AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Sombras y ceniza. (Privado)
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Sombras y ceniza. (Privado)
La pequeña Giuliana fue a nacer en una ciudad de habla francesa llamada Baton Rouge, cerca de Nueva Orleans, y desde luego fue sin su permiso, pues si le hubiesen preguntado, seguramente se habría negado a venir a este mundo. Y es que su padre fabricaba y vendía ataúdes.
Su vida giraba enteramente alrededor de la muerte; el negocio de la muerte les daba la vida, y les ponía comida en la mesa. Incluso como broma macabra, su apellido sonaba a muerte, la del famoso Edward Mordrake, un primo de su padre, de Postmouth, que nació con una malformación en la cabeza. Tenía otra cara en su parte posterior, que decía que le susurraba cosas diabólicas y se terminó suicidando.
Sus dos hermanos yacían bajo tierra, igual que su abuelo. Y el resto de la familia, la de las brujas blancas (su tía y su abuela) se habían quedado en Louisiana.
La joven Giuliana estaba acostumbrado al tufo de la descomposición del pantano y al sordo ruido de la pala que cava el hueco. Ahora compartía jardín con más de seiscientos vecinos inertes y silenciosos frente al cementerio de Père Lechaise de París. Su naturaleza calmada y retraída estaba perfectamente integrada en aquella casa de clase media pegada a aquel vasto cementerio. Desde pequeña, como una maestra macabra y tenaz, la muerte le había enseñado que existen pocas cosas duraderas y que la fortuna y la felicidad son efímeras, y que la negra señora se lleva a quien ella desea y cuando ella lo desea. Así que cuando Giuliana asistió a la escuela por unos años en Nueva Orleans, a pesar del escarnio y el rechazo de sus compañeros, primero por ser blanca y segundo, por su aspecto taciturno y de mal fario, forjó una personalidad insegura, tranquila de gestos e inquieta de mente. Descubrió que la música, el dibujo y la lectura la transportaban más allá de su mundo mudo y estático.
Cuando regresaba a casa tras dar un paseo por la ciudad, atravesaba cortejos fúnebres, corros de plañideras y espectáculos grotescos de todo tipo; tal era el comportamiento de los seres humanos ante la pérdida. Aquello no le afectaba lo más mínimo, pues se había criado entre lapidarios, marmolistas, funerarios y todo tipo de gente relacionada con el negocio de la muerte.
Su padre no era igual de retraído que ella, al contrario, pero con los años se estaba volviendo algo más agrio. Constantemente visitaba las tabernas de la ciudad para beber y charlar con la calaña noctámbula; aquel era su único vínculo placentero con el resto de humanos. Costaba no pensar que cualquiera de sus amigos con los que hoy tomaba cerveza o vino, mañana podían estar en alguno de los ataúdes que habían fabricado hoy.
Giuliana tampoco establecía vínculos afectivos con el resto de mortales. A su manera de entenderlo, inconscientemente, sabía que aquellos que hoy se burlaban de ella, podían callar para siempre en cualquier momento en una especie de justicia demoledoramente inesperada, de igual forma que aquellos que la pudieran amar. La pequeña observadora veía pasar la vida por delante sin juzgar ni tomar partido, ella bien sabía que al final no había diferencias entre pescadores, putas, emperadores o sacerdotes.
Cuando su padre se ausentaba en las tabernas, Giuliana se entregaba a aquello que le producía más placer: la música. Había aprendido a tocar el violín de forma autodidacta y en secreto soñaba con vivir algún día en Londres y aprender música de verdad. Se dejaba llevar por su imaginación lejos de aquel jardín de sauces, cipreses y cuervos, lejos de aquella valla de hierro forjado que se cerraba con una gruesa cadena y un enorme candado cada noche; lejos del tacto de mármol frío de los ángeles y madonnas de piedra, en un mundo ideal en el que ser una bruja no estuviera mal visto.
Su madre ya no estaba con ellos, a pesar de que estaba de cuerpo presente, su mente se había marchado de aquel cascarón vacío y hueco cuando enterraron a Finley, su segundo hijo muerto a la edad de cuatro años. Y por tanto su guía, su mentora, la bruja que debía enseñarla a aceptar, entender y controlar sus dones, estaba fuera de combate. Su tía Gwenda le había enseñado algunas bases del vudú, y aunque trataba de leer y atesorar todo conocimiento sobre ese tema, avanzaba con muchas dificultades en la comprensión de su naturaleza.
Regresaba a casa tras una tarde tranquila en la biblioteca, buscando algunos tratados de herboristería para un encantamiento básico de mal de ojo y se le había hecho muy tarde. Llovía, ¿pero cuándo no llovía en París? y llegando a la altura de su jardín privado (así es como llamaba al cementerio que tenía frente a su casa) observó una pequeña luz titilante entre la lluvia, cerca de un panteón de rico mármol y estatuas de arcángeles labradas finamente. El cementerio estaba todavía en obras perimetrales, así que la valla se quedaba abierta muchas veces. Cuatro hombres fornidos y con aspecto de pocos amigos estaban cavando afanosamente. Eran ladrones de tumbas y sabían muy bien lo que iban buscando. Giuliana se agazapó tras una cruz de Malta intentando reconocerlos, pero no le sonaba ninguna de sus caras. En algún momento de aquel macabro espectáculo debieron llegar a los cuerpos de la familia de terratenientes, pues la rubia vio cómo salía volando un crucifijo ornamental de un ataúd, y seguidamente uno de los tipos siniestros se embutió un sombrero de militar con graduación, haciendo bromas y pavoneándose. Lo siguiente que rodó por el suelo fue una cabeza en la que apenas quedaban los dientes y algo de cabello. Uno de los tipos se acercó a recoger aquel despojo y se percató de una silueta oscura que se había escondido tras una cruz. Soltó el cráneo de golpe y corrió hacia ella con un cuchillo de bandido en la mano. Ésta saltó como un conejo por encima de dos lápidas y mandó a sus piernas correr tan rápido como pudieran. A su espalda escuchaba los roncos gruñidos de los cuatro tipos persiguiéndola. Contaba con la ventaja de que conocía aquel cementerio palmo a palmo y confió en darles esquinazo. Se escondió en un panteón cuya puerta no estaba cerrada con llave y la cerró, echándose a un lado, esperando despistar a aquellos maleantes. Pasó al menos cuatro horas allí escondida entre la humedad, el frio de la tierra, y el olor del polvo y las flores putrefactas esperando que los rayos del amanecer terminasen por disuadir a aquellos energúmenos y cesaran en su búsqueda, y así fue. Maltrecha, aterida, completamente empapada, se dirigió a su casa, con la certeza de que en pocas horas volverían a por ella, pues había sido testigo de un delito repugnante y penado con la horca.
“Maldita sea Giuliana, eres tan mala bruja que tienes que ir vigilando tu espalda por algo que has visto de casualidad. Necesitas urgentemente alguien que te enseñe, o esto acabará en tragedia.” Pensó, mientras subía la escalera de aquel frío hogar, donde nadie se había preocupado de comprobar si la chica había vuelto o no.
Cementerio de Père Lechais:
Giuliana Mordrake- Hechicero Clase Media
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