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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Magdala Đurić Lun Dic 28, 2015 9:54 pm

"El aullido de los lobos nos llegó desde cerca. Fue casi como si los aullidos brotaran al alzar él su mano, semejante a cómo surge la música de una gran orquesta al levantarse la batuta del conductor."
Bram Stoker

El ardor le impedía apoyar la pierna derecha. En la pantorrilla, la carne viva comenzaba a supurar y podía sentir como si cientos de agujas le atravesasen la piel y los huesos. Luego del entierro de Maya, su madre, la habían encerrado en un pozo que oficiaba como celda, donde la alimentaron poco y nada, y sólo le dieron escasas gotas de agua. La habían sacado cuando los ataques de llanto cesaron. Su padrastro tenía pensado darse un festín. Débil y con el pecho oprimido por la pérdida, la obligó a desnudarse al tiempo que, con el cigarrillo encendido, le quemaba los antebrazos. Magdala se retorcía del dolor, pero no pedía piedad; había aprendido a no hacerlo. Cuando uno de sus hermanos entró a la tienda con el carimbo caliente en la mano, la gitana abrió los ojos de par en par, y comenzó a murmurar inentendibles “no, por favor”. Con la mirada desesperada, buscaba hacia dónde huir. Ya su espalda estaba marcada como ganado, para recordarle que siempre sería una esclava, para jamás borrar de su memoria su condición de inferioridad. El joven la sostuvo de las muñecas, mientras el hombre buscaba el mejor sitio para colocar su sello: se decidió por la pantorrilla. El instante en el que el hierro caliente le atravesó la piel, le arrancó un grito ensordecedor. Cayó de rodillas, incapaz de soportar el sufrimiento, con la respiración acelerada y los ojos llorosos. En un momento que no sabría precisar, su hermano se retiró, dejándole a Chenab la oportunidad que tanto estaba esperando; la arrastró de los cabellos hacia el catre, Magdala intentaba liberarse, pero nadie acudiría a ayudarla. El peso de su padrastro le quitó la respiración, y soltó un sollozo cuando la sangre le bañó el rostro. Levantó los párpados y descubrió a Atila con el brazo de Chenab entre las fauces...

Hacía cinco días que huía desesperada, con la ropa raída y los pies descalzos repletos de laceraciones. Las primeras horas no había sentido cansancio, sólo le preocupaba alejarse del asentamiento, pero con el correr de las manecillas de un reloj que no comprendía, su cuerpo comenzaba a pedirle un descanso que no se animaba a darle. Sólo había encontrado frutos en mal estado y agua estancada, y sobrevivía de esa forma, a sabiendas de que no lo haría por mucho más. Magdala no le tenía miedo a la muerte, había convivido con ella desde su nacimiento. El estigma de ser una bastarda la había acompañado a lo largo de sus dieciocho años, y las constantes degradaciones que sufría, la volvieron inmune a tal temor. La gitana moría cada jornada, cuando le recordaban que era un trozo de mierda que había venido al mundo a servir y a sufrir. No conocía otro modo de vida, no conocía otra forma de ser tratada.

El Sol comenzaba a ocultarse en el horizonte, un viento fresco soplaba y le arrancaba escalofríos que sólo le provocaban más dolor. Atila estaba echado a su lado, incapaz de separarse de ella. Estaba afiebrada, hambrienta y sentía escasamente su pierna. El lobo se incorporó y, cuando su lengua húmeda se posó sobre la herida, Magdala tensó la mandíbula, pero le permitió hacer, a sabiendas de que él sólo la quería proteger. Si moría, rogaba que él se alimentase de su cuerpo, no quería pudrirse en soledad. El animal se detuvo, alzó las orejas y una pata, sus dientes asomaron acompañando un gruñido. Alguien se acercaba, y la gitana imaginó que ya la habían encontrado. En aquellas condiciones, seguramente, no había podido alejarse demasiado de su gente.

Tranquilo… —le susurró. Le acarició el lomo, siempre le había gustado el pelaje gris plomo y suave de Atila. El animal seguía alerta, y segundos después, una figura emergió entre la vegetación. Magdala no tenía oportunidad de esconderse, era el fin. —Atila, amigo, vete. Si te atrapan, te matarán —sabía que aquella orden era en vano. Nada haría que el lobo se alejase de su ama; su lealtad era infinita, ella era su manada, y a pesar de que la joven sabía que debía instarlo a que se fuera, con él a su lado se sentía segura. Si la apresaban nuevamente, recordaría con dulzura el grito desgarrador de su padrastro y, su imagen favorita, sería la de su querido Atila con el hocico ensangrentado y la extremidad del hombre colgando de éste. Todo el tormento valdría la pena por el sólo hecho de tener aquel recuerdo. El aullido de su amigo le arrancó una suave sonrisa, ambos darían pelea.
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Mensaje por Thaddeus Morgenstern Mar Feb 02, 2016 2:38 pm

Cuando Thaddeus tenía diez años, recibió la maldición de la licantropía. Más de cuatro siglos habían pasado desde aquélla jodida noche y, aunque físicamente, no aparentaba tener más de treinta; bastaba con mirarlo a los ojos para ser seducidos por su locura. Con cada luna llena, el lobo lo despojaba, cruelmente, de todo rastro de humanidad. Tres días habían pasado desde su último cambio y el entumecimiento aún le perseguía. Jamás podría acostumbrarse al dolor que recorría sus huesos durante esos minutos en que la bestia, le desgarraba internamente, cegada por la ira. Oír cómo sus músculos se desencajaban, para luego acomodarse en un terrorífico pero hermoso acto, tocaban una cuerdas en su mente que le provocaban un placer enfermizo, arcaico y demente. Cualquier otro, habría perdido la razón tras una década de aullarle a la Luna. A diferencia de los cambiantes, ellos no se transformaban indoloramente. Quizás aquello se debía a que el leñador, había pasado por esas fases, cuando cargaba encima kilos de plata. Su padre, no había escatimado en protegerse del animal cuando sabía que éste, estaba cerca de aparecer. Ni el paso del tiempo había borrado las marcas que había dejado en sus muñecas, cuello y tobillos, ese metal. La manera en que quemaba a los de su clase, no tenía precedentes. Se había arrepentido al segundo de permitirle a Hannes que lo aprisionase pero, no supo realmente cuánto, hasta que la bestia lo atrajo con su oscuridad y promesas. Eran una misma ahora aunque, Emmerich no se engañaba, era ella quien tenía el mando. A veces, se sentía como un espectador; y otras, como el poseedor de su cuerpo. Sintiéndose dueño de esa parte de los bosques, pues era allí donde tenía su vivienda, había cogido temprano el hacha para ir a talar madera. No necesitaba cargar consigo una carretilla. No más. No desde que poseía la fuerza de mil caballos. Podía llevar sobre su hombro grandes troncos y acercarlos a su cabaña para cortarlos. Ir y venir, le resultaba tranquilizante; le permitía pensar en los nuevos cambios que se avecinaban. Había comprado la taberna que antaño, había pertenecido a una vampiresa y, con lo que tenía ahorrado, emprender ese negocio sonaba prometedor. Aquello, serviría para afianzar vínculos con su manada. La mayoría de ellos, eran migrantes como él. Tener un sitio con el cuál sostenerse, les haría sentirse sólidos. Si a eso le añadían que en esos sitios se intercambiaba información de todo tipo, sus oídos estarían prestos para hacerse con ello.

Tres de sus lobos salvajes le acompañaban esa tarde. Los demás, perezosos, habían preferido quedarse en casa. Thaddeus tenía que regresar y salir de caza. Esperaba que Elsbeth – su hermana – ya hubiese conseguido la carne humana para cocinarla. Ella, a pesar de no vivir con él, sabía cuáles eran sus preferencias y; como cualquiera bajo su dominio, sabía que su palabra era ley. La noche anterior no había llegado y eso le había molestado a sobremanera. No estaba dispuesto a tener otra cena mediocre. Iría él mismo por su presa. Mejor que sobrase a que faltase. Se dirigía de vuelta a su morada cuando uno de los lobos salió disparado de su lado. El alemán, aunque también de sangre inglesa, dejó que su sentido del olfato desglosara todos los aromas que le rodeaban. Un gruñido brotó de sus fauces en señal de aprobación. Lachlain, conocedor de que los humanos en su territorio, pasaban a ser propiedad de su Alfa, había ido en busca de la intrusa. El picante, especiado y viciado olor, la marcaban como una hembra. Cerró los ojos. Su ojo superior, una de sus preferidas habilidades, le mostró la visión. Un lobo plateado, que no era el suyo, gruñía. Si no lo supiera, su manera de mostrarle los dientes, le habría enviado el mensaje claro de que lucharía hasta la muerte. Cerca, Emmerich vio a la persona que defendía. No cualquiera se ganaba el respeto y la lealtad de una criatura imponente como esa. Podía oler el miedo, la sangre de las laceraciones, pero también la aceptación de su destino en el rostro de la joven. Con su poder, vio cuando su lobo llegó, gruñendo con ferocidad. No atacaría, no hasta que le diera la orden o hasta que el otro se lanzase sobre él. Sus mascotas, aunque prefería llamarlos compañeros, eran sangrientos e implacables cuando luchaban. Abrió los ojos y continuó su andar. Sus zancadas eran grandes, pero parecía no llevar prisa. La espera e intriga por lo que vendría a continuación, era un plato que sabía mejor frío. La carne cruda y cualquier otra parte del cuerpo humano, en cambio, acabarían en su olla y posteriormente, en su estómago. Calculaba que la fémina no tendría más de diecisiete o dieciocho años. ¡La flor de la juventud! Se merecía ser parte de un platillo exquisito. Después de todo, no cualquier noche, la cena tocaba a su puerta. – Será mejor que éste sea tu presente para el Alfa. – Agregó finalmente, dirigiéndose, desde luego, no a la humana.
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Mensaje por Magdala Đurić Dom Mar 27, 2016 9:48 pm

La figura canina que emergió de las profundidades del bosque, la tomó por sorpresa. Magdala creía que sería asediada por los hombres de su padrastro, y contrario a ello, en un santiamén, se vio rodeada por lobos de miradas feroces. Atila tenía el tamaño del Alfa, con el cual se medían, incapaces de quitarse la mirada. La gitana los observaba con fascinación, dos animales hermosos que perecerían en una lucha. Sabía que era su amigo el que tenía las de perder, no podría dar pelea a todas las bestias, no sobreviviría. La sola idea de que Atila muriese por su culpa, la había atormentado desde que era un cachorro. Siempre lo habían golpeado, cuando él se esmeraba en cuidarla de los maltratos de su familia, era el primero en recibir latigazos y cortes. Atila desaparecía por días, y volvía con su cuerpo casi recuperado, para luego volver a sufrir un castigo. Luego, cuando se convirtió en un lobo joven, musculoso y feroz, ya no se atrevieron a acercársele, y cuando él se encontraba junto a ella, eran los únicos momentos en los que era ignorada. Era su lobo el único que le había dotado con algo de dignidad, y si él moría, se llevaría lo único bueno que había tenido.

Atila se colocó frente a ella, cuando un hombre apareció del mismo sitio del que habían surgido los otros animales. La tensión en los músculos del animal se asentó, sus ojos se inyectaron aún más, reconociendo el peligro inminente. Ante sus iguales, podía dar batalla, pero reconocía la superioridad del extraño. Magdala reparó en la anchura de sus hombros, en su cuerpo de gladiador, sus manos enormes, su barba abundante, su mirada de demonio y su voz salida de lo más profundo del Infierno, como si el propio Hades se hubiera materializado. A la gitana la recorrió un escalofrío, no de temor, sino porque nunca había visto un aura semejante. Jamás le habían enseñado a utilizar sus poderes, pero la oscuridad emanaba de aquel hombre, como el hedor de un animal muerto, lo envolvía, era parte de su propia piel, de su propia alma, y a lo único que le tuvo pavor, fue al destino de Atila en sus manos. Sabía reconocer el mal cuando se posaba frente a ella, y el desconocido era la viva representación de ello.

Se dirigía a Atila, y la única respuesta del lobo ante sus palabras, fue dar un paso hacia atrás –no en señal de sumisión, sino cubriéndola aún más- y emitir un gruñido que ella nunca le había escuchado. Comprendió que la reconocía como su Alfa, y eso la emocionó. Le hubiera gustado poder comunicarse con él como lo hacía aquel hombre, pero no había sido dotada con aquella virtud; pero sabía que su lobo comprendía cuando le hablaba, que reconocía sus emociones y que su mirada, cuando se dirigía a ella, cambiaba por completo, se dulcificaba; Atila la adoraba y veneraba, y quizá por eso nunca la había abandonado. Magdala comprendía su naturaleza libre, lo extrañaba cuando desaparecía semanas completas, y lo recibía con amor cada vez que regresaba; siempre, no importaba el tiempo que pasase, volvía a sus brazos. Ella robaba comida para él, a pesar de saber que era un cazador empedernido, pero le gustaba cuando comía de su mano como cuando era un pequeño indefenso. Con el resto del mundo, Atila era una bestia feroz, espléndida y atemorizante; no había quien no admirase su pelaje brillante, sus dientes filosos como espadas y su porte de guerrero. En más de una ocasión habían querido comprárselo, pero ella moriría antes de separarse de él.

Atila, no es necesario que te quedes conmigo —le habló en hindi, su idioma natal. El lobo continuaba dándole la espalda, pero movió sus orejas levemente. La estaba escuchando. —Éste hombre puede darte algo mejor, yo ya estoy muerta. Morí hace mucho tiempo. Quizá nunca nací, querido amigo —la voz le salía rasposa, no sólo por no haber emitido sonido en días, sino por la sed y el dolor, que se volvían un tormento insoportable. La muerte era la única puerta que debía cruzar, y ya estaba cansada de tanto padecer. Desmoralizada y agonizante, ya nada le quedaba, y Atila aún era joven y fuerte. —Pero tú te mereces vivir, te mereces todo lo que no he podido darte… —el animal giró su cabeza y, por primera vez, la fulminó con su mirada. Magdala comprendió que estaban juntos en eso, y que él no la abandonaría.

No lo mate —en ésta ocasión, se atrevió a dirigirse al desconocido. Sus conocimiento de francés no habían mejorado demasiado, y le costaba encontrar las palabras adecuadas. —Usted y sus compañeros hagan de mí lo que quieran, pero permítale vivir —apoyó las manos en el césped, intentando incorporarse, pero los brazos le temblaron y no logró moverse. Una astilla del tronco se le clavó en la espalda. —No tengo miedo, señor. Sólo quiero que Atila sea libre —sentenció y, por primera vez en su vida, se atrevió a mirar a alguien a los ojos. Aquellas orbes la intimidaron, pero no desvió las propias. El destino de Atila dependía de ella.
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Mensaje por Thaddeus Morgenstern Dom Mayo 08, 2016 3:10 am

“Preferimos morir, que estar de rodillas ante el enemigo.” Esa, era la frase que les identificaba. La manada que Thaddeus lideraba, no sólo era salvaje, sino también sanguinaria. Cuando comenzaban una pelea, lo hacían hasta las últimas consecuencias. La violencia los caracterizaba. No tenían miedo a nada. Nunca se preocupaban más allá de despedazar a sus enemigos y hacer un banquete con sus vísceras. Pensaba en todo eso, mientras admiraba la posición del magnífico ejemplar que acompañaba a la hembra. Le advertía que lucharía a muerte, aun cuando era consciente de que tenía las de perder. Si bien el licántropo, nunca enviaría a sus lobos a atacar en grupo, uno sólo de ellos jugaría sucio. Habían aprendido, al igual que cada uno de sus betas y deltas, a que el honor no hacía al vencedor. La muerte era piadosa, pero no ellos. Parecía que, cuanta más sangre se derramara, más orgullos estaban. Con el entrenamiento correcto, el leñador estaba seguro de que incluso, podría ganarle al más salvaje de sus compañeros de caza. Si bien no entendía el idioma que la joven utilizaba para hablar con el lobo, pudo leer, a través del comportamiento del animal; que no estaba de acuerdo con ella. Decir que no le gustaba no ser partícipe de esa conversación, era innecesario. Se podía ver en su mirada, el poco control que poseía para no exigir que se le incluyera. La vena en su cuello, estaba tensa, al igual que sus músculos. En sus huesos, quedaba el eco del dolor de sus transformaciones; mismos que parecieron tronar, cuando él dio un paso más en su dirección. Aunque había sido sólo uno, debido a su tamaño, había casi consumido la distancia que los separaba. Lachlain, enseñó sus dientes, también moviéndose. Hombre y bestia, se pararon lado a lado, mostrando un impenetrable fuerte. Atila, como ahora sabía que se llamaba su protector, actuaba de la misma manera, excepto que usaba su cuerpo como barrera. Había algo en la voz de la fémina, sin embargo, que atraía al mismo Thaddeus. El miedo que aseguraba no sentir, no había desaparecido del todo de su aura. Ahora sabía, que no era por su destino que temía, sino por el de su lobo.

Aquello no sólo le resultaba interesante, sino asombroso. Un simple humano, dando muestras de tal lealtad, al borde de la muerte, era algo digno de admirar. Había creído, al verla a través del ojo superior, que sólo se alimentaría de otro infeliz ser. ¡Nada más lejos de la verdad! La joven, herida y claramente al borde del colapso, pedía el indulto para su compañero. No conforme, le sostenía la mirada, haciendo gala de una voluntad que pocos poseían. Sobre todo, si se tomaba en cuenta que ella, no era ninguna de los suyos. ¿Cuánto más podría soportar el peso de su poder? Emmerich, se negó a apartar su mirada. No sería él, quién retrocediera. Podría hacer eso, todo el maldito día. – ¿Lo condenaría a la soledad, cuando puede vivir entre los suyos? – Su pregunta no contenía acusación, no completamente. Quería entender, porqué el lobo había permanecido a su lado. Incluso los más solitarios, siempre terminaban por volver a casa. Era parte de su naturaleza, vivir en grupos. Los licántropos, también sentían esa necesidad, pero podían refrenarse, si apelaban a su parte humana. Dado que él no poseía una, su destino había sido trazado tras romper sus cadenas de plata. – No tiene miedo, pero se rinde. ¿Cuál es la diferencia? – Tras darle una orden a Lachlain, para que permaneciera en su lugar, advirtió también a Atila que no haría nada que diese inicio a una pelea. Cuando éste gruñó en respuesta, Thaddeus hizo lo propio. Era él, quien impondría su voluntad en esa ocasión. Sus lobos salvajes, no tenían nada que ver en ese asunto ahora. Ellos le pertenecían, porque así lo había decidido en última instancia. – Vendrás conmigo. – Ordenó, cuestionándose si podría serle tan leal a él, como lo era a su lobo. Desde que su hermana pasase la mayor parte de las noches lejos de su hogar, vivía solo, en compañía de sus animales. Conseguir humanos que trabajasen para él, no sólo era difícil, sino imposible. La mayoría de las veces, terminaban siendo alimento para ellos. Si la joven podía permanecer alrededor, ganándose la confianza de las bestias, sería un excelente activo. Él le enseñaría lo que fuese necesario. – Cuidaré de ti, siempre que hagas lo que te pido. Ahora dime, ¿alguien viene tras de ti? – Lo primero sonaba a amenaza y lo segundo, a demanda.
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