AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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En esos dorados atardeceres... [Flashback - 1787]
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En esos dorados atardeceres... [Flashback - 1787]
Con la frente perlada de sudor, y una sonrisa de oreja a oreja, la joven princesa corría alrededor del patio, soltando de vez en cuando una alegre risilla que casi competía en volumen y dulzura con el incesante cantar de los pájaros. Eran buenos tiempos, prósperos, seguros, y la única preocupación que mantenía a los monarcas despiertos era la certeza de que su dulce niña estaba creciendo demasiado deprisa. Se notaba no solamente en la longitud de sus extremidades, que le daban un aspecto grácil, como un cisne en pleno desarrollo; no, no era solamente eso. También podían percibirlo en el hecho de que momentos como aquel fueran cada vez menos frecuentes. La joven heredera era muy testaruda, casi tanto como su padre, y desde muy temprana edad había dejado claro que no sería la típica princesa, ni la típica noble, ni la típica chica. No. Su mente era despierta y ágil, tenía un millón de preguntas que disparaba sin pensárselo dos veces. Sus inquietudes iban desde el significado de la vida hasta la extensión real del mundo, un mundo del que sus padres querían protegerla, pero que ella soñaba con conquistar algún día. Quería viajar, muy al pesar de la reina. Quería aprender de los mejores maestros, y quién sabe, tal vez enseñar ella misma algún día. Algo que al rey hacía profundamente feliz, pero también le inquietaba aunque no quisiera reconocerlo.
Nada de eso importaba, sin embargo, cuando Irïna estaba tan contenta que parecía iluminar por sí misma todo aquello que estaba a su alrededor. Gritaba, cantaba, reía y saltaba al son de una melodía que ella misma había inventado, sin que nada ni nadie pudiera pararla, sin que nada ni nadie quisiera hacerlo. Era una visión maravillosa. El pelo rubio, largo y lacio, navegando por las corrientes de aire a medida que ella se movía. Ese vestido azul que ya estaba incluso un poco gastado por el uso, agitándose también al compás. Se lo habían tenido que arreglar tantas veces que habían perdido la cuenta, pero se negaba a tirarlo. Era un regalo de su padre, y esos presentes para ella siempre eran sagrados. No importaba que tras ese el rey le hubiera regalado diez más, los apreciaba todos, los trataba como bienes irreemplazables. De nuevo, para secreto orgullo paternal, y frustración materna. La reina a veces se preguntaba cómo era posible que siendo en aspecto tan parecida a ella, Irïna tuviese tanto de la personalidad de su padre. Evidentemente deseaba que también tuviera algo de ella, pero muy en el fondo, amaba que fueran tan parecidos. Así, cuando él viajaba, un pedacito de su presencia siempre estaría con ella. Un pedazo muy testarudo, nervioso y poco inclinado a hacer lo que se le ordenaba, pero eso era lo de menos.
- ¡¡Vamos, vamos!! ¡No te quedes atrás! -El motivo de júbilo de aquella mañana de verano, era la nueva adquisición de la joven de siete años, un cachorro de color canela y mirada chispeante, casi tanto como la suya propia. El rey lo había recogido en el camino de vuelta desde Alemania. Hacía unas semanas apenas era una bola de pelo herida y asustada, y ahora corría y saltaba y ladraba tras su hija, quien, por supuesto, lo había llamado Rick, en honor a su siempre atento guardián. - Daddy!, ¿has visto lo que ha hecho? ¡Yo quiero aprender a dar volteretas como él! -La reina suspiró largamente, aunque sin poder evitar reírse, a sabiendas de que en pocos minutos su hija iba a comenzar a revolcarse por el suelo imitando al can.
Por supuesto, la princesa cumplió con las expectativas, riendo con incluso más energía cuando el cachorrito comenzó a lamerle la cara, sin dejar nunca de menear la cola. Tras un rato más observando la escena, los monarcas decidieron dejarlos a solas para que siguieran con su rato de juego. El Consejo se reuniría en unos minutos y necesitaban estar preparados. Ambos giraron la cabeza al unísono, para absorber por un instante más aquella encantadora escena, antes de desaparecer en el interior del castillo, las risas de su hija de fondo, cada vez más lejos.
Nada de eso importaba, sin embargo, cuando Irïna estaba tan contenta que parecía iluminar por sí misma todo aquello que estaba a su alrededor. Gritaba, cantaba, reía y saltaba al son de una melodía que ella misma había inventado, sin que nada ni nadie pudiera pararla, sin que nada ni nadie quisiera hacerlo. Era una visión maravillosa. El pelo rubio, largo y lacio, navegando por las corrientes de aire a medida que ella se movía. Ese vestido azul que ya estaba incluso un poco gastado por el uso, agitándose también al compás. Se lo habían tenido que arreglar tantas veces que habían perdido la cuenta, pero se negaba a tirarlo. Era un regalo de su padre, y esos presentes para ella siempre eran sagrados. No importaba que tras ese el rey le hubiera regalado diez más, los apreciaba todos, los trataba como bienes irreemplazables. De nuevo, para secreto orgullo paternal, y frustración materna. La reina a veces se preguntaba cómo era posible que siendo en aspecto tan parecida a ella, Irïna tuviese tanto de la personalidad de su padre. Evidentemente deseaba que también tuviera algo de ella, pero muy en el fondo, amaba que fueran tan parecidos. Así, cuando él viajaba, un pedacito de su presencia siempre estaría con ella. Un pedazo muy testarudo, nervioso y poco inclinado a hacer lo que se le ordenaba, pero eso era lo de menos.
- ¡¡Vamos, vamos!! ¡No te quedes atrás! -El motivo de júbilo de aquella mañana de verano, era la nueva adquisición de la joven de siete años, un cachorro de color canela y mirada chispeante, casi tanto como la suya propia. El rey lo había recogido en el camino de vuelta desde Alemania. Hacía unas semanas apenas era una bola de pelo herida y asustada, y ahora corría y saltaba y ladraba tras su hija, quien, por supuesto, lo había llamado Rick, en honor a su siempre atento guardián. - Daddy!, ¿has visto lo que ha hecho? ¡Yo quiero aprender a dar volteretas como él! -La reina suspiró largamente, aunque sin poder evitar reírse, a sabiendas de que en pocos minutos su hija iba a comenzar a revolcarse por el suelo imitando al can.
Por supuesto, la princesa cumplió con las expectativas, riendo con incluso más energía cuando el cachorrito comenzó a lamerle la cara, sin dejar nunca de menear la cola. Tras un rato más observando la escena, los monarcas decidieron dejarlos a solas para que siguieran con su rato de juego. El Consejo se reuniría en unos minutos y necesitaban estar preparados. Ambos giraron la cabeza al unísono, para absorber por un instante más aquella encantadora escena, antes de desaparecer en el interior del castillo, las risas de su hija de fondo, cada vez más lejos.
- Irïna de pequeña:
Irïna K.V. of Hanover- Realeza Escocesa
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Fecha de inscripción : 17/10/2013
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