AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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The Night Has a Thousand Eyes → Privado
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The Night Has a Thousand Eyes → Privado
“The night has a thousand eyes
And the day but one
Yet the light of the bright world dies
with the dying sun.”
― Francis William Bourdillon
And the day but one
Yet the light of the bright world dies
with the dying sun.”
― Francis William Bourdillon
Resbaló con un charco de nieve derretida asentado a la orilla de una acera y apenas alcanzó a meter las manos para no irse de bruces. Soltó de ese modo el par de dagas que llevaba en las manos. El sonido del metal chocando con los guijarros planos de la calle hizo eco por la ciudad desierta. «Mierda» musitó y se irguió de prisa, como tratando de ocultar la vergüenza, a pesar de estar solo. Se sacudió la ropa y luego fue a por las armas que soltó, un par de cuchillos de plata, con inscripciones en cirílico. Estaba distraído, eso nunca solía sucederle. Su presa de la noche, como es de suponerse, había huido, aprovechando la torpeza del inquisidor, misma que le hacía bullir la sangre. Él, el que había destacado en el entrenamiento, en cada reto que se le presentó, de pronto patinaba así como un tonto y dejaba escapar a la captura de la jornada.
Arriba en el cielo, su halcón Stribog chilló mientras lo sobrevolaba en círculos. Vasiliy hizo una seña con la mano, y quizá fue coincidencia o verdad, pero el animal se alejó, para cazar en el bosque. Ya no lo necesitaba, pues esa cruzada nocturna había resultado fallida, como había sido desde hacía algunas noches.
Atribuyó su poco éxito a su prometida. Así de fácil y así de injusto, e incluso él sabía que no estaba bien, que eso que estaba haciendo era leonino, que si fallaba era su culpa y sólo suya. ¿Qué cambiaba si Ivka estuviera ahí con él? Nada, ella era una bibliotecaria y él un soldado, era su deber el de ir tras los seres sobrenaturales, no el de ella. Pero estar solo con Ivka, en una ciudad desconocida, sí que lo trastornaba a ese grado. Lo descolocaba y entonces sólo podía pensar en que la chica era más perjudicial de lo que había previsto.
Con habilidad giró las dagas en sus manos para luego guardarlas en los cinchos diseñados para ese fin, ajustados al rededor de la cintura. Suspiró. ¿Qué le quedaba? ¿Ir por un trago? Ese no era su estilo. Pero tampoco quería regresar a esa habitación de hotel que, por ahora, les servía de casa. No se atrevía a decir que era un hogar, porque distaba mucho de serlo.
Un perro aulló a lo lejos y Vasiliy arrastró los pies con desgana hasta que ese entrenamiento de inquisidor en el que había destacado, hizo que se percatara que no estaba solo. Pero no se trataba de ese vampiro al que le había estado siguiendo la pista y esa noche había escapado. Aquel morador de la noche no podía ser tan tonto, pero entonces, ¿quién?
—No estoy de humor para juegos —advirtió con voz firme y cansada. Ver a Vasiliy perder el control rayaba en lo imposible y eso era lo más cercano que uno podía llegar a apreciar. El talante tenso y la voz cortante, algo de agotamiento en su pose, pero nada más, en sus facciones de samoyedo no se distinguía nada, sólo pura y absoluta decisión, como era siempre, sin importar las circunstancias. Quien estuviera ahí, quizá pagaría el precio de las frustraciones previas del inquisidor.
O podía resultar un simple humano, escurridizo, con ganas de bromear.
Última edición por Vasiliy Korsakov el Jue Ene 07, 2016 12:18 am, editado 2 veces
Vasiliy Korsakov- Inquisidor Clase Media
- Mensajes : 63
Fecha de inscripción : 07/10/2015
Localización : París
Re: The Night Has a Thousand Eyes → Privado
El asesino sólo se detuvo cuando el chasquido del cuello de su víctima le hizo darse cuenta de que había apretado demasiado. No le gustaba demasiado el sabor de la sangre muerta, al menos más allá de los primeros minutos de la muerte: se volvía tóxica, casi tan ardiente como el filo de su espada lo había sido en otros tiempos, y desde luego tan venenosa como su mente enferma lo era en aquellos momentos. Aunque antaño nunca hubiera estado cuerdo, ahora Ciro estaba mucho peor, y la mujer a la que había destrozado con su fuerza animal y cuya mirada vidriosa le devolvería la suya de no colgarle los ojos de las cuencas por los nervios era un buen retrato de ello.
Él ni siquiera se había dado cuenta de que la fuerza le había roto todos los huesos y la había sumido en una indescriptible agonía; de haberlo hecho, habría apretado aún más. El dolor de sus torturas, aún demasiado recientes y cuyas muescas aún podían verse en su cuerpo magullado, se había vuelto insoportable aquella noche en concreto. Las quemaduras del sol, que aún no se le curaban aunque él se cebara de sangre para acelerar el proceso, eran particularmente intensas en sus dedos, entumecidos en algunas partes y directamente amarronados y con costras en otros. Parecía un sucio y vulgar humano, y había pocas cosas que Ciro odiara más que esa.
Entre las que sí odiaba, cuando era lo suficientemente consecuente con sus actos para mantener cierta coherencia (¡la sola idea de hacerlo le resultaba hilarante a veces!), era no recordar dónde se encontraba. O, mejor dicho, recordarlo diferente, porque él habría jurado que se estaba alimentando en su antigua polis y resultaba que el chasquido le había hecho darse cuenta de que estaba en el centro de París, todo lo lejos de Esparta que cabía imaginar en la mente de un parisino cualquiera. Con un bufido, arrojó el cuerpo al río Sena para que se encargaran los peces de rematarlo y se limpió la sangre a medio coagular que se enredaba en su frondosa barba.
Ciro tenía apariencia de mendigo, y solamente un buen observador podría darse cuenta de que bajo la mugre y los harapos su pose era la de un rey orgulloso venido a menos. Eran demasiados matices para que cualquiera los comprendiera así porque sí, y aunque le ofendía que nadie fuera capaz de darse cuenta de ello, al mismo tiempo le daba absolutamente igual. Esa y otras contradicciones en la mente de Ciro eran tema recurrente aquella noche; tal vez la siguiente lo fuera la manera más apropiada de forjar una espada para un general. Con él, nunca se sabía, y esa lección fue la que aprendió su siguiente víctima.
Había escuchado la persecución del inquisidor al vampiro de fondo y no le había prestado demasiada atención, al menos conscientemente. Dado que el chasquido se mezcló con las dagas al caerse, tampoco podía decirse que después hubiera hecho mucho caso, pero cuando el vampiro se le acercó, atraído por la sangre fresca que aún quedaba en sus manos, fue de pronto consciente de todo, con la absoluta certeza de que no era otra ilusión de las que su mente a veces plasmaba ante sus ojos claros y fríos. Y, como no podía ser de otra manera, el otro vampiro lo atacó al verlo desorientado y con la mirada perdida, en busca de la sangre de un ser antiguo como lo era él, y fue tan consciente de lo que hacía que, por un momento, pareció el viejo Ciro de nuevo.
Ciro se puso en posición defensiva y recibió varios golpes suaves hasta dejar a su rival en la posición perfecta para dar el suyo. La pelea, que se le antojó demasiado corta, duró en realidad varios minutos, en los que al inquisidor le dio tiempo de sobra de llegar a su altura. El vampiro atacante no lo percibió; Ciro, por su parte, sí. Aunque eso no significaba que le importara en absoluto, y de hecho, delante de las narices del humano, atravesó el pecho del vampiro con su puño ya herido y con cicatrices para arrancarle el corazón. ¿Qué más daba que hubiera espectáculo...? Bueno, ¡cuánto mejor que lo hubiera!
– Estoy bastante seguro de que esto era tuyo. – fue su recibimiento al inquisidor, momentos antes de lanzarle el cuerpo del vampiro ya fallecido y su corazón, que aterrizó sobre el ser a punto de hacerse cenizas. Aunque la sonrisa no se le había visto en los rasgos, era lo suficientemente explícita en su tono de voz como para darse cuenta de que Ciro, el vampiro sádico que acababa de asesinar a uno de los suyos, se estaba divirtiendo con la solución y, quizá (muy probablemente), también con la torpeza del inquisidor que no había sido capaz ni de capturar a un vampiro débil ni de percibirlo a él antes de su propio asesinato.
Él ni siquiera se había dado cuenta de que la fuerza le había roto todos los huesos y la había sumido en una indescriptible agonía; de haberlo hecho, habría apretado aún más. El dolor de sus torturas, aún demasiado recientes y cuyas muescas aún podían verse en su cuerpo magullado, se había vuelto insoportable aquella noche en concreto. Las quemaduras del sol, que aún no se le curaban aunque él se cebara de sangre para acelerar el proceso, eran particularmente intensas en sus dedos, entumecidos en algunas partes y directamente amarronados y con costras en otros. Parecía un sucio y vulgar humano, y había pocas cosas que Ciro odiara más que esa.
Entre las que sí odiaba, cuando era lo suficientemente consecuente con sus actos para mantener cierta coherencia (¡la sola idea de hacerlo le resultaba hilarante a veces!), era no recordar dónde se encontraba. O, mejor dicho, recordarlo diferente, porque él habría jurado que se estaba alimentando en su antigua polis y resultaba que el chasquido le había hecho darse cuenta de que estaba en el centro de París, todo lo lejos de Esparta que cabía imaginar en la mente de un parisino cualquiera. Con un bufido, arrojó el cuerpo al río Sena para que se encargaran los peces de rematarlo y se limpió la sangre a medio coagular que se enredaba en su frondosa barba.
Ciro tenía apariencia de mendigo, y solamente un buen observador podría darse cuenta de que bajo la mugre y los harapos su pose era la de un rey orgulloso venido a menos. Eran demasiados matices para que cualquiera los comprendiera así porque sí, y aunque le ofendía que nadie fuera capaz de darse cuenta de ello, al mismo tiempo le daba absolutamente igual. Esa y otras contradicciones en la mente de Ciro eran tema recurrente aquella noche; tal vez la siguiente lo fuera la manera más apropiada de forjar una espada para un general. Con él, nunca se sabía, y esa lección fue la que aprendió su siguiente víctima.
Había escuchado la persecución del inquisidor al vampiro de fondo y no le había prestado demasiada atención, al menos conscientemente. Dado que el chasquido se mezcló con las dagas al caerse, tampoco podía decirse que después hubiera hecho mucho caso, pero cuando el vampiro se le acercó, atraído por la sangre fresca que aún quedaba en sus manos, fue de pronto consciente de todo, con la absoluta certeza de que no era otra ilusión de las que su mente a veces plasmaba ante sus ojos claros y fríos. Y, como no podía ser de otra manera, el otro vampiro lo atacó al verlo desorientado y con la mirada perdida, en busca de la sangre de un ser antiguo como lo era él, y fue tan consciente de lo que hacía que, por un momento, pareció el viejo Ciro de nuevo.
Ciro se puso en posición defensiva y recibió varios golpes suaves hasta dejar a su rival en la posición perfecta para dar el suyo. La pelea, que se le antojó demasiado corta, duró en realidad varios minutos, en los que al inquisidor le dio tiempo de sobra de llegar a su altura. El vampiro atacante no lo percibió; Ciro, por su parte, sí. Aunque eso no significaba que le importara en absoluto, y de hecho, delante de las narices del humano, atravesó el pecho del vampiro con su puño ya herido y con cicatrices para arrancarle el corazón. ¿Qué más daba que hubiera espectáculo...? Bueno, ¡cuánto mejor que lo hubiera!
– Estoy bastante seguro de que esto era tuyo. – fue su recibimiento al inquisidor, momentos antes de lanzarle el cuerpo del vampiro ya fallecido y su corazón, que aterrizó sobre el ser a punto de hacerse cenizas. Aunque la sonrisa no se le había visto en los rasgos, era lo suficientemente explícita en su tono de voz como para darse cuenta de que Ciro, el vampiro sádico que acababa de asesinar a uno de los suyos, se estaba divirtiendo con la solución y, quizá (muy probablemente), también con la torpeza del inquisidor que no había sido capaz ni de capturar a un vampiro débil ni de percibirlo a él antes de su propio asesinato.
Invitado- Invitado
Re: The Night Has a Thousand Eyes → Privado
“Warriors should suffer their pain silently.”
― Erin Hunter, Into the Wild
― Erin Hunter, Into the Wild
Avanzó lo suficiente, apenas unos pasos, para llegar a tiempo y presenciar la escena. Se mantuvo impertérrito ante el espectáculo. No era la primera vez que veía tanta saña, aunque eso sí, sí era la primera ocasión en la que presenciaba como un vampiro mataba a otro. Vasiliy nunca había ansiado ningún don sobrenatural, al contrario, su vida entera la había dedicado a repudiar todo lo que esos seres significaban; pero en ese instante, al ver la facilidad con la que el señor de la noche que ahora se erigía frente a él había travesado el pecho del otro, envidió esa fuerza, esa habilidad. No porque le gustara matar, el ruso no veía su oficio como el de un asesino. Era un soldado y acataba órdenes y se había jurado ser el mejor. Con aquellas potestades podría hacer su gran limpieza de manera más expedita.
Sacudió la cabeza, apartando esos pensamientos de su mente, que un segundo más tarde, le parecieron aberrantes. Llenó de aire sus pulmones, ensanchando así la caja torácica. Vasiliy era más del tipo espigado que corpulento, pero incluso de aquel modo, sabía que podía imponer bastante. No dejaba de ser el príncipe nenet que debía gobernar en la tundra y no estar ahí, soportando a un vampiro. Tampoco esperaba que el otro se amilanara. Entornó la mirada, achicando los ojos rasgados y sonrió con un dejo de burla.
—Gracias —observó el sanguinolento bulto. Parecía que aún se convulsionaba en medio del último estertor para luego hacerse nada. Con la punta de la bota, pisó ahí donde ahora sólo había cenizas como si apagara un cigarrillo. Distrajo los ojos en aquel movimiento de su pie, pero continuó—: ¿qué se supone que eres? ¿Un vampiro que mata a los suyos? ¿Alguna especie de vengador? —Volvió a clavar los ojos oscuros en el inmortal. Era más zarrapastroso que muchos otros con los que ya había combatido y eso llamó su atención.
También le pareció que era más brutal. No es que otros como él le hubieran demostrado especial amor a la humanidad, pero la inquina y la indiferencia con la que había atacado era poco veces vista. Empuñó las dagas de plata que momentos atrás había soltado con torpeza de sus manos.
—Estoy seguro que no te quieres ir sin una pelea. Pareces del tipo que busca riña por diversión —miró las máculas de sangre aquí y allá en su figura, que lo comprobaban. Aquel hombre hedía a muerte. No supo por qué retaba de manera tan descarada, quizá quería revancha, quizá quería descargar sus frustraciones o maldecir al hombre que le había arrebatado a la presa que había seguido durante noches. Quizá la adrenalina lo controlaba como pocas veces se dejaba maniatar.
—Porque vamos… —dio un paso más al frente y se plantó ahí donde las cenizas ya eran sólo un montículo que el viento nocturno esparcía por París—, no puedes llamar a eso una pelea. El pobre diablo apenas si supo qué lo golpeó. Y ya que me dejaste sin la captura de la noche... —dejó inconclusa la frase porque se intuía el final. Extrajo las dagas de sus respectivas fundas y las chocó, haciendo ese ruido característico del batir de dos hojas afiladas.
Había estado distraído, era cierto, pero el fallo podía ser un aliciente muy fuerte si se manejaba de la manera correcta. Y si se veía hacia atrás la vida de Vasiliy, era fácil dilucidar que los caminos que lo habían conducido hasta ahí, hasta ese exacto punto en el tiempo y el espacio, era precisamente eso; la pérdida, la venganza, la desilusión. Era un hombre, un inquisidor, el soldado más fiero, que tomaba todo aquello que se suponía debía sobajarlo y lo convertía en una fortaleza. Y aquella noche más que nunca, iba a ponerlo a prueba.
Volvía a ser el guerrero de la meseta congelada, al que le arrebataron un trono y una madre. Y tenía ansias como no solía tenerlas, de atacar.
Vasiliy Korsakov- Inquisidor Clase Media
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Fecha de inscripción : 07/10/2015
Localización : París
Re: The Night Has a Thousand Eyes → Privado
Como si se tratara de un animal perdido, inocente en su voracidad, Ciro ladeó la cabeza sin perder ni un solo detalle de las palabras del cazador de ojos rasgados. Por su mente se paseó la imagen de uno de los antiguos medos contra los que él había luchado, pero las semejanzas eran mucho menores que las diferencias, y enseguida apartó el recuerdo para centrarse en el presente. En las palabras del humano, mortal, que elucubraba sobre él de una manera que, de no estar tan alejada de la realidad, le provocaría risa.
¿O no lo estaba? En cierto modo era un vengador, claro, pero de sí mismo y de lo que le habían hecho a él. No buscaba matar vampiros, solamente a un humano con el ego demasiado crecido y que se había atrevido a pasarse de listo con él, el rey espartano que había sido destronado de la vida para reinar en la inmortalidad. O mendigar, que era lo que estaba haciendo en aquel momento, con una sed de sangre que sobrepasaba hasta sus necesidades más básicas.
– No lo he llamado pelea, está bastante claro que no lo ha sido. – respondió, muy despacio, como si en vez de a un hombre crecido tuviera delante a un niño que no comprendía bien el idioma. Tal tono daba muestra del desprecio que Ciro sentía por su contrario, no por él, porque quizá en otro momento le habría hasta caído en gracia, sino por la situación. Le parecía absolutamente innecesaria su ansia por pelear, pero no por ello iba a negarse: antes de nada, él era un guerrero, y jamás daba la espalda a un desafío.
Echó un vistazo rápido a las dagas de plata que el cazador, o inquisidor, o lo que fuera, no era como si realmente le prestara atención, había recuperado y después volvió a mirarlo, esta vez con la cabeza enderezada. Tal vez hubiera mostrado desprecio, visible ante los ojos poco atentos de cualquier espectador casual, pero su lenguaje corporal indicaba otra cosa: estaba a la defensiva, pendiente de la pelea que seguramente se iniciaría en unos momentos, y en una tensión tal que su cuerpo estaba duro como una roca, de poder ser tocado por alguien que no fuera él mismo.
– Deberías admitir que el que quiere pelear eres tú en vez de echarme la culpa a mí. – sugirió, encogiéndose de hombros a continuación para, así, que su rival (pues en su cabeza ya lo había metido en la categoría de enemigo con el que iba a luchar aquella noche, el único pensamiento racional que tendría aquella noche casi con toda seguridad) no se esperara el rápido movimiento con el que lo placó, valiéndose de su fuerza sobrehumana. Gracias a ese ataque, consiguió que no recurriera de inmediato a las dagas, lo cual habría sido aburridísimo… al menos para él.
¿Qué sentido tenía que tuviera algo con lo que podía matarlo? Otra vez, se entiende, porque muerto ya lo estaba desde el momento en que su propia polis lo había condenado a morir por inanición y habían conseguido que muriera, pero no exactamente. ¿Y así había pasado Esparta a los libros de historia…? De no haber sido por él, la polis se habría quedado en la oscuridad eterna por los siglos de los siglos, y de hecho una vez él había desaparecido todo había ido cuesta abajo. ¿Le pasaría lo mismo al cazador? Qué más daba…
Sin inmutarse lo más mínimo, apretó los puños y le dirigió un solo golpe a la cara. Parecía como si le estuviera dando tiempo para que se defendiera, y probablemente fuera así, porque si algo podía decirse de Ciro era que se aburría rápidamente, y con una aniquilación rápida había tenido bastante aquella noche. Si el cazador tendría que morir, que así fuese, él dejaría que fuera el encuentro el que lo dictara, pero al menos pelearía con él. Aunque sólo fuera por acabar con el tedio existencial que invadía su mente cada noche que dejaba de ser el vengador que el otro lo había acusado de ser.
¿O no lo estaba? En cierto modo era un vengador, claro, pero de sí mismo y de lo que le habían hecho a él. No buscaba matar vampiros, solamente a un humano con el ego demasiado crecido y que se había atrevido a pasarse de listo con él, el rey espartano que había sido destronado de la vida para reinar en la inmortalidad. O mendigar, que era lo que estaba haciendo en aquel momento, con una sed de sangre que sobrepasaba hasta sus necesidades más básicas.
– No lo he llamado pelea, está bastante claro que no lo ha sido. – respondió, muy despacio, como si en vez de a un hombre crecido tuviera delante a un niño que no comprendía bien el idioma. Tal tono daba muestra del desprecio que Ciro sentía por su contrario, no por él, porque quizá en otro momento le habría hasta caído en gracia, sino por la situación. Le parecía absolutamente innecesaria su ansia por pelear, pero no por ello iba a negarse: antes de nada, él era un guerrero, y jamás daba la espalda a un desafío.
Echó un vistazo rápido a las dagas de plata que el cazador, o inquisidor, o lo que fuera, no era como si realmente le prestara atención, había recuperado y después volvió a mirarlo, esta vez con la cabeza enderezada. Tal vez hubiera mostrado desprecio, visible ante los ojos poco atentos de cualquier espectador casual, pero su lenguaje corporal indicaba otra cosa: estaba a la defensiva, pendiente de la pelea que seguramente se iniciaría en unos momentos, y en una tensión tal que su cuerpo estaba duro como una roca, de poder ser tocado por alguien que no fuera él mismo.
– Deberías admitir que el que quiere pelear eres tú en vez de echarme la culpa a mí. – sugirió, encogiéndose de hombros a continuación para, así, que su rival (pues en su cabeza ya lo había metido en la categoría de enemigo con el que iba a luchar aquella noche, el único pensamiento racional que tendría aquella noche casi con toda seguridad) no se esperara el rápido movimiento con el que lo placó, valiéndose de su fuerza sobrehumana. Gracias a ese ataque, consiguió que no recurriera de inmediato a las dagas, lo cual habría sido aburridísimo… al menos para él.
¿Qué sentido tenía que tuviera algo con lo que podía matarlo? Otra vez, se entiende, porque muerto ya lo estaba desde el momento en que su propia polis lo había condenado a morir por inanición y habían conseguido que muriera, pero no exactamente. ¿Y así había pasado Esparta a los libros de historia…? De no haber sido por él, la polis se habría quedado en la oscuridad eterna por los siglos de los siglos, y de hecho una vez él había desaparecido todo había ido cuesta abajo. ¿Le pasaría lo mismo al cazador? Qué más daba…
Sin inmutarse lo más mínimo, apretó los puños y le dirigió un solo golpe a la cara. Parecía como si le estuviera dando tiempo para que se defendiera, y probablemente fuera así, porque si algo podía decirse de Ciro era que se aburría rápidamente, y con una aniquilación rápida había tenido bastante aquella noche. Si el cazador tendría que morir, que así fuese, él dejaría que fuera el encuentro el que lo dictara, pero al menos pelearía con él. Aunque sólo fuera por acabar con el tedio existencial que invadía su mente cada noche que dejaba de ser el vengador que el otro lo había acusado de ser.
Invitado- Invitado
Re: The Night Has a Thousand Eyes → Privado
“The rush of battle is often a potent and lethal addiction, for war is a drug.”
― Chris Hedges
― Chris Hedges
Una cosa estuvo clara en su cabeza; este vampiro no era como los demás. Aún no lograba identificar en dónde radicaba tal diferencia, aparte de la vestimenta, porque estaba acostumbrado, mucho antes de haber sido entrenado para convertirse en soldado de Dios, a mirar más allá. Su gente, los samoyedos del bosque, eran un pueblo demasiado místico como para quedarse con las apariencias. El inquisidor, como sus padres y los padres de sus padres, poseían una capacidad observadora que ahora que su vida estaba ligada a occidente y como guerrero de esa índole, le servía de mucho y en ese instante, hacía uso de ella. El hombre, que le daba indicios no estar muy cuerdo, poseía características que lo hacían destacar; sí, se veía descuidado, pero detrás de la mugre, se alcanzaba a apreciar un esplendor velado. De algún modo, Vasiliy pudo verse reflejado: un rey al que le han quitado su trono.
De sus labios cerrados se escapó un bufido que hizo amago de convertirse en risa, sin conseguirlo. Aquellos que lo conocían, sabían que Vasiliy no era de los que reían con facilidad. Apenas quiso agregar algo, cuando su adversario soltó la acusación. En lugar de responder con algún agudo comentario, tenía razón, no iba a negarlo, la noche y las circunstancias lo habían conducido hasta ahí. Sin embargo, no iba a decirle en voz alta que había acertado, se limitó a encogerse de hombros y a mirarlo fijamente. Tiempo que el otro aprovechó.
Todo pasó demasiado rápido y cuando quiso reaccionar, ya estaba en el suelo. La parte trasera de su cráneo había golpeado de lleno con el empedrado y rebotado, aturdiéndolo de sobremanera. Cerró los ojos como acto reflejo, hizo un esfuerzo sobrehumano para no quejarse sonoramente y sólo pudo abrirlos de nuevo al recibir tremendo golpe a puño cerrado justo en el rostro. La boca comenzó a inundársele de sangre, pues se mordió la lengua. Apretó la mandíbula, así como sus propias manos alrededor de los mangos de los cuchillos que no había soltado. No porque hubiera sido consciente, fue más una suerte de haberlos estrujado cuando sintió el ataque, como había endurecido todos los músculos de su cuerpo, incapaz de resistir la descomunal fuerza ajena.
Dirigió un vistazo al vampiro y sin meditarlo demasiado, haciendo uso de la oportunidad que la desventaja le daba, arrojó una daga con demasiada precisión como para tratarse de una distancia tan corta que no deja maniobrar. De haber tenido unos centímetros más, le hubiera dado de lleno, sin embargo, el arma rozó la piel marmórea de su enemigo, a la que apenas lastimó. Se preguntó si la herida sanaría con la misma velocidad tratándose de una herramienta hecha de plata. Rápidamente se puso de pie por fin y se limpió la sangre con el puño de la camisa.
—Tampoco es que tú parezcas muy indispuesto a pelear —continuó la conversación, al fin respondiendo y aunque sonó burlón, también se notaba el enojo. Su voz sonó afectada y sus palabras torpes debido a la mordedura en su lengua. Abrió el compás de las piernas para tener mejor apoyo y ahora que tenía más espacio, arrojó el segundo de sus espolones en dirección a su contrincante con la mano que tenía más alejada.
Pero aquel ataque, en cierta medida descuidado, fue sólo una distracción. Vasiliy extrajo de la parte trasera de su cinturón un arma mucho más grande. Un khopesh de tamaño medio que brilló en su canto a la luz de las estrellas. Una espada pequeña que resultaba muy ligera y con la que el ruso se sentía especialmente cómodo. Cortó el aire un par de veces con ella, la fina hoja silbó en el viento. Dio un par de pasos hacia el inmortal, para luego salvar la distancia que restaba casi corriendo. Antes de tenerlo a un palmo, dio un salto. En ese acto uno podía ver la fuerza y la agilidad que poseía el inquisidor; quizá no al nivel que un vampiro, pero suficiente como para haberse mantenido con vida todo ese tiempo y haber mandado al infierno a otros como el hombre que esa noche tenía enfrente. Con ambas manos sostuvo el mango y elevó el arma al cielo, con la intención de partirle la cabeza en dos a su oponente. La boca aún le sabía a hierro y sal.
Vasiliy Korsakov- Inquisidor Clase Media
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Localización : París
Re: The Night Has a Thousand Eyes → Privado
La sangre inundando la boca del rival hizo que la cabeza de Ciro desvariara aún más, imaginando un río de aquel color carmesí en el que él podía hundirse hasta la cintura y alimentarse y retozar hasta quedarse saciado por completo. Aquella sed con la que tenía que lidiar era, en parte, culpa de su naturaleza, pero en parte también culpa de su estado mental, que lo hacía incapaz de saciarse con nada que no fuera aquella venganza, para lo único que vivía en sus escasos momentos conscientes. Pese a ello, no renunciaba a los enfrentamientos: le había dicho que era un guerrero, y así lo era, pero como guerrero había perdido mucho, y su capacidad de atención era una de las mayores pérdidas a las que debía enfrentarse.
No es que estuviera ignorándolo, pues sería capaz de repetir absolutamente cada una de las palabras y movimientos de su rival de haber querido; lo que ocurría era que lo captaba por el rabillo del ojo, utilizando parte de su atención, mientras que la otra parte estaba ocupada intentando desenmarañarse a sí misma en el caos confuso de pensamientos que lo arrastraban de un lado a otro, no literalmente, dando tumbos. Por supuesto, fue consciente de cuando la daga le rozó la piel y del escozor de la plata uniéndose a las cicatrices que mostraba su brazo, extrañamente abundantes dada su naturaleza; fue consciente de sus ataques, pero eligió no reaccionar y mantenerse inmóvil.
Su inmovilidad fue, probablemente, lo que terminó por salvarle la vida. Gracias a esa atención partida entre él y el rival que parecía una debilidad a primera vista, si alguien era lo suficientemente imbécil para no ver la estrategia a largo plazo de aquel que era bueno luchando (y hasta Ciro, aún sin estar en sus cabales, era capaz de reconocer que su rival era decente para ser un humano; la locura le había rebajado la arrogancia considerablemente), pudo ignorar la distracción y hacer caso del salto, el verdadero ataque. Lo vio como a cámara lenta, apartándose del río bravo de pensamientos que batallaban en su cráneo como si fueran una zona de rápidos, y apreció el gesto un instante antes de reaccionar para que no le abrieran la cabeza. Morir no entraba dentro de sus planes, por desgracia.
Dobló las rodillas en un gesto que poco tenía que ver con la sumisión y que lo hizo encogerse un tanto, lo suficiente para asegurarse de que el arma de su enemigo no lo destrozaba. Valiéndose de la inercia del salto y de su propio movimiento, lo agarró por la ropa y contribuyó a la línea curva que el cuerpo del humano estaba trazando para lanzarlo por encima de su propia cabeza y tirarlo al suelo, demasiado rápido para el que, a fin de cuentas, seguía siendo un mortal, por muy en sus cabales que estuviera. La locura, a veces, era una bendición, y en aquel momento a Ciro le había salvado el cuello una noche más, cosa en absoluto desdeñable si se le preguntaba a un servidor.
– Los guerreros no abandonan las batallas. O se vuelve con el escudo o sobre él, no hay otra opción… ἢ τὰν ἢ ἐπὶ τᾶς. – recitó, recordando cuando le habían dicho eso mismo a él, hacía tanto tiempo que resultaba sorprendente que aún pudiera recordarlo con tanta exactitud como lo hacía. Pero sus palabras sonaron vacías, repetidas, como si las supiera pero no compartiera del todo su significado; si en algún momento lo había hecho, y ya estaban las enseñanzas de la musa Clío para indicar en los libros de Historia que sí, hacía mucho que esa gloria le resultaba ajena a un guerrero sin guerra, a un rey sin reino, a un vampiro sin casi mente.
– Mi sed se ha apagado ya hace un rato. Tal vez quiera pelear o tal vez no, la respuesta va cambiando a cada momento, pero es divertido verte intentarlo. Es como si jugara y tú fueras un títere que a veces está a la altura y a veces es demasiado humano. – ahora habló como si fuera un científico examinando un experimento, acercándose a él para, a continuación, acuclillarse frente al hombre tumbado. Allí, con los brazos apoyados sobre los muslos, volvió a ladear la cabeza, al encontrarse de nuevo frente a un hombre que no le resultaba fácil de leer… en parte porque no lo estaba intentando. – Nunca había visto ese arma. – y en sus ojos brilló algo peligroso, algo parecido a la curiosidad, que podía volverlo como el Ciro que había sido… o que podía volverlo aún peor.
No es que estuviera ignorándolo, pues sería capaz de repetir absolutamente cada una de las palabras y movimientos de su rival de haber querido; lo que ocurría era que lo captaba por el rabillo del ojo, utilizando parte de su atención, mientras que la otra parte estaba ocupada intentando desenmarañarse a sí misma en el caos confuso de pensamientos que lo arrastraban de un lado a otro, no literalmente, dando tumbos. Por supuesto, fue consciente de cuando la daga le rozó la piel y del escozor de la plata uniéndose a las cicatrices que mostraba su brazo, extrañamente abundantes dada su naturaleza; fue consciente de sus ataques, pero eligió no reaccionar y mantenerse inmóvil.
Su inmovilidad fue, probablemente, lo que terminó por salvarle la vida. Gracias a esa atención partida entre él y el rival que parecía una debilidad a primera vista, si alguien era lo suficientemente imbécil para no ver la estrategia a largo plazo de aquel que era bueno luchando (y hasta Ciro, aún sin estar en sus cabales, era capaz de reconocer que su rival era decente para ser un humano; la locura le había rebajado la arrogancia considerablemente), pudo ignorar la distracción y hacer caso del salto, el verdadero ataque. Lo vio como a cámara lenta, apartándose del río bravo de pensamientos que batallaban en su cráneo como si fueran una zona de rápidos, y apreció el gesto un instante antes de reaccionar para que no le abrieran la cabeza. Morir no entraba dentro de sus planes, por desgracia.
Dobló las rodillas en un gesto que poco tenía que ver con la sumisión y que lo hizo encogerse un tanto, lo suficiente para asegurarse de que el arma de su enemigo no lo destrozaba. Valiéndose de la inercia del salto y de su propio movimiento, lo agarró por la ropa y contribuyó a la línea curva que el cuerpo del humano estaba trazando para lanzarlo por encima de su propia cabeza y tirarlo al suelo, demasiado rápido para el que, a fin de cuentas, seguía siendo un mortal, por muy en sus cabales que estuviera. La locura, a veces, era una bendición, y en aquel momento a Ciro le había salvado el cuello una noche más, cosa en absoluto desdeñable si se le preguntaba a un servidor.
– Los guerreros no abandonan las batallas. O se vuelve con el escudo o sobre él, no hay otra opción… ἢ τὰν ἢ ἐπὶ τᾶς. – recitó, recordando cuando le habían dicho eso mismo a él, hacía tanto tiempo que resultaba sorprendente que aún pudiera recordarlo con tanta exactitud como lo hacía. Pero sus palabras sonaron vacías, repetidas, como si las supiera pero no compartiera del todo su significado; si en algún momento lo había hecho, y ya estaban las enseñanzas de la musa Clío para indicar en los libros de Historia que sí, hacía mucho que esa gloria le resultaba ajena a un guerrero sin guerra, a un rey sin reino, a un vampiro sin casi mente.
– Mi sed se ha apagado ya hace un rato. Tal vez quiera pelear o tal vez no, la respuesta va cambiando a cada momento, pero es divertido verte intentarlo. Es como si jugara y tú fueras un títere que a veces está a la altura y a veces es demasiado humano. – ahora habló como si fuera un científico examinando un experimento, acercándose a él para, a continuación, acuclillarse frente al hombre tumbado. Allí, con los brazos apoyados sobre los muslos, volvió a ladear la cabeza, al encontrarse de nuevo frente a un hombre que no le resultaba fácil de leer… en parte porque no lo estaba intentando. – Nunca había visto ese arma. – y en sus ojos brilló algo peligroso, algo parecido a la curiosidad, que podía volverlo como el Ciro que había sido… o que podía volverlo aún peor.
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Re: The Night Has a Thousand Eyes → Privado
“Always keep your foes confused. If they are never certain who you are or what you want, they cannot know what you are like to do next.”
― George R.R. Martin, A Storm of Swords
― George R.R. Martin, A Storm of Swords
Qué rara resultaba una sonrisa en el rostro de Vasiliy. Como si constantemente vistiera sólo una máscara de batalla y nada más, un ceño fruncido, unos labios prietos y una mirada hambrienta. El gesto, sin embargo, no nacía en la arrogancia de saberse vencedor incluso antes que la hoja de su espada entrara en la carne inmortal de su enemigo; no, echaba raigones ahí donde el éxtasis de la lucha se extendía por el cuerpo del samoyedo: educado para la paz, preparado para la guerra. La expresión cambió, desde luego, cuando vio lo que pretendía el vampiro. Tampoco es que esperara que aquello fuera a ser fácil y tuvo que admirarle sus reflejos, más que eso, la gracia que tenía para pelear. Para el inquisidor, los hechos sucedieron con pasmosa calma, tal que pudo distinguir cada movimiento, cada inflexión, cada sonido. Para un espectador ajeno, sería tan de prisa que ni siquiera alcanzaría a ver nada.
Preparó el cuerpo en cuanto sintió el contacto. Se asió con fuerza a su khopesh. Una de sus armas favoritas para deshacerse de sobrenaturales, mandarlos al infierno de donde nunca debieron salir. Giró en el aire, arrojado por su contrincante y su atención entonces se dirigió al lugar donde aterrizaría, olvidando de momento al chupasangre. Alcanzó a girarse lo suficiente para caer de manera segura, pero al no estar nada de eso planeado, el contacto fue brutal. Hizo un ruido sordo, como el de un costal al estamparse contra el suelo, acompañado de uno más débil y metálico, el del arma —y las otras que lo acompañaban— contra las piedras.
Se dolió en el suelo, tratando de no hacer mucho escándalo. Quiso ponerse de pie de inmediato, sin embargo sus músculos, aturullados por el enfrentamiento, no le respondieron. Escuchó la voz ajena de manera amortiguada y abrió los ojos, tardó un par de segundos en enfocar, cuando lo consiguió, el otro estaba a un palmo. Le asustó el modo en cómo lo que decía, le hablaba a él de manera tan directa y personal. Bajo ninguna circunstancia debía parecerse a sus enemigos. Y ahí estaba.
Mientras su adversario continuó hablando, al fin consiguió ponerse de rodillas sobre el piso, con las manos apoyadas también y la cabeza colgando. A pesar de eso, seguía aferrándose a su blasón. Lo único que lo separaba realmente de la muerte. Su cuerpo comenzó a estremecerse, como si temblara de frío, luego una risa seca y baja escapó de sus labios cerrados. Alzó el rostro y miró al otro. Sonreía, de nuevo.
—Quizá tu ego te ha salvado de más de una, sino no entendería el por qué usarlo como escudo en este instante, en el que tienes la clara ventaja. Hablas como un guerrero, pero te comportas como un príncipe que nunca en su vida ha tenido que batirse a duelo —poco a poco comenzó a incorporarse, quedando con sólo una rodilla sobre el empedrado—. ¿Esto? —Levantó la peculiar espada—, vaya, para ser un inmortal, desconoces varias cosas, aunque no sé si es por mera ignorancia, por haber navegado siempre en ese mar de autocomplacencia o porque ya perdiste varios tornillos —al fin se paró con dificultad, tratando de recuperar el aliento.
—Es un khopesh, una espada egipcia, que resulta bastante ligera —y la maniobró con habilidad entre ambas manos. Los nudillos le sangraban para ese momento, pero a Vasiliy pareció no importarle, tampoco le restaba soltura. Miró el arma y luego al vampiro. Le pareció irónico estar ahora hablando de armamento con alguien que claramente lo quería fuera del juego.
—¿Cuál es en este instante? —Detuvo su juego de manos y se paró muy recto, como el soldado que era. Lucía terrible; desde la boca un hilo de sangre caía por la garganta y desaparecía en el cuello de la camisa. La ropa estaba sucia y desgarrada, y tenía varios golpes visibles. Sin embargo, lejos de parecer más vulnerable de ese modo, Vasiliy lucía más fiero—. ¿Qué deseas en este momento? ¿Pelear? ¿Seguir moviendo los hilos? Dime —arqueó una ceja en un movimiento casi retador.
Ahora entendía de donde surgía tanta letalidad en el otro. Había enfrentado vampiros antes, los había derrotado. Pero este, este se salía de la norma y ahora podía apreciarlo mejor. La sinécdoque que su enemigo le ofrecía con sus palabras era suficiente: era impredecible. E incluso, se atrevió a concluir, no era alguien con una cruzada en mente. No algo tácito, al menos. Sino un ser creado del caos, sólo para provocar más caos.
Vasiliy Korsakov- Inquisidor Clase Media
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Localización : París
Re: The Night Has a Thousand Eyes → Privado
Charla y cháchara, conversación interesante, Ciro se aburría y, ¡bam!, atacó a su antiguo atacante. No fue nada, apenas un golpe rápido a su codo que le sirvió al rival para aflojar el agarre de su arma y que Ciro pudiera cogerla por el filo y sacársela de encima. Con su maniobra, por supuesto, resultó herido; el inquisidor sabía lo que se hacía cuando la había sacado de sus posesiones y estaba sumamente afilada, pero se trataba de Ciro, que meneaba un pie de arriba abajo en toquecitos constantes porque no podía parar quieto mientras con el resto de su cuerpo rezumaba quietud se mirara por donde se mirase. Pura contradicción, nuestro espartano, pero si ya lo había sido antes, ¿por qué no iba a serlo cuando, efectivamente, había perdido del todo los tornillos?
– Khopesh. Conocía el kopis, yo mismo manejaba kopis, son similares pero esta es más curvada. Aunque no como las cimitarras, pero los medos sólo aprendieron a utilizarlas después de que nosotros los derrotáramos y humilláramos. – comentó, y su voz fue mezcla de curiosidad y de orgullo al mismo tiempo, de esa rememoración que había hecho de su pasado y de cosas que sabía, porque Ciro no era ningún ignorante en el mundo de las espadas, ni siquiera aunque no conociera una espada egipcia. Lo cual le llevaba a preguntarse, sin atisbo alguno de desprecio: ¿qué demonios hacía un hombre de ojos rasgados y acento ruso con una espada egipcia?
Mas Ciro no se lo preguntó. Imitando el juego que había hecho el otro anteriormente, ese baile de la espada entre las manos con una muestra de equilibrio que cortaba el aire, el vampiro sopesó el metal, la forja y hasta la aleación (aunque de eso sí que no tuviera idea porque no era ningún científico) del arma. Llegó a la conclusión, aunque ya lo había hecho cuando el arma le había cortado las palmas de las manos, de que se trataba de una espada magnífica y que podría matarlo si la manejaba el guerrero adecuado. Y aunque el inquisidor que era su rival era buen guerrero, lo admitía, no sería él quien le diera la muerte. No aquella noche, al menos.
– Pelear es mover los hilos. Con cómo me muevo te obligo a que tú reacciones de una manera: es como si yo fuera el titiritero y tú la marioneta. Siempre tendré la ventaja, sea por mi ego o no, por el mero hecho de que soy superior y tengo más experiencia que tú. Sabe más el diablo por viejo que por diablo, ¿o es que no lo sabías? – ladeó la cabeza, soltó el arma (bueno, en realidad la arrojó) y atacó al ruso con toda su potencia física, empujándolo y golpeándolo con las palmas ensangrentadas y hurgando en las heridas que ya tenía. Una vez más, se mezclaba en él su carácter animal con la experiencia del soldado, sólo que, esta vez, había más de soldado que amaba la tortura y causar dolor que de bestia parda que lo hace por instinto.
No, los movimientos de Ciro no eran instintivos, ni siquiera cuando se defendía o recibía golpes de su rival. No había nada en aquella batalla que Ciro no estuviera analizando con el ojo crítico que le habían educado para tener, como general y después como monarca (técnicamente diarca, pero siempre había sido el más poderoso de los reyes espartanos de su momento y posteriores, así que esas minucias eran innecesarias), así que aceptaba golpes de forma absolutamente aleatoria y, sobre todo, fingía. Fingía que perdía terreno, fingía que se estaba debilitando, fingía que el otro le ganaba, y lo hacía tan sumamente bien que pudo atraparlo por sorpresa un momento al hombre que parecía ir siempre medio paso por detrás únicamente y tirarlo al suelo de nuevo, con el codo apoyado en su pecho y haciendo presión de mil demonios para que no se incorporara.
Era inevitable que Ciro llegara siempre a aquel punto: la sumisión de su rival. Su naturaleza y su pasado lo obligaban no solamente a vencer, sino también a someter, aunque por una vez no estaba humillando, pues era consciente de que el ruso había luchado como muchos de sus compatriotas no habrían sido capaces nunca. Ese brillo de cierta valoración estaba presente en sus ojos, pero no en su gesto, torcido en una mueca orgullosa que remitía al ego que, efectivamente, Ciro seguía manteniendo, pero no tan elevado como antaño. Qué podía decir: una tortura lo suficientemente continuada era una bofetada de humildad suficiente hasta para alguien como él, que ni siquiera sabría definir la palabra modestia pese a su nada desdeñable inteligencia.
– ¿Sabes por qué lo desconocía? No me interesaba Egipto, ni vivo ni después, muerto. Mis ojos estaban más allá, en Persia, y después lo han estado en el resto de tierras, pero Egipto nunca me ha fascinado. ¿A ti sí? Por el sol, ¿no? He oído que arriba del todo, donde hay hielo perpetuo, en el Imperio Ruso, no conocen mucho el sol. Es evidente que vienes de cerca, no sé de qué altura del Imperio, pero supongo por tus rasgos que de cerca de donde el sol nace. Así que, dime, ¿qué te hizo adoptar un arma egipcia como tuya, ruso? – inquirió, y por una vez sus palabras sonaron casi lógicas, como si volviera a retomar la senda de la cordura. Y, quién sabía, a lo mejor lo estaba haciendo…
– Khopesh. Conocía el kopis, yo mismo manejaba kopis, son similares pero esta es más curvada. Aunque no como las cimitarras, pero los medos sólo aprendieron a utilizarlas después de que nosotros los derrotáramos y humilláramos. – comentó, y su voz fue mezcla de curiosidad y de orgullo al mismo tiempo, de esa rememoración que había hecho de su pasado y de cosas que sabía, porque Ciro no era ningún ignorante en el mundo de las espadas, ni siquiera aunque no conociera una espada egipcia. Lo cual le llevaba a preguntarse, sin atisbo alguno de desprecio: ¿qué demonios hacía un hombre de ojos rasgados y acento ruso con una espada egipcia?
Mas Ciro no se lo preguntó. Imitando el juego que había hecho el otro anteriormente, ese baile de la espada entre las manos con una muestra de equilibrio que cortaba el aire, el vampiro sopesó el metal, la forja y hasta la aleación (aunque de eso sí que no tuviera idea porque no era ningún científico) del arma. Llegó a la conclusión, aunque ya lo había hecho cuando el arma le había cortado las palmas de las manos, de que se trataba de una espada magnífica y que podría matarlo si la manejaba el guerrero adecuado. Y aunque el inquisidor que era su rival era buen guerrero, lo admitía, no sería él quien le diera la muerte. No aquella noche, al menos.
– Pelear es mover los hilos. Con cómo me muevo te obligo a que tú reacciones de una manera: es como si yo fuera el titiritero y tú la marioneta. Siempre tendré la ventaja, sea por mi ego o no, por el mero hecho de que soy superior y tengo más experiencia que tú. Sabe más el diablo por viejo que por diablo, ¿o es que no lo sabías? – ladeó la cabeza, soltó el arma (bueno, en realidad la arrojó) y atacó al ruso con toda su potencia física, empujándolo y golpeándolo con las palmas ensangrentadas y hurgando en las heridas que ya tenía. Una vez más, se mezclaba en él su carácter animal con la experiencia del soldado, sólo que, esta vez, había más de soldado que amaba la tortura y causar dolor que de bestia parda que lo hace por instinto.
No, los movimientos de Ciro no eran instintivos, ni siquiera cuando se defendía o recibía golpes de su rival. No había nada en aquella batalla que Ciro no estuviera analizando con el ojo crítico que le habían educado para tener, como general y después como monarca (técnicamente diarca, pero siempre había sido el más poderoso de los reyes espartanos de su momento y posteriores, así que esas minucias eran innecesarias), así que aceptaba golpes de forma absolutamente aleatoria y, sobre todo, fingía. Fingía que perdía terreno, fingía que se estaba debilitando, fingía que el otro le ganaba, y lo hacía tan sumamente bien que pudo atraparlo por sorpresa un momento al hombre que parecía ir siempre medio paso por detrás únicamente y tirarlo al suelo de nuevo, con el codo apoyado en su pecho y haciendo presión de mil demonios para que no se incorporara.
Era inevitable que Ciro llegara siempre a aquel punto: la sumisión de su rival. Su naturaleza y su pasado lo obligaban no solamente a vencer, sino también a someter, aunque por una vez no estaba humillando, pues era consciente de que el ruso había luchado como muchos de sus compatriotas no habrían sido capaces nunca. Ese brillo de cierta valoración estaba presente en sus ojos, pero no en su gesto, torcido en una mueca orgullosa que remitía al ego que, efectivamente, Ciro seguía manteniendo, pero no tan elevado como antaño. Qué podía decir: una tortura lo suficientemente continuada era una bofetada de humildad suficiente hasta para alguien como él, que ni siquiera sabría definir la palabra modestia pese a su nada desdeñable inteligencia.
– ¿Sabes por qué lo desconocía? No me interesaba Egipto, ni vivo ni después, muerto. Mis ojos estaban más allá, en Persia, y después lo han estado en el resto de tierras, pero Egipto nunca me ha fascinado. ¿A ti sí? Por el sol, ¿no? He oído que arriba del todo, donde hay hielo perpetuo, en el Imperio Ruso, no conocen mucho el sol. Es evidente que vienes de cerca, no sé de qué altura del Imperio, pero supongo por tus rasgos que de cerca de donde el sol nace. Así que, dime, ¿qué te hizo adoptar un arma egipcia como tuya, ruso? – inquirió, y por una vez sus palabras sonaron casi lógicas, como si volviera a retomar la senda de la cordura. Y, quién sabía, a lo mejor lo estaba haciendo…
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Re: The Night Has a Thousand Eyes → Privado
“Words were another sword for the man who wielded them well.”
― Brent Weeks, The Way of Shadows
― Brent Weeks, The Way of Shadows
Apenas un suspiro menguante que ni siquiera alcanzó a formarse del todo cuando perdió su arma. Su valiosa y peculiar espada. Trató de recuperar el aliento, pero la impresión de ver la sangre ajena se lo impidió de manera rápida. No que nunca hubiese visto la sangre de un inmortal, sin embargo, nunca antes uno la había entregado de manera voluntaria como oblación inesperada. Tragar le dolió como pocas cosas había experimentado antes, no obstante, no se permitió quejarse. No esta vez. Sabía que estaba en desventaja y a cada momento que pasaba, lo estaba más. No era tonto, todo lo contrario.
Escupió sangre y escuchó al vampiro hablarle sobre espadas. Vasiliy conocía de ellas. A pesar de estar enfilado en la inquisición como una obligación impuesta, disfrutaba de la batalla y de lo que eso conllevaba. Cuando inició su entrenamiento, llevaba desventaja porque provenía de otro sitio, era un forastero jugando a encajar, no había iniciado desde pequeño como la mayoría, y aún así, se convirtió rápido en uno de los mejores alumnos primero, y soldados después. Tenía algo de lo que la mayoría carecía, se comprometía a la causa, aunque no fuera suya, hasta con la última gota de su sangre.
Lo miró directo a los ojos y se llevó una mano al cuello dolorido, sólo para ver con lujo de detalle, como iba de nuevo a contra él tras la explicación. Todo lo que escuchó, lo sabía bien, sin embargo, qué se suponía que iba a hacer, ¿decirle lo evidente? Era muy diferente para ambos, y el vampiro, como él, estaba muy al tanto, lo que hacía su ventaja y desventaja respectivamente, insalvables.
Trató de oponer resistencia, aún cuando ya estaba sometido contra el suelo. Con terror se dio cuenta que a cada momento que pasaba sus movimientos, golpes y ataques se volvían más débiles y menos certeros. Pocas veces el ruso se dejaba conducir por la desesperación, e incluso en aquel momento, era más el agotamiento y los embates lo que lo tenían tan mal. Apretó los dientes, tratando de zafarse del otro, sin éxito.
Mientras forcejeaba, sucedió algo que simplemente no previno —confirmando así, su teoría sobre lo impredecible que resultaba el adversario—, le habló así directo y con una coherencia que hasta entonces no había demostrado. ¿Un remanso de cordura o locura disfrazada? Eso sí, Vasiliy entonces pudo calcular la antigüedad de su enemigo, ¿Importaba? Quizá, y aunque no experto en historia universal, su amor por el armamento lo obligaba a conocer las generalidades. Sonrió, de entre todas las malditas cosas que pudo hacer, sonrió.
—De donde vengo, el sol nos abandona por medio año. Vengo del norte del norte. Donde las luces tocan la tierra, pero, ¿sabes? Una shashka es impráctica, demasiado grande y demasiado delgada. Y una lanza… no puedo pasar desapercibido con una de esas. El khopesh es mi arma de elección por su practicidad y ligereza, sin ninguna otra razón. No es el sol, es la letalidad —explicó, no sin dificultades por la posición en la que estaba. Se relamió los labios y cerró los ojos mientras sostenía las muñecas ajenas. Aquello era una maraña de sangre proveniente de ambos cuerpos.
Puso el cuerpo duro y luego, con la poca fuerza que le quedaba, soltó tremendo cabezazo al otro. Frente contra frente. Dolió como los mil demonios, se sintió aturdido y no fue suficiente para que lo soltara por completo, pero sí para que el agarre se debilitara. Aprovechó el momento para empujarlo y poder quitarse de ese lugar. Rodó y estiró la mano para alcanzar la espada que era motivo de su peculiar discusión. Se dio cuenta que no se había deslizado lo suficiente y quedó corto. La lección estaba aprendida, no podía perder tiempo con su enemigo, y tampoco podía ponerse al tú por tú en fuerza física.
Giró, aún en el suelo, y del cinturón extrajo un cuchillo de caza. Un arma forjada por su mismo pueblo nómada del norte, los samoyedos indomables que no se doblegaron ante el zar, aunque su padre después hubiera traicionado ese legado. Tomándolo de la punta, lo arrojó con rapidez a su enemigo. No tuvo tiempo de dirigirlo a un sitio en específico, pero quiso creer que la hoja, una aleación de plata y acero, haría suficiente daño en el otro.
Escuchó cómo su último recurso, como quien tira un par de cartas en una partida de póker, sabiendo que no va a ganar, rompió el viento antes de llegar a su objetivo. Segundos que, a pesar de su estado, aprovechó para ponerse en pie; una vez más. Quien lo viera, tan testarudo, diría que sería la necedad la que finalmente acabaría con él. ¿Y si se quedaba en el suelo? A esperar la muerte y nada más. No obstante, Vasiliy aún tenía cuentas pendientes en el mundo de los vivos y no iba a dejar que este vampiro, guerrero antiguo, demente que asola las calles, le quitara ese derecho. No esa noche, al menos.
—Esa es un arma de mi gente. De los nenets del norte del Imperio, ya que te intrigaba tanto qué hacía yo con arma egipcia —dijo por decir algo. Ni siquiera podía mantenerse erguido y de ese modo lucía como un guiñapo que cuelga como un espantapájaros desde una vara para espantar cuervos—. ¿Lograste domar Persia con tu xifos o tu kopis en mano? —Entre ambos, y en medio de la batalla, las espadas se habían convertido en la metáfora perfecta.
Vasiliy Korsakov- Inquisidor Clase Media
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Re: The Night Has a Thousand Eyes → Privado
Si no hubiera resultado sumamente complicado distinguir entre todo lo que él estaba pensando y sintiendo, tan enmarañado como una red de pescador mezclada con un laberinto en una realidad conceptual difícil de abarcar, Ciro casi habría podido decir que se sentía orgulloso. Definitivamente, el hombre que tenía delante era más valioso que los insectos de los que se alimentaba y a los que aplastaba a continuación, indiferente a sus vidas y a sus estupideces; el hombre era lo suficientemente digno de su atención que aún no lo había matado, y estaba casi seguro de que no lo iba a hacer. Al menos, de momento; quién sabía en los siguientes cinco minutos.
Esa era la belleza del estilo de Ciro, del nuevo Ciro, de aquel que había perdido la cordura casi por completo (y la clave estaba precisamente en el casi): nunca se sabía por dónde iba a salir. Así, si bien la reacción lógica, palabra tan sobrevalorada que sonrió sin más motivo que aquel, de forma totalmente descontextualizada de la realidad, habría sido esquivar el ataque, él no lo hizo y dejó que el puñal se le clavara en un hombro, escociéndole por la plata, aunque sabía que no lo mataría. Se quedó inmóvil ante el hombre que tenía delante, escuchando aunque en inicio quizá no hubiera tenido intención de hacerlo, y así pudo asimilar bien la pregunta que le había hecho él para darle una respuesta de glorioso general espartano, no de vampiro loco de atar.
– ¿Persia? No. Yo defendí mi polis, y también las polis de los demás cobardes que no se atrevieron a luchar con tanta fiereza como nosotros, espartiatas. Yo vencí en Platea, los derroté y los humillé por completo, y volvieron a Persia con el rabo entre las piernas sin necesidad de que me aventurara en aquellas tierras de nuevo. – relató, y ni siquiera toda la épica de su región pudo igualarse al puro carisma de guerrero que impregnó sus palabras, tal que no se podía negar de su veracidad. Y, realmente, no debía hacerse; lo que Ciro había dicho era completamente cierto, aunque estuviera un tanto exagerado por la loa a la versión del pasado de sí mismo que había luchado allí, y así lo hizo saber.
Con la espalda recta y mirándolo a la cara, se arrancó el puñal del hombro y lo examinó, curioso. Así que del norte más allá del norte… Ciro nunca se había aventurado tan arriba, aunque alguna vez se había aproximado a lugares con varios meses sin sol; sentía cierta curiosidad, pero motivada más por él que por las tierras en sí. Aquel… ¿nenet, se había llamado?, sí, el nenet era el responsable de que Ciro quisiera, tal vez, acercarse en algún momento hasta allí, más allá de lo que conocía y de lo que alguna vez había visto en toda su larga existencia, en la que lo recordaba casi todo excepto su conversión con absoluto detalle.
– Letalidad, cierto. El arma lo era por su manera de silbar, aunque me temo que no hayas llegado a hacerme más daño del que yo te he dejado. Pero eso no es culpa tuya, ¿no? Es culpa de lo que yo soy y de lo que tú eres, y no hay mucho que podamos hacer al respecto. Soy demasiado viejo y estoy demasiado alimentado para un mortal, aunque seas inquisidor y te hayas entrenado para derrotar a otros de mi naturaleza, pero nunca como yo. – reflexionó, y se acercó a él para darle el cuchillo que le había lanzado, sin un atisbo de beligerancia por el momento.
¿Sería real o fingida, esa actitud suya de tender una bandera blanca al hombre que se había enfrentado a él de manera tan digna que no quería matarlo, al menos no más que a otros posibles aliados suyos? Esa era la gracia: no se sabía. Y aunque Ciro no se lanzaría aún a afirmar que el inquisidor era un aliado, pues esa palabra implicaba algo que no había llegado a existir entre ellos (necesidad mutua de ayuda, básicamente), tal vez en un futuro podría existir algo así. O tal vez no, ¿quién demonios lo sabía? Ciro no, y le daba igual.
Aprovechando su posición, y sobre todo que el otro estaba incorporado con una patentísima debilidad, Ciro lo cogió de la ropa y lo volvió a tirar al suelo, con él inclinado encima pero sin tocarlo más allá de su agarre para que se estuviera quieto y no se girara como una maldita cucaracha. Como pensó que le serviría con una mano, separó la otra y lo golpeó en el rostro lo suficiente para que abriera la boca y cerrara los ojos, una proposición indecorosa si se tratara de otro diferente a Ciro, que no pensaba en absoluto en aquellos términos, ya no. Se inclinó hacia él y calculó la posición perfecta para que las gotas de su sangre, de la herida hecha por la daga del rival, cayeran entre los labios del nenet, cuya boca cerró a continuación para que tragara.
Era consciente del efecto que tendría su sangre en él a largo plazo: ayudaría a curarlo, y si tenía suerte también haría que lo buscara para devolverle la pelea. Sin embargo, existía el riesgo de que su testarudez le impidiera volver a él por mucho que haber ingerido su sangre lo llevara a desear más, pero era algo con lo que Ciro ya estaba contando y que no le importaba en absoluto. Esa falta de decisión suya seguramente le traería problemas, pero no era capaz de sentir que le importara demasiado, así que se apartó de él con una sonrisa amplia en el rostro y mirando al nenet y a su herida sucesivamente, pasando de una al otro con una fluidez de movimientos admirable.
– Podrías ser más letal.
Esa era la belleza del estilo de Ciro, del nuevo Ciro, de aquel que había perdido la cordura casi por completo (y la clave estaba precisamente en el casi): nunca se sabía por dónde iba a salir. Así, si bien la reacción lógica, palabra tan sobrevalorada que sonrió sin más motivo que aquel, de forma totalmente descontextualizada de la realidad, habría sido esquivar el ataque, él no lo hizo y dejó que el puñal se le clavara en un hombro, escociéndole por la plata, aunque sabía que no lo mataría. Se quedó inmóvil ante el hombre que tenía delante, escuchando aunque en inicio quizá no hubiera tenido intención de hacerlo, y así pudo asimilar bien la pregunta que le había hecho él para darle una respuesta de glorioso general espartano, no de vampiro loco de atar.
– ¿Persia? No. Yo defendí mi polis, y también las polis de los demás cobardes que no se atrevieron a luchar con tanta fiereza como nosotros, espartiatas. Yo vencí en Platea, los derroté y los humillé por completo, y volvieron a Persia con el rabo entre las piernas sin necesidad de que me aventurara en aquellas tierras de nuevo. – relató, y ni siquiera toda la épica de su región pudo igualarse al puro carisma de guerrero que impregnó sus palabras, tal que no se podía negar de su veracidad. Y, realmente, no debía hacerse; lo que Ciro había dicho era completamente cierto, aunque estuviera un tanto exagerado por la loa a la versión del pasado de sí mismo que había luchado allí, y así lo hizo saber.
Con la espalda recta y mirándolo a la cara, se arrancó el puñal del hombro y lo examinó, curioso. Así que del norte más allá del norte… Ciro nunca se había aventurado tan arriba, aunque alguna vez se había aproximado a lugares con varios meses sin sol; sentía cierta curiosidad, pero motivada más por él que por las tierras en sí. Aquel… ¿nenet, se había llamado?, sí, el nenet era el responsable de que Ciro quisiera, tal vez, acercarse en algún momento hasta allí, más allá de lo que conocía y de lo que alguna vez había visto en toda su larga existencia, en la que lo recordaba casi todo excepto su conversión con absoluto detalle.
– Letalidad, cierto. El arma lo era por su manera de silbar, aunque me temo que no hayas llegado a hacerme más daño del que yo te he dejado. Pero eso no es culpa tuya, ¿no? Es culpa de lo que yo soy y de lo que tú eres, y no hay mucho que podamos hacer al respecto. Soy demasiado viejo y estoy demasiado alimentado para un mortal, aunque seas inquisidor y te hayas entrenado para derrotar a otros de mi naturaleza, pero nunca como yo. – reflexionó, y se acercó a él para darle el cuchillo que le había lanzado, sin un atisbo de beligerancia por el momento.
¿Sería real o fingida, esa actitud suya de tender una bandera blanca al hombre que se había enfrentado a él de manera tan digna que no quería matarlo, al menos no más que a otros posibles aliados suyos? Esa era la gracia: no se sabía. Y aunque Ciro no se lanzaría aún a afirmar que el inquisidor era un aliado, pues esa palabra implicaba algo que no había llegado a existir entre ellos (necesidad mutua de ayuda, básicamente), tal vez en un futuro podría existir algo así. O tal vez no, ¿quién demonios lo sabía? Ciro no, y le daba igual.
Aprovechando su posición, y sobre todo que el otro estaba incorporado con una patentísima debilidad, Ciro lo cogió de la ropa y lo volvió a tirar al suelo, con él inclinado encima pero sin tocarlo más allá de su agarre para que se estuviera quieto y no se girara como una maldita cucaracha. Como pensó que le serviría con una mano, separó la otra y lo golpeó en el rostro lo suficiente para que abriera la boca y cerrara los ojos, una proposición indecorosa si se tratara de otro diferente a Ciro, que no pensaba en absoluto en aquellos términos, ya no. Se inclinó hacia él y calculó la posición perfecta para que las gotas de su sangre, de la herida hecha por la daga del rival, cayeran entre los labios del nenet, cuya boca cerró a continuación para que tragara.
Era consciente del efecto que tendría su sangre en él a largo plazo: ayudaría a curarlo, y si tenía suerte también haría que lo buscara para devolverle la pelea. Sin embargo, existía el riesgo de que su testarudez le impidiera volver a él por mucho que haber ingerido su sangre lo llevara a desear más, pero era algo con lo que Ciro ya estaba contando y que no le importaba en absoluto. Esa falta de decisión suya seguramente le traería problemas, pero no era capaz de sentir que le importara demasiado, así que se apartó de él con una sonrisa amplia en el rostro y mirando al nenet y a su herida sucesivamente, pasando de una al otro con una fluidez de movimientos admirable.
– Podrías ser más letal.
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Re: The Night Has a Thousand Eyes → Privado
“There is no such a thing as dying with dignity.”
De haber sido de otro modo. De ser su adversario una criatura distinta, Vasiliy incluso podría haberse sentido identificado con ese relato de un pretérito glorioso y aguerrido, tan pasado que ni siquiera era capaz de calcularlo con sus limitantes mortales. Ataduras que bien podían ser una desventaja obvia, pero a las que él se aferraba porque sentía que era lo único que lograba realmente separarlo de seres como el que tenía enfrente. A veces, cuando más frustrado y furioso se sentía, veía la línea que lo separaba desdibujarse con horror y era cuando más se asía a su mortalidad como una especie de estandarte de salvación. Sabía que teniendo potestades más allá de su imaginación, quizá su labor, su venganza, su limpieza podría resultar más fácil; el sólo pensamiento le asqueaba.
Apoyó las manos en las rodillas, con la cabeza colgando hacia abajo. Escupió de nuevo y vio las piedras entre sus pies oscurecerse con su saliva y sangre. La boca le sabía a hierro y sal; tan parecido al sabor de las vergonzosas lágrimas. ¿Y es que acaso había motivo de orgullo en su actual semblante? La derrota nunca le pareció digna. Alzó el rostro nada más, aún en su posición actual. Casi rio de la conclusión ajena, que era muy parecida a la propia. ¿Acaso la linde volvía a jugarle tretas? Esa que lo separaba de la brutalidad sobrenatural. «No» se dijo y la palabra retumbó en su aturdida cabeza que en ese instante se le antojó vacía.
Hizo el intento de erguirse, pero fue en vano. ¿Qué fuerza lo conducía a seguir luchando? Sabía que cada vez que salía a combatir, a realizar su labor, una sentencia de muerte pendía de su cabeza, pero jamás nadie había logrado dejarlo tan mal. Si iba a matarlo, creyó, al menos sería el mejor de los rivales. Todo aquello cruzó su cabeza de manera fugaz mientras volvía a recorrer el trayecto hacia el suelo. Logró golpear primero con los hombros, para evitar el contacto con la cabeza. El subsiguiente golpe lo hizo cerrar los ojos y quejarse, no pudo evitarlo. Fue un reflejo condicionado por su humanidad. ¿Qué tortura iba a propinarle? ¿De qué manera retorcida iba a matarlo? Pensó en su madre, en el fondo de aquel lago siberiano. En su padre que vendió a los suyos a un zar al que no le importan. Y en Ivka, la liberaba de esa condena que era su compromiso a la fuerza.
La sensación siguiente, no obstante, no fue el frío y relajante estupor previo a la muerte. El sabor de la sangre volvió a inundarle la boca, pero no era su sangre. Fue obligado a tragar y una vez que lo hizo, abrió los ojos rasgados y negros. El vampiro se apartó de él y Vasiliy sintió un extraño y ajeno confort que lo mismo lo incomodó que lo abrazó como si estuviera en casa. Sintió sus miembros hacerse de nueva fuerza, insuficiente aún como para reanudar el combate, pero lo bastante como para ponerse de pie. Supo qué había pasado y la mácula del hecho lo envolvió con vergüenza e intriga.
—¿Qué dem…? —Se interrumpió una vez que estuvo de pie—. ¿Por qué lo hiciste? —Si había podido matarlo, pensó pero no lo agregó a su pregunta. Le sonó demasiado obvia e insulsa una vez que ésta escapó de su boca herida. Creyó que el inmortal la encontraría igual de poco interesante. Era viejo como para cuestiones tan básicas. Recibió el cuchillo por el mango; manchado de sangre: había logrado darle, aunque no de manera contundente.
—Podría —repitió y tragó grueso. El gusto a la sangre ajena aún permanecía en su garganta y no supo si sería porque se trataba de la del otro o por puras ideas suyas—. Pero este es el límite de un cuerpo mortal. No dudo que haya mejores que yo, al final siempre estaremos en desventaja. Es injusto, ¿no? Vamos a una guerra que sabemos perdida, y aún así nos enlistamos en las filas. Aún así te quise enfrentar. Aún así he eliminado a muchos como tú. Quizá es la testarudez nuestra mejor arma. O la mía, al menos —esta vez pudo hablar de mejor forma, de manera más fluida. La sangre de su enemigo estaba surtiendo efecto.
Empuñó con fuerza la daga, aunque no con intenciones de atacarlo, sólo para confirmar que de a poco la fuerza regresaba a él. Era increíble el efecto que tenía aquel carmesí líquido en alguien como él, cuyos días estaban numerados en el calendario.
—Podría —volvió a decir—. ¿Lo crees? Eres un guerrero con mucha más experiencia que yo, tu opinión es una que podría respetar, si no estuviéramos atrincherados en bandos opuestos —¿qué estaba haciendo? Era su oportunidad para huir, sin embargo, estaba ahí, hablando con él—. No, olvídalo. Es una opinión que respeto, más vale un enemigo inteligente que un aliado idiota —aunque el otro, con momentos de lucidez en medio de una locura manifiesta, no entendiera la tregua que Vasiliy estaba haciendo, dentro del nenet era muy clara, y sí, le disgustaba, pero también la encontraba beneficiosa.
Había salvado su vida no porque se preocupara por él, sino porque era impredecible y porque quizá había encontrado en él un juguete nuevo para divertirse, demasiado entretenido como para deshacerse de él así de fácil. Podía entender esa lógica —o falta de—, sólo quedaba ser lo suficientemente astuto para sacar provecho.
Última edición por Vasiliy Korsakov el Lun Ago 29, 2016 12:26 am, editado 1 vez
Vasiliy Korsakov- Inquisidor Clase Media
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Re: The Night Has a Thousand Eyes → Privado
No podían ser más diferentes, habría que estar ciego para no darse cuenta, y Ciro podía estar como una maldita cabra (lo estaba), pero ciego no era ni lo había sido nunca, especialmente desde que, al convertirse en un vampiro, su visión se había agudizado como la de un ave rapaz. Sin embargo, él, en su estado de locura transitoria, había visto similitudes entre ambos, entre dos guerreros arrastrados fuera de lo que conocían y obligados a enfrentarse a algo que no habían elegido, pero que eran las consecuencias de actos o bien suyos o bien de otros cercanos a él. En su estado de semilocura, en el que a veces se colaban momentos de dolorosa cordura, Ciro había encontrado empatía, un concepto que no sabía explicar del todo y por ello no se lo respondería, si bien esa era la respuesta al porqué que demandaba el inquisidor.
¿Por qué lo había ayudado con su sangre? En parte por vincularlo a él, porque su sadismo requería estar por encima del rival y regodearse, pero en parte también por fortalecerlo y honrar al guerrero con el que había luchado y a quien su cuerpo le pedía que se detuviera, mas no lo hacía. Ciro se veía reflejado en el nenet como si no fueran incluso de etnias diferentes (aún con la ascendencia persa del espartano en mente), ignorando por completo que él no era humano y el otro sí, aunque a la vez lo tuviera en mente a la perfección y por eso le había dado la sangre propia, que ya no odiaba tantísimo derramar. Por ayudarlo, algo que no le pegaba a ninguno de los Ciros que él se sabía ser, y aun así por eso lo había hecho, porque le había caído condenadamente bien el desgraciado del inquisidor. Demonios, qué difícil era admitirlo, ¿eh?
– Sí, lo creo. Tal vez esté loco, y no me importa la mayor parte del tiempo el estado de mis pensamientos, pero hay cosas en las que no se me puede negar que tengo la razón, hasta si paso de una cosa a otra como si fuera dando saltos. Fui un guerrero, fui un general, estuvo en mis hombros la responsabilidad de reclutar y de entrenar, y si fui capaz de convertir en valientes soldados a sacos de piel y huesos que no servían ni para preparar ákratos, mi criterio creo que resulta apropiado. – le respondió, con un tono un tanto irónico, e ignorando por completo que el nenet no tenía por qué saber que el ákratos era una parte fundamental del desayuno en su cultura, un pan de cebada del que siempre se alimentaban mojándolo en vino y que daba nombre incluso a la comida del desayuno: akratismós. Supuso que el contexto le bastaría para averiguar de qué se trataba, o eso habría hecho si hubiera estado prestando atención a sus propias palabras, en vez de intentar escudriñar el rostro del nenet.
¿Realmente estaba tan loco como todos, él mismo, se empeñaban en creer? Uno de los mayores síntomas del trastorno mental era no poder identificarse a uno mismo como demente, y creer que son los otros quienes tienen el problema; Ciro bailaba por encima de esos convencionalismos, y era plenamente consciente del daño que su mente había recibido. ¡Era imposible no serlo, si había estado presente durante las torturas que lo habían arrastrado hasta el rincón más sucio y oscuro posible! Pese a ello, pese a todo, siempre había sido inteligente de las maneras más insospechadas, y sabía a la perfección, aunque no hiciera nada por remediarlo, que sus pensamientos no funcionaban del todo bien. Así que, dadas las circunstancias, restaba únicamente una pregunta por plantearse: ¿qué de toda su locura no estaba causada por él mismo...?
– No sé qué es lo que pretendes ahora. – admitió, con los ojos aguamarina entrecerrados y clavados en él. Una nueva muestra de ese ¿respeto? que sentía por el nenet era que no había hecho ni siquiera un triste amago de penetrar en sus pensamientos desde hacía un rato, y eso que era perfectamente capaz de esa habilidad hasta en su estado de conciencia alterada. – Podría averiguarlo, pero no quiero, tus secretos te pertenecen siempre y cuando no me perjudiquen. – añadió, calculador, y por otro glorioso instante pareció recobrar la cordura perdida y asemejarse al vampiro maquiavélico, no simplemente inestable, que se había caracterizado por ser durante la mayor parte de su inmortalidad.
– Pero creo que podríamos venirnos bien. Tú podrías ser más letal, con mi ayuda, mi sangre y mi entrenamiento, y yo podría tener un enemigo menos en una inquisición llena de asesinos que me quieren destruir sólo por ser lo que soy. Ayuda mutua, aunque quieras clavarme una estaca en el pecho y yo pueda cambiar de opinión mañana y decidir que te prefiero desangrado. – propuso, reforzando ese precario equilibrio que existía entre las ideas de su mente, pero proponiéndole algo al inquisidor con lo que él no había contado en ningún momento. Aunque momentáneamente aliados, Ciro y el nenet seguirían siendo inteligentes enemigos que sólo ocasionalmente trabajarían juntos, con el riesgo de cambiar de idea al momento siguiente y que todo se arruinase en un instante.
Tal vez la testarudez del nenet hiciera juego con su orgullo y le impidiera decir que sí, tal vez molestara a Ciro y éste retiraría su proposición al momento siguiente con un gruñido de rabia más animal que humano, un tema recurrente en todo lo relacionado con él. Pero tal vez no, tal vez podían sacarse mutuo beneficio, con Ciro valiéndose de otro nuevo ser para ayudarse en su lento pero progresivo ascenso hasta su gloria anterior y el inquisidor vivo y coleando durante un día más, mejorando como guerrero y, además, más fuerte que antes. Era un trato excesivamente favorable para el nenet, pero Ciro se sentía generoso aquella noche (¡y tanto, si no lo había matado!), y por eso pasaban los segundos sin respuesta y Ciro no cambiaba aún de opinión... Aún.
¿Por qué lo había ayudado con su sangre? En parte por vincularlo a él, porque su sadismo requería estar por encima del rival y regodearse, pero en parte también por fortalecerlo y honrar al guerrero con el que había luchado y a quien su cuerpo le pedía que se detuviera, mas no lo hacía. Ciro se veía reflejado en el nenet como si no fueran incluso de etnias diferentes (aún con la ascendencia persa del espartano en mente), ignorando por completo que él no era humano y el otro sí, aunque a la vez lo tuviera en mente a la perfección y por eso le había dado la sangre propia, que ya no odiaba tantísimo derramar. Por ayudarlo, algo que no le pegaba a ninguno de los Ciros que él se sabía ser, y aun así por eso lo había hecho, porque le había caído condenadamente bien el desgraciado del inquisidor. Demonios, qué difícil era admitirlo, ¿eh?
– Sí, lo creo. Tal vez esté loco, y no me importa la mayor parte del tiempo el estado de mis pensamientos, pero hay cosas en las que no se me puede negar que tengo la razón, hasta si paso de una cosa a otra como si fuera dando saltos. Fui un guerrero, fui un general, estuvo en mis hombros la responsabilidad de reclutar y de entrenar, y si fui capaz de convertir en valientes soldados a sacos de piel y huesos que no servían ni para preparar ákratos, mi criterio creo que resulta apropiado. – le respondió, con un tono un tanto irónico, e ignorando por completo que el nenet no tenía por qué saber que el ákratos era una parte fundamental del desayuno en su cultura, un pan de cebada del que siempre se alimentaban mojándolo en vino y que daba nombre incluso a la comida del desayuno: akratismós. Supuso que el contexto le bastaría para averiguar de qué se trataba, o eso habría hecho si hubiera estado prestando atención a sus propias palabras, en vez de intentar escudriñar el rostro del nenet.
¿Realmente estaba tan loco como todos, él mismo, se empeñaban en creer? Uno de los mayores síntomas del trastorno mental era no poder identificarse a uno mismo como demente, y creer que son los otros quienes tienen el problema; Ciro bailaba por encima de esos convencionalismos, y era plenamente consciente del daño que su mente había recibido. ¡Era imposible no serlo, si había estado presente durante las torturas que lo habían arrastrado hasta el rincón más sucio y oscuro posible! Pese a ello, pese a todo, siempre había sido inteligente de las maneras más insospechadas, y sabía a la perfección, aunque no hiciera nada por remediarlo, que sus pensamientos no funcionaban del todo bien. Así que, dadas las circunstancias, restaba únicamente una pregunta por plantearse: ¿qué de toda su locura no estaba causada por él mismo...?
– No sé qué es lo que pretendes ahora. – admitió, con los ojos aguamarina entrecerrados y clavados en él. Una nueva muestra de ese ¿respeto? que sentía por el nenet era que no había hecho ni siquiera un triste amago de penetrar en sus pensamientos desde hacía un rato, y eso que era perfectamente capaz de esa habilidad hasta en su estado de conciencia alterada. – Podría averiguarlo, pero no quiero, tus secretos te pertenecen siempre y cuando no me perjudiquen. – añadió, calculador, y por otro glorioso instante pareció recobrar la cordura perdida y asemejarse al vampiro maquiavélico, no simplemente inestable, que se había caracterizado por ser durante la mayor parte de su inmortalidad.
– Pero creo que podríamos venirnos bien. Tú podrías ser más letal, con mi ayuda, mi sangre y mi entrenamiento, y yo podría tener un enemigo menos en una inquisición llena de asesinos que me quieren destruir sólo por ser lo que soy. Ayuda mutua, aunque quieras clavarme una estaca en el pecho y yo pueda cambiar de opinión mañana y decidir que te prefiero desangrado. – propuso, reforzando ese precario equilibrio que existía entre las ideas de su mente, pero proponiéndole algo al inquisidor con lo que él no había contado en ningún momento. Aunque momentáneamente aliados, Ciro y el nenet seguirían siendo inteligentes enemigos que sólo ocasionalmente trabajarían juntos, con el riesgo de cambiar de idea al momento siguiente y que todo se arruinase en un instante.
Tal vez la testarudez del nenet hiciera juego con su orgullo y le impidiera decir que sí, tal vez molestara a Ciro y éste retiraría su proposición al momento siguiente con un gruñido de rabia más animal que humano, un tema recurrente en todo lo relacionado con él. Pero tal vez no, tal vez podían sacarse mutuo beneficio, con Ciro valiéndose de otro nuevo ser para ayudarse en su lento pero progresivo ascenso hasta su gloria anterior y el inquisidor vivo y coleando durante un día más, mejorando como guerrero y, además, más fuerte que antes. Era un trato excesivamente favorable para el nenet, pero Ciro se sentía generoso aquella noche (¡y tanto, si no lo había matado!), y por eso pasaban los segundos sin respuesta y Ciro no cambiaba aún de opinión... Aún.
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Re: The Night Has a Thousand Eyes → Privado
“Some allies are more dangerous than enemies.”
― George R.R. Martin, A Dance with Dragons
― George R.R. Martin, A Dance with Dragons
«Loco». ¿Un verdadero demente se autonombraría de ese modo, de manera tan campante? Vasiliy comenzaba a dudar. Y empezaba a poner en entredicho no sólo eso, sino todo en lo que creía. Incluso ese deseo iracundo y sin fundamento, nacido esa noche, y muerto también en el instante, de quedar ahí; anhelo que el vampiro le arrebató de las manos, como si lo supiera de antemano y se regocijara con el indulto. Quizá lo sabía. Quedaba claro que era impredecible. En aquel discurso no sólo logró ver cordura, sino también el brillo de un esplendor pretérito y que lucha por regresar. Tal vez, después de todo, aquel inmortal sí poseía un lance. No lo sabía, no le interesaba de entrada.
Se llevó una mano a la nuca y movió el cuello, tronó las vértebras superiores. Sintió de a poco cómo la energía le regresaba. Aunque era refrescante y le daba valor de luchar mil peleas más, algo en ello se sentía corrupto, y es que había recibido esas facultades del vampiro frente a él. No sólo eso, era incluso un poco mayor a su fuerza usual. Conocía los riesgos de hacerse adicto a la sangre de un ser como su adversario, así que la satisfacción de su nuevo vigor fue opacada por el temor. No era idiota, era precisamente por eso que era capaz de sentir miedo.
Levantó el mentón y estuvo a punto de responder algo. Que lo sabía, tal vez, que no era necesario que se lo repitiera, sin embargo, la pregunta siguiente lo dejó en blanco. Como si arrancaran de cuajo todas las ideas que tenía ya formuladas. Y es que, ¿le preguntaba eso? Para como lo veía Vasiliy, el único con poder de decisión ahí era el otro. Él estaba a su merced, aún después de haber bebido su sangre. Sonrió de lado, algo irónico y contento también. Hizo una leve reverencia con la cabeza, como dándole las gracias por no meterse en su cabeza. No había mucho ahí que pudiera interesar al otro, creyó. Venganza y tradición, nada más.
No obstante, un segundo después, estiró el cuello como para captar mejor las palabras que escapaban de esa boca demente. Entornó los ojos negros y se quedó meditando. ¿Iba a ser capaz de trabar dicha tregua? Tan endeble y tan inverosímil que se le antojaba a un sueño. Si lo hacía, era como firmar un contrato con el diablo. Por un segundo, que se remontó hasta la noche en la que murió su madre, Vasiliy lo consideró. Después de todo, el vampiro era el enemigo natural de aquellos que él buscaba erradicar con tanto ahínco: a los hijos de la luna. Era un guerrero consumado, se lo había dejado muy claro y no existía mejor maestro. Y la curiosidad lo empujaba al filo de aquel peñasco. Pudo ver hacia abajo, la caída libre, pero fue incapaz de ver el fondo. Tragó saliva.
—Hay un dicho entre mi gente. Quien avisa no es traidor. ¿Me entiendes? Creo que nuestro pequeño espectáculo esta noche fue suficiente anuncio, ¿cómo sabré que mañana no vas a querer acabar conmigo? Yo… yo tengo una misión, y esa es acabar con los seres como tú, tampoco tengo muchos argumentos a mi favor —dio un paso al frente. Cada nervio de su cuerpo, cada músculo y cada arteria, todo vibraba con energía renovada—. Pero ¿sabes? Creo que sería muy tonto si dejo pasar esta oportunidad. El peligro sería un ingrediente más —se encogió de un hombro, aunque su voz sonó firme y solemne.
—Darnos la mano sería excesivo, ¿no lo crees? Tomaré tu palabras, si tú tomas la mía a cambio —ninguna valía gran cosa para el otro, pero era una manera de formalizar. Era un trato justo, aunque no dejaba de ser incierto. Vasiliy no era alguien que actuara sin meditar, y ahí estaba ahora—. ¿Qué dices? —Arqueó una ceja e inclinó la cabeza como un perro que espera una reacción de un humano. Tal vez, de hecho, estaba firmando su sentencia de muerte, pero no había modo de saberlo, hasta que se hiciera. Ese era el método más sencillo de saber las cosas, hacerlas.
Tampoco le cruzó por la cabeza concertar un segundo encuentro. Los convencionalismos parecían no ir con su emergente e inesperado aliado. Y por esa noche, tampoco con él. Nada en el nenet lo era, en todo caso. Salido de su tribu, obligado a adoptar una religión que no era la suya y aceptar a un rey al que no le importaba. Luego, sometido a un nuevo régimen, el de la inquisición. Tal vez con el inmortal, encontraría más libertad de la que había experimentado en toda su vida.
Vasiliy Korsakov- Inquisidor Clase Media
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Re: The Night Has a Thousand Eyes → Privado
Vio el efecto que tenía su sangre en Vasilly como a cámara lenta, adelantándose casi un siglo a aquellos afortunados que contemplaron la invención del cinematógrafo, con el matiz añadido de que a Ciro le invadió un no se sabe qué que no sabía él muy bien qué... Una chispita, tal vez una punzada de orgullo paternal, pero no por el hombre, sino por sí mismo y porque por corrupta que estuviera su mente, su sangre seguía siendo el mismo vino añejo y perfecto de siempre. Autoestima, tal vez, si Ciro se refiriera a la valoración que hacía de su propia personalidad con un vocablo tan vulgar para él, un rey que empezaba a crecerse al final del encuentro, y no precisamente por haberlo ganado. ¿Quién se lo iba a decir a él...?
– No, claro, quien avisa en todo caso sería avisador. Pero no te ilusiones, soy bastante traidor, incluso de humano me acusaron por ello y... bueno, es una historia larga y tienes prisa, ¿no? – replicó Ciro, burlón, y sonriendo por su propio chiste. No se rió porque... bueno, realmente no tenía muy claro por qué, pero la cuestión es que no lo hizo, y se limitó a vigilar cada movimiento que el nenet hacía mientras hablaba y no se creía la suerte que había tenido. ¡Sorpresa, el espartano a veces podía sentir clemencia! O algo parecido, ni siquiera él mismo sabía si había un nombre para la razón por la que le había mostrado cierta flexibilidad a un inquisidor bien dispuesto a matarlo (y a quien Ciro aún seguía queriendo matar, aproximadamente, cada treinta y nueve segundos, aunque luego se le pasara). Pero lo había hecho, y se había ganado un aliado.
¡Sí, finalmente un término al que podía agarrarse! Los reyes entienden de alianzas; los guerreros entienden de alianzas; Ciro era ambos, ergo Ciro entendía de alianzas. ¡Menuda lógica deductiva acababa de lucir el muy vampiro! Se sentiría aún más orgulloso de sí mismo si su rival/aliado no estuviera preparándose para marcharse, ignorando que Ciro estaba dando unos pequeños pasos para la humanidad, pero grandes para él en su batalla constante contra el veneno que emponzoñaba sus pensamientos a diario. El dolor seguía presente, y le seguía destrozando por dentro y volviendo impredecible, pero Ciro estaba aprendiendo a lidiar con ello, tal vez, y eso era lo que realmente importaba, ¿no? Ser capaz de avanzar, de crecer, y blah blah blah, todas esas batallitas que se decía a los alumnos duros de mollera para convencerlos de que no todo lo importante se aprendía en los libros.
– Si me das la mano sin permiso te la arranco. – anunció, sin miramientos, y se encogió de hombros con los ojos muy abiertos, en una mueca que casi parecía disculparse: “perdona por expresarlo así, pero soy una bestia, ¿qué demonios esperabas?” – En otros tiempos mi palabra habría bastado... Aunque en otros tiempos me llamaba diferente, y si te dijera ese nombre no me referiría a mi yo de ahora mismo, así que supongo que no contaría. Pero tienes la palabra de Ciro, si no es suficiente para ti te arrancaré toda la sangre que has bebido de un mordisco y estaremos en paz. O lo estaré yo porque tú dejarías de estar. En fin, nenet, largo. Te haré saber cuándo te requiero. – añadió, y esta vez sí se rió por la broma interna de comportarse como un rey, a sabiendas de que ya no lo era, y seguramente no lo sería nunca.
Esos pensamientos volaban, literalmente, por su mente, del mismo modo que su mirada se paseaba por el nenet, hasta que se clavó en sus ojos y la entrecerró para avisarlo de que se marchaba sin decirle una palabra. En efecto, Ciro consideró como finalizada la conversación, y con la calma que se podía esperar de un animal herido se giró y salió corriendo hacia la noche, para que ésta lo abrazara con su manto y... en fin, tonterías. Ciro iba a buscarse un tentempié y lo demás lo iría decidiendo a medida que se acercara el momento, pero ¿no quedaba bien la poesía para ordenar el caos? A él le había servido, ¿o había sido la lógica que aún quedaba en su mente?, para ganarse un improbable aliado, y por lo que a él respectaba, le servía para una noche productiva. Más adelante, ya se vería... Y ambos, tanto él como Vasilly, serían quienes lo hicieran, pero sólo cuando Ciro lo decidiese. Gracias a él mismo por las pequeñas victorias de la existencia.
– No, claro, quien avisa en todo caso sería avisador. Pero no te ilusiones, soy bastante traidor, incluso de humano me acusaron por ello y... bueno, es una historia larga y tienes prisa, ¿no? – replicó Ciro, burlón, y sonriendo por su propio chiste. No se rió porque... bueno, realmente no tenía muy claro por qué, pero la cuestión es que no lo hizo, y se limitó a vigilar cada movimiento que el nenet hacía mientras hablaba y no se creía la suerte que había tenido. ¡Sorpresa, el espartano a veces podía sentir clemencia! O algo parecido, ni siquiera él mismo sabía si había un nombre para la razón por la que le había mostrado cierta flexibilidad a un inquisidor bien dispuesto a matarlo (y a quien Ciro aún seguía queriendo matar, aproximadamente, cada treinta y nueve segundos, aunque luego se le pasara). Pero lo había hecho, y se había ganado un aliado.
¡Sí, finalmente un término al que podía agarrarse! Los reyes entienden de alianzas; los guerreros entienden de alianzas; Ciro era ambos, ergo Ciro entendía de alianzas. ¡Menuda lógica deductiva acababa de lucir el muy vampiro! Se sentiría aún más orgulloso de sí mismo si su rival/aliado no estuviera preparándose para marcharse, ignorando que Ciro estaba dando unos pequeños pasos para la humanidad, pero grandes para él en su batalla constante contra el veneno que emponzoñaba sus pensamientos a diario. El dolor seguía presente, y le seguía destrozando por dentro y volviendo impredecible, pero Ciro estaba aprendiendo a lidiar con ello, tal vez, y eso era lo que realmente importaba, ¿no? Ser capaz de avanzar, de crecer, y blah blah blah, todas esas batallitas que se decía a los alumnos duros de mollera para convencerlos de que no todo lo importante se aprendía en los libros.
– Si me das la mano sin permiso te la arranco. – anunció, sin miramientos, y se encogió de hombros con los ojos muy abiertos, en una mueca que casi parecía disculparse: “perdona por expresarlo así, pero soy una bestia, ¿qué demonios esperabas?” – En otros tiempos mi palabra habría bastado... Aunque en otros tiempos me llamaba diferente, y si te dijera ese nombre no me referiría a mi yo de ahora mismo, así que supongo que no contaría. Pero tienes la palabra de Ciro, si no es suficiente para ti te arrancaré toda la sangre que has bebido de un mordisco y estaremos en paz. O lo estaré yo porque tú dejarías de estar. En fin, nenet, largo. Te haré saber cuándo te requiero. – añadió, y esta vez sí se rió por la broma interna de comportarse como un rey, a sabiendas de que ya no lo era, y seguramente no lo sería nunca.
Esos pensamientos volaban, literalmente, por su mente, del mismo modo que su mirada se paseaba por el nenet, hasta que se clavó en sus ojos y la entrecerró para avisarlo de que se marchaba sin decirle una palabra. En efecto, Ciro consideró como finalizada la conversación, y con la calma que se podía esperar de un animal herido se giró y salió corriendo hacia la noche, para que ésta lo abrazara con su manto y... en fin, tonterías. Ciro iba a buscarse un tentempié y lo demás lo iría decidiendo a medida que se acercara el momento, pero ¿no quedaba bien la poesía para ordenar el caos? A él le había servido, ¿o había sido la lógica que aún quedaba en su mente?, para ganarse un improbable aliado, y por lo que a él respectaba, le servía para una noche productiva. Más adelante, ya se vería... Y ambos, tanto él como Vasilly, serían quienes lo hicieran, pero sólo cuando Ciro lo decidiese. Gracias a él mismo por las pequeñas victorias de la existencia.
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