AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Save me .- [Mieri G. Milanova]
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Save me .- [Mieri G. Milanova]
Colton abrió un tomo antiguo de tapas gastadas, su título era "Leyendas de las tierras invisibles". Se acomodó en el suelo, sobre la mullida hierba, con la espalda apoyada en un árbol. Estaba harto de Nebet y de sus quejas, refunfuños y tonterías, y últimamente frecuentaba la naturaleza para sacudirse esa sensación de encierro que le acompañaba como una losa. Había múltiples relatos de mitos y leyendas sobre los cambiantes, pero hubo uno que le había atrapado completamente: La maldición de Malantai. Rezaba así:
Cuentan que más allá de los Páramos Grises enmarcada en lo profundo del valle, se alzaba la Ciudad Invisible. Se había ganado ese nombre, porque el bosque a su alrededor era frondoso y exuberante. Tanto era así, que la vegetación trepaba por los edificios y calles de tal forma que la ciudad apenas se distinguía hasta estar prácticamente debajo de la muralla.
La ciudad invisible era un punto álgido de comercio. La prosperidad les sonreía, los habitantes vivían en sinergia con la naturaleza que les rodeaba, respetándola, y ésta a cambio, los proveía de infinitos recursos. Los viajeros hallaban un oasis donde florecía la hospitalidad, el comercio y el arte.
Su gobernante era el Rey Malantai, un honorable guerrero que había luchado por la paz y la prosperidad en las últimas guerras conocidas por la ciudad, treinta años atrás. Malantai había gobernado treinta años de paz y tranquilidad. Cumplía con los preceptos a rajatabla: la primera cosecha de manzanas se le ofrecía a los dioses, de la misma forma que la primera de grano.
Un dia, sin saber cómo ni por qué, una epidemia de peste negra llegó silenciosa y letal, como la muerte con su guadaña. Causó estragos en la población, muerte y dolor por doquier. Malantai no sabía en qué habían agraviado a los dioses y se rodeó de sacerdotes, magos y brujos de todo tipo y credo, para tratar de averiguar qué les había molestado tanto, y aplacar sus iras con ofrendas y ruegos.
Un mago poderoso consiguió separar el velo, abrir las puertas a mundos invisibles e incomprensibles y por fin el dios Angroth se dispuso a hablarle a Malantai.
"Me ofrecerás la sangre de los nacidos en la luna nueva de sangre, tu hija incluida. Lavarás con su sangre el mal que anida en esta ciudad."
La hija de Malantai no era la unica nacida en esa luna de sangre, quince años atrás, pero el Rey no estaba dispuesto a sacrificarla.
"mi señor, pedid otra cosa,grano, animales... tendréis las ofrendas más cuantiosas que jamás se hayan visto, pero no me pidáis que sacrifique sangre inocente"
"Cumple con tu deber, mortal insignificante o verás caer en la ruina a toda tu civilización."
Malantai endureció su corazón y templó sus nervios. Había sido el más grande guerrero de La Ciudad Invisible y ni si quiera un dios iba a hacerle hincar la rodilla en el suelo. Arrebató el medallón de poder al mago y extendió sus manos hacia el velo entre mundos.Su voz atronó en el castillo.
"¡¡Angroth yo te maldigo!! maldigo tu sangre, tu esencia y tu voz. Te maldigo y te destierro a las tierras Umbrías, para que no vuelvas nunca, y tu mezquina voluntad libere el yugo y deje libre a los hombres!!"
Malantai no era mago, pero la fe y la conviccion con las que pronunció la maldición, consiguieron que Angroth fuera absorbido hacia las tierras Umbras. Mas el dios, vengativo como era, replicó otra maldición antes de que se cerrase el portal.
"Maldigo a toda tu gente, a tu estirpe y a la ciudad entera. Por no haber querido sacrificar una ofrenda, vagaréis toda vuestra miserable existencia llenos de sed y hambre imposible de saciar. Cada luna nueva, desde hoy hasta que muera el ultimo descendiente de la ciudad de Cristal, ofreceréis un sacrificio de sangre, o de lo contrario os convertiréis en bestias."
Cuando el portal se cerró y Angroth desapareció, Malantai hizo saber a lo que quedaba de la ciudad diezmada, lo que había ocurrido. La mayoria no lo creyeron, hasta que comenzó la sed y el hambre. Nada la saciaba, ningun alimento ni bebida. La primera luna nueva no hubo ritual de sangre, y varias personas se convirtieron en engendros. Algunos tenía la carne corrupta, otrso tenian colmillos salvajes, el cuerpo se cubría de pelo y los huesos se deformaban. Poco a poco, con cada luna nueva, habían más bestias y comenzaba a cundir la locura por la sed y el hambre.
Malantai lo probó todo, hizo traer magos, hechiceros y sabios de todas partes, pero sólo podían darles muerte a los que se convertían. De forma clandestina, se hacían sacrificios y había meses que no se transformaba nadie, pero esta práctica fue descubierta y prohibida. La ciudad comenzó a rebelarse, hubo guerra y reyertas y la sangre que el Rey había querido evitar derramar, brotó como rios por las calles, hasta que apenas quedaron una centena en pie.
Sucumbieron al hambre y la sed, y todavía se dice hoy en dia, que hay unas ruinas en el valle más allá de los Páramos Grises, donde una vez se alzó la Ciudad Invisible, y que extrañas criaturas merodean por ella. Se cuenta que cada luna de sangre se agitan y encienden una hoguera, ofreciendo un sacrificio a Angroth para que los libere de su maldición. Por eso, viajero despistado, no hay que vagar por los caminos desiertos de noche, porque la maldición de Malantai sigue vigente hasta que se extinga el último habitante de la Ciudad Invisible.
Colton dejó el libro a un lado, dejando vagar su mirada azul por el horizonte. Había estado en innumerables lugares a lo largo de su vida de explorador, había conocido otros cambiantes y criaturas y sin embargo aquella leyenda le parecía fascinante, al leerla como con los ojos de un niño. Porque aunque contase con una edad más que considerable, su espíritu seguía siendo el de un chachorro grande. Delante de sus ojos, una melena tan rubia como la suya pero mucho más vaporosa, flotaba mecida por el viento que soplaba del suroeste. Una muchacha que caminaba por el bosque agachándose de tanto en tanto. Se preguntó si sería humana y afinó sus sentidos. Por el olfato diría que sí. No parecía haberle visto, así que se puso en pie, sobre su considerable altura y carraspeó para hacerse notar, no quería asustarla.
Cuentan que más allá de los Páramos Grises enmarcada en lo profundo del valle, se alzaba la Ciudad Invisible. Se había ganado ese nombre, porque el bosque a su alrededor era frondoso y exuberante. Tanto era así, que la vegetación trepaba por los edificios y calles de tal forma que la ciudad apenas se distinguía hasta estar prácticamente debajo de la muralla.
La ciudad invisible era un punto álgido de comercio. La prosperidad les sonreía, los habitantes vivían en sinergia con la naturaleza que les rodeaba, respetándola, y ésta a cambio, los proveía de infinitos recursos. Los viajeros hallaban un oasis donde florecía la hospitalidad, el comercio y el arte.
Su gobernante era el Rey Malantai, un honorable guerrero que había luchado por la paz y la prosperidad en las últimas guerras conocidas por la ciudad, treinta años atrás. Malantai había gobernado treinta años de paz y tranquilidad. Cumplía con los preceptos a rajatabla: la primera cosecha de manzanas se le ofrecía a los dioses, de la misma forma que la primera de grano.
Un dia, sin saber cómo ni por qué, una epidemia de peste negra llegó silenciosa y letal, como la muerte con su guadaña. Causó estragos en la población, muerte y dolor por doquier. Malantai no sabía en qué habían agraviado a los dioses y se rodeó de sacerdotes, magos y brujos de todo tipo y credo, para tratar de averiguar qué les había molestado tanto, y aplacar sus iras con ofrendas y ruegos.
Un mago poderoso consiguió separar el velo, abrir las puertas a mundos invisibles e incomprensibles y por fin el dios Angroth se dispuso a hablarle a Malantai.
"Me ofrecerás la sangre de los nacidos en la luna nueva de sangre, tu hija incluida. Lavarás con su sangre el mal que anida en esta ciudad."
La hija de Malantai no era la unica nacida en esa luna de sangre, quince años atrás, pero el Rey no estaba dispuesto a sacrificarla.
"mi señor, pedid otra cosa,grano, animales... tendréis las ofrendas más cuantiosas que jamás se hayan visto, pero no me pidáis que sacrifique sangre inocente"
"Cumple con tu deber, mortal insignificante o verás caer en la ruina a toda tu civilización."
Malantai endureció su corazón y templó sus nervios. Había sido el más grande guerrero de La Ciudad Invisible y ni si quiera un dios iba a hacerle hincar la rodilla en el suelo. Arrebató el medallón de poder al mago y extendió sus manos hacia el velo entre mundos.Su voz atronó en el castillo.
"¡¡Angroth yo te maldigo!! maldigo tu sangre, tu esencia y tu voz. Te maldigo y te destierro a las tierras Umbrías, para que no vuelvas nunca, y tu mezquina voluntad libere el yugo y deje libre a los hombres!!"
Malantai no era mago, pero la fe y la conviccion con las que pronunció la maldición, consiguieron que Angroth fuera absorbido hacia las tierras Umbras. Mas el dios, vengativo como era, replicó otra maldición antes de que se cerrase el portal.
"Maldigo a toda tu gente, a tu estirpe y a la ciudad entera. Por no haber querido sacrificar una ofrenda, vagaréis toda vuestra miserable existencia llenos de sed y hambre imposible de saciar. Cada luna nueva, desde hoy hasta que muera el ultimo descendiente de la ciudad de Cristal, ofreceréis un sacrificio de sangre, o de lo contrario os convertiréis en bestias."
Cuando el portal se cerró y Angroth desapareció, Malantai hizo saber a lo que quedaba de la ciudad diezmada, lo que había ocurrido. La mayoria no lo creyeron, hasta que comenzó la sed y el hambre. Nada la saciaba, ningun alimento ni bebida. La primera luna nueva no hubo ritual de sangre, y varias personas se convirtieron en engendros. Algunos tenía la carne corrupta, otrso tenian colmillos salvajes, el cuerpo se cubría de pelo y los huesos se deformaban. Poco a poco, con cada luna nueva, habían más bestias y comenzaba a cundir la locura por la sed y el hambre.
Malantai lo probó todo, hizo traer magos, hechiceros y sabios de todas partes, pero sólo podían darles muerte a los que se convertían. De forma clandestina, se hacían sacrificios y había meses que no se transformaba nadie, pero esta práctica fue descubierta y prohibida. La ciudad comenzó a rebelarse, hubo guerra y reyertas y la sangre que el Rey había querido evitar derramar, brotó como rios por las calles, hasta que apenas quedaron una centena en pie.
Sucumbieron al hambre y la sed, y todavía se dice hoy en dia, que hay unas ruinas en el valle más allá de los Páramos Grises, donde una vez se alzó la Ciudad Invisible, y que extrañas criaturas merodean por ella. Se cuenta que cada luna de sangre se agitan y encienden una hoguera, ofreciendo un sacrificio a Angroth para que los libere de su maldición. Por eso, viajero despistado, no hay que vagar por los caminos desiertos de noche, porque la maldición de Malantai sigue vigente hasta que se extinga el último habitante de la Ciudad Invisible.
Colton dejó el libro a un lado, dejando vagar su mirada azul por el horizonte. Había estado en innumerables lugares a lo largo de su vida de explorador, había conocido otros cambiantes y criaturas y sin embargo aquella leyenda le parecía fascinante, al leerla como con los ojos de un niño. Porque aunque contase con una edad más que considerable, su espíritu seguía siendo el de un chachorro grande. Delante de sus ojos, una melena tan rubia como la suya pero mucho más vaporosa, flotaba mecida por el viento que soplaba del suroeste. Una muchacha que caminaba por el bosque agachándose de tanto en tanto. Se preguntó si sería humana y afinó sus sentidos. Por el olfato diría que sí. No parecía haberle visto, así que se puso en pie, sobre su considerable altura y carraspeó para hacerse notar, no quería asustarla.
Colton Bradley- Cambiante Clase Alta
- Mensajes : 70
Fecha de inscripción : 17/04/2016
DATOS DEL PERSONAJE
Poderes/Habilidades:
Datos de interés:
Re: Save me .- [Mieri G. Milanova]
*Click aquí para escuchar la melodía que Mieri tararea.
Raros eran los días en los que Mieri tenía toda la libertad del mundo para salir y explorar el mundo, de hecho, tan sólo había logrado alejarse de 3 a 5 cuadras de lo que consideraba su "hogar". Ésta vez, la casona había sufrido algunos daños debidos al temporal acaecido días atrás. Lo bueno, quizás, de todo aquello era el hecho de que la casona se mantuviese cerrada para los nuevos huéspedes, mientras intentaban arreglar los desperfectos que habían dejado varias alas en las que era impensable acceder, así como el tejado que necesitaba un poco de cuidados, ya que al parecer no aguantaría una nueva llovizna.
Sin embargo, aquel día amaneció radiante y el sol parecía devolver la normalidad a todo el destrozo sufrido alrecedor. A penas quedaba un poco de fango en recovecos dónde la hondonada era mayor, sin embargo, era hermoso ver cómo las flores fueron regadas de forma natural ya que apetecía mucho tumbarse sobre ellas sin importar cuán mojadas estuviesen. Mieri, decidió dar un gran paseo por el bosque, cargando con una mera cesta de mimbre en la que guardaba algo de fruta por si se le hacía tarde recogiendo flores. Ella amaba ese trozo de naturaleza, ahí cuando el rol brillaba tanto que hacía que las diminutas gotas resplandeciesen como el mineral más brillante de todos, demostrando una vez más que la naturaleza era una de las experiencias más bonitas a disfrutar en soledad.
Mieri tarareaba una canción que no se le quitaba de la cabeza, aunque en realidad no recordaba haberla escuchado en ningún sitio anteriormente. Las luces que se filtraban de los árboles, bañando su rubia cabellera, quizás era lo más cerca que estuvo de recibir algo de cariño. Ese aspecto de su vida, en lugar de otorgarle ciertos malos hábitos a utilizar con la gente, le otorgó una inmensa dulzura a repartir en cada cual que conocía, que aunque fueran pocos, se merecían todo el agrado por su parte. Ella, no deseaba cosas más allá de lo que cada día le brindaba, no le era necesario un vestido nuevo ni regalos como los que se hacían otras personas, sin embargo, cualquier detalle, por muy pequeño que fuese, le daba a ella la mayor de las felicidades, ya que entendía ese gesto como algo más profundo que un mero obsequio. La gratitud en ella siempre estaba presente.
Mieri dejó caer la cesta al suelo y se llevó las manos a la boca aguantando un grito que moría por salir de sus labios, asustada por ver alzarse cerca suya la figura de un hombre. Le costó varios segundos calmar su acelerado corazón que aleteaba cual colibrí, para luego fijarse en la nobleza que aparentaba aquel muchacho.
- Disculpe, yo... No le ví. Lamento si interrumpí su siesta. - Dijo con cierta culpa carcomiéndole, ya que pensaba que había interrumpido la paz de otro que pretendía al menos descansar. Mieri, con sus enormes ojos se quedó perpleja al ver las puntas de sus propios dedos llenarse de un intenso color amarillo, fruto de las flores que había estado tocando con antelación. - Le daría la mano, pero será mejor que no, podría mancharle. - Con una escueta sonrisa por no saber cómo reaccionaría aquel hombre, ya que muchos de los que aparentaban bondad, en realidad eran las personas más llenas de saña.
···
Raros eran los días en los que Mieri tenía toda la libertad del mundo para salir y explorar el mundo, de hecho, tan sólo había logrado alejarse de 3 a 5 cuadras de lo que consideraba su "hogar". Ésta vez, la casona había sufrido algunos daños debidos al temporal acaecido días atrás. Lo bueno, quizás, de todo aquello era el hecho de que la casona se mantuviese cerrada para los nuevos huéspedes, mientras intentaban arreglar los desperfectos que habían dejado varias alas en las que era impensable acceder, así como el tejado que necesitaba un poco de cuidados, ya que al parecer no aguantaría una nueva llovizna.
Sin embargo, aquel día amaneció radiante y el sol parecía devolver la normalidad a todo el destrozo sufrido alrecedor. A penas quedaba un poco de fango en recovecos dónde la hondonada era mayor, sin embargo, era hermoso ver cómo las flores fueron regadas de forma natural ya que apetecía mucho tumbarse sobre ellas sin importar cuán mojadas estuviesen. Mieri, decidió dar un gran paseo por el bosque, cargando con una mera cesta de mimbre en la que guardaba algo de fruta por si se le hacía tarde recogiendo flores. Ella amaba ese trozo de naturaleza, ahí cuando el rol brillaba tanto que hacía que las diminutas gotas resplandeciesen como el mineral más brillante de todos, demostrando una vez más que la naturaleza era una de las experiencias más bonitas a disfrutar en soledad.
Mieri tarareaba una canción que no se le quitaba de la cabeza, aunque en realidad no recordaba haberla escuchado en ningún sitio anteriormente. Las luces que se filtraban de los árboles, bañando su rubia cabellera, quizás era lo más cerca que estuvo de recibir algo de cariño. Ese aspecto de su vida, en lugar de otorgarle ciertos malos hábitos a utilizar con la gente, le otorgó una inmensa dulzura a repartir en cada cual que conocía, que aunque fueran pocos, se merecían todo el agrado por su parte. Ella, no deseaba cosas más allá de lo que cada día le brindaba, no le era necesario un vestido nuevo ni regalos como los que se hacían otras personas, sin embargo, cualquier detalle, por muy pequeño que fuese, le daba a ella la mayor de las felicidades, ya que entendía ese gesto como algo más profundo que un mero obsequio. La gratitud en ella siempre estaba presente.
Mieri dejó caer la cesta al suelo y se llevó las manos a la boca aguantando un grito que moría por salir de sus labios, asustada por ver alzarse cerca suya la figura de un hombre. Le costó varios segundos calmar su acelerado corazón que aleteaba cual colibrí, para luego fijarse en la nobleza que aparentaba aquel muchacho.
- Disculpe, yo... No le ví. Lamento si interrumpí su siesta. - Dijo con cierta culpa carcomiéndole, ya que pensaba que había interrumpido la paz de otro que pretendía al menos descansar. Mieri, con sus enormes ojos se quedó perpleja al ver las puntas de sus propios dedos llenarse de un intenso color amarillo, fruto de las flores que había estado tocando con antelación. - Le daría la mano, pero será mejor que no, podría mancharle. - Con una escueta sonrisa por no saber cómo reaccionaría aquel hombre, ya que muchos de los que aparentaban bondad, en realidad eran las personas más llenas de saña.
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Mieri G. Milanova- Humano Clase Media
- Mensajes : 69
Fecha de inscripción : 13/01/2014
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