AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Mi libertad termina donde empieza la tuya {Miklós L. DeGrasso}
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Mi libertad termina donde empieza la tuya {Miklós L. DeGrasso}
Recuerdo del primer mensaje :
Desde que llegó a París meses atrás había ido descubriendo las inumerables posibilidades que le brindaba la gran ciudad. Teatros, cafés, museos… tenía todo lo que deseara al alcance de la mano y, lo que más le entusiasmaba, podía tenerlo cuando ella quisiera. Sólo con un gesto de la mano, el cochero preparaba lo necesario para salir a disfrutar de la jornada. Aunque siempre iba acompañada de una de las doncellas de la casa, eso no impedía a Yvette sentirse libre de alguna manera. Sabía que la tarea de la joven que la acompañaba no era sólo cuidar de que llegara sana y salva a casa, sino vigilar que no se metiera en ningún lío. Era como si su madre no se fiara del todo de ella y supiera que terminaría metida en algún aprieto.
Aquel día su acompañante se llamaba Julia, una joven de aproximadamente su edad que había entrado hacía poco a trabajar. Era una niña asustadiza, pero cumplía con su objetivo de la manera que se esperaba de ella. No hablaba mucho, por lo que era Yvette la que llenaba los vacíos silenciosos entre ambas. En realidad, no le molestaba demasiado hasta que llegaba el momento en el que se quedaba sin nada que decir. Era entonces cuando caminaban en silencio durante un tiempo indefinido hasta que había algo que volvía a generar un tema de conversación. Fue así como pasaron la tarde en el museo de Bellas Artes, sala tras sala, cuadro tras cuadro. Yvette marcaba el ritmo y Julia la seguía como un pollito a su madre. No era la mejor de las compañías, pero, al menos, no repetía constantemente que deberían regresar, aunque lo pensara. Las miradas fugaces al reloj de la sala principal no pasaron desapercibidas, así que Yvette terminó complaciéndola.
—¿Por qué no regresamos, Julia? —preguntó, como si fuera algo espontáneo.
Fuera, el coche de caballos las esperaba pacientemente. En cuanto estuvieron acomodadas en el interior, los animales comenzaron un ligero trote que hizo del viaje un infierno. Cualquier montículo o agujero, por pequeño que fuera, hacía saltar en sus asientos a las dos mujeres. Una de las ruedas empezó a fallar y un último bache terminó rompiéndola.
—Llegaremos tarde —dijo la criada al ver la rueda.
Esta vez Yvette no contestó, pero coincidía con ella. Estaba destrozada. La hechicera miró a ambos lados de la calle y calculó el camino que faltaba hasta llegar a su hogar.
—Volvamos caminando desde aquí, no estamos lejos —propuso mirando a Julia—. Llegaremos a tiempo —la tranquilizó después.
Así fue como emprendieron la marcha por aquella calle ancha y llena de gente, en una bonita tarde que comenzaba a apagarse poco a poco. Un artista callejero que actuaba en un callejón cercano llamó la atención de Yvette. Agarró a la doncella de la muñeca y se desvió para observar el espectáculo, ignorando completamente las advertencias que la otra joven no hacía más que darle. Empezaba a cansarse de su prudencia y su insistencia. ¿Qué podía pasarles, si aquello era sólo la actuación de un artista callejero? Además, no llegarían tarde. Serían tan sólo cinco minutos.
Desde que llegó a París meses atrás había ido descubriendo las inumerables posibilidades que le brindaba la gran ciudad. Teatros, cafés, museos… tenía todo lo que deseara al alcance de la mano y, lo que más le entusiasmaba, podía tenerlo cuando ella quisiera. Sólo con un gesto de la mano, el cochero preparaba lo necesario para salir a disfrutar de la jornada. Aunque siempre iba acompañada de una de las doncellas de la casa, eso no impedía a Yvette sentirse libre de alguna manera. Sabía que la tarea de la joven que la acompañaba no era sólo cuidar de que llegara sana y salva a casa, sino vigilar que no se metiera en ningún lío. Era como si su madre no se fiara del todo de ella y supiera que terminaría metida en algún aprieto.
Aquel día su acompañante se llamaba Julia, una joven de aproximadamente su edad que había entrado hacía poco a trabajar. Era una niña asustadiza, pero cumplía con su objetivo de la manera que se esperaba de ella. No hablaba mucho, por lo que era Yvette la que llenaba los vacíos silenciosos entre ambas. En realidad, no le molestaba demasiado hasta que llegaba el momento en el que se quedaba sin nada que decir. Era entonces cuando caminaban en silencio durante un tiempo indefinido hasta que había algo que volvía a generar un tema de conversación. Fue así como pasaron la tarde en el museo de Bellas Artes, sala tras sala, cuadro tras cuadro. Yvette marcaba el ritmo y Julia la seguía como un pollito a su madre. No era la mejor de las compañías, pero, al menos, no repetía constantemente que deberían regresar, aunque lo pensara. Las miradas fugaces al reloj de la sala principal no pasaron desapercibidas, así que Yvette terminó complaciéndola.
—¿Por qué no regresamos, Julia? —preguntó, como si fuera algo espontáneo.
Fuera, el coche de caballos las esperaba pacientemente. En cuanto estuvieron acomodadas en el interior, los animales comenzaron un ligero trote que hizo del viaje un infierno. Cualquier montículo o agujero, por pequeño que fuera, hacía saltar en sus asientos a las dos mujeres. Una de las ruedas empezó a fallar y un último bache terminó rompiéndola.
—Llegaremos tarde —dijo la criada al ver la rueda.
Esta vez Yvette no contestó, pero coincidía con ella. Estaba destrozada. La hechicera miró a ambos lados de la calle y calculó el camino que faltaba hasta llegar a su hogar.
—Volvamos caminando desde aquí, no estamos lejos —propuso mirando a Julia—. Llegaremos a tiempo —la tranquilizó después.
Así fue como emprendieron la marcha por aquella calle ancha y llena de gente, en una bonita tarde que comenzaba a apagarse poco a poco. Un artista callejero que actuaba en un callejón cercano llamó la atención de Yvette. Agarró a la doncella de la muñeca y se desvió para observar el espectáculo, ignorando completamente las advertencias que la otra joven no hacía más que darle. Empezaba a cansarse de su prudencia y su insistencia. ¿Qué podía pasarles, si aquello era sólo la actuación de un artista callejero? Además, no llegarían tarde. Serían tan sólo cinco minutos.
Yvette Béranger- Hechicero Clase Alta
- Mensajes : 96
Fecha de inscripción : 17/07/2016
Re: Mi libertad termina donde empieza la tuya {Miklós L. DeGrasso}
Mientras ella hablaba él la escuchaba, sí, pero con esa sonrisa burlesca en los labios que Yvette no pasó por alto. Ignoró el hecho de que se estaba riendo de ella, si bien no directamente, su cara era la muestra clara de que aquello le resultaba, al menos, divertido. Claro, para él todo aquello era su día a día desde bien niño, y había tenido a alguien que le respondiera a todas las preguntas que ahora ella se hacía cada segundo. Sólo con que alguien le dijera que aquello que le pasaba era normal, o todo lo normal que aquel mundo de seres sobrenaturales podía asumir, le bastaba. Porque de verdad que toda esa magia le preocupaba, y por mucho que Miklós le dijera que la gente como ella era más común de lo que pensaba, bueno, él se convertía en un gato gigante a voluntad, así que hasta que no lo viera con sus propios ojos no terminaría de creérselo del todo. Pero hasta entonces, las palabras del cambiante serían como sus nuevas doctrinas secretas, porque sí, él era lo más parecido a un hechicero que tenía. Y que se riera lo que quisiera.
—Lo raro —murmuró mirándose las yemas de los dedos que Miklós acababa de acariciar. Tan pronto se mofaba en su cara como tenía gestos tan suaves con ella como si fuera su padre. Menudo hombre extraño era aquel, y sólo contando su parte humana—. Eso estaría bien, gracias —dijo, adelantándose hasta quedar a su altura, pues se había quedado algo rezagada.
Si antes llamaban la atención por la extraña pareja que hacían, ahora la gente los miraba también porque iban empapados hasta los huesos. Y es que habían llegado al límite de su tormenta, donde el cielo ausente de nubes y el suelo completamente seco contrastaban con ellos dos. Yvette dejó de preocuparse por eso nada más doblar la esquina que daba a la calle donde vivía. Su casa estaba en la mitad, con la puerta abierta y un par de policías custodiando la entrada, pero ella sabía que dentro habría otros dos, al menos. La joven se paró en seco y miró hacia delante. Respiró hondo intentando concentrarse para lo que se le vendría encima en un momento. Ahora, enfrentarse a la pantera que era el hombre que la acompañaba le parecía el menor de sus problemas. Arnaud estaría furioso, muy furioso, su madre estaría poniendo el grito en el cielo y Julia… ¡pobre Julia! Seguro que había salido bien escarmentada, y eso que no había sido culpa suya.
—Es ahí —dijo señalando la casa con la cabeza—. Si yo fuera tú, no me acercaría mucho más. El esposo de mi madre es un poco… —se mordió el labio inferior un segundo—. Digamos que se enfurece con facilidad. —Hizo una pausa que aprovechó para mirar la casa de nuevo. Eso para ella era un problema, para él quizá no. Después alzó las manos ligeramente, como asumiendo de antemano lo que iba a decir a continuación— En realidad es un imbécil. Además, hay policías, y no sé si a mi doncella le habrá dado tiempo a verte, pero… yo no me arriesgaría —le aconsejó.
Se peinó el pelo mojado como pudo, alisó el vestido —que pesaba como un muerto— y comenzó a caminar en dirección a la casa, pero se paró de pronto y se giró hacia Miklós.
—¿Tengo tu palabra de que no dirás nada de lo mío? —quiso asegurarse antes de despedirse—. Yo no diré nada de lo tuyo. Te lo prometo. —Yvette podía ser una niña malcriada, orgullosa e insoportable, pero tenía buen corazón. Era una mujer de palabra, y si hacía una promesa, la cumplía. Siempre.
—Lo raro —murmuró mirándose las yemas de los dedos que Miklós acababa de acariciar. Tan pronto se mofaba en su cara como tenía gestos tan suaves con ella como si fuera su padre. Menudo hombre extraño era aquel, y sólo contando su parte humana—. Eso estaría bien, gracias —dijo, adelantándose hasta quedar a su altura, pues se había quedado algo rezagada.
Si antes llamaban la atención por la extraña pareja que hacían, ahora la gente los miraba también porque iban empapados hasta los huesos. Y es que habían llegado al límite de su tormenta, donde el cielo ausente de nubes y el suelo completamente seco contrastaban con ellos dos. Yvette dejó de preocuparse por eso nada más doblar la esquina que daba a la calle donde vivía. Su casa estaba en la mitad, con la puerta abierta y un par de policías custodiando la entrada, pero ella sabía que dentro habría otros dos, al menos. La joven se paró en seco y miró hacia delante. Respiró hondo intentando concentrarse para lo que se le vendría encima en un momento. Ahora, enfrentarse a la pantera que era el hombre que la acompañaba le parecía el menor de sus problemas. Arnaud estaría furioso, muy furioso, su madre estaría poniendo el grito en el cielo y Julia… ¡pobre Julia! Seguro que había salido bien escarmentada, y eso que no había sido culpa suya.
—Es ahí —dijo señalando la casa con la cabeza—. Si yo fuera tú, no me acercaría mucho más. El esposo de mi madre es un poco… —se mordió el labio inferior un segundo—. Digamos que se enfurece con facilidad. —Hizo una pausa que aprovechó para mirar la casa de nuevo. Eso para ella era un problema, para él quizá no. Después alzó las manos ligeramente, como asumiendo de antemano lo que iba a decir a continuación— En realidad es un imbécil. Además, hay policías, y no sé si a mi doncella le habrá dado tiempo a verte, pero… yo no me arriesgaría —le aconsejó.
Se peinó el pelo mojado como pudo, alisó el vestido —que pesaba como un muerto— y comenzó a caminar en dirección a la casa, pero se paró de pronto y se giró hacia Miklós.
—¿Tengo tu palabra de que no dirás nada de lo mío? —quiso asegurarse antes de despedirse—. Yo no diré nada de lo tuyo. Te lo prometo. —Yvette podía ser una niña malcriada, orgullosa e insoportable, pero tenía buen corazón. Era una mujer de palabra, y si hacía una promesa, la cumplía. Siempre.
Yvette Béranger- Hechicero Clase Alta
- Mensajes : 96
Fecha de inscripción : 17/07/2016
Re: Mi libertad termina donde empieza la tuya {Miklós L. DeGrasso}
Si hubiera arrugado la nariz, como deseaba fervientemente por cierto, cada vez que había mencionado a los Gendarmes o que de hecho los había visto, como cuando llegaron a la altura de la mansión (se negaba a llamarla casa, por principios; tal vez fuera pobre, y un mentiroso, pero no consigo mismo), que si lo hubiera hecho su rostro, aparte de anguloso, habría estado lleno de surcos a aquellas alturas de la partida. No le cabía ninguna duda acerca de quién había llamado a los susodichos agentes del orden: la criada que, al principio del encuentro, había sido tan cobarde que ni a ayudar a su ama se había quedado, pero lo que le sorprendía era que, pese al tiempo transcurrido, aún siguieran allí. Tal vez se debiera a que con los ricos sí que intentaban ganarse mínimamente el sustento que percibían por apalear a los que no lo eran tanto, o simplemente la desesperación de la familia de la joven (pero no del marido de su madre, o eso le pareció deducir de las palabras de Yvette) había sido tal que ni mutis por el foro habían podido hacer. Fuera cual fuese el motivo, había un auténtico comité de bienvenida frente a la chabola (nótese la ironía, por favor) de la muchacha, uno ante el cual Miklós se detuvo en seco sin necesidad ni de que ella sacara al tema. Tal vez fuera masoquista, y de hecho lo era, pero por mucho que todo el mundo se lo hubiera dicho al menos una vez, no era suicida, y no quería lanzarse de lleno a una ocasión de oro para acabar en el calabozo. No, gracias; él era más partidario de mandar que de ser mandado, y no solamente en ese contexto, pero eso no venía demasiado al caso… ¿No? No, todavía no, quién sabía si en un futuro la joven querría saber eso de él o incluso de sí misma, pero por lo pronto la pantera continuó guardándose ciertas cosas para sí mismo, para alivio de la bruja que suficiente había aprendido en una jornada para, como mínimo, toda la semana siguiente.
– No pensaba acercarme. Por si mi aspecto no fuera suficiente, con que me escuchen hablar ya tendrán motivos de sobra para llevarme preso, porque ¿qué hace un desharrapado como tú tan lejos de tu maldita nación, basura austriaca? – imitó, con la voz grave y el acento afectado que tanto escuchaba a los franceses, pero que él prefería no utilizar habitualmente, con lo que sus palabras siempre quedaban regadas por su particular acento magyar. Para la mayoría de personas, éste resultaba absolutamente imposible de identificar, y a menos que él dijera que era natural de la zona húngara del Sacro Imperio, jamás lo identificarían; sin embargo, no solía decirlo demasiado a menudo, y la afirmación a Yvette era lo más cercano que había estado en mucho tiempo de proclamar que venía de Székszard. Demasiados potenciales oídos que lo querían muerto y que sabían que no todo el mundo que encajaba con su descripción provenía de un lugar tan pequeño y tan remoto… Era, una vez más, cuestión de supervivencia, algo de lo que la rubia estaba empezando a aprender un poco a regañadientes, y así lo demostró con su petición al húngaro. – ¿A quién quieres que se lo cuente…? Nadie me creería, y si lo hicieran, sería más problemático para mí que para ti porque yo soy un hombre buscado, y la Inquisición ya me tiene lo suficiente en el punto de mira por un pequeño accidente de hace más de medio siglo. En fin, que no, me mantendré callado, pero gracias por tu palabra. – reconoció Miklós el favor con un gesto seco, inclinando la cabeza como aceptándolo y agradeciéndoselo, pero cuando la volvió a elevar y clavó sus ojos azules y fríos en ella, lo hizo otra vez con sorna, y sin la genuina calidez que momentáneamente se había podido percibir en él. – Eso sí, tú estate tranquilita… No quiero que se ponga a llover aleatoriamente en la ciudad otra vez. Aunque, bueno, así podré encontrarte fácil. Hasta pronto, hechicera. – se despidió, cáustico, y sólo entonces se dio cuenta de que no conocía su nombre… ni ella tampoco el de él.
Bueno, ¿qué importaba? Él sabía que tarde o temprano volverían a verse, pues así funcionaban los designios del Señor en una ciudad tan polivalente como París, así que ya le preguntaría la próxima vez… Si es que, realmente, le importaba lo suficiente como para llegar a interesarse tanto.
– No pensaba acercarme. Por si mi aspecto no fuera suficiente, con que me escuchen hablar ya tendrán motivos de sobra para llevarme preso, porque ¿qué hace un desharrapado como tú tan lejos de tu maldita nación, basura austriaca? – imitó, con la voz grave y el acento afectado que tanto escuchaba a los franceses, pero que él prefería no utilizar habitualmente, con lo que sus palabras siempre quedaban regadas por su particular acento magyar. Para la mayoría de personas, éste resultaba absolutamente imposible de identificar, y a menos que él dijera que era natural de la zona húngara del Sacro Imperio, jamás lo identificarían; sin embargo, no solía decirlo demasiado a menudo, y la afirmación a Yvette era lo más cercano que había estado en mucho tiempo de proclamar que venía de Székszard. Demasiados potenciales oídos que lo querían muerto y que sabían que no todo el mundo que encajaba con su descripción provenía de un lugar tan pequeño y tan remoto… Era, una vez más, cuestión de supervivencia, algo de lo que la rubia estaba empezando a aprender un poco a regañadientes, y así lo demostró con su petición al húngaro. – ¿A quién quieres que se lo cuente…? Nadie me creería, y si lo hicieran, sería más problemático para mí que para ti porque yo soy un hombre buscado, y la Inquisición ya me tiene lo suficiente en el punto de mira por un pequeño accidente de hace más de medio siglo. En fin, que no, me mantendré callado, pero gracias por tu palabra. – reconoció Miklós el favor con un gesto seco, inclinando la cabeza como aceptándolo y agradeciéndoselo, pero cuando la volvió a elevar y clavó sus ojos azules y fríos en ella, lo hizo otra vez con sorna, y sin la genuina calidez que momentáneamente se había podido percibir en él. – Eso sí, tú estate tranquilita… No quiero que se ponga a llover aleatoriamente en la ciudad otra vez. Aunque, bueno, así podré encontrarte fácil. Hasta pronto, hechicera. – se despidió, cáustico, y sólo entonces se dio cuenta de que no conocía su nombre… ni ella tampoco el de él.
Bueno, ¿qué importaba? Él sabía que tarde o temprano volverían a verse, pues así funcionaban los designios del Señor en una ciudad tan polivalente como París, así que ya le preguntaría la próxima vez… Si es que, realmente, le importaba lo suficiente como para llegar a interesarse tanto.
Invitado- Invitado
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