AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Caminos cruzados /privado
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Caminos cruzados /privado
Tercer jueves de cada mes. Exclusivamente en éste día solía abastecerme de infusiones para mis pociones más elaboradas y peligrosas. En ése día por pura cábala y superchería podía considerarlo mi “día de suerte”, no obstante, dada la complejidad de dichos ingredientes, obtenerlos de manera legal era relativamente imposible, si no se buscaba en los establecimientos adecuados. Gracias a un colega, al cual pude arrancarle información importante, supe de un lugar en París, donde podía ser viable la obtención de dichas sustancias a un precio – que aunque elevado – indudablemente eran de buena calidad. Tenía mis reservas…
Desconfiado como era y necesitado de llenar mis arcas, me hice a la tarea de dar un pequeño paso a primeras horas de la mañana; cuando el sol estuviera saliendo por el horizonte.
Por órdenes precisas, la noche anterior, había encomendado encarecidamente se me despertara a una hora prudente para asearme, vestirme y tomar mis sagrados alimentos; mismos que debían estar servidos sobre la mesa en cuanto arribara al comedor. En ésta única ocasión prescindiría de la compañía de Isobel, ésta encomienda debía realizarla en solitario, llamaría menos la atención del público y desde luego de mis enemigos, que no eran pocos. Para mala o buena fortuna, comenzábamos a crearnos la fama de “excéntricos” pues rara vez se nos veía deambulando por la ciudad, aunque claro, todo lo que se dijera sobre nosotros; eran ideas, pensamientos, opiniones sin fundamentos, a los cuáles hacíamos oídos sordos. Vivíamos como queríamos sin dar explicación alguna de nuestros actos. Lo que ocurría dentro de nuestra residencia, no era sabido ni cuestionado por nadie.
Una vez abordado el carruaje, le indiqué al cochero la dirección a la cual necesitaba acudir con prontitud. El tiempo apremiaba y los preparativos para ms pociones no podían esperara más de veinticuatro horas, o terminarían por echarse a perder.
Durante el trayecto me dediqué a observar discretamente hacia el exterior, deslizando ligeramente la cortinilla. Gente yendo y viniendo, vendedores de pan, algún mercadillo retozando de amas de casa intentando comprar la comida del día… Toda una gama de imágenes, colores, aromas y sabores. Me sentía extrañamente animado aquella mañana, muy en el fondo presentía que la suerte estaba de mi lado, y nada podía hacerme sentir mejor.
No fue sino hasta que el vaivén del carruaje cesó, que me di cuenta de que habíamos arribado a destino. La puertecilla del carromato se abrió, dando paso a la cara seria del criado, mismo que deslizó la escalerilla hacia abajo para que pudiera apearme. Agradecí con un gesto casi imperceptible; no me gustaba ser demasiado cordial, no porque se tratase de un sirviente, sino que mi carácter no se prestaba para ello.
Apresurando mis pasos hacia la puerta del establecimiento, giré la perilla una vez la alcancé, y entré con mucho sigilo. Dentro, se podían percibir aquellos aromas peculiares – que un olfato entrenado con el mío- podía fácilmente reconocer. No era una tienda demasiado grande, ni demasiado pequeña, sino por el contrario, con el tamaño idóneo para albergar toda clase de infusiones, frascos, bolsas… Un estanquillo bien surtido si mi vista no me engañaba; después de todo, quizás si había sido una buena idea el haber decidido venir.
Fui abordado por una joven dama de cabellos rojos, que me saludo de manera cortés. No parecía ser lo suficientemente experta, pero no había que juzgarla por el simple hecho de ser casi una chiquilla – como yo – si somos estrictos.
Sonreí, tratado de ser lo más cordial que me fuera posible. Quité un guante de mi mano, y deslicé una pequeña nota sobre el mostrador, escrita con exquisita caligrafía. Ahí iban escritos los nombres de las hierbas que tanto ansiaba adquirir para mis experimentos.
-Estoy dispuesto a pagar el precio que sea por ellos –. Susurré volviendo a sonreír angelicalmente a la dama presente, quien devolvió el gesto con otra bella sonrisa, mientras se perdía tras una puerta trasera al mostrador.
Mientras tanto me dediqué a observar el lugar. Todos los frascos de sustancias estaban etiquetados en orden alfabético. Algunos llamaron mi atención más que otros: Infusión de ajenjo, mandrágora, belladona… Todos estos ingredientes también eran prohibidos y sumamente peligrosos. Estaban exhibiéndose como si de dulces se tratara a la vista del público en general, por lo que cabía la factible posibilidad, de que el dueño o dueña, estuviera bajo la protección de alguien importante; de lo contrario el poder del estado, habría obligado a cerrarle inmediatamente. Sin excusas ni pretextos.
Mientras imaginaba toda la escena que pudiera ocurrir en caso dado de que todo aquello se volviera realidad, observaba mi reflejo en el pulcro vidrio que adornaba el fondo de las estanterías. Mi vista, quizás mi sexto sentido o mi habilidad, se percató de la presencia de alguien. Aparentemente no estaba solo, tenía compañía. Claramente podía ubicarla, podía sentirla hacia mi costado derecho, observándome con curiosidad, recelo y desagrado.
Desconfiado como era y necesitado de llenar mis arcas, me hice a la tarea de dar un pequeño paso a primeras horas de la mañana; cuando el sol estuviera saliendo por el horizonte.
Por órdenes precisas, la noche anterior, había encomendado encarecidamente se me despertara a una hora prudente para asearme, vestirme y tomar mis sagrados alimentos; mismos que debían estar servidos sobre la mesa en cuanto arribara al comedor. En ésta única ocasión prescindiría de la compañía de Isobel, ésta encomienda debía realizarla en solitario, llamaría menos la atención del público y desde luego de mis enemigos, que no eran pocos. Para mala o buena fortuna, comenzábamos a crearnos la fama de “excéntricos” pues rara vez se nos veía deambulando por la ciudad, aunque claro, todo lo que se dijera sobre nosotros; eran ideas, pensamientos, opiniones sin fundamentos, a los cuáles hacíamos oídos sordos. Vivíamos como queríamos sin dar explicación alguna de nuestros actos. Lo que ocurría dentro de nuestra residencia, no era sabido ni cuestionado por nadie.
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Una vez abordado el carruaje, le indiqué al cochero la dirección a la cual necesitaba acudir con prontitud. El tiempo apremiaba y los preparativos para ms pociones no podían esperara más de veinticuatro horas, o terminarían por echarse a perder.
Durante el trayecto me dediqué a observar discretamente hacia el exterior, deslizando ligeramente la cortinilla. Gente yendo y viniendo, vendedores de pan, algún mercadillo retozando de amas de casa intentando comprar la comida del día… Toda una gama de imágenes, colores, aromas y sabores. Me sentía extrañamente animado aquella mañana, muy en el fondo presentía que la suerte estaba de mi lado, y nada podía hacerme sentir mejor.
No fue sino hasta que el vaivén del carruaje cesó, que me di cuenta de que habíamos arribado a destino. La puertecilla del carromato se abrió, dando paso a la cara seria del criado, mismo que deslizó la escalerilla hacia abajo para que pudiera apearme. Agradecí con un gesto casi imperceptible; no me gustaba ser demasiado cordial, no porque se tratase de un sirviente, sino que mi carácter no se prestaba para ello.
Apresurando mis pasos hacia la puerta del establecimiento, giré la perilla una vez la alcancé, y entré con mucho sigilo. Dentro, se podían percibir aquellos aromas peculiares – que un olfato entrenado con el mío- podía fácilmente reconocer. No era una tienda demasiado grande, ni demasiado pequeña, sino por el contrario, con el tamaño idóneo para albergar toda clase de infusiones, frascos, bolsas… Un estanquillo bien surtido si mi vista no me engañaba; después de todo, quizás si había sido una buena idea el haber decidido venir.
Fui abordado por una joven dama de cabellos rojos, que me saludo de manera cortés. No parecía ser lo suficientemente experta, pero no había que juzgarla por el simple hecho de ser casi una chiquilla – como yo – si somos estrictos.
Sonreí, tratado de ser lo más cordial que me fuera posible. Quité un guante de mi mano, y deslicé una pequeña nota sobre el mostrador, escrita con exquisita caligrafía. Ahí iban escritos los nombres de las hierbas que tanto ansiaba adquirir para mis experimentos.
-Estoy dispuesto a pagar el precio que sea por ellos –. Susurré volviendo a sonreír angelicalmente a la dama presente, quien devolvió el gesto con otra bella sonrisa, mientras se perdía tras una puerta trasera al mostrador.
Mientras tanto me dediqué a observar el lugar. Todos los frascos de sustancias estaban etiquetados en orden alfabético. Algunos llamaron mi atención más que otros: Infusión de ajenjo, mandrágora, belladona… Todos estos ingredientes también eran prohibidos y sumamente peligrosos. Estaban exhibiéndose como si de dulces se tratara a la vista del público en general, por lo que cabía la factible posibilidad, de que el dueño o dueña, estuviera bajo la protección de alguien importante; de lo contrario el poder del estado, habría obligado a cerrarle inmediatamente. Sin excusas ni pretextos.
Mientras imaginaba toda la escena que pudiera ocurrir en caso dado de que todo aquello se volviera realidad, observaba mi reflejo en el pulcro vidrio que adornaba el fondo de las estanterías. Mi vista, quizás mi sexto sentido o mi habilidad, se percató de la presencia de alguien. Aparentemente no estaba solo, tenía compañía. Claramente podía ubicarla, podía sentirla hacia mi costado derecho, observándome con curiosidad, recelo y desagrado.
Daniel Ness- Condenado/Hechicero/Clase Alta
- Mensajes : 39
Fecha de inscripción : 04/01/2015
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