mí, eso lo sabía muy bien, sin embargo, ¿las lograría encontrar adelante?

Todo se borronea en la oscuridad de la anomalía.

Aun así, era hora de volver a entrenar –o a sufrir como yo le decía-, de resistir cada gota de sudor cayendo por mi cuerpo, hasta que las lágrimas de sal terminen por secarse. La muerte iba a correr por mis manos y yo lo sabía, era mi destino después de todo, uno cruel e insano. Necesitaba estar limpia, estar perfecta.

¿Una cazadora? Si, una guerrera de los propios miedos, intentando superar las pestes, las pandemias que mataban el mundo y querían enterrarse en mi cuerpo. ¡Quería vencer las maldiciones sobrenaturales! Para que ninguna, jamás pudiera tocarme.

Cuando uno tiene una enfermedad y en realidad te rehúsas a buscar ayuda porque crees que lo tienes dominado, hay que empezar a buscar una lápida, un lugar cómodo para descansar en paz, ya que la muerte se avecina. Y sí, mi situación empeoraba cada día más.

Creo fervientemente que las personas son atraídas por percepciones, y de alguna manera supe que mi pasión era el sufrimiento.