AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Pedes in terra ad sidera visus | Privado
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Pedes in terra ad sidera visus | Privado
“Sólo debemos sacrificarnos por los ideales.”
Karl Popper
Karl Popper
Depositó una flor en la tumba de un desconocido. Se puso de pie y se ajustó la capa. Era un día primaveral, pero la tarde había caído trayendo consigo una ventisca fresca, como resabio de un invierno que se negaba a partir del todo, como el recuerdo de su marido, que la seguía a donde fuera. Su esposo estaba en cada paso que daba, lo sentía a su lado constantemente, y no sabía si eso fuera especialmente bueno. Solía preguntarse si él estaba intentando comunicarse con ella, si tenía deseos de volver a su lado, pero no encontraba respuestas, y jamás lo haría. Cada día que pasaba, le costaba más levantarse y enfrentar la vida sin él. Habían estado juntos desde muy jóvenes, y la soledad le pesaba demasiado. Agatha era consciente de que iba marchitándose cada jornada, a pesar de mostrarse impenetrable. La soledad la azotaba como una tormenta inclemente, y ella recibía los envites con la mayor de las dignidades, a pesar de que, una vez que se acostaba y el lugar a su lado quedaba vacío, sentía un hondo deseo de llorar y dejarse ir. No iba a negar que prefería estar junto a él, pero también sabía de la misión que Ulrich le había dejado. La había preparado durante mucho tiempo, y debía honrar su memoria.
Generalmente, el reclutar aliados, no estaba dentro de sus labores, al menos no de manera formal. Ella solía estudiar y señalar posibles miembros, y era la tarea de otros el convencerlos de formar parte de la agrupación. Sin embargo, en París debía volver al llano. Con una monarquía particularmente poderosa, que ganaba cada vez más poder, había decidido encargarse personalmente de cooptar partidarios de la gran causa de la que era abanderada. Agatha era una dama minuciosa, que no perdía detalle alguno a la hora de optar por alguien, y había hecho un análisis exhaustivo sobre un hechicero, joven, pero que reunía las condiciones que ella consideraba necesarias. Yves Poulenc era un ser oscuro, repleto de defectos y con un carácter difícil de manejar; a Agatha no le agradaban los hombres blandos, y por eso lo había elegido. Los "Iluminados de Baviera" necesitaba un nigromante; lo habían estado buscando hacía mucho, y ninguno les convencía, y la rubia se puso al hombro la tarea de encontrarlo, y lo había hecho en cuanto llegó a la capital francesa.
Sintió que él se acercaba, y giró levemente el rostro, que no se ocultaba tras ningún peinado. Un rodete elegante a la altura de la coronilla, dejaba a la vista sus rasgos, los de una mujer que estaba cerca de los cincuenta años. Sabía que había llamado la atención del joven al hacerle llegar una misiva anónima, y sabía también, que él guardaría el secreto, tal como se lo había pedido con su caligrafía perfecta. Le agradó que se tratase de una persona puntual, pues el campanario de la Iglesia cercana, dio las campanadas que correspondían a las siete de la tarde. Cuando el joven pasó por detrás, Agatha se puso a su par y comenzó a caminar a su lado.
—Le agradecería no se detenga —comenzó, con su profundo acento alemán, aunque con un inglés perfecto. —No es por nada en especial, simplemente, es agradable caminar por un lugar como éste —y sonrió con cierta ironía. —Debo agradecerle su puntualidad, Monsieur Poulenc, aunque imagino que estará preguntándose qué quiero con usted —se detuvo, obligando al muchacho a frenar su marcha. —Permítame presentarme. Mi nombre es Agatha —y extendió su mano, para saludarlo de igual a igual, sin las formalidades que requería que ella fuese una dama y él un hombre. La sonrisa no había desaparecido ni por un instante de su rostro.
Generalmente, el reclutar aliados, no estaba dentro de sus labores, al menos no de manera formal. Ella solía estudiar y señalar posibles miembros, y era la tarea de otros el convencerlos de formar parte de la agrupación. Sin embargo, en París debía volver al llano. Con una monarquía particularmente poderosa, que ganaba cada vez más poder, había decidido encargarse personalmente de cooptar partidarios de la gran causa de la que era abanderada. Agatha era una dama minuciosa, que no perdía detalle alguno a la hora de optar por alguien, y había hecho un análisis exhaustivo sobre un hechicero, joven, pero que reunía las condiciones que ella consideraba necesarias. Yves Poulenc era un ser oscuro, repleto de defectos y con un carácter difícil de manejar; a Agatha no le agradaban los hombres blandos, y por eso lo había elegido. Los "Iluminados de Baviera" necesitaba un nigromante; lo habían estado buscando hacía mucho, y ninguno les convencía, y la rubia se puso al hombro la tarea de encontrarlo, y lo había hecho en cuanto llegó a la capital francesa.
Sintió que él se acercaba, y giró levemente el rostro, que no se ocultaba tras ningún peinado. Un rodete elegante a la altura de la coronilla, dejaba a la vista sus rasgos, los de una mujer que estaba cerca de los cincuenta años. Sabía que había llamado la atención del joven al hacerle llegar una misiva anónima, y sabía también, que él guardaría el secreto, tal como se lo había pedido con su caligrafía perfecta. Le agradó que se tratase de una persona puntual, pues el campanario de la Iglesia cercana, dio las campanadas que correspondían a las siete de la tarde. Cuando el joven pasó por detrás, Agatha se puso a su par y comenzó a caminar a su lado.
—Le agradecería no se detenga —comenzó, con su profundo acento alemán, aunque con un inglés perfecto. —No es por nada en especial, simplemente, es agradable caminar por un lugar como éste —y sonrió con cierta ironía. —Debo agradecerle su puntualidad, Monsieur Poulenc, aunque imagino que estará preguntándose qué quiero con usted —se detuvo, obligando al muchacho a frenar su marcha. —Permítame presentarme. Mi nombre es Agatha —y extendió su mano, para saludarlo de igual a igual, sin las formalidades que requería que ella fuese una dama y él un hombre. La sonrisa no había desaparecido ni por un instante de su rostro.
Katharine Hohenzollern- Hechicero Clase Alta
- Mensajes : 14
Fecha de inscripción : 19/03/2016
Re: Pedes in terra ad sidera visus | Privado
“The best secrets are the most twisted.”
― Sara Shepard, Twisted
― Sara Shepard, Twisted
Guardar secretos de Alix no era algo que soliera hacer. Su melliza era su otra mitad en todo aspecto y sentía, de un modo profundo e inquietante, que engañarla a ella, era engañarse así mismo. Claro estaba que la relación de los hermanos era retorcida por donde se mirara, y todo sentimiento que naciera de ella lo era también: erróneo, enfermo, corrupto. Decidió que, a pesar de lo extraño que resultaba, no le diría nada por ahora, hasta descubrir de qué se trataba todo esto. En todo caso, la chica estaba demasiado ocupada con los negocios familiares. Solía no ser tomada tan en serio por ser mujer, pero una vez que llegaba a una habitación como la dueña absoluta de ésta, callaba un par de bocas, las demás las silenciaba cuando abría la suya.
Las ocupaciones constante de Alix provocaban que un hombre como él, consagrado a la academia, se aburriera en casa y buscara toda distracción para poder divertirse. En donde era evidente que los modos de divertimento del heredero Poulenc eran más bien sádicos.
La puntualidad era algo que lo marcaba. Quizá por su educación. Quizá por lo minuciosa de su forma de ser. Quizá porque dicha virtud era requerida en todos los rituales que llevaba a cabo para invocar príncipes infernales. Quizá por todo eso. Así que llegó a la hora acordada. Una misiva de pulcra caligrafía, con un francés formal, demasiado formal que indicaba que no era el idioma natal de quien quiera que hubiera sido autor de la carta, le había anunciado lugar y hora.
A lo lejos pudo ver aquella figura, su primera suposición fue que se trataba de una viuda llevando flores a la tumba de su difunto esposo y que no interesaba para sus fines. Sin embargo, al acercarse pudo sentir el poder que ella emanaba. Sonrió como si su boca fuera un afilado garfio. Al pasar junto a la mujer, se unió a su caminata. La soslayó, sin decir más, sólo escuchando. Yves era de esos que subestimaba y despreciaba a todos, no obstante, esta mujer le agradó; le recordó de cierto modo a Alix, alguien que se sabe poseedora de todo aquello en lo que posa sus ojos. Se detuvo cuando ella lo hizo y miró la mano extendida antes de corresponder.
—Agatha —repitió—. Necesitaré más información que esa. Perdón si no me conformo, pero parece saber más de mí que yo de usted, lo cual resulta injusto, ¿no cree? —Terminando de hablar, soltó la mano y retomó la marcha entre lápidas y senderos desdibujados por la hierba.
—Por supuesto que me pregunto qué desea. No es la primera vez que solicitan mi presencia de manera tan misteriosa, pero siempre resulta interesante conocer los motivos detrás —continuó con tono casi afable. Todo lo que se podía tratándose de él. Porque incluso en esa situación, Yves parecía mantener un desprecio irreal por el mundo, sin razones reales, simplemente consideraba todo infecto y aburrido. Excepto la dama a su lado, que brillaba como oro en la oscuridad como en una obra de Tintoretto.
Yves Poulenc- Hechicero Clase Alta
- Mensajes : 86
Fecha de inscripción : 15/09/2015
Localización : París
Re: Pedes in terra ad sidera visus | Privado
Agatha era una dama, de pies a cabeza se notaba su estirpe. No era necesario ser un avezado, ni tener ojo crítico. Destilaba elegancia en su andar, en la forma que se movía, cómo se expresaba, hasta en el tono de su voz. Siempre correcta y circunspecta, impecable e intachable. No era necesario que se impusiera, su sola estampa marcaba el límite. Eso lo había aprendido de su marido; antes, no se había encontrado demasiado pendiente de ciertos detalles, aunque su educación era la que le correspondía por haber nacido en cuna noble. El matrimonio la convirtió en una mujer con todas las letras, sin vestigios de una adolescencia que había pasado hacía mucho tiempo. Su madurez se extendía a todos sus planos, sin arrojos, sin impulsos, con una racionalidad que, incluso, solía molestar a sus hijos. Yves Poulenc le recordaba a la menor de ellos, aunque en el joven hechicero había una oscuridad de la que Amalie carecía. Por ser la última, había resultado la más mimada y caprichosa, así como también la más impulsiva.
Por más que el francés intentase simularlo, todo en él delataba su ansiedad. Iba al grano sin demasiados miramientos, y exigía respuestas rápidas. Eran los riesgos de reclutar personas jóvenes e inexpertas. Franz, el mayor de sus hijos, también había sido así; la vida le dio los condimentos suficientes para foguear su carácter y convertirse en un hombre que, antes de hablar, pensaba dos veces sus palabras. En caso de que Poulenc decidiese unirse, los esperaba un largo camino de mutuo conocimiento y en el que Agatha tendría que realizar un gran esfuerzo para aplacar su carácter. La hechicera podía ver las turbulencias en el alma de Yves, las tinieblas que lo envolvían y se hacían una sola masa con él. Ese muchachito era lo que había estado buscando hacía tantos años. Era menester tenerlo dentro de la logia.
—Entiendo —comentó, con una imperceptible sonrisa curvándole el rostro. Contrario a lo que muchos pudieran creer, a Agatha le agradaba la arrogancia del joven, su decisión. Algunos de los que conformaban la Orden, a su criterio, eran demasiado tibios y prudentes. Necesitaban la agresividad que traía consigo una renovación de la sangre. Su adorado esposo ya se lo había planteado en su extensa agonía. Él tenía grandes proyectos para la organización, los cuales había compartido en su totalidad con ella. ¡Cuánto lo añoraba! Estaba tan cansada de batallar contra todos…
—Antes de explayarme en el motivo principal que me ha hecho citarlo aquí, necesito conocer su opinión y su interés en el actual régimen político y económico que gobierna la Europa occidental —no tendría sentido intentar atraerlo si no había en él una leve convicción. Se detuvo, nuevamente, y lo miró a los ojos. —Debe ser completamente sincero. Me daré cuenta si está mintiéndome —era pequeña, pero había algo intimidante en ella cuando se lo proponía. No había llegado tan lejos, ni le habrían permitido participar, si tuviese el carácter blando. Ulrich la había preparado lo suficiente para llevar adelante la vida que le esperaba, pero Agatha sabía que nunca estaría lista sin él. Se instaba a no pensar en su esposo, pero cada día le era más difícil. Podía sentirlo en el aire, aunque no estuviese. La esencia de su amor, que había quedado plasmada en su piel, se había convertido en una honda y constante tristeza.
Por más que el francés intentase simularlo, todo en él delataba su ansiedad. Iba al grano sin demasiados miramientos, y exigía respuestas rápidas. Eran los riesgos de reclutar personas jóvenes e inexpertas. Franz, el mayor de sus hijos, también había sido así; la vida le dio los condimentos suficientes para foguear su carácter y convertirse en un hombre que, antes de hablar, pensaba dos veces sus palabras. En caso de que Poulenc decidiese unirse, los esperaba un largo camino de mutuo conocimiento y en el que Agatha tendría que realizar un gran esfuerzo para aplacar su carácter. La hechicera podía ver las turbulencias en el alma de Yves, las tinieblas que lo envolvían y se hacían una sola masa con él. Ese muchachito era lo que había estado buscando hacía tantos años. Era menester tenerlo dentro de la logia.
—Entiendo —comentó, con una imperceptible sonrisa curvándole el rostro. Contrario a lo que muchos pudieran creer, a Agatha le agradaba la arrogancia del joven, su decisión. Algunos de los que conformaban la Orden, a su criterio, eran demasiado tibios y prudentes. Necesitaban la agresividad que traía consigo una renovación de la sangre. Su adorado esposo ya se lo había planteado en su extensa agonía. Él tenía grandes proyectos para la organización, los cuales había compartido en su totalidad con ella. ¡Cuánto lo añoraba! Estaba tan cansada de batallar contra todos…
—Antes de explayarme en el motivo principal que me ha hecho citarlo aquí, necesito conocer su opinión y su interés en el actual régimen político y económico que gobierna la Europa occidental —no tendría sentido intentar atraerlo si no había en él una leve convicción. Se detuvo, nuevamente, y lo miró a los ojos. —Debe ser completamente sincero. Me daré cuenta si está mintiéndome —era pequeña, pero había algo intimidante en ella cuando se lo proponía. No había llegado tan lejos, ni le habrían permitido participar, si tuviese el carácter blando. Ulrich la había preparado lo suficiente para llevar adelante la vida que le esperaba, pero Agatha sabía que nunca estaría lista sin él. Se instaba a no pensar en su esposo, pero cada día le era más difícil. Podía sentirlo en el aire, aunque no estuviese. La esencia de su amor, que había quedado plasmada en su piel, se había convertido en una honda y constante tristeza.
Katharine Hohenzollern- Hechicero Clase Alta
- Mensajes : 14
Fecha de inscripción : 19/03/2016
Re: Pedes in terra ad sidera visus | Privado
“Kings are the slaves of history.”
― Leo Tolstoy, War and Peace
― Leo Tolstoy, War and Peace
Era una escena peculiar. Ambos andando sin rumbo en el cementerio. La dama parecía iluminar el camino con su fulgor áureo, como de joya recién pulida y él parecía absorber la luz, un hoy negro, tan negro que confunde la mente. Pero había algo que unía a ambos y a simple vista no podía verse, pero sí sentirse. Su poder. Ambos lo poseían y dominaban.
Se anduvo con cautela, todo lo que alguien tan arrebatado como él podía, claro. Y notó que ella también. Las palabras venían de pronto, pero no eran una constante, en cambio, sus pasos sí. No se detuvieron. Avanzaron y avanzaron pasando mausoleos y tumbas anónimas. Cuando ella abrió la boca, Yves la soslayó y arqueó una ceja. No esperaba una pregunta como aquella, aunque si lo analizaba, la verdad es que no sabía ni qué esperar. Apenas alguna posible respuesta comenzó a formarse en su cabeza, cuando ella remató. Entonces Yves rio. Pero su risa fue baja y profunda como una herida hecha por un florete. Como la aguja de una rueca enterrándose entre la uña y la carne. Algo en su gesto lastimaba.
—Sería incapaz de mentirle, mademoiselle… Agatha —y con ello reafirmó que él no poseía el nombre completo de su acompañante y que no simplemente lo había olvidado con el avance de la noche. Yves era muy necio cuando se lo proponía y no soltaba el tema hasta que se salía con la suya. Sonó cínico, y no trató de ocultarlo si quiera. Se relamió los labios.
—Si le soy sincero, no soy el más enterado del panorama político de esta nación, ni de Europa. Sé quién está a la cabeza y aunque el apellido Poulenc tiene peso, jamás ha sido de los más cercanos a la corona. Sin embargo, como comprenderá, la industria de mi familia depende de las decisiones del rey y otros gobernantes. Me mantengo al tanto. Aunque es mi hermana quien lleva las riendas y da la cara. Yo tiendo más a embeberme en glorias pasadas. Los reyes que ya no están llaman más mi atención —explicó puntual. Aunque claro, decir que el pasado era sólo un interés era quedarse corto. Era historiador, y como tal, un experto en los acontecimientos que habían conducido a la humanidad hasta donde estaba.
—En fin. Si nos ponemos filosóficos, creo en el poder del poder. ¿Me explico? El poder absoluto corrompe absolutamente. Hay algo romántico, quizá, en los monarcas y duques, pero de modo práctico, ya no sirven. Sin embargo, carezco de una respuesta a ese problema. No sabría quién podría gobernar si no son los elegidos de Dios —continuó un poco más vago. Yves por supuesto que creía en Dios. Para que sus legiones demoniacas pudieran existir, debía haber una fuerza opuesta. Y él había visto a los ojos al diablo, no podía decir que no existía.
—Uff, espero haberme hecho entender —se detuvo al fin y se giró para verla. Sonreía con travesura y malicia—. Y haber respondido a sus incógnitas también —inclinó ligeramente la cabeza en una leve reverencia.
Yves Poulenc- Hechicero Clase Alta
- Mensajes : 86
Fecha de inscripción : 15/09/2015
Localización : París
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