AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Quien esté libre de pecado, que arroje la primera piedra | Privado
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Quien esté libre de pecado, que arroje la primera piedra | Privado
¿Cómo había llegado allí? Ni siquiera creía en Dios, nunca lo había hecho. No sabía rezar, y tampoco le había interesado aprender. Sin embargo, allí estaba, sentada en el medio de la catedral, con las manos sobre el regazo, observando la figura de un Cristo doliente y crucificado. Ella nada tenía para decirle, se sentía incómoda, y rogaba que nadie la viese. Aunque, seguramente, nadie lo haría. Era demasiado temprano, estaba lluvioso y Madeleine dudaba de que la fe de las personas las llevase hasta allí, un día como aquel. Les molestaba el silencio sacro que reinaba, creía que todas las figuras la juzgaban, que clavaban sus ojos en ella, una pecado nata, que había vivido la vida muy lejos de los mandatos del Dios cristiano, o de cualquier otro Dios. Jugueteó con sus dedos, hasta finalmente entrelazarlos, y dejó caer su rostro, hasta que el mentón le acarició el pecho. La invadió una profunda paz.
Madeleine inspiró profundo y exhaló hasta que cada uno de sus músculos se relajó. Repitió el ejercicio, tres veces, hasta que comenzó a amigarse con la ausencia de sonidos y con el suave aroma a velas y flores que impregnaban la atmósfera. No esperaba milagros, nunca lo había hecho, pero quería paz. La duquesa ansiaba estar tranquila, lo necesitaba. Sentía una profunda necesidad de armonía. Le costaba encontrarse en sí misma, en esa nueva Madeleine introspectiva, que había probado los placeres más oscuros y que ahora buscaba la normalidad. Su nueva vida, el codearse con otro tipo de gente, le había otorgado una amplitud de miras que habían barrido con sus prejuicios iniciales y con su codicia. No era que ya no siguiera anhelando la estabilidad económica o sus lujos, pero había algo más profundo que la instaba a cambiar, a dejar atrás su pasado.
<<Mi pasado nunca me abandonará…>> reflexionó con pesar. Esa era la inexorable verdad. Siempre, no importase lo que hiciese, sería una prostituta. Cuando su máscara cayese, porque tarde o temprano lo haría, su castillo de naipes se desmoronaría, y no quería que eso la tomase por sorpresa, quizá por eso estaba intentando hallar un camino diferente. Hacía mucho que no aceptaba propuestas indecorosas, tampoco asistía a demasiados eventos y hasta solía leer uno que otro libro corto de cuentos que encontraba en la vasta biblioteca de su padre. Sonrió con ironía, por sí misma, porque estaba ablandándose, y eso no era propio de una mujer que había pasado por tantas desgracias. << ¿Qué será de mí? ¿Qué tienes deparador para mí, Dios?>> preguntó, alzando la vista con los ojos cubiertos por un suave velo de lágrimas, que buscaba no dejar caer.
Madeleine inspiró profundo y exhaló hasta que cada uno de sus músculos se relajó. Repitió el ejercicio, tres veces, hasta que comenzó a amigarse con la ausencia de sonidos y con el suave aroma a velas y flores que impregnaban la atmósfera. No esperaba milagros, nunca lo había hecho, pero quería paz. La duquesa ansiaba estar tranquila, lo necesitaba. Sentía una profunda necesidad de armonía. Le costaba encontrarse en sí misma, en esa nueva Madeleine introspectiva, que había probado los placeres más oscuros y que ahora buscaba la normalidad. Su nueva vida, el codearse con otro tipo de gente, le había otorgado una amplitud de miras que habían barrido con sus prejuicios iniciales y con su codicia. No era que ya no siguiera anhelando la estabilidad económica o sus lujos, pero había algo más profundo que la instaba a cambiar, a dejar atrás su pasado.
<<Mi pasado nunca me abandonará…>> reflexionó con pesar. Esa era la inexorable verdad. Siempre, no importase lo que hiciese, sería una prostituta. Cuando su máscara cayese, porque tarde o temprano lo haría, su castillo de naipes se desmoronaría, y no quería que eso la tomase por sorpresa, quizá por eso estaba intentando hallar un camino diferente. Hacía mucho que no aceptaba propuestas indecorosas, tampoco asistía a demasiados eventos y hasta solía leer uno que otro libro corto de cuentos que encontraba en la vasta biblioteca de su padre. Sonrió con ironía, por sí misma, porque estaba ablandándose, y eso no era propio de una mujer que había pasado por tantas desgracias. << ¿Qué será de mí? ¿Qué tienes deparador para mí, Dios?>> preguntó, alzando la vista con los ojos cubiertos por un suave velo de lágrimas, que buscaba no dejar caer.
Última edición por Madeleine Fitzherbert el Sáb Jul 02, 2016 1:01 am, editado 1 vez
Madeleine Fitzherbert- Realeza Inglesa
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Re: Quien esté libre de pecado, que arroje la primera piedra | Privado
Off: Espero no molestar
Rezar era para débiles, así me habían dicho mis hermanos días antes de mostrarme como eran en realidad, las cosas en nuestra casa; éramos ni más ni menos que una especie diferente a lo común y ordinario, Dios como los amaba, en realidad aun los amo con todas mis ganas. Aquel día era especial siempre la misma fecha año tras a año, entraba solo una vez a la catedral ahí expresaba el dolor latente por la pérdida de mi madre, mi padre y hermanos, cada año con una lágrima en los ojos, con el corazón frío y con la angustia recorriendo todos mis pensamientos me desligaba de todo lo que me rodeaba y me iba a ese espacio donde no encontraba paz pero si el silencio necesario para hacer una plegaria, agradecer y pedir. Me persigne con agua bendita al entrar a ese santuario de católicos, donde profesaban una fe que muy pocos en realidad la viven, el lugar como de costumbre parecía desolado.
Mi vista se centro en el fondo de aquel sagrado lugar, ahí era el santuario donde mis oraciones se iban directo al cielo, puse sobre mi cabeza el velo de mi madre, el que ella ocupaba cada domingo para ir a misa o cuando confesaba sus pecados, pase saliva algo nerviosa y camine segura como la mujer que era, pase mi vista por los vitrales hermosas obras de artes adornaban aquel tétrico lugar. Mientras más avanzaba me daba cuenta que solo habíamos dos personas, mi audición era sensible como la de un felino una capacidad que compartía con mis fieras internas, podía escuchar el respirar pausado de aquella persona.
Me quede pasos atrás mirando el altar, buscando en algún lugar de aquella catedral el valor para pronunciar aquella oración que tantos años pronuncie antes de dormir, me costaba por la razón que no creía en Dioses pero si creía que mis padres su eran unos verdaderos creyentes, más que nada lo hacía por ellos – Padre nuestro que estás en los cielos… - comencé con aquellas palabras que carecían de un sentido para mí, pero las recordaba como cual soneto me hubieran leído alguna vez, mis ojos seguían intentando ver pero sin lograr mirar nada en concreto – Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino… - alcancé a pronunciar cuando mi vista bajo y se topó con aquellas baldosas relucientes de aquel lugar santo. Guarde silencio solo de mi labios mas mi mente gritaba por una herida que parecía abrirse nuevamente “Tengo que hacerlo”- hágase tu voluntad aquí en la tierra como en el cielo – en ningún momento quite la vista del suelo, gracias al velo que cubría mi cabeza podía ocultar en parte mi rostro una cuota de vergüenza sentía… más no podía dejar de repetir en mi cabeza “Es por ellos” –Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también perdonamos a los que nos ofenden; - tomé aire, parecía que en cualquier momento caería de rodillas y me pondría a llorar como nunca lo hice, al parecer el peso en mis hombros era demasiado la carga de lo que había pasado aún la sostenía - no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal. Amén – aquella última palabra resonó en mi cabeza como así en todo el lugar. Avance en completo silencio, no dije ninguna palabra mas, dirigí mi vista al altar y parada frente al crucifijo doliente, solo pude decir con debilidad – Que descansen en paz… te lo suplico– la angustia comía mis palabras, mi coraje y valentía en ese momento. Me sentía como una hormiga siendo acorralada por los tormentos de un pasado lejano que cada año en esa fecha se convertían en los fantasmas de mi presente.
Rezar era para débiles, así me habían dicho mis hermanos días antes de mostrarme como eran en realidad, las cosas en nuestra casa; éramos ni más ni menos que una especie diferente a lo común y ordinario, Dios como los amaba, en realidad aun los amo con todas mis ganas. Aquel día era especial siempre la misma fecha año tras a año, entraba solo una vez a la catedral ahí expresaba el dolor latente por la pérdida de mi madre, mi padre y hermanos, cada año con una lágrima en los ojos, con el corazón frío y con la angustia recorriendo todos mis pensamientos me desligaba de todo lo que me rodeaba y me iba a ese espacio donde no encontraba paz pero si el silencio necesario para hacer una plegaria, agradecer y pedir. Me persigne con agua bendita al entrar a ese santuario de católicos, donde profesaban una fe que muy pocos en realidad la viven, el lugar como de costumbre parecía desolado.
Mi vista se centro en el fondo de aquel sagrado lugar, ahí era el santuario donde mis oraciones se iban directo al cielo, puse sobre mi cabeza el velo de mi madre, el que ella ocupaba cada domingo para ir a misa o cuando confesaba sus pecados, pase saliva algo nerviosa y camine segura como la mujer que era, pase mi vista por los vitrales hermosas obras de artes adornaban aquel tétrico lugar. Mientras más avanzaba me daba cuenta que solo habíamos dos personas, mi audición era sensible como la de un felino una capacidad que compartía con mis fieras internas, podía escuchar el respirar pausado de aquella persona.
Me quede pasos atrás mirando el altar, buscando en algún lugar de aquella catedral el valor para pronunciar aquella oración que tantos años pronuncie antes de dormir, me costaba por la razón que no creía en Dioses pero si creía que mis padres su eran unos verdaderos creyentes, más que nada lo hacía por ellos – Padre nuestro que estás en los cielos… - comencé con aquellas palabras que carecían de un sentido para mí, pero las recordaba como cual soneto me hubieran leído alguna vez, mis ojos seguían intentando ver pero sin lograr mirar nada en concreto – Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino… - alcancé a pronunciar cuando mi vista bajo y se topó con aquellas baldosas relucientes de aquel lugar santo. Guarde silencio solo de mi labios mas mi mente gritaba por una herida que parecía abrirse nuevamente “Tengo que hacerlo”- hágase tu voluntad aquí en la tierra como en el cielo – en ningún momento quite la vista del suelo, gracias al velo que cubría mi cabeza podía ocultar en parte mi rostro una cuota de vergüenza sentía… más no podía dejar de repetir en mi cabeza “Es por ellos” –Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también perdonamos a los que nos ofenden; - tomé aire, parecía que en cualquier momento caería de rodillas y me pondría a llorar como nunca lo hice, al parecer el peso en mis hombros era demasiado la carga de lo que había pasado aún la sostenía - no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal. Amén – aquella última palabra resonó en mi cabeza como así en todo el lugar. Avance en completo silencio, no dije ninguna palabra mas, dirigí mi vista al altar y parada frente al crucifijo doliente, solo pude decir con debilidad – Que descansen en paz… te lo suplico– la angustia comía mis palabras, mi coraje y valentía en ese momento. Me sentía como una hormiga siendo acorralada por los tormentos de un pasado lejano que cada año en esa fecha se convertían en los fantasmas de mi presente.
Destiny Dupriê- Cambiante Clase Alta
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Re: Quien esté libre de pecado, que arroje la primera piedra | Privado
La empatía nunca la había caracterizado, pero a lo largo de su vida, había aprendido a distinguir un alma atormentada. Las había visto por cientos, y a pesar de que intentaban disimularlo, no se escapaban a la mirada de Madeleine. La duquesa había visto captada su atención por la de aquella dama que se había acercado al altar y le había orado a ese Dios crucificado en el que tanto parecía creer. A la galesa le habría gustado gozar de aquella fe. Maddie no creía en nada ni en nadie, menos en un Dios que la había abandonado a su suerte, y que parecía no tener piedad por todos sus borregos. Se sintió una hereje al tener aquellas cavilaciones, e intentó callarlas centrando sus orbes en la mujer, y agradeció su presencia, pues había barrido con las pocas lágrimas que amenazantes, se habían agolpado en sus ojos. Madeleine no debía permitirse llorar.
Buceó en sus recuerdos, y mitigó el instante de ira con el rostro de su padre, que había sido devoto. Él había orado por ella y su bienestar, mas no había sido escuchado. Le había pedido que lo enterrase con un rosario, y así lo había hecho; también, con el poco dinero que había poseído, había encargado una lápida y la había colocado en su tumba. Lo añoraba profundamente… Él había sido el hombre más importante de su vida, y a pesar de que la sangre no los había unido, el amor infinito que se habían prodigado, fue lo único que la salvó de sí misma. Sentía un profundo deseo de enviar a buscar su cuerpo y colocarlo en un sitio de honor en París, como merecía, pero aún no era dueña de administrar la fortuna del difunto duque, por lo que la posibilidad de devolverle a su padre lo mucho que había hecho por ella, aún se encontraba lejos.
Madeleine se puso de pie, arremetida por la angustia. Un dolor profundo se había alojado en su pecho, punzándola. La desconocida continuaba allí, seguramente ajena a sus movimientos. Cuando se encontró en el pasillo, decidida a salir de la Catedral, se percató de un brillo particular a sus pies. Se agachó y allí estaba un pequeño crucifijo. Giró su rostro hacia la dama, a la que seguramente se le había caído aquel objeto. Lo tomó y apretó con un puño, y a pesar de que no quería interrumpir aquel momento, pues sentía que estaba rompiendo un instante sagrado, cambió su rumbo y se dirigió hacia el altar. Se colocó junto a la mujer, que llevaba cubierto el rostro, como lo demandaba la tradición. Ella, que era una completa ignorante en aquellas cuestiones, lucía su rubio cabello con total desparpajo.
—Disculpe, no quisiera interrumpirla, pero estaba yéndome y encontré esto —extendió su mano hacia la dama, y el delicado dije lanzó un destello en su palma. —Imaginé que se le había caído, y temí que no supiera dónde encontrarlo —se dio cuenta que susurraba, y creyó que sus voz, por más baja que sonase, estaba profanando aquel lugar. Toda ella, una pecadora que no estaba segura de arrepentirse de todo lo que había hecho, significaba un gran insulto hacia la Iglesia Católica y su moral hipócrita. Madeleine daba testimonio de la hipocresía, pues había sido amante de un sacerdote durante varios meses.
Buceó en sus recuerdos, y mitigó el instante de ira con el rostro de su padre, que había sido devoto. Él había orado por ella y su bienestar, mas no había sido escuchado. Le había pedido que lo enterrase con un rosario, y así lo había hecho; también, con el poco dinero que había poseído, había encargado una lápida y la había colocado en su tumba. Lo añoraba profundamente… Él había sido el hombre más importante de su vida, y a pesar de que la sangre no los había unido, el amor infinito que se habían prodigado, fue lo único que la salvó de sí misma. Sentía un profundo deseo de enviar a buscar su cuerpo y colocarlo en un sitio de honor en París, como merecía, pero aún no era dueña de administrar la fortuna del difunto duque, por lo que la posibilidad de devolverle a su padre lo mucho que había hecho por ella, aún se encontraba lejos.
Madeleine se puso de pie, arremetida por la angustia. Un dolor profundo se había alojado en su pecho, punzándola. La desconocida continuaba allí, seguramente ajena a sus movimientos. Cuando se encontró en el pasillo, decidida a salir de la Catedral, se percató de un brillo particular a sus pies. Se agachó y allí estaba un pequeño crucifijo. Giró su rostro hacia la dama, a la que seguramente se le había caído aquel objeto. Lo tomó y apretó con un puño, y a pesar de que no quería interrumpir aquel momento, pues sentía que estaba rompiendo un instante sagrado, cambió su rumbo y se dirigió hacia el altar. Se colocó junto a la mujer, que llevaba cubierto el rostro, como lo demandaba la tradición. Ella, que era una completa ignorante en aquellas cuestiones, lucía su rubio cabello con total desparpajo.
—Disculpe, no quisiera interrumpirla, pero estaba yéndome y encontré esto —extendió su mano hacia la dama, y el delicado dije lanzó un destello en su palma. —Imaginé que se le había caído, y temí que no supiera dónde encontrarlo —se dio cuenta que susurraba, y creyó que sus voz, por más baja que sonase, estaba profanando aquel lugar. Toda ella, una pecadora que no estaba segura de arrepentirse de todo lo que había hecho, significaba un gran insulto hacia la Iglesia Católica y su moral hipócrita. Madeleine daba testimonio de la hipocresía, pues había sido amante de un sacerdote durante varios meses.
Madeleine Fitzherbert- Realeza Inglesa
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Re: Quien esté libre de pecado, que arroje la primera piedra | Privado
Aguarde un momento antes de retirarme de aquel altar en el cual un centenar de personas profesaban una fe incierta, llena de vacíos y completamente corrompida ante los ojos de alguien que sigue muy de cerca los pasos de muchos dentro de la iglesia… un lugar santo que se rodeaba de pecadores. No me hacía sentir ni bien ni mal, una vez al año asistía ahí por la misma razón y respeto ante mi legado, mire los vitrales mientras tomaba aire húmedo del lugar – Es todo – susurre mientras la fémina voz llegaba como una daga a mis oídos, y gire lentamente mi cabeza para mirar a la mujer cabellos de oro que me ofrecía una pieza que solo mostraba el dolor de una fe, ¿Quién en su sano juicio andaría con un crucifijo colgado en su cuello? ¿A caso no todos teníamos un peso sobre nuestros hombros como para también llevar el peso de una cruz?
No tenía que ser un adivinador para saber que aquella no profetaba aquella fe, ambas engañando a una iglesia, ella sin su velo y yo con un velo que cubriera la vergüenza bajo aquella tela, sonreí de medio lado y enrolle su mano con la mía, - Lamentablemente no me pertenece – aleje mi mano de la ajena – No podría cargar una cruz que no fuera la mía – con los años y los tantos acertijos que había tenido que resolver acostumbraba hablar de la misma forma, con secretos, - Quien lo haya dejado caer, se ha librado de un peso innecesario – mi susurro fue tan o más suave como el de la mujer, de igual manera la acústica de aquellos templos era impresionante que de seguro del otro lado de la catedral cualquiera que anduviera por ahí habría escuchado con claridad nuestra pulcra conversación, aun cuando de pulcro no tenía mucho.
Su rostro me era familiar, si bien no era ninguno de mis objetivos en Paris ella estaba en medio de los círculos de personas que yo seguía… o tal vez solo de casualidad la había observado, algo muy típico en mi persona, nunca olvidaba un rostro, mucho menos un nombre y el de ella me lo sabía pero dejaríamos que los secretos de la Catedral se quedaban en Notre Dame – Mi Lady, Tiene dos opciones la primera es llevarse consigo el crucifijo y la otra dejarlo en el altar, para que alguien piense que es un milagro divino, de quien dicen ser su Dios – Me estaba condenando por mis palabras, pero si no era una esclava de lo que decía no podía ser el rey de mi propio silencio… confuso e ilógico. Definitivamente este lugar no era para mí, sus santos y su silencio me perturbaban.
Termine por levantar mi velo para dejar mi rostro al descubierto y con una sonrisa amable hice una pequeña venia ante aquella mujer – Destiny Dupriê – me presente, luego de una pequeña conversación en incognito, la fama de las personas se hacían por hechos o por sus nombres, esperaba que mi fama no se supiera en ese momento, ya que ante los ojos de aquella iglesia yo era el mal en persona.
No tenía que ser un adivinador para saber que aquella no profetaba aquella fe, ambas engañando a una iglesia, ella sin su velo y yo con un velo que cubriera la vergüenza bajo aquella tela, sonreí de medio lado y enrolle su mano con la mía, - Lamentablemente no me pertenece – aleje mi mano de la ajena – No podría cargar una cruz que no fuera la mía – con los años y los tantos acertijos que había tenido que resolver acostumbraba hablar de la misma forma, con secretos, - Quien lo haya dejado caer, se ha librado de un peso innecesario – mi susurro fue tan o más suave como el de la mujer, de igual manera la acústica de aquellos templos era impresionante que de seguro del otro lado de la catedral cualquiera que anduviera por ahí habría escuchado con claridad nuestra pulcra conversación, aun cuando de pulcro no tenía mucho.
Su rostro me era familiar, si bien no era ninguno de mis objetivos en Paris ella estaba en medio de los círculos de personas que yo seguía… o tal vez solo de casualidad la había observado, algo muy típico en mi persona, nunca olvidaba un rostro, mucho menos un nombre y el de ella me lo sabía pero dejaríamos que los secretos de la Catedral se quedaban en Notre Dame – Mi Lady, Tiene dos opciones la primera es llevarse consigo el crucifijo y la otra dejarlo en el altar, para que alguien piense que es un milagro divino, de quien dicen ser su Dios – Me estaba condenando por mis palabras, pero si no era una esclava de lo que decía no podía ser el rey de mi propio silencio… confuso e ilógico. Definitivamente este lugar no era para mí, sus santos y su silencio me perturbaban.
Termine por levantar mi velo para dejar mi rostro al descubierto y con una sonrisa amable hice una pequeña venia ante aquella mujer – Destiny Dupriê – me presente, luego de una pequeña conversación en incognito, la fama de las personas se hacían por hechos o por sus nombres, esperaba que mi fama no se supiera en ese momento, ya que ante los ojos de aquella iglesia yo era el mal en persona.
Destiny Dupriê- Cambiante Clase Alta
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