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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Medea Mar Dic 01, 2015 8:16 pm


"Oh, silencioso bosque, te atravieso
Con el corazón tan lleno de miseria."
—Elizabeth Siddal.



Era en aquellas noches de luna llena en donde Medea prefería comunicarse con el mundo de los muertos, pues, se creía, que durante esas noches, cuando el astro alcanzaba el punto más alto en el cielo, las puertas de otros reinos se abrían para que así los espíritus pudieran comunicarse con los vivos. Muchos hechiceros, habilidosos en las artes de la nigromancia, aprovechaban esos momentos especiales para dedicarse a todo tipo de rituales. Medea no era la excepción y justo esa noche, entre las sombras y la soledad del bosque, iniciaría un viaje astral para recorrer los mundos invisibles y obtener las respuestas que su conciencia tanto reclamaba.

Desde hacía varias semanas había llegado a París con un propósito, pero las cosas no estaban saliendo del todo bien. Aquel traidor al que tanto buscaba, debía tener alguna protección divina para lograr escaparse de las constantes búsquedas de los espíritus que estaban al servicio de Medea. Ni siquiera Érebo, su hermano, había logrado dar con alguna pista útil. La situación cada vez parecía más a un callejón sin salida. Era verdaderamente irritante, pero no debía perder la calma y mucho menos la confianza plena que tenía en que pronto hallaría a aquel hombre y lo haría pagar por su pecado.

La muerte sería el único destino seguro para el traidor, al que comparaban con el mismísimo Prometeo, pues él también le había robado un precioso bien a los dioses.

Solía deambular constantemente entre la oscuridad de los bosques y apenas se paseaba por la exuberante ciudad; el ruido y toda aquella parafernalia de la que se sentían orgullosos los parisinos, molestaba a Medea, quien era incapaz de tolerarlos y prefería refugiarse en la calma ancestral de la naturaleza. Aunque su hermano se empeñara en que el mejor lugar para que ambos se establecieran, mientras tanto, era la capital, ella se negaba a hacerlo. Eran demasiadas las interrupciones que tendría si se quedaba en París, así que pasaba la mayor parte del tiempo en los alrededores o en los sitos más apartados y tranquilos, pues la energía solía moverse con mayor facilidad y desde luego, su faena era mucho más llevadera durante el día.

Al caer la noche, la historia solía volverse un poco más sombría.

Durante aquel plenilunio, se internó nuevamente en lugares atiborrados de abundante vegetación. Era momento de honrar a los dioses, por eso, antes de que pudiera iniciar sus acostumbradas brujerías, tenía como misión encontrar a un alma a la que pudiese sacrificar. El elegido había sido un joven mozo, quien dejándose llevar por sus deseos mundanos, terminó con el pecho mutilado. Su corazón había sido sacado sin delicadeza alguna y ahora éste reposaba en las manos ensangrentadas de Medea.

Su larga túnica se arrastraba entre el manto de hojas marchitas que cubrían el suelo; iba encaminándose hacia las zonas pantanosas del bosque. Buscaba un sitio lo suficientemente apartado para que nadie osara en interrumpirla, eso era algo que la hechicera odiaba más que nada. Atrás le seguía un fiel can de pelaje negro y brillante, sus ojos eran como los de un demonio. En el rostro de la mujer no había expresión alguna; en cada paso que daba, las auras de los espectros que pertenecían a su séquito parecían emerger entre la bruma. Tenían unos rostros demacrados por el tiempo y sus muecas eran la viva imagen de una muerte horrenda.

Entonces, se detuvo. La oscuridad marcaba su silueta y sus ojos ya no tenían su color natural.

Medea había entrado en un profundo trance a medida que se adentraba en los pantanos. Los cantos que entonaba en lenguas muertas eran las palabras necesarias para invocar a las almas de los muertos y así poder abrir los portales que conectaban al mundo de los vivos con el de los espíritus. Elevó una plegaria a sus dioses y dejó que la luz de la propia luna iluminara su cuerpo mientras sus manos se alzaban. La sangre que las cubría y el corazón humano que sujetaban, era el sacrificio que había ofrecido a Hécate.

Al momento en que acercó aquel corazón a sus labios, algo llamó su atención. Los espectros señalaron algún lugar perdido en el follaje. Al parecer, no iba a poder culminar la ceremonia de esa noche.
Se giró de inmediato y con los ojos aún blanquecinos, preguntó:

—Poios eínai ekeí?1 —Dio un paso hacia adelante—. Éla éxo, thraseís thnitós2.

Su voz estaba ronca y no sonaba tan agraciada como solía ser normalmente y con más razón, su mente había perdido la noción del tiempo y de éste mundo. Pero aquella presencia intrusa la arrastró de nuevo a la realidad o al menos eso estaba a punto de ocurrir.

—Vayan por él —ordenó a sus espíritus, los cuales emergieron del suelo como una niebla espesa.
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1 ¿Quién está ahí?
2 Sal de ahí,  humano insolente.


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Mensaje por Abel Dom Ene 24, 2016 4:37 pm

Abel extrañaba demasiado su vida en las montañas. Diez años habían transcurrido ya desde la última vez en que, ingenuamente, había decidido abandonar su hogar para internarse en París, la jungla de concreto. Desde entonces, su vida se había visto colmada de desgracias. Una década era mucho tiempo y si bien en su mente aquel lugar que lo vio crecer y volverse un hombre seguía más vivo que nunca, lo cierto es que ciertas cosas ya empezaba a percibirlas como lejanas. Por ejemplo, ya casi no recordaba lo que era internarse en un bosque de verdad, repleto de vegetación; la sensación tan acogedora que provocaba contemplar los árboles de distintas alturas enmarcado la vista. Allí, todo era tranquilo y pacífico; el aire era calmo y fresco, la tierra más hermosa y el único sonido que se escuchaba era el canturreo ocasional de los pájaros. En nada se parecía a la ciudad y la vida tan ajetreada de los parisinos que él todavía no llegaba a comprender del todo.

Pero lo que más echaba de menos Abel, sin duda, era la cacería. Tal actividad no era considerada por el muchacho como un simple deporte, como muchos en la ciudad hacían, sino que para él era algo que lo definía; un arte que sabía ejecutar demasiado bien. Para abatir a sus presas, los amantes de la cacería utilizaban armas como rifles de gran alcance, escopetas, pistolas, entre otros. Todo lo que Abel necesitaba era un arco y algunas flechas, lo demás surgía por sí solo, pues lo tenía bien aprendido desde muy pequeño.

Esa tarde, luego de cumplir con su trabajo en el invernadero de la señorita Brullova, se preparó para internarse en el bosque más cercano. Llevó consigo únicamente lo estrictamente necesario: una cantimplora de cuero tipo bota llena de agua, un arco y flechas hechos de madera que había fabricado él mismo, un cuchillo de caza, algo de cuerda y un saco que se echó a la espalda, donde metió todo lo anteriormente mencionado.

Tres horas después de haberse internado en el bosque, Abel había reunido ya algunas codornices y un par de ardillas, más que suficiente para preparar una buena cena. Sin embargo, se negaba a volver a la casa sin algunas liebres. Antes de continuar, se sentó sobre un tronco y bebió un poco de agua para refrescarse, luego miró a su alrededor. El sol ya se había ocultado y comenzaba a ponerse bastante oscuro. La falta de luz hacía la cacería aún más complicada pero, Abel, que a veces podía llegar a ser muy necio y que en esta ocasión se sentía motivado con la idea de sorprender a Annushka, decidió que cazaría por lo menos una hora más.  

Mientras preparaba el arco con una nueva flecha, un ruido que provenía de un lugar muy cercano, atrajo su atención. Abel se incorporó y con sigilo siguió aquel sonido. Pensó que se podía tratar de un venado o de algún animal de gran tamaño. Sin embargo, cuando llegó a un claro, se encontró con una escena en verdad espeluznante. Una mujer cubierta de pies a cabeza con una túnica, yacía al pie de un hombre desvanecido. Abel estuvo a punto de mostrarse pero, cuando observó cómo ésta atravesaba el pecho del varón y extraía su corazón con tal facilidad, valiéndose de una fuerza descomunal, decidió mantenerse oculto entre los arbustos. Desde allí fue espectador de lo que parecía ser un ritual. Y, probablemente hubiera seguido observando, de no ser por aquel enorme perro negro que logró olfatearlo y anunció a su ama la presencia de un intruso.

Abel salió de su escondite y retrocedió torpemente, sin dejar de mirar a la mujer que se acercaba lentamente a él. No podía quitarle los ojos de encima. Ella lo miraba con una expresión tan inescrutable, fría y también amenazante. Cuando vio que de aquella niebla espesa parecían emerger figuras diabólicas,  supo que era hora de huir.

Un sudor frío le recorrió la espina y un zumbido lo ensordeció. ¿Qué diablos era eso? Se preguntó con los ojos abiertos como platos. Se había puesto pálido y el corazón le latía como un loco. Entonces, tomó una rápida decisión. Se dejó caer sobre el suelo para esquivar a aquellos enemigos desconocidos que se aproximaban a él; rodó sobre sí mismo y cogió con firmeza su arco, preparado para luchar por su vida.

Alto —exigió apuntando con el arco, esforzándose para que la voz le saliera firme—. Si no haces que se detenga, dispararé.  

Pero sus palabras no fueron escuchadas y Abel no tuvo otra opción. Disparó la primera flecha, pero no contra la niebla, pues sabía que sería inútil, sino contra el perro negro que como un ente maligno andaba justo al lado de aquella extraña mujer. La puntería del hombre era impecable, por lo que no le fue difícil dar en el blanco. El animal lanzó un aullido desgarrador. Como pudo, Abel preparó el siguiente disparo. Si la mujer no detenía aquello, la próxima flecha sería para ella.
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Mensaje por Medea Jue Mar 31, 2016 12:33 am

Las brujas que honran a Hécate son siniestras... Enfundadas de oscuridad danzan a la luz de la luna, mientras las llamas de la hoguera se extinguen en sombras tétricas. Veneran a su reina y sacrifican almas a ella. Con hórridas sonrisas y en éxtasis, bailan con la muerte hasta que las luces del amanecer extinguen el sopor de la velada más oscura.



Y ahí, entre la arboleda funesta, se hallaba ella, su líder; vestida en tinieblas, adornada con los sutiles rayos albinos de luna. Su rostro cincelado de mortandad, suaviza sus formas ante la llegada de un nuevo invitado. La curiosidad lo ha llevado a contemplar un desagradable ritual, y en su intento por escapar del miedo, es asaltado por el aullido siniestro del can que guarda la entrada al Hades. Fue entonces, cuando Medea, invadida por la ira, arrancó a los muertos de su letargo para crear una muralla entre ella y el hombre que ha osado a herir a su amado Cerbero. Estaba indignada, molesta y no albergaba en su corazón, ningún sentimiento de misericordia. Se dejó caer de rodillas al lado del animal y acarició su pelaje brillante para apaciguar su sufrimiento, jurando en silencio lo terrible que sería su venganza en contra del mortal, que ahora, con osadía, la amenazaba.

—Pobre de ti, insignificante hombre. Has sentenciado a tu alma a un eterno castigo. Los dioses han visto tu acto tan desagradable como el de Prometeo, quien se atrevió a arrebatarles el fuego. Tú en cambio, ¡has herido al perro que está en la entrada del Hades! ¡Has profanado a Gaia con tus actos impuros! ¿Y pretendes que sienta temor ante tu presencia? —Habló finalmente, con el semblante inexpresivo. Pero su voz era tan potente que era capaz de hacer temblar a las almas errantes—. Mira... Me amenazas con el arco y la flecha de Artemisa. ¿Acaso no sientes vergüenza? Te arrastraré a la miseria por tu groseria.

Se puso de pie, dirigiéndose directamente hacia donde estaba el hombre. No le asustaba su advertencia, ella jamás se doblegaba ante nadie y menos lo haría por el arma que quería destrozar su pecho. Avanzó lentamente hacia él y le escudriñó con sus ojos oscuros, mientras sus labios se curvaban, dirigiéndole una sonrisa ladina... enigmática.

—No puedes acabar con lo que ya está muerto —dijo con voz suave—. ¿Te crees poderoso o sólo te acobardas? Tu vida será el sacrificio para la diosa, y sólo así purgarás tu pecado...

Y tras unas extrañas palabras, alzó su diestra y toda aquella bruma espesa empezó a cobrar forma. Las miradas lánguidas de los espíritus que la custodiaban, empezaron a regenerarse con tal precisión como si hubieran vuelto a la vida con tan sólo un par de vocablos extintos. Medea entonaba cantos en voz baja a la par que los espectros se materializaban, evocando imágenes grotescas y nada agradables.

—Si te atreves a soltar tu flecha, te lastimarás a ti mismo —advirtió, llevándose el dedo índice a los labios—. ¡Tráiganlo ante mí! Si intenta escapar, no encontrará salida en el laberinto del minotauro en el que ahora está.

El bosque se volvió aún más silencioso y terrible; los árboles parecían abrazarse entre sí y no daban paso a nada, imitaban la forma de un laberinto. La ilusión era tan real que cualquiera se perdería fácilmente en ella y en ese preciso instante, cuando el paraje se volvía surreal, los espectros se abalanzaron sobre el cuerpo del hombre, amenazándolo con hundirlo en tristezas y arrastrarlo a su fin. No le dejerían usar arma ninguna en contra de la diosa de las brujas, quien esperaba pacientemente consumar su venganza.
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Mensaje por Abel Lun Mayo 23, 2016 10:52 pm

Aquella mujer le provocaba escalofríos; miedo, terror de verdad. No pertenecía a ese mundo. No podía. No con esa aura tan oscura que quizá Abel no era capaz de ver, como hacían los verdaderos gitanos, pero sí de percibir, porque le helaba hasta los malditos huesos. Verla provocaba un efecto alarmante en su pulso. En aquel intolerable estado de turbación, intentó mantener firme el arco con el que apuntaba, pero las manos le seguían temblando. Pronunciaba cosas que no comprendía, hablaba de temas que él apenas había escuchado una que otra vez, principalmente de boca de Anusha, su madre adoptiva, la más anciana de todos los integrantes de su antiguo grupo. Desde luego, los gitanos creían en las fuerzas poderosas, positivas y negativas. En el bien y el mal. Tenían ciertas costumbres y también practicaban algunos ritos para protegerse, como el de encender una fogata grande a la puerta de sus hogares. Tenían la creencia de que eso mantendría distancia con cualquier ente del mal. Sin embargo, para Abel era distinto escuchar hablar de todo aquello, a tener que presenciarlo y sufrirlo en carne propia. No se sentía del todo preparado para enfrentar una realidad de tal magnitud.

El miedo se apresó de él, sofocándolo. Intentó disiparlo, pero resultaba una tarea difícil, en verdad imposible, cuando tenía prácticamente encima a una horda de demonios que amenazan con destruirlo. ¿Qué hacer entonces? ¿Cómo luchar contra algo que claramente no era de ese plano? Entonces, intentó razonar. Si su flecha había sido capaz de herir al perro que ella aseguraba era el mismísimo guardián del Inframundo, ¿por qué no le haría lo mismo a ella? Algún efecto tendría que tener. Ella aseguraba que lo que tenía enfrente era como un espejo, y que al disparar sólo lograría herirse a sí mismo pero, ¿por qué creer en alguien que acababa de arrancar un corazón del pecho de un hombre? Quizá sólo intentaba confundirlo. Parte del mal era infundir pavor, aturdir a sus víctimas, haciéndoles la tarea demasiado sencilla. No se lo permitiría. Era un hombre, hecho y derecho; había pasado por decenas de cosas, terribles, inconcebibles, no podía acobardarse ahora. Su rostro se endureció y, decidido a luchar por su vida hasta agotar el último de sus recursos, la enfrentó.

¡He dicho que atrás, demonio! O juro que te enviaré de regreso al infierno del que saliste —le gritó con rabia y con un movimiento instintivo enderezó la espalda, sosteniendo su arma con mucha más precisión.

La bruja ni se inmutó ante su amenaza. Con el rostro imperturbable, lo miró con sus ojos negros, fijamente, sin detenerse. Abel supo que debía actuar rápido. A continuación, la flecha voló. Una descarga de adrenalina lo sacudió y su sangre bombeó con fuerza a través de sus venas. ¿Daría en el blanco? ¿Funcionaría? Si no podía acabarla, al menos deseaba herirla. Ella dirigía a aquellos espíritus, un poco de distracción le daría algo de ventaja.
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Mensaje por Medea Lun Jul 11, 2016 10:25 pm

Estaba terriblemente molesta, a pesar de que su rostro parecía estar relajado y no tuviera mueca alguna; sin embargo, sus ojos demostraban todo lo contrario. Ambos eran dos cuencas oscuras y brillantes; brillaban por la ira que le causó haber visto a su fiel Cerbero herido por una flecha de aquel hombre, al que su diosa pidió castigar y al que ella misma atormentaría. Odiaba, y por lo tanto consideraba, una enorme falta de respeto, que alguien, tan mortal y ajeno a las tradiciones, interrumpiera una ceremonia sagrada como era la noche de luna de Hécate, la diosa de las brujas, a la que Medea honraba, considerándose descendiente legítima de ésta.

La noche con luna se había convertido en la más oscura y siniestra, algo que aquel hombre no olvidaría tan fácilmente. El bosque, que antes era un lugar con decenas de árboles iluminados por el halo del astro nocturno y trechos vestidos con abundante vegetación, parecía retorcerse en penumbras; la arboleda, de un momento a otro, se volvería tan alta, tanto que llegaba a la infinidad de las sombras, y los caminos que antes eran perfectamente transitables, desaparecieron. Pero esa imagen, que era la viva amenaza a la cordura, sólo era una ilusión. Ilusión misma causada por la mente ágil y sombría de Medea, quien estaba en un profundo trance, despertando y manejando a su vez, todas las energías que la rodeaban, incluyendo la de los espíritus que había invocado, quienes con sus rostros demacrados, se arrastraban lentamente hacía su víctima.

Luego del traidor de su pueblo, estaba el cazador, quien con desmesurado atrevimiento la desafiaba y alzaba su arma impía ante ella. Fue entonces cuando una flecha escapó del arco y rozó la mejilla de Medea, obligándola a reaccionar por unos segundos. Acción que sólo aumentó más su malestar. Gruñó y sus ojos se aclararon tan sólo un poco, pero eso no había sido suficiente.

—¿Te crees muy valiente por usar tu arma, primero en contra de mi fiel can, y ahora, contra mí? ¡Necio! —Esta vez su rostro se torció de pura rabia. Llevó sus dedos a su mejilla y pudo sentir la sangre descender a través de la herida; luego, sus dedos fueron a parar a sus labios, saboreando así su propia sangre—. Que poco valoras tu vida, hombre corriente.

Sentenció, al momento en que los espíritus empezaban a susurrar palabras inexplicables. Si bien se habían detenido, seguían ahí, inquietos por las futuras acciones de su líder. Sólo la ilusión del bosque se había quebrado y todo recobraba la imagen común de siempre. Sin embargo, esto no detuvo a Medea, quien se deslizó por la hojarasca, yendo directo hacia el hombre; sus ojos se clavaban en el adversario, queriendo devorarlo.

—¡No te muevas! —Le ordenó, usando sobre él la dominación. Avanzó un poco más, mientras se hundía en su mirada para tener el control absoluto de su mente—. No irás a ninguna parte, no sin mi permiso.

Finalmente la distancia se acortó entre ambos. La figura de Medea era imponente a pesar de ser una mujer; le miraba con desdén y su diestra fue a parar en el cuello del hombre, oprimiéndolo con fuerza, pero no tanto para asfixiarlo. Luego, colocó la otra mano sobre la mejilla áspera del cazador; deslizó las puntas afiladas de las garras que cubrían sus dedos y terminó hiriendo su piel, haciéndole un corte que iba desde el pómulo hasta la comisura de los labios. Se inclinó lo suficiente para lamer la herida en el rostro masculino, sin soltarle el cuello en ningún momento.

—¿Y dónde está la valentía y osadía que demostrabas hace un rato? Si intentas usar una vez más tu arco, haré que tú mismo te atravieses la garganta, ante mí y ante mis muertos —le susurró al oído—. Te ofreceré un trato: Si quieres continuar con vida, cazarás para mí; pero no cazarás animales, sino a los sacrificios para mi diosa. Si no lo haces, tú y los tuyos se rendirán a la muerte para que Hécate esté contenta.

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