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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Invitado Jue Mar 31, 2016 3:09 pm

Bruselas, hacia 1795.

Como todo buen felino que se preciara, Miklós siempre había cuidado en la medida de lo posible su aspecto físico. Si bien jamás había llegado al extremo de literalmente lamer su piel para adecentarla, sí que era cierto que nunca se le había notado en su apariencia ninguna de las veces que había pasado hambre, ni siquiera de niño. Únicamente en sus mandíbulas cuadradas y marcadas se podía apreciar una sombra del fantasma de la dura infancia que había pasado, pero estaba convencido de que eso le daba atractivo, no se lo restaba, así que nunca había intentado comer de más para compensarlo. Por todo ello, Miklós siempre había mantenido su cuerpo impecable de cicatrices demasiado marcadas, de manchas o de imperfecciones, siempre… Hasta aquel momento. Porque, habiendo sobrevivido por los pelos a que lo mataran, ¿qué era una cicatriz que le cruzaba la espalda en diagonal de lado a lado y las cientos, casi literalmente, de cortes que tenía en el pecho? Lo habían agujereado, prácticamente, para intentar acabar con su vida, pero mala hierba nunca muere, y Miklós, lo había descubierto con esa agresión, era una hierba de las peores del jardín. Así, seguía vivo, mas no coleando, porque había salido de la casa en llamas que le había llegado a pertenecer de milagro, y había sido una odisea auténtica arrastrarse hacia un carro que pudiera sacarlo de allí. Él sospechaba que la mano de Dios se encontraba tras la fortuna que lo había alejado del lugar de su (casi) asesinato, mas Dios no quiso responder a sus plegarias y Miklós no supo a dónde se dirigía, cambiando de carromatos y de trenes (¡cuando era afortunado!), hasta que no llegó a su destino: una ciudad francoparlante. ¡Alabado fuera Dios! Nunca se había sentido más feliz de escuchar un idioma que no fuera el propio, e incluso aunque tuvo que ir arrastrándose, consiguió instalarse en la ciudad.

Ah, Bruselas. Precioso nombre, hermosa ciudad, pero Miklós consideraba entonces hermoso todo lo que veía, sentía, olía y hasta saboreaba por la gracia de saberse vivo, aunque dolorido. Era cierto que acudió, en inicio, a rezar a una de las iglesias que encontró, pero a continuación la taberna más cercana llamó su atención. Aunque fuera un creyente fervoroso, Miklós jamás renunciaba a los placeres más mundanos, especialmente cuando su cara bonita y su aspecto orgulloso conseguían invitarlo a copas y a todos los vicios que pudiera saborear. Así fue en aquella ocasión; hasta sin conocerlo, una mujer belga se encaprichó de él (previo juego de seducción por parte del húngaro, por supuesto: no era tan fácil que lo consintieran) y le regaló monedas, tragos de alcohol, compañía carnal y, sobre todo, opio. Algo que jamás había probado pero que hizo estragos auténticos en él, envolviendo su estancia y su tournée por los bajos fondos de Bruselas en una nebulosa que le impidió darse demasiada cuenta de cómo sus heridas iban curando hasta que las cicatrices se esfumaron por completo. Perdió la noción del tiempo y de sus alrededores, se envolvió en el vicio, en el placer y en la dulce inconsciencia del mundanal ruido, hasta que, sin darse cuenta, se encontró despertando una noche entre los brazos de dos mujeres y un hombre sin sentir nada. Nada en absoluto: ni dolor, ni paz, ni alegría, ni pesar; nada. Aquella apatía le resultaba nueva y diferente, tanto como la ciudad en la que se encontraba y que apenas había conocido; le era ajena y, al pensar en ella, lo recorrió un escalofrío extraño que no le gustó nada por lo que significaba. Arrastrándose fuera del lecho, Miklós se vistió y, recuperado y más o menos sobrio (salvo por un par de tragos a un licor destilado de forma casera que había allí, en la habitación), salió casi corriendo hacia uno de los locales que conocía y donde lo invitaron a beber y a fumar más.

Al aceptar el primer trago y con el fuego del licor ardiéndole en la garganta, Miklós por fin comprendió que esa sería su manera de sentir algo desde aquel momento en adelante.
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Mensaje por Keath Roggers Vie Abr 15, 2016 12:02 am

¿Acaso existía alguna razón por la cual seguir manteniendo la cordura?

Hacía una semana había perdido a mi mujer, a la esposa que había amado enfermamente, frágil, dulce e inofensiva. Su fallecimiento fue por ser una humana normal, por las malditas enfermedades que corrompían a las personas, destrozándolas por dentro hasta paralizarles el corazón. ¡Ella había huido de mí, como yo de mi familia! La diferencia, obviamente, era que yo podía volver, claro que podía, Pensilvania me estaba esperando junto con una madre, un padre y miles de hermanos que siempre me esperaban con los brazos abiertos. Pero mis sentimientos estaban rotos, mi personalidad y semblante quedó podrido junto con la fémina. Era tan cursi que siquiera podía aceptar el estúpido hecho y me reía de mí mismo. ¡Qué iluso! ¡¿Realmente había creído que podía tener una vida de felicidad?! Pues ahora podía reafirmarlo, era imposible. Parecía que una especie de maldición había caído junto con los únicos ojos claros de la familia. Ahora viajaba con una gran mochila en los hombros, literal y metafóricamente hablando. Por una parte, tenía un par de zapatos y vestido de ella. Y por la otra, su recuerdo me atormentaba en cada rincón, junto con su último aliento cuando me soltó la mano. Había sido despedido de mi trabajo como guarda-espaldas por no poder enfocarme en los presuntos atacantes y vivía disperso en la intranquilidad. Parecía, simplemente, un náufrago más en aquel océano de personas.

Con los francos recaudados para la casa que teníamos pensado comprar, comencé a despilfarrar. ¿Para qué la necesitaba ahora? Ella había muerto y el futuro terminó por romperse. Después de todo era un perro, un animal simple y sin necesidades más que las del santiamén, comer, respirar, dormir, beber, disfrutar el momento es lo que siempre deseaba. O al menos lo era desde ahora en adelante, simplemente necesitaba tener algo que sea instantáneo. Me acomodé en un hostal de mala muerte, en la hermosa Bruselas, donde todo estaba permitido si te acogían en el lugar indicado. Mi cuerpo demasiado grande y tosco no tardó en aparecerse tirado en las esquinas, cubierto de mugre y sangre por peleas que no valían nada. Al final un grupo se hizo cargo de mí. Fueron alrededor de dos meses los que me tuvieron entrenando en el arte de sobrevivir y divertirme. Por supuesto, mi auténtica personalidad era maravillosa, podía hacer reír a todos mientras yo lloraba por dentro. Fumaba intensamente de la pipa que iba pasando de mano en mano. Eran aquellos detalles los que me hacían feliz, olvidándome de todo y sintiendo el piso temblar sobre mis pies. Los demás se pensaban que tenía una inmensa dureza contra los estupefacientes, la realidad es que si fuese un ser normal, ya me hubiese muerto mil veces. Y quizá, ¿podía ser aquello lo que realmente estaba buscando? Si así era, me encontraba más iluso de lo habitual, a menos que inhalara plata, nada me sucedería. Y probablemente siquiera con eso lo haría.

Al final llegó una noche que por fin sería diferente. Un tiempo atrás había llegado otro como yo, arrastrándose como un cadáver, pero con la misma fortaleza por tratarse de un cambiante. No le di importancia hasta noches más tarde.

Me había peleado con otro apostador. Primero las cosas iban contra el azar, luego, todo lo definían los puños. Era divertido, simplemente nos golpeábamos hasta que uno de los dos se declaraba perdedor y el dinero se gastaba, cualquiera fuera el monto, en esa misma noche, compartiéndolo con todos hasta perder la conciencia una vez más. Y en ese final estaba yo, estirado como el animal que era en un costado de la puerta, suspirando de a ratos en lo que un olor nauseabundo se me acercó. Alcé la mirada como si de un rayo se tratara, pero claro, no moví un solo dedo, solo le seguí como los perros hacen cuando tienen curiosidad de algo, dejando que lo blanco del ojo se me viera. — Hueles como gato mojado y acabado. Deberías ir a escupir bolas de pelo a otro lado. — Me reí inútilmente de mi propio chiste. Y en ese soplo noté de quién se trataba. ¡Era ese mismo! El que había aparecido unos días atrás. Un sobrenatural como lo era yo. Eran pocos, por no decir los únicos con tal naturaleza en la zona. Al final, intenté levantarme, masticando el propio aire dentro de mi boca para luego escupir un poco de saliva con sangre, que tiempo antes se había abierto y quedado sin curar. Busqué entonces en mi bolsillo la pipa con opio, la agarraba con fuerzas, como si se me fuese a caer de las manos ahí mismo y respirando profundamente fue que intenté prenderla. Habiendo olvidado, de repente, al tipo que hacía unos momentos “conversaba” conmigo. Evidentemente, no podía hacer dos cosas al mismo tiempo.
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Mensaje por Invitado Lun Abr 25, 2016 6:44 am

Cuando casi lo habían asesinado, la plata de las armas que habían forjado contra él y otros como él le había quemado, marcado de cicatrices e infectado de un odio y una impotencia que Miklós jamás había sentido hasta aquel instante. Aunque no hubiera podido hacer nada más que recibir los envites y dejarse destrozar hasta el punto de que casi había muerto (y en ese casi estaba la clave), el odio se había convertido en un fuego arrollador que le había dado, a su calor, fuerzas de flaqueza para arrastrarse lejos del Infierno, que él asociaba ahora con la antigua casa palaciega que había ocupado con su pequeña Imara. El crepitar de las llamas lo había acompañado como una melodía que tenía en la cabeza, constante, como un ruido ambiental, hasta que se había dejado caer en Bruselas y se había abandonado a los placeres mundanos: el opio se había encargado de sofocar el fuego y de que ya no quedaran más que chispas ocasionales y cenizas grises y tan apagadas como él. Sabedor de la intensidad del dolor que había sentido, de los excesos emocionales y rabiosos de los que apenas acababa de escapar, Miklós aún no asimilaba que la nada se hubiera convertido en lo único que sentía emocionalmente, si bien lo físico era harina de otro costal. Plenamente consciente de su cuerpo y de sus heridas, especialmente porque, acababa de darse cuenta, estaba semidesnudo y únicamente un calzón que apenas era tela lo cubría, cada herida y cada roce suponían una pequeña tortura; cada objeto que veía, un estímulo visual; cada olor, una maravilla… o una podredumbre asquerosa que lo hacía arrugar la nariz. Lo hizo, en aquella ocasión, al mismo tiempo que escuchaba las palabras del chucho inmundo allí tirado, sin duda con sarna o con pulgas, cualquiera de esos defectos que únicamente los perros tenían.

– ¿Y tú no tienes ningún perro al que olerle el trasero ni ninguna esquina en la que orinar para marcar tu territorio de tus semejantes? Me sorprende, pensaba que los chuchos sólo hacíais eso. – respondió Miklós, tan rápido que ni siquiera se paró a pensar en lo que decía, únicamente lo hacía. El francés que antaño le enseñara Thibault le salió natural, con un leve acento que no impedía que cualquiera lo entendiera, y si no lo hacía, lo tosco de su tono lo conseguiría por él. Claramente, en condiciones normales habría tenido millares de cosas que hacer mejores que perder el tiempo con un chucho que, aunque era alto, le saca como mínimo una cabeza; pero aquellas no eran condiciones normales, y Miklós no tenía nada más que hacer con su tiempo. Otras opciones eran volver a ponerse la máscara de seductor y conseguir embarullar a alguien para que le financiara el opio, el alcohol barato y el rapé o, simplemente, vagabundear por ahí pensando en el pasado y en lo que lo habían obligado a dejar atrás. No, eso no le gustaba; el orgullo del húngaro se había apreciado un tanto en las palabras que le había dicho al otro cambiante, se mantenía en su negativa a dejarse arrastrar hacia la destrucción por su propia mano y se intensificó cuando se agachó junto al otro, con una rodilla apoyada en el suelo y la otra acuclillada, y lo cogió del pelo para moverle la cabeza y que lo mirara. – Te recuerdo. Tú terminaste el aguardiente ayer en la taberna y cuando llegué yo no quedaba ya nada que pudiera beber. – Miklós entornó los ojos al tiempo que lo decía, exprimiendo en sus recuerdos la imagen del cambiante tosco que tenía delante y que lo había llevado directo, un día más en su nebulosa temporal, al opio, más destructivo para su consciencia que el licor de cualquier tipo.

Por supuesto, no pudo evitar aprovechar su posición, con la cabeza del otro siendo sujetada, para soltársela de forma brusca y que se golpeara con la pared. Sentía cierto deseo de golpearlo en las costillas como si fuera un perro, su naturaleza felina así se lo pedía, pero aunque Miklós fuera cruel no tenía un fondo totalmente desalmado, y su parte racional le impidió dar la primera patada. En lugar de eso, se dejó caer al lado del otro, en una posición que le permitiría al perro golpearlo si así lo deseaba (y Miklós era muy consciente de ello, pues siempre estaba a la defensiva, en mayor o menor medida), y apoyó su propia cabeza en la pared. No sabía si el perro iba a querer pelea o no; no tenía ni la más remota idea de quién era o de dónde venía, aunque suponía por un atisbo de acento que había identificado que de más allá del gran océano Atlántico, pero le daba igual. Era un cambiante, como él, al que le daba igual casi todo, exactamente igual que a él, y por eso tenía su… ¿interés? ¿Curiosidad? ¿Atención? Quizá un poco de todo, pero no lo suficiente para ser uno de ello: le faltaba la intensidad detrás de esos sentimientos, pues hasta ese punto había llegado su apatía sentimental. – ¿Qué hace un perro aquí sin dueño ni correa? ¿Es que no tienes a nadie que te reclame o a quien ladrar? – preguntó como si se tratara del dueño de la taberna, aunque los dos supieran que no lo era; preguntó con arrogancia, pero residual, como si no tuviera demasiado claro si tenía motivos para serlo o no aquel hombre que, descendiendo de los Rákóczi, por sí mismo pudiera incluso ser coronado noble ateniéndose únicamente a su sangre.

Pero esa era la clave que descubriría con el otro cambiante: no tenía ni idea de cómo reaccionar, y eso era lo único que le permitía acercarse mínimamente a sentir algo por quien se convertiría, con facilidad, en uno de sus pocos amigos de verdad.
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Mensaje por Keath Roggers Dom Mayo 15, 2016 11:44 pm

¿Esa era mi risa? La escuché como si estuviese fuera de mí mismo, muy lejana.
Sí lo era, me estaba riendo a carcajadas, mostrando los dientes perfectamente caninos y espesos que podía tener en momentos donde no recapacitaba sobre mi misma existencia. Claro, era exactamente en esa ocasión, borracho, drogado, pensando en que morir sería una buena excusa para huir de todo los problemas. Y siquiera eso servía en mi caso, estaba seguro que me volvería un fantasma de morirme, tenía demasiadas penas como para terminar en paz. ¿Eran reales los fantasmas? Temía que luego de la vida hubiese algo peor, ¿cómo podía siquiera vivir con tantas preguntas sin responder? Apunté con un dedo al gato de lengua larga, alzando las cejas con algo de atrevimiento. Bah, ¿no era acaso, él el atrevido? Observándolo correctamente y con más fiereza, estaba casi desnudo, no solo era el olor, el exterior lo delataba bastante bien. Para su suerte, ese no era un lugar en donde alguno pudiese criticar algo. Todos, en absoluto, eran ebrios desamparados sin nada para hacer por sus vidas, gastando lo poco o nada que tenían, luchando porque el aguardiente moliera sus pensamientos, esperando que un milagro los hiciera renacer en un mundo paralelo. Yo estaba incluido. Era la ciudad en donde las almas desamparadas venían a caer redondas al abismo, sin querer salvarse y sin nadie que quisiera ayudarlos. — También dormimos, pero, ahhhh… ¿Qué hago? Tu olor no me deja dormir, no me deja, en serio. — Atiné a decir, graciosa y groseramente, aún seguía en el suelo y le vi agacharse, entre incómodo y ofuscado, pues bien, eso me ahorraba bastantes pasos. Decidí que quedarme en el suelo y hacerlo venir era la mejor de mis opciones. Volví a recostarme, ahora estirando las piernas cansadas. La mugre se pegaba a mi cuerpo asquerosamente, aunque por el momento, no podía darme cuenta de tal cosa. — ¿Aguardiente, whisky, qué era? No sé, ¿te puedes acordar de esas cosas o solo lo inventas para acercarte más? Uhhg… — Negué varias veces, sin hacer nada al respecto del tironeo en mis cabellos, si me hacía un hueco en la cabeza, solo era cosa de tiempo para que sanara otra vez, así que solo fruncía la nariz. No era como otros cambiantes que mantenían su parte humana más viva que la animal, yo no podía evitar sentir una especie de repudio por los felinos, era cuestión de piel. Una vida casi completa de ser bestia me había llevado a eso. Y busqué apartarlo, como un niño en medio de enloquecer.

Ese sonido cuando niegas, quejoso y enfurecido, era el que estaba largando; chasqueando la lengua contra el paladar en lo que le miraba, parecía casi hipnotizado por el opio que tenía entre manos. Lo escondí estúpidamente, cubriéndolo con la mano que no lo sujetaba. Pronto, su esencia se desparramó, causando que el ligero olor de su sangre sobrenatural se dispersara. — ¿Te quedarás ahí? ¿Quieres mi opio? ¿Quieres pelear? — Le acosé con los ojos y un poco la cabeza, moviendo una de mis piernas, o patas, hacia él, empujándolo muy despacio, manteniendo la expresión de asombro. Le estaba molestando con bastante entretenimiento, podía contar el tiempo, casi tres meses sin hacer ninguna clase de broma, al menos no las sinceras. Ya que cuando las hacía eran solo para caer bien, para tener un ambiente cálido y despreocuparme de lo demás.

Hasta que, claro que ocurrió. Esa pregunta desalmada que solo los que podían ver mi naturaleza sabían. Sí, había perdido la correa que me había mantenido atado a una ilusión, una ilusión demasiado humana, una que no podía existir en mi vida, porque, justamente, éramos de mundos diferentes. — ¿Acaso no ves? Te estoy ladrando a ti y no te quitas, toma, fuma mejor. — Estiré el brazo, en mi rostro, apenas se notó un ligero temblor en los ojos, pero podía disimularse con el humo que estaba alrededor, como si fuese un mínimo picor. Pronto, volví a intentar hacer algo pequeño mi cuerpo, era imposible, ocupaba demasiada área en cualquier parte que estuviera.

Sudor, tierra, algo pegajoso que podía llamarlo una incógnita. Parecía que me había espabilado forzosamente, los olores empezaban a molestarme, por tener mi rostro pegado al suelo, así que lo quité, sentándome a un lado contra la pared, pero a distancia de ese que parecía darme campo abierto para golpearlo. Encendí mi mirar y le empujé carroñeramente, lo suficiente para apenas tumbarlo a un costado. — Tu siempre buscas las cosas gratis, ¿alquilaste acaso el aguardiente? ¿Viniste como todos los tuyos a divertirte y luego volver a alguien que tiene sentimientos por ti, pero que no te importa más que para dormir o comer? Ah, no respondas, garras largas. — Me burlé, olvidando casi por completo la pregunta que me había hecho. La droga era buena, sí, era el amor de mi vida después de la muerte. Me calmaba las heridas, me permitía no ver la tristeza que me enrollaba. Bostecé, mastiqué el humo y la nada misma, de mi boca y alargué la mano para pedir narcótico, ya lo necesitaba, los sentidos habían vuelto demasiado bien y yo no quería tenerlos. — Una cerveza estaría bien, empiezo a sentir sed, ¡es tu culpa!— Entre morros y quejidos apreté un poco mis cabellos, sacudiendo la cabeza tal cual como cualquier animal queriendo entrar en razón. ¡No! Yo no quería hacerlo, no quería entender nada de lo que estaba pasando en ese momento y quise golpear al felino que había hecho que mis pensamientos intentarán aclarar, mostré apenas mis dientes, como si la intención de transformarse estuviese a la orden del día.
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Mensaje por Invitado Jue Mayo 26, 2016 7:26 am

Miklós estaba cerca, muy cerca, de arquear el lomo y de lanzarle un bufido al perro que estaba frente a él, como si en vez de pertenecer a los miembros de más envergadura de la familia de los felinos fuera un simple gato común y doméstico, aunque él no tuviera nada ni de común ni de domesticado… El perro lo enervaba, era cierto; su actitud, su olor y sobre todo su mirada lo hacían querer arañarle la cara con las uñas retráctiles de los felinos en los que se transformaba, y debía hacer serios esfuerzos por no convertirse en pantera para atacarlo. Si no lo hacía era porque su lado humano, aún no completamente apático, sentía cierta curiosidad por otro cambiante tomando el mismo rumbo de destrucción que él precisamente en la misma maldita ciudad. ¿Cuáles eran las posibilidades de semejante coincidencia! Miklós no era un descreído, él sabía que Dios lo había abandonado pero aun así creía en él, y pensaba que Su mano se encontraba detrás de un encuentro en apariencia tan aleatorio pero que, probablemente, no lo fuera en absoluto. El húngaro no era quien para juzgar las decisiones de la divinidad, pero sí era lo suficientemente intrépido para arrancarle el opio de las manos al perro y aferrarse a él con un gesto de pura agresividad que cualquier gato no haría sino admirar. Excepto porque él lo estaba haciendo con su rostro humano, y en su rostro de rasgos marcados ese gesto era en parte distante, tamizado por la falta de emociones que las drogas estaban cosechando en él tras la explosión intensa provocada por la traición. Ya lo decía el refranero, fuente indiscutible de sabiduría popular: Días de mucho, vísperas de nada. Miklós tenía la impresión de que había vivido días de demasiado, y por eso ahora se encontraba viviendo uno de casi nada… y en el casi estaba la clave, porque contra todo pronóstico, el perro sí que despertaba algo en él.

– No soy yo el que apesta, chucho inmundo, tú te has restregado contra toda la suciedad de los adoquines de la ciudad y tienes una costra tan grande que ni arañándote hasta pasado mañana conseguiría encontrar piel debajo. – escupió las palabras como una serpiente lo haría con su veneno, y el perro pudo observar por primera vez de forma plena la dualidad de Miklós, del hombre cuyo cuerpo se parecía al de un gato pero cuya actitud distante, e incluso el mismo gesto inmóvil a la espera de un ataque de su rostro, asemejaban a una serpiente. Y no a una serpiente constrictora, no, aunque también podía actuar así para asesinar si se terciaba; más bien era una serpiente venenosa que emponzoñaba las cosas a su paso, una certeza que había tenido siempre pero que parecía particularmente relevante en aquel momento, enfrente de un perro que más bien era un desecho humano. O canino, lo mismo le daba que le daba lo mismo. – ¿Has venido tú a olvidarte de alguien que te espera con su pobre amor? No, eres un perro, vosotros sois seres leales, si estás aquí es porque te has quedado sin dueño que te profese auténtico amor… – razonó, pensativo, pero una mirada al can le bastó para darse cuenta de que, quizá, había dado en el clavo. Ello abría una nueva serie de interrogantes, como por ejemplo cómo demonios dos seres de especies diferentes y personalidades opuestas, como lo eran ellos, podían tener en común algo como el dolor de corazón por un ser amado. Miklós no iba a preguntar, pero estaba seguro de que el perro gimoteaba por culpa de alguna mujer, y a su manera el húngaro también lo hacía, aunque esa mujer fuera su hermana y no le uniera el mismo tipo de sentimientos a ella que los que profesaba el chucho inmundo. Por aquella certeza, Miklós se incorporó ágilmente y cogió al perro por la ropa mugrienta que llevaba para arrastrarlo, no iba a esforzarse y utilizar su fuerza en levantarlo, a la taberna más cercana, donde sabía que aún tenía crédito.

– ¿Quieres cerveza, chucho? Báñate en ella. – espetó, y derramó sobre el can, como una suerte de baño alcohólico, varias jarras de cerveza ya servida que sirvieron para despertarlo y para hacer reír al cambiante húngaro, demasiado divertido por meterse en la boca del lobo (bueno, perro esta vez) para pensar en las consecuencias que tendría molestarlo. A continuación, llenó una nueva jarra de cerveza y se la pasó al chucho, una especie de camaradería extraña que se había apoderado de él por tener algo en común y por haberle quitado el opio, que tal vez estaría dispuesto a compartir si el perro no dejaba de obligarlo a que se comportara como un ser que, efectivamente, sentía y padecía, aunque fuera chanza por la desgracia ajena. – Era aguardiente, ¿qué esperabas? La cerveza no me sirve ni para empezar, soy de un conformar más selecto que tú, pero eso era evidente, sólo tienes que mirarnos: tú conformándote con ropas asquerosas y yo renunciando a ellas para no sentir tal mugre en mi piel. – respondió con retraso a la mofa de antes, pero lo había hecho, y tal vez eso era lo que más contaba, ¿no? Daba igual, no se regían por las normas que el resto de conversaciones normales habían de seguir, ellos dos eran diferentes y como tales lo que pensaran los demás les importaba tres cominos, cuatro si se sentían particularmente hostiles hacia el mundo, y Miklós efectivamente en esas circunstancias se encontraba. – Dime una cosa, ¿prefieres beber y pelear o pelear y beber? Porque eso tiene fácil solución. – preguntó Miklós, apretando los puños, y dedicándole una sonrisa en la que sus colmillos parecían de mayor tamaño de lo habitual.

Beligerante, hostil y maleducado, Miklós se dio cuenta en aquel momento de que, con un perro, esa era la única forma de marcar su territorio… Y, quizá, marcar las distancias para que pudieran llevarse menos mal. Él, al menos, ya empezaba a hacerlo, aunque jamás lo fuera a admitir.
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Mensaje por Keath Roggers Miér Jul 20, 2016 8:17 am

De momento, solo atiné a sorprenderme del roñoso cambiante que parecía estar arrinconándome como a cualquiera de sus presas. No me sorprendía, eran de ese modo, cuando veían algo que les gustaba lo tomaban sin pedir permiso. Ya lo había vivido en Pensilvania. Sin embargo, nada estaba más lejos de mí que el enojo o la frustración. Mi mente ya iba más allá del bien o el mal. Había sufrido tanto que parecían haber sido décadas en soledad, así que mantener una ligera conversación daba la similitud de ser un sueño hecho realidad. Aunque un sueño con un olor ácido y algo amargo. Vestido de pelaje fino y espolvoreante.

Entonces, apenas le escuché, me miré, moviendo los lóbulos de los ojos, manteniendo estático todo lo demás, observé una costra pegada a mi piel y parte de la ropa. ¿acaso él me había ensuciado de esa forma sin que me diera cuenta! Le apunté quejosamente con el índice. Mi rostro de indignación era un sincericidio masivo. — ¿Fuiste tú! ¡Mira ésto! ¡No, no puedo quitarmelo! — Me removí contra la pared, tironeando de la pasta dura hasta que sentí que me dolería más de lo que quería soportar y me di por vencido, buscando la pipa para mirarla fijo y acariciarla. Parecía que mi nuevo amor se había hecho presente en forma de humo de hierbas. Pronto acepté que era imposible que algo tan consistente se me hubiese pegado en un solo segundo y me negué a seguir quejándome al respecto, de todos modos ya estaba hecho y hablar no la haría salir. Tampoco tenía a nadie que se enfadara cuando llegara a la casa así, ni nadie que me dijera que me bañara o que me lavara la ropa. ¿Patético? Sí, no tenía dudas ni vergüenza al respecto.

Empujé al otro animal con un codo, frunciendo las cejas hasta formar miles de arrugas en mi frente. Por supuesto que me estaba provocando mucho, me hacía recordar que me habían arrebatado de las manos a una frágil y dulce humana. Él no tenía la culpa y yo tampoco entendía mucho de tacto, aunque ahora sabía bien de qué servía eso. Hacía que las personas no se sintieran irritadas sin razones reales. O que no empezaran a odiar a alguien por pensar la verdad. — ¿Te sirve la lengua? Una vez comí lengua asada. ¡Ah! Oye, oye, no me arrastres. ¿Qué crees que haces? — Por si la ropa no estuviese suficientemente sucia, ahora se dañaba con las piedrecillas del suelo hacia la taberna que estaba en un costado. Intenté parar mi cuerpo que pesaba como cien kilos. Probablemente mis transformaciones animales llegaban a pesar menos que mi yo habitual. No obstante cuando me vi frente a la puerta, me hundí en el suelo más frustrado que hacía dos segundos atrás, apretando los labios para volver a ver al que se mostraba largo y con una cara afilada. Sí, era claramente una mezcla de serpiente y gato. Un buen festín para los carnívoros brutos, como yo.
Casi que podría haberle escupido cuando sentí el frío liquido chorreando desde los bordes de mi rostro, cayendo por la barbilla y terminando de hacer que mi mugre comience a ser una pegatina por todos lados, hasta el olor podía intensificarse con semejante muestra de tosquedad. Mis solos instintos me hicieron levantar de un golpe, atinando a golpearlo en un saque. Suponía que desde el suelo él no había notado lo grande que podía ser para tratarse de un perro y le miré tan mofado que los de alrededor supusieron que empezaba en automático una pelea. Para sus suertes, porque incluía la de todos, la jarra yendo a mi mano me hizo pestañear y sonreír tal cual un deshidratado. — ¿Ahora quieres pelear? Claro, los miau. ¡Histéricos! Pero yo tengo mi cerveza y tengo que beberla. — Agregué sujetando con ambas manos, tragando con la garganta abierta de modo que el líquido casi no tenía sabor en medida que entraba al organismo. Me sacudí al terminarla y los cabellos que estaban bastante largos para lo que solía dejarlos, se golpearon contra mi frente, mojados y evidentemente sucios. Estaba sediento de más.

Estiré la mano, esperando a que el cantinero me sirviera más y me quedé mirando los claros ojos del compañero de la noche, tenía unos colmillos largos, podrían parecerse a los de vampiro, demasiado finos eran para un animal común. Los míos, al contrario, eran dos caninos bastante romos, pero gruesos y evidentemente fuertes. Por supuesto que no los solía sacar, ese era un caso especial. Él los provocara como si no tuviese la mente conectada a mi humanidad. Acerqué la palma de la mano a su mejilla, sujetando con el pulgar un pedazo de su mandíbula. — ¡No puedes arañarme! Es decir, no tengo a nadie que me vaya a regañar por eso, pero la costumbre no me deja. ¿Quieres desquitarte? ¿Y entonces a ti no te gusta bañarte? Y ya que mejor ni usar ropa...— Pregunté, bebiendo de la jarra que había sido llenada, esperando a que pagara una moneda que no tardé en rebuscar entre los bolsillos de mi ropa. La saqué y la entregué. Volví a beber y dejando una cantidad mediana dentro la giré, poniéndosela de sombrero. — Esa pelada la escondemos. ¡Así! — Aplaudí, festejando como la pequeña cantidad -en comparación conmigo que estaba empapado- de cerveza caía desde el cuero cabelludo del tipo, el cual noté, no tenía ni la menor idea de cómo se llamaba. — ¿Qué jugaremos? Si yo gano, pagas los próximos tragos de los siguientes tres días. Si tu ganas, ¿qué? Te puedo dejar el honor de elegir lo que quieras, soy un buen amigo. ¿Cómo te llamas? —
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Mensaje por Invitado Miér Jul 27, 2016 4:54 pm

Momentáneamente le llamó la atención algo que se había escapado de la boca del otro cambiante así como al descuido, como si no le hubiera dado tiempo a pensar en ello y directamente, ¡zas!, así lo había soltado. Miklós era quien se ganaba la fama de veloz, tanto en respuestas como en comportamientos, pero no se le ocurriría nunca dejar la lengua danzar a su aire como al chucho que tenía enfrente porque, de ese modo, admitiría cosas, cosas en las que no quería ni pensar. Por supuesto, era más que evidente que no tenía a nadie que lo amara esperándolo, de lo contrario no se encontraría arrastrándose por el suelo con el patetismo del que hacía gala; lo curioso era que si Miklós lo reconocía era porque, para él, la situación era parecida. Sabía que existía alguien que lamentaría si muerte, por el único hecho de que sabía que lo había lamentado: Imara estaba fuera de toda imaginación y discusión, ella se encontraba tan lejos que era imposible no pensar en ella con la añoranza de alguien que se sabe perdido... Y el húngaro realmente no sabía si la perdida era ella o si, por el contrario, el perdido era él, pues no sentía deseo alguno por encontrarse más allá de frente a un vaso de fuerte aguardiente o a una pipa llena de opio. El rapé, incluso, le parecía buena opción, pero era algo demasiado exquisito para su gusto momentáneo: ¡tocar fondo y restregarse en él, pura autodestrucción, no era algo que aceptara medias tintas ni soluciones aguadas! Ni siquiera por cerveza, no; Miklós prefería el alcohol fuerte y casi sin destilar, el que hacía arder la garganta y provocaba un dolor controlado, nada equiparable al que había sentido hacía apenas ¿unos días? ¿Unas semanas? Y que se estaba esfumando por completo, junto al resto de sus emociones por cierto.

– Soy un miau, ¿recuerdas? Araño, marco, pataleo, bufo y desgarro a mi paso. – bromeó, como si hubiera algo en él remotamente parecido a un inocente y tierno gato doméstico, que como único riesgo planteaba la destrucción del mobiliario, no de una cara como la del cambiante que tenía enfrente. Era, probablemente, una cara que a Miklós le parecería atractiva de haberse conocido en otras circunstancias, pues el momento y el lugar no podían ser menos apropiados, especialmente si como agravante se encontraba ser bañado por el culo de cerveza que quedaba en el vaso. Con elegancia, se secó el líquido de la frente para que no le entrara en los ojos, entrecerrados mientras lo miraba. – Tampoco me gusta el agua. ¡Qué buen amigo eres, chucho, preocupándote por que me de un baño! Aunque la cerveza me gusta aún menos que el agua, ¿no tienes nada más fuerte? Soy Miklós. Laborc, si lo prefieres, pero nadie me llama así, ni tampoco Rákóczi, dicen que no soy digno del apellido. – añadió, con el pasado a punto de escaparse de los diques de contención que se encontraban en su mente, aunque fue capaz de frenarlo a tiempo y de evitar que los recuerdos se desparramaran. No le servía de nada recordar a su madre, Eszter, la bastarda de un glorioso clan dentro del Imperio y que le había dado un apellido mancillado por las mezclas pero que, por lo mismo, encontraba en Miklós un ejemplar maravillosamente fresco de una familia en franca decadencia. En absoluto le convenía recordarlo, no porque le guardara particular cariño a la cambiante que lo había parido, sino porque con ese recuerdo vendrían otros, con los otros se aproximarían los delirios de grandeza, y eso era lo que le había llevado a la situación en la que se encontraba en primer lugar.

– Yo elijo, ¿no? ¡Bien! Elijo lucha. – sentenció el felino, y rápidamente, más de lo que él se creía capaz o el chucho podía prever, se lanzó contra él y lo placó para tirarlo al suelo. Si bien la fuerza de ambos era superior a la de los meros seres humanos, el perro era mucho más alto, aunque menos corpulento y menos rápido; Miklós dependía del factor sorpresa si quería vencerlo y que le pagara todos los tragos que deseaba tomar, hasta envolverse en alcohol y que éste y él fueran la misma cosa a fuerza de un contacto continuo. Por eso actuó con rapidez, aunque no le sorprendió ni la reacción del tabernero (un suspiro hastiado, la costumbre de ver peleas de borrachos) ni la del chucho, que rápidamente reaccionó y comenzó a devolverle los golpes. ¿Qué más les daba acabar sangrando? Sanarían, ambos lo harían porque estaba en sus naturalezas respectivas, una ventaja de la sangre cambiante que corría por sus venas y se escurría por sus caras golpeadas y marchitas. Al final, entre unas cosas y otras, terminaron ambos sentados en el suelo, juntos y sin mirarse, llenos de heridas pero, en el caso de Miklós, con expresión de pura satisfacción. – Creo que esto es un empate, amigo. ¿Con esa posibilidad no habías contado? Qué arrogante por tu parte no pensar en que alguien podía ser como tú, o incluso estar en tus mismas circunstancias. – bromeó, aunque en realidad no lo hacía, en absoluto, y su mirada estaba taladrando al chucho que tenía al lado, deseando por un instante que fuera lo suficientemente inteligente para intuir de lo que hablaba aunque Miklós no quisiera admitirlo en voz alta, y mucho menos en un local lleno de extraños.

Luchas y sutilezas aparte, lo cierto era que Miklós no había sido irónico al pronunciar la palabra amigo, y si se le preguntara cuántos amigos le quedaban, el chucho, cuyo nombre ignoraba, sería el primero que le vendría a la mente... Patético, pero cierto.

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Mensaje por Keath Roggers Lun Ago 15, 2016 9:50 pm

En parte no podía evitar reír entre medio de la pérdida de cordura en la que estaba sobreviviendo. Aquel chico me arrastraba con su cuerpo de estatura por arriba de la promedio pero por debajo de la mía, algunas veces admitía que era demasiado pesado para la personalidad que llevaba. Y con todo eso, no le importó limpiar el piso con mi ropa que ya estaba bastante sucia para ser cierto. Pasé entonces el brazo por mi rostro, hasta la muñeca hasta limpiando mi nariz, sacudiéndome un segundo después. La situación era en extrema graciosa y no tardé en levantar la vista, notando el cómico panorama –quizá era divertido para mí en realidad, porque la escena dejaba mucho que desear a cualquier cuerdo que la viera-. Entonces me fue inevitable no empezar a aplaudir cuando cerró los azules ojos, limpiándose un poco. Parecía una foca festejando a un payaso. La relación era tan dinámica que por un momento -escaso y casi patético- Me sentí acariciado en las heridas, tal cual si me hubiese movido a otra parte del mundo para regalarme la paz momentánea que la bebida y la droga podía ofrecerme. Nunca hubiese esperado encontrar a alguien tan parecido a mi infortunio en ese mundo. Incluso parecía que trabajábamos de cosas muy similares, ¿por qué? Por las magulladuras que él seguía cargando, dignas marcas que desaparecían en pocos días debido a nuestra naturaleza. — ¡Por supuesto! ¡Tráigame el whisky rico que me dio ayer! ¿El nombre? ¡No sé! — Alcé los hombros en respuesta a la pregunta del mesero que estaba del otro lado de la Según nosotros, era más bien que nos reíamos con él y no que él se reía de los demás. Allí escuché su nombre y aunque no sabía nada al respecto de Miklós, pude notar que lo había dejado de lado su familia. Era una especie de sexto sentido -o tal vez era obvio hasta para mí- Aceptando entonces que su vida era evidentemente peor que la mía. Pues yo tenía a la propia en Pensilvania, una familia que al final de todo, siempre me acogería. — Pues festejemos por tu apellido indigno, que lo sigues cargando igual. ¿O no? — Alcé un vaso y lo estrellé contra el suyo semi-vacío.

Al parecer ese gato de casa no tenía intenciones en saber mi opinión con respecto a los métodos de juego y sus garras infectadas en aromas se vinieron contra mí. En un estado consciente, quizá le hubiese esquivado algunos golpes, mas parecía que estábamos bailando en el suelo entre las patadas y los puñetazos que nos hacían sangrar al final de tiempo. Mi tosquedad me obligaba a golpear varias veces en el mismo lugar, con la sonrisa de adrenalina y emoción que vibraba en toda mi esencia. Evidentemente esa era la única forma que ambos teníamos para desahogar penas y no nos conteníamos. Después de todo, no tardaríamos demasiado en volver a quedar como nuevos para seguir peleando con gente que sí tenía intenciones de matarnos.
Agitado y con los ojos abiertos e inyectados en emoción fue que me lancé nuevamente al piso, dejando salir una carcajada burda y de alimaña. — ¿Me declaras el empate! Bueno, mejor, porque tus uñas estaban por dejar marca permanente en mi cara. Pagaremos mitad y mitad, no queda otra opción. Soy Keath Roggers, amigo. Nacido en una manada en Pensilvania, me fui por una mujer y se me murió. Así son las cosas. Un exiliado y un viudo. — Bromear con la desgracia no era más que una clara muestra de negación hacia lo que pasaba, lo queríamos ignorar ambos, borrar de nuestras memorias. Pero seguía persiguiéndonos, pues bien, quizá entre los dos hacíamos algo al respecto. No tardó en llegar el whisky y removí mis bolsillos buscando unos francos que estaban perdidos en mi ropa. Se los entregué sin ninguna importancia y busqué un sorbo antes que el otro. Me quemó tan deliciosamente que dejé salir un suspiro de placer al momento que estiraba la mano para acercarle la botella. Tener un amigo en esas circunstancias no se me había ocurrido, en realidad si tenía que ponerme a mentalizarme de mis amigos, no había ninguno que pasara por mi mente, no al menos en ese continente. Por lo que le miré recurrente y asentí, más para mí que para él y volví a deslizarme, apoyando mi espalda en la pared de madera de la barra. — Creo que va a llover. Tenemos algún amigo. — Lo había dicho irónicamente hablando y con exactamente la misma ironía fue que escuché unas gotas caer contra el techo de bar. La sorpresa se reflejó en mi cara inmediatamente y no pude evitar dejar salir una reiterada risa.
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Mensaje por Invitado Lun Ago 29, 2016 4:00 pm

Por un momento, Miklós se permitió fantasear con la idea de nacer en una manada, donde el resto de miembros desean tu compañía, son tus amigos, y, ¡es más!, hasta son tus hermanos, porque hay algo más profundo que la amistad en esa maraña de sentimientos animales que dominan en un grupo de éstos. Sería, supuso, un escenario mucho mejor que una madre cambiante que refunfuñaba porque su hijo crecía despacio, que malvivía en la calle durante más tiempo del deseable y que se buscaba hombres que la mantuvieran y que a veces ni siquiera soportaban a su hijo. Pero, a la hora de la verdad, ¿qué diferencia había? Keath Roggers, el cambiante cuyo nombre acababa de aprender (y encantado estaba de hacerlo; ¿cuántos amigos tenía Miklós? Ninguno, salvo el perro, dando un nuevo sentido a eso de llevarse como el perro y el gato), había abandonado su manada, y a Miklós la muerte lo había llevado lejos de su madre y de su hermana, que era la única mujer de su vida, porque a las fulanas ni las contaba. En cierto modo, él también lo abandonó todo por una mujer, pero a diferencia de Roggers, no era viudo, sino que era una alimaña que había sobrevivido de puro milagro y por la que nadie daba ni medio franco, él el primero. A Roggers le habían arrebatado todo sin ninguna posibilidad de que lo recuperara, pero ¿a él? No. Él había salido a piezas del Sacro Imperio, donde vivía con su pequeña Imara, y si no volvía era porque moriría, y no le servía de nada a nadie estando muerto, ¿verdad que no? Si hasta era dudoso que lo hiciera vivo, aunque Miklós seguía sin ser suicida por mucho que estuviera en un claro camino de autodestrucción, muerto mucho menos podría hacer nada, ni ayudar a Imara ni ayudarse a sí mismo... o a Keath Roggers. El perro que veía venir la lluvia, el perro que era el único que podía entenderlo, aunque fuera remotamente, porque si sufrían, era realmente por lo mismo: la pérdida. Y, ¡qué curioso!, ambos habían decidido afrontarla de la misma manera y en el mismo lugar.

Como creyente fervoroso que era, a su manera, Miklós entendía que eso debía de ser una señal del Altísimo, como una especie de último favor que le hacía para que viera que algo en su vida sí que podía salir bien, justo antes de abandonarlo y quitarle toda esperanza. Pero el húngaro se lo tomaba con cierta filosofía: si no podía superarlo, se embriagaría y drogaría lo suficiente para que dejara de importarle, así que, ¿qué importaba! – Exiliado, viudo, bah, ¡bah! Yo tengo algo mejor. O igual. Quién sabe, elige tú, para mí es peor porque lo llevo en la espalda, pero para ti lo tuyo es peor. La empatía sólo funciona un poco. – afirmó Miklós, encogiéndose de hombros, y pronto el licor se encontró recorriendo su garganta e incendiándola a su paso mientras la mente del húngaro intentaba embotarse, luchando contra la resistencia que la naturaleza de cambiante que ambos compartían ejercía sobre el licor. – Me quitaron a mi hermana, a la que crié como a una hija, se la quitó su padre y toda su familia y me mandaron de una patada al otro barrio, pero ni siquiera en el purgatorio quisieron quedarse conmigo. – explicó, con tal claridad que por un momento ni siquiera tuvo acento, pese a que el idioma en el que se estuviera manejando no fuera el propio, y ni siquiera le resultara fácil usarlo habiendo bebido y consumido otras sustancias de opiáceas para arriba. Pero era una historia cierta, que revivía a diario desde el día en que se había arrastrado fuera de los fríos brazos de la Parca, para intentar entender si había hecho bien o si hubiera podido hacer algo de forma distinta para cambiar el resultado. Inevitablemente, estaba abocado al fracaso desde el momento en que había empezado a intentar cambiar el pasado, pero Miklós no siempre escuchaba un no y lo aceptaba como respuesta, así de testarudo era cuando se lo proponía. – Y, dime, ¿no vas a salir a que la lluvia te bañe, perro, o es que temes apestarnos a chucho mojado a todos? Porque hoy te lo pasaré, pero mañana me negaré.

Y fue así, con esa facilidad, con esa dejadez que provocaba el no pensar en lo que se dice pero el saber, de forma inconsciente, que uno no se va a arrepentir de decirlo, que Miklós admitía que prefería la compañía del cambiante para la noche siguiente, y tal vez para una amistad aún más duradera que todo el licor de la taberna donde estaban.
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Mensaje por Keath Roggers Mar Nov 08, 2016 9:27 am

¿Cuántas cosas le podían arrebatar a una persona? Suponía que todo, bah, casi todo: menos el pensamiento y era eso mismo lo que hacía que estemos en esa taberna de mala muerte. ¿Por qué nadie podía robarte lo que uno mas odiaba! Nos obligaban a hacerlo por nuestra cuenta, pues ahí estábamos intentando justamente, que el alcohol nos robe la mente y nos lleve a un lugar más oscuro pero al mismo tiempo más cálido. Lejos de esa molesta corriente de especulaciones que podíamos tener. Inventarse el futuro, recrear momentos e intentar cambiarlos. “¿qué hubiese pasado si?” Una constante habitual que no me cabía la menor duda que el otro cambiante también debía tener. Así que sí, estaba de acuerdo en sus especulaciones, en su manera de divertirse y de al mismo tiempo tener una charla más o menos cuerda en lo que se podía. ¡Ya lo consideraba un amigo por el solo hecho de conversar conmigo! Para cualquiera podía ser patético, pero a mí me resultaba la cosa más inocente y real de todas. Enseguida llegó más bebida, ¡era deliciosa! ¡Era incluso más placentera que cuando la tomaba solo y triste! La sonrisa a dientes descubiertos estaba de par en par mientras que la risa se escapaba de mi garganta. Hablábamos de muerte, de penas y tristeza y la risa era un condimento que estaba allí inminente para sofocar las penas con la borrachera. Incluso sentía una canción desde afuera por la lluvia que caía en el techo; era un ambiente casi de ensueño. Estúpidamente hablando, claro estaba. Un sueño real sería que ella estuviese viva. Me quedé escuchando al Miklos tan atentamente como él lo había sido conmigo cuando había contado los retazos de mi historia. Estirado de lado a lado, toscamente ocupaba dos asientos y con las piernas estiradas seguramente otro más. Pero al que atendía no le molestaba, gastábamos todo lo que teníamos noche tras noche y él intentaba dejarnos vivos para que a la siguiente luna no le falláramos. ¡La fidelidad era innata hasta en un gato! — ¿Por qué te la quitaron? Pero que pedazo de mierda me cuentas. Brindemos. —

Inconscientemente o quizá en conciencia, -no estaba seguro porque usualmente decía casi todo lo que se me ocurría, pero en ese caso no lo hice y me sorprendí de mí mismo-. Sin redundar: me preguntaba cómo era que no la había buscado. ¿No estaba muerta, o sí? Estaba confundido, aunque no tanto como para no entender lo básico: De alguna manera había perdido a su hermana, a su familia, a su sangre y eso era quizá más doloroso que perder a un amor. Lo podía comprar con perder a un abuelo, aunque más horrible. Así que me reí a boca abierta para chocar el vaso y volver a beber, disfrutando de esa manera en la que se quemaba la garganta y luego bajaba como un calor dulce al estómago, escociendo todo por dentro. — ¡Pues claro que el purgatorio no te querría! Ahí solo va la gente que no da alergia. Es obvio~ ¿Eh? Ah… ¡Salgo! — La expresión de mi rostro era exactamente igual a la de un perro que está siendo obligado a algo y no puede decir que no. Bueno, de todas maneras el animal ese no se iba a ir muy lejos. Rasqué la barba que inevitablemente había crecido en el correr de los días y con los labios apretados y abullonados me levanté y salí del lugar cerrando la puerta, bastante rápido. Antes de que pudiese notarlo era un Staffordshire terrier de tamaño grande y pesado. Los pelos cortos hicieron que el agua terminara de mojarme por completo y enseguida pasé a revolcar todo el pelaje por el barro. Se suponía que tenía que lavarme pero… ¿Qué importaba ahora? Me dejé hacer hasta ladrar, como sugiriendo que alguien más saliera, pero a los animales que tenían una parte felina no les gustaba el agua, ¿no era así? Bueno, a mí tampoco me importaba demasiado los gustos de los demás y estaba ansioso porque saliera, aunque estando igualmente ebrio era difícil levantarme enteramente y ubicarme en el espacio. — ¡También deberías bañarte! Tenías olor a cosas inmundas también. — Para los demás seguramente eran ladridos sin sentido y sí, la mitad eran sin sentido, pero la otra eran habladurías que solo podían escuchar los animales.
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Mensaje por Invitado Mar Nov 22, 2016 3:07 pm

En el Purgatorio nadie lo querría, lo cual era una ventaja, porque dudaba que alguien fuera a rezar por él para ascender al Cielo y librarse del dolor eterno del limbo. En el Cielo, bueno, si San Pedro lo veía se reiría en su cara y le diría que tenía la entrada prohibida por pecador recurrente, y en el Infierno… ahí, probablemente, sí que tendría un hueco, si no por todas las veces que había timado y engañado por haber sido demasiado débil para proteger a su hermana Imara. Ese era el único crimen, que realmente ni siquiera era tal desde cierto punto de vista, por el que Miklós estaba dispuesto a culparse y que arrastraría por siempre; daban igual los seres a los que había timado, sobre todo en comparación con su hermana, pues a ellos no pensaba dedicarles nada de su tiempo. No, Miklós tenía claras sus prioridades hasta cuando no había absolutamente nada claro en su mente, como en aquel momento en el que la bebida y la empatía hacia un chucho inmundo y maloliente lo invadían todo, absolutamente. El hombre, viudo, se comportaba como un animal; él, que había perdido a su hermana, se comportaba también como una bestia. ¿Cómo no podía tener cosas en común con él? Hasta si por su naturaleza eran animales destinados a llevarse mal, cuando menos a discutir, Miklós se descubrió maldiciendo en un sonoro húngaro segundos antes de seguirlo a la lluvia, de la que se protegió al esconderse bajo el alero de un tejadillo, de los que abundaban en la calle en la que se encontraban. Y si bien pudo deberse a la borrachera que ambos portaban (y Miklós no pensaba jamás que vería a un perro ebrio, pero suponía que siempre había una primera vez para todo, ¿no?), creyó entender las palabras del perro, la provocación que suponían para que él, infinitamente superior a esas palabras, se uniera al chucho en el agua. Cosa que hizo, pero como humano.

– Me la quitaron porque eran más que yo, y porque eran unos bastardos ladrones que no tenían el menor derecho. Se llamaba a sí mismo padre de mi pequeña, pero quien la crió fui yo, y quien se aseguró de que ella lo tuviera todo y no le faltara nada también fui yo. – exclamó, molesto hasta el extremo, y se sentó en el suelo mientras el perro brincaba a su alrededor y Miklós, afelinado, le bufaba y le gruñía sin transformarse todavía en pantera. No es como si le importara mucho su vida dado el ciclo de autodestrucción en el que estaba inmerso, pero debía reconocer que no era lo mismo un perro en medio de una ciudad que él, bien fuera como pantera o, Dios no lo quisiera, como león. Eso sí que aterrorizaría a todos… a todos aquellos que no fueran cazadores y no tuvieran armas contra él para derrotarlo por el mero hecho de existir. – Cállate ya, chucho, deja de ladrar, ya me estoy lavando, ¿ves? Eres repulsivo, con todo ese barro parece que te hayas hecho un abrigo de suciedad y de mugre. Ni se te ocurra acercarte o no responderé de mí mismo, ¿me oyes? – añadió, y como no podía ser de otra manera, el perro de acercó y lo manchó de lodo, a lo que Miklós respondió enseñándole los dientes y transformándose en pantera para poder batallar contra él, medio en broma medio en serio. Por supuesto, no tenía planeado matarlo, pero es que eso fue evidente en cuanto el animal, como hacían todos los gatos con los perros, le empezó a dar zarpazos suaves en el hocico, más tanteándolo que hiriéndolo, porque ni siquiera había sacado las uñas el animal que, de tan negro que era, casi se camuflaba por la noche. Sin embargo, a diferencia de Keath, no estaba domesticado, y si hablaba, que no iba a hacerlo, no sería tan fácil de entender como eran, ¿o había creído que eran?, los ladridos del chucho con el que interactuaba como si ambos no tuvieran la menor preocupación del mundo y como si no fueran dos seres quebrados hasta el extremo.

Probablemente por ello, Miklós supo al instante que su amistad con el cambiante iba a ser de las de verdad, por si el hecho de haberse empapado por él y porque se lo había sugerido, pese a su propia naturaleza, no fuera indicio suficiente de que había conquistado un poco su destrozado, casi literalmente, corazón.
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Mensaje por Keath Roggers Mar Dic 27, 2016 1:45 pm

Era fría, ferozmente fría el agua que caía del cielo, como una bocanada de aire en medio de un ahogamiento. Se trataba del mejor despeje de mente que había tenido en meses. ¿Cuándo había sido la última vez que había hablado con alguien? Sí, bueno, en realidad lo hacía todas las noches. Jugaba y pretendía divertirme con los demás como si todo fuese hermoso y todos estaban contentos conmigo. La razón era que de alguna manera la naturaleza que llevaba dentro me impedía mostrar mi verdadera tristeza. Como una cebolla con capas y capas de protección hasta que en el interior solo un gajo apenado se podía hallar. Miklos había entrado por otro camino y se había asegurado un lugar al sentir mi dolor como el propio. Yo lo había hecho también o al menos me divertía pensar que tenía a alguien con quien juguetear aunque fuese por un rato. Un amigo, ¿era iluso eso? Quizá. No me negué ni un segundo el barro y el agua que caía a cántaros. Por el contrario, me lancé una y otra vez hasta que el hombre que tenía una contextura apenas menor que la mía se acercó. ¿A jugar? No estaba seguro, era un felino, seguramente no uno chiquitito, pero sin duda que no iba a estar feliz de jugar conmigo. Ladré un par de veces más. Pocos entendían la liberación que daba ser un animal y que nada te importara. Solo ser feliz, aunque fuese por un instante, divertirse en ese mismo. Sacudí mi pelaje con fuerzas para quitar el barro y que ahora el agua se acomodara y lanzara los restos de mugre hacia el suelo. Le miraba entonces, con curiosidad y moviendo la cola a un lado y luego a otro. Parecía ser una escena lo suficientemente extraña como para ser retratada en algún lienzo, un perro esperando por el hombre, con la lluvia cayendo, los pozos de la calle inundados, la tristeza de las casas alumbradas por pequeños faroles que pronto perderían la fuerza y terminarían por ceder a la oscuridad. “¿No la vas a buscar? ¡Te ayudaré a encontrarla si quieres!” La telepatía servía tanto que me aseguraba estar siempre comunicado, aún si era un animal. Me acerqué un poco, sumamente curioso por saber qué tipo de animal era, obvio que tenía olor a gato, el problema era, ¿cuál? Salté en mi lugar, giré una o dos veces en mi lugar, no podía estar muy quieto. Sucedía que la forma animal me aceleraba y me hacía perder el control total de mi cuerpo cuando la emoción me acorralaba. Di unos saltos más sobre el suelo y al verlo gruñir me alejé un momento con la cola, literalmente, entre las patas.

Una pantera se hacía forma en la noche, se despegaba de su piel humana y caía en cuatro patas con fiereza. Había varios tipos de felinos, pero los gigantes eran los peores. Como era de esperar de mí mismo giré a un lado y luego al otro y antes de notarlo me vi moviendo la cola como si hubiese visto a la cosa más genial del mundo. La noche había caído profundamente para ese entonces y aunque podía suceder que alguien nos viera, era bastante complicado que policías o cazadores estuvieran por la zona. Después de todo parecía estar liberada y solo estaban alrededor los que querían caer muertos en la calle o los que eran tan pobres que vivían en las pocilgas de alrededor.

Al instante comencé a lamer la pata que apoyaba en mi hocico, cada vez que la sentía la lamía y cuando tuve la oportunidad lo hice con su rostro, con sus ojos y más tarde con sus orejas. Estaba limpiándolo, pero no estaba seguro de si lo estaba haciendo con su mugre o si lo que intentaba lamer eran sus heridas. Como fuese, no me detuve aunque él jugaba a matarme con sus pesados y largos miembros. Incluso de forma animal era un poco más bajo, pero indiscutiblemente más largo, más negro y mucho más salvaje. Su mirada era la de un verdadero animal, mientras que la mía había perdido su salvajismo para convertirse en algo más domesticado así como él lo debía pensar. Mordisqueé su cuello, mofándome, no ladraba, más bien era arrufar cuando simplemente dejaba que los ruidos salieran mientras lameteaba a la gigante pantera. No supe cuánto tiempo pasó pero en algún momento, luego de lo que me pareció ser una sesión de terapia, nos fuimos juntos. ¿Qué tan ebrios habíamos terminado? Seguramente no tanto como otras noches, pero me había dejado llevar, más y más, disfrutando de las penas del otro como si fuesen las propias, aceptando cada rasguño y marca de sus garras sin quererlas detener. Incluso si no eran físicas. Estaba seguro de que aquel otro tipo, sentía más odio de sí mismo que yo. Después de todo, mi esposa estaba muerta y no había habido manera de rescatarla, sin embargo su hermana seguía allí en alguna parte y él no la podía tener.


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