Caballo de Batalla | Privado

El golpeteo de un insistente sonido ingresó a mi cerebro con violencia. Se escuchaba su eco, lo dejaba crecer dentro de mí. Estaba segura de que lo conocía. Abrí los ojos y vi a Campagnolo sentado junto al gran reloj de la habitación de los rincones eternos. Miróme, enseñando sus dientes en una sonrisa podrida, y levantó sus manos para aplaudir sin prontitud. Estaba celebrando algo, deduje, ¿pero qué?

— Felicitaciones, Ánima. Si vuestra ventura fuese una pintura, ¡de qué manera luciría en los salones! — había que tener cuidado con las palabras de Campagnolo, porque cada una representaba un acertijo o un desafío. — ¿O debería representarla una escultura?

Ahí estaba, su alusión a Baldassare, el tallista y cincelador. El vampiro.

— Fascinante cómo reacciona tu poder, ¿no es así? Es más consciente que tú de lo que conlleva tratar con un inmortal. Se está preparando. Y la pregunta que en ti recae es para qué. La magia no se potencia indefinidamente; tiene que salir.  

Visualicé las piezas del rompecabezas armándose frente a mí. Quedé absorta, ida. Para ver el fondo tenía que vaciarlo de contenido. Si ya tenía un potenciador, este provocaba el efecto contrario a una descarga. Lo contrario, lo opuesto. Se trataba de…

— Un antagonista, correcto.

Con un acierto en el bolsillo, el ente me expulsó de su mundo onírico y volví a la realidad, durmiendo, en mi cama.


A la mañana siguiente, desperté temprano y sin energías. Mi hermano venía de visita, para cuidarme y sacarme a pasear. Encargos de papá, sin dudar. Tiziano ya venía con una idea en la cabeza, y sin preguntarme llevó dos caballos consigo para invitarme a cabalgar. Juró que mi isla desierta no desaparecería si me ausentaba por una tarde. Bajo esa condición, acepté, con la torpeza con que se me daba montar.

Primero fue un paseo, pero mi ímpetu lo volvió carrera. Hacia el río, más allá del bosque, hasta que unas colinas marcaron el punto de descanso. Tomaríamos distintos caminos para llegar a la misma meta. El que ganaba, leería para el otro. Trato hecho. Hija de mi padre, me propuse ganar, satisfaciendo a la niña consentida en mí. Elegí una vía más larga, pero con menos obstáculos. Galopaba ligera, imprecisa, me dolería la espalda al regresar, mas no permitiría que una piedra o un tronco se interpusiera en mi camino. Sin embargo, ni siendo extremadamente precavida hubiera podido evitar el óbice que se me presentó: otro caballo, ¿quién lo hubiera predicho?

Por poco choqué de frente con el espléndido animal, una fiera que alzaba las patas delanteras en el aire en señal de advertencia. Y me desestabilicé de tal forma, que me faltó un dedal para caer al suelo. Sorprendidos tanto yo como mi caballo, tuve que desmontar. Le tomaría un rato amansarse nuevamente.

Entretanto, yo no podía juntar los labios de la estupefacción. Es que era un animal realmente precioso, alto y de contextura firme. Demasiado bien cuidado como para ser salvaje. Me fijé en una de sus patas; estaba herido, posiblemente por alguna rama peligrosamente ubicada en su camino. Porque llevaba señales de haber corrido, como los cabellos revueltos, y los ojos encendidos como el sol de atardecer.

Miré las palmas de mis manos. En mí estaba la fuerza para curarlo, devolverle una necesaria paz.

— Tranquilo — que cooperara, supliqué.

Luego del metálico sonido del acero desenvainado, reinó un silencio similar al de un cementerio. Sólo la respiración de los nerviosos caballos, testigos de la tensión, mataban el vacío. Bajó la sangre de mi rostro, quedándome helada por instantes. Esperé unos segundos más hasta recomponerme. Inmóvil, me quedé mirando hacia delante, un punto junto a las patas del caballo que no había alcanzado a tocar. Consciente de mi posición, sin embargo, ignoré la amenazante presentación, aceptando tácitamente que esa batalla la había ganado él. Puse las manos al nivel de mis ojos y me limité a decir:

— Mi hermano está cerca. Quise tomar un atajo y nos separamos, pero no tardará en encontrarme. No soy un peligro, se lo aseguro.

Sólo entonces, segura de que no iba a matarme, lo vi, y desearía jamás haber tenido el deshonor. ¿Debí haber hecho el papel de la damisela de pocos sesos? Pensé en hacerlo, pero esos ojos me advirtieron con soslayo que no lo intentara, que un paso en falso sería mi ruina.

¿Por qué? ¿Qué era lo que lo me mantenía tan quieta y alerta al mismo tiempo? Ese brillo casi asesino, ¿de dónde provenía? Algo raro había, y no se limitada a lo meramente inusual. Ese hombre despedía algo con su solo mirar, como los depredadores mueven sus orejas. No estaba segura de su naturaleza, pero sí estaba dispuesta a dejarme arrollar por su caballo si es que se trataba de un individuo común y corriente. Eso significaba que podía descubrirme, y si lo hacía… mis emociones serían mis arpías traicioneras. ¡No! ¡No podía permitirlo! Debía bajar mis energías a niveles tan ínfimos como me fuera posible.

Entre el estrés de la posibilidad de la captura y de ser desenmascarada, hallé un espacio para tragarme mi angustia y formar una coraza. No era una defensa perfecta, pero me daba esperanzas. Como los felinos, parecería más grande de lo que era, para que mi posible adversario no se decidiera a desafiarme.

— Ese filo se ve peligroso. ¿Le importaría apartarlo?

No lo vi venir. Me mantuve como pude impertérrita, por fuera. Por dentro me sentí al borde del miedo, siendo empujada por él hacia ese abismo. ¿Debía moverme, decirle algo tal vez? Antes de que pudiera contestarme, él bajó su espada y sólo ahí sentí dolor, cuando mi cerebro me dijo que lo peor había pasado. El destino podía decir otra cosa. Y yo estaba ahí, llevándome las manos al cuello, sobre la garganta, porque la había visto inerme como nunca.

Vi alejarse a quien me acechaba y respiré tranquila por unos instantes, mas quedé estupefacta cuando fui testigo de lo manso que se comportó ese mismo amenazante hombre con su caballo, el cual le respondió con la misma docilidad. ¿Se trataba de la misma persona? Si era así, tenía que estar loco. Nadie medianamente cuerdo podía cambiar de manera tan abrupta, ¿o sí? Algo no calzaba y me estaba molestando.

Las piezas encajaron salvajemente cuando me hizo aquella mortal pregunta. Había descubierto los efectos de la breve sanación que había alcanzado a hacer a su corcel. Pero no fue eso lo peor. Si había algo más nefasto que me interrogara, era que no tuviera duda alguna al respecto. Sólo me preguntaba para reafirmar lo que seguramente ya sabía. Él… él sabía lo que yo era. Temblando y con el alma en un hilo me atreví a verlo más allá, para distinguir su aura. Tras la bruma de negación, lo encontré. Sudé frío; era un hechicero. No necesitaba de relaciones públicas para saber que no estaba de mi lado.

Papá, mamá, hermanos, sobrinos míos. En todos ellos pensé. Y antes de volver a poner los pies sobre la tierra, vi el rostro de los inmortales. Estaba en peligro. Contaba con segundos para dilucidar qué hacer, en nefastas condiciones. Con ese hombre tendría que arriesgarlo todo para salvarme.

Tomando un respiro y convencida de que no había salida, posé mi mano derecha encima de la zona maltratada sobre mi garganta y entrecerré mis ojos, concentrándome. Blanca, lisa, y restaurada refulgió mi piel cuando volví a levantar mi mano. Justo en el mismo estado en el que él la había encontrado.

Lo miré a los ojos desafiante. Inexperta y en desventaja, pero de pié lo enfrentaría. Me rehusaba a convertirme en su víctima.

— Usted ya lo sabe.